lunes, 25 de agosto de 2008

Días de invierno en el trópico

Cuando terminaban las clases empezaba la estación de la lluvia, nuestro invierno tropical, el tiempo inaugural de nuestra libertad y de un extraño espíritu labrado en medio de los rayos y truenos y el aguacero torrencial que caía en las planicies del sur. Muy temprano en la mañana, sin embargo, toda la Ciudadela entraba en frenesí, pues no había agua y cada uno rompía las tuberías para instalar bombas de succión, lo cual no siempre resultaba en mayor armonía. Si en invierno demoraba la lluvia, las peleas entre familias eran mayores. Otras veces, cuando la mañana venía con una garúa, su frescura se prolongaba hasta casi el mediodía. Y si había lluvia, aprovechábamos para llenar todo lo que pudiese contener agua: cisternas, tanques, baldes, ollas, tazas, cucharas, la boca abierta, todo. La tarde, en cambio, era un infiernillo o la puerta para nuevas lluvias. Cuando sentíamos las primeras gotas sacábamos una pelota de cualquier lado y jugábamos hasta más no poder. Y luego procedíamos a vagar por los lejanos terrenos baldíos que se abrían más allá de las pocas fábricas, mirando hacia el Puerto Marítimo.

A veces, cuando el clima era más benigno, nos quedábamos jugando partidos de volleyball en la calle, o les quitábamos las cuerdas de saltar a Linda, Brenda, Nina o la Chocota y nos poníamos de pura joda a saltarla a voz de “Monje/ viudo/ soltero/ casado” lo que se transformaba rápidamente en femenino mientras no dejábamos salir de la cuerda al que saltaba. O armábamos orquetas, rifles y pistolas de balsa para tirarnos piedras o lanzar flechas de caña y tapillas de colas.

El invierno era nuestro y también nos aventurábamos hacia las balseras o hacia la misma ría. Ibamos en medio de la maleza y los árboles que crecían tupidamente, esquivando iguanas y culebras, matando avispas y mosquitos. Un día nos llegó la noticia que el menor de los Santa Cruz se había ahogado. Fuimos todos como en desesperada caravana, saltando troncos y sorteando riachuelos que se formaban con el agua. Cuando llegamos sólo vimos a los hermanos del desaparecido en la orilla. La ría seguía ancha y abruptamente rumbo al océano. Desde allí podíamos ver con temor los pequeños remolinos que se formaban, pues uno de ellos había mandado al fondo al fallecido.

Era invierno también cuando jugábamos los mejores partidos de fútbol en la canchita que quedaba frente al salón del negro Robledo, detrás de la Sherwin-Williams. O nos poníamos los guantes de béisbol y nos largábamos a batear una pelota que siempre terminaba perdiéndose entre los matorrales. Y era invierno cuando salíamos a recoger residuos de latas en el Guasmo.

En el invierno también supimos lo que era el amor y la tristeza del amor: Nuestras hermanas crecieron y nuestros irremediables celos también. Yo sacaba a piedra limpia de mi casa a Gorilón, que por esa época andaba husmeando por allí. Por las tardes, como salidas de revistas y programas de televisión, veíamos a Cleotilde Cárcamo, con el vestido ceñido a su espléndido cuerpo, a Maritza Romero y Anabelle Morales, bailando afuera de sus casas. Dejaban el uniforme colegial para volverse hermosas y tiernas a la vez. Y en el invierno también se tejieron sus historias, esas que no conocimos o que percibimos lejanamente y no comentábamos porque eso era traicionar al amigo, al pana del barrio, y es mejor no hablar mal de las mujeres. Y así, mientras todos crecíamos, en vez de encontrar un puente con ellas, lo que encontramos fue más distancia. Buscábamos el amor y tardaba en llegar.

Poco tiempo después los días de invierno comenzaban a volverse una competencia de quién tenía la mejor bicicleta. A la distancia y con odio veíamos a los aniñados en bicicletas nuevas, patinetas, motos y hasta carros, que pasaban haciendo ruido por la esquina, mientras nosotros seguíamos sembrados en el Cementerio de Autos. Por eso, lo que nos quedaba era el deporte y, en cada campeonato, la oportunidad de romperles las canillas.

Una vez pasó Ruilova, alias Pelo de Chancho, tiradito a aniñado también, pero sin pinta. Le habían comprado una moto y era la única manera de que lograra levantarse una pelada. Pasaba cada cinco minutos con la maldita moto hasta que una tarde decidimos gritarle su apodo cada vez que pasara. Y así lo hicimos. Al paso de la moto se sumó el grito colectivo de Pelo de Chancho, cosa que, para abreviar, hizo que el pobre se apeara a reclamarnos. Manuelón, que siempre fue bueno para la pelea, lo miró, se le rió en la cara, le dio una patada en la canilla, le pateó la moto y le dijo con calma: “Te puteo, te pateo y te culeo”. A lo cual Pelo de Chancho, simplemente, optó por una vergonzosa aunque sabia retirada.

A Pelo de Chancho lo sucedió Ladilla, un flaquito que vino del otro lado de la Ciudadela a parar en el barrio. Le decían así porque jodía mucho y siempre, tanto que un día lo amarraron al poste con el pantalón abajo. Eso se le acabó cuando le compraron una moto. Con ella se dedicó a espantar a todo el mundo: transeúntes, vigilantes de tránsito, peloteros. La agarraba, hacía estruendosamente run-run-run y se largaba a buscar que los vigilantes lo persiguieran en un juego en el que los gatos nunca cogían al ratón. Y eso también acabó cuando se enamoró. Al principio andaba con su novia atrás, en la moto, y a alta velocidad se besaban al frente de todo el mundo, como en una película. Y eso también se acabó cuando se hizo más grande y se casó. Fin de Ladilla.