viernes, 28 de marzo de 2008

Stormy Weather en Chicago

Muchas cosas pueden pasar mientras se viaja en un tren. Cada pasajero es un mundo y cada mundo es muchos universos. Dejé Portland como se deja a una persona desconocida, rumbo a Nueva York. Desde la ventana veía los pueblos, el hermoso río Columbia dividiendo Estados Unidos y Canadá, y la gente que salía a saludar a los desconocidos del tren que pasaba veloz frente a ellos. De alguna manera, era el mismo tren que cruzaba el litoral ecuatoriano. Sin embargo, estaba en la otra América, la desconocida, a la que ya estaba empezando a querer. Las ataduras sólo pueden ser fuertes cuando ha existido un gran amor, me dije. Nunca supe cuán grande fue el amor de Marla Thompson, si sólo era una aventura más, de esas que se visten de pasión y utopía, o un amor cobarde que desaparece con el tiempo. O si acaso era algo más fuerte, algo que debería considerar una pérdida real permanente. Nunca lo sabría. Recordando el viaje del tren, ahora que escribo estas páginas, he vuelto a recordar el amor por ella y el tiempo ido. Hoy, en mi pequeño libro de zen, leo: “Apaga la luz/ baja el sonido/ respira/ encuentra el perfume de tu amante/ nunca olvides ese olor”.

Un viaje es también el tiempo para pensar en la vida y darse cuenta las cosas que hay que cambiar. Pero mi dolor y yo estaríamos un buen tiempo más juntos, aunque regodearse en ese dolor fuera un lujo inmerecido. Estaba en ese momento de observación, reponiendo fuerzas en el silencio mientras el veloz tren cruzaba los estados del norte y las planicies se agigantaban por horas de horas, hasta que recibí un telegrama que decía espera por mi llamada telefónica mañana, a la misma hora, en el restaurante del tren.



Día siguiente. Me había sentado cómodamente mientras el mesero se explayaba en explicaciones del menú, los ingredientes que usaban y las calorías que cada plato llevaba, garantizando que todos los productos eran del día, pues se los adquiría en cada parada. Pedí una ensalada de vegetales, un bistec, una copa de vino rojo y, para terminar, flan. Después del almuerzo pedí un doble espresso y esperé la llamada telefónica. El mesero me dijo que podía contestar desde la cabina central. Del otro lado de la línea me dijeron secamente busca entre las concursantes de belleza a una niña desaparecida y aisla a los estudiantes. Colgaron. Le di una propina al mesero y me fui a mi compartimento. Recordaba que, en mi inspección inicial de los vagones, había visto con curiosidad a unas niñitas preciosas que, acompañadas de sus padres, vestían elegantemente como adultas. Supuse que se trataba de un evento menor, de esos que aparecen en los pueblos de la profunda América. Era el único concurso que podía imaginarme. ¿Estudiantes? Eso era más difícil, pues todos los pasajeros jóvenes entraban en esa categoría.

Seguía el tren su rumbo. Ya habíamos pasado Montana y estábamos en Dakota. Los majestuosos búfalos copaban las hectáreas de terreno y pasto. Organicé un programa de trabajo. Los resultados, fueren cuales fueren, tendrían de darse pronto ya que llegaría a Nueva York en sólo a dos días. Durante la noche las cosas empezaron a cambiar. Volví al restaurante a la hora de la cena, pero esta vez sólo bebí un café negro y conversé con el mesero. Este, ya familiarizado conmigo, comenzó con un interrogatorio velado, que era más o menos lo que todos los empleados públicos tenían que hacer luego del famoso 11 de Septiembre. La alerta nacional cambiaba de color a diario y, a veces, esto dejaba entrever síntomas de paranoia en la gente. Por ejemplo, si la elevaban a color anaranjado, los supermercados y los almacenes de construcción inmediatamente se llenaban de clientes que compraban herramientas y material para transformar sus casas en fortalezas, puesto que asumían un ataque terrorista inminente. Los primeros productos en acabarse eran siempre las cintas de empaque, ya que creían que poniéndola en los bordes de las ventanas el supuesto gas venenoso sería detenido. Luego de responder a las preguntas del mesero cambiamos de roles y logré sonsacarle quiénes eran las niñas de los concursos. Ah, esos concursos son muy populares por estos lugares. Los padres son los organizadores de los eventos. Los premios no son muy altos pero, dada la frecuencia con que se realizan los concursos, las ganancias anuales pueden ser muy jugosas. La gran final se lleva a cabo en diciembre, en Las Vegas. Para ellos tren es el mejor medio de transporte, pues les permite establecer relaciones con otras concursantes y descansar en cualquier pueblo, según lo deseen.

Esta modalidad de vida, que parecía más bien itinerario de gitanos, estaba directamente asociada a la prostitución infantil, pues en los concursos, muchas veces se debía firmar contratos de publicidad que exigían sesiones de fotos de las niñas, las mismas que luego serían exhibidas en páginas pornográficas del internet. Sin embargo, ese no era el problema, ya que dichas transacciones estaban apoyadas por la ley. La pieza que me faltaba para completar el cuadro era una foto de la niña desaparecida. Pero antes era necesario establecer vínculos con ellos. Luego de conversar con el mesero, éste me indicó en qué lugar podía encontrar a los organizadores. Y hacia ellos fui.

Me presenté como en ocasiones anteriores, diciéndoles estar interesado en su trabajo, pues en México queríamos reproducir sus concursos, obviamente, pagando los derechos de propiedad intelectual. Les dije también que, más aún, habría buenas posibilidades de organizar uno de carácter binacional y luego de las tres Américas. Vi cómo los ojos de los organizadores se fueron agrandando para responder entusiastamente. Me pidieron que me sentara con ellos, me invitaron luego al bar, me ofrecieron un fino cigarro de Cuba y abrieron una botella de champagne y otra de burbón. A los pocos minutos ya tenía una idea precisa de cuántos iban en el tren y en qué pueblos se detendrían. También logré que me contaran sobre la parte más oscura del negocio, la que tenía que ver con secuestro y prostitución infantil.

Al día siguiente, ya en Minessota, recibí un sobre de la Maestra. Al abrirlo encontré la foto de la niña desaparecida. Volví a reunirme con los organizadores y obtuve detalles de la infraestructura que requerían en la organización, así como una lista de contactos. Esta vez, además, los convencí para que me dejaran entrar a uno de los ensayos del desfile en un vagón que habían adecuado para dicho efecto. Así, nos dirigimos a los compartimentos en donde ellas y sus padres se encontraban. Vi a la niñas. Eran muñequitas vestidas perversamente, por el maquillaje lucían casi repugnantes, como mujeres en miniatura, con faldas cortas de colores llamativos, tacos altos, pelo rubio, cejas, boca y pestañas pintadas. No eran niñas ya sino indefensos seres vapuleados por unos cuantos dólares. En sus rostros se reflejaba el desaforado afán de enriquecimiento rápido de los padres, así como los deseados quince minutos de fama en la televisión. Tuve que esforzarme mucho para descubrir si entre ellas se encontraba la niña de la foto. Por suerte allí estaba. Hablé cortésmente con sus padres quienes se mostraron muy solícitos conmigo, quizá demasiado para la ocasión. La niña no hablaba, simplemente decía sí o no con la cabeza. Al día siguiente, al bajarse en Wisconsin, intercambiamos tarjetas de presentación y quedamos en que nos veríamos en diciembre en Las Vegas y que, desde Nueva York, iría posiblemente acompañado de otros empresarios.

Tal como me lo había imaginado, la Maestra se comunicó nuevamente por teléfono. A su pregunta contesté afirmativo. Con eso era suficiente. Estaba claro que les estaban siguiendo la pista y sólo necesitaban una confirmación in situ del secuestro. Uno de mis trabajos estaba terminado, faltaba el de los estudiantes. Como la clave dada era muy general me aseguré de tener una idea clara de quiénes parecían sospechosos, en qué partes estaban y qué acceso tendrían a los vagones de carga, servicios higiénicos, sistema de aire acondicionado o cuarto de maquinarias. Para mi sorpresa, no había grupo o pareja que reuniera condiciones que levantaran mis sospechas, aunque sí alguno que otro cromo difícil. Como es notorio, en casos similares, sabuesos como yo siempre ponen a funcionar el sexto sentido, y eso mismo fue lo que hice. Presto me di cuenta que se abría la posibilidad de que no se tratara de una persona sino de un pequeño grupo, posiblemente organizado e incisivo, que entraría a funcionar a una hora concreta. La confirmación de mis sospechas se dió cuando logré entrar al cuarto de control de tickets y equipaje y leer en las tarjetas que tres de ellos se habían embarcado en tres distintos puntos pero de manera seguida, y ocupado la partes cercanas a los baños y el sistema de ventilación.

Estaba claro que lo que pensaban hacer ocurriría en el tren. No había posibilidad de que lo secuestraran, pues eran sólo tres, estaba seguro de eso. Tampoco tendrían interés en provocar un accidente en las vías, ya que era imposible tener acceso a las selladas áreas de conducción. Sólo quedaba la posibilidad de que trataran de regar algún virus por el sistema de ventilación, o en las cisternas de agua. Como este caso requería no sólo de extremo cuidado sino también de una fuerte convicción o radical fanatismo religioso, temí verme en desventaja y poner en peligro a los pasajeros. O, en caso de que mi mente simplemente hubiera visto espejismos, hacer el ridículo frente a todos. ¿Cuándo y cómo actuar? Esas eran las preguntas. Al final, poco importaba lo que pensaran de mí, pues en ese tren nadie me conocía. Pero no estaba tampoco como dar explicaciones a los policías, los mismos que, en caso de haber me equivocado, me tomarían a mí por sospechoso y no a los terroristas. Debía encontrar una prueba más segura.

Hay veces en que no hay que jugarse el todo por el todo, al menos si uno quiere salir intacto. Pero de que hay que dar un paso adelante, hay que darlo. Así, casi a la ciega, esperé el momento en que uno de los terroristas hiciera un movimiento en falso para atacar. Me puse en el vagón que estaba más cerca de la maquinaria principal. Desde allí se controlaba tanto el sistema de ventilación como el servicio de agua y luz. Había descartado la cocina porque no era realmente un punto de ataque. Sentado, como si leyera un libro o mirara distraídamente el paisaje, noté que uno de los terroristas se acercó al baño. Llevaba en su mano una maleta pequeña. Luego de que entró al baño entré yo. Se sorprendió al verme y quiso reaccionar, pero ya era muy tarde. Como no estaba para piruetas ni peleitas cojudas, le di un golpe en la tráquea y cayó al suelo ahogándose. Puse el maletín a un lado y esperé por los otros. Lleg ó el segundo. Lo dejé entrar al baño. Al ver a su cómplice en el suelo quiso reaccionar pero ya era tarde: una patada en los güevos y un golpe en la nuca fueron suficiente para mandarlo a soñar con pajaritos. Al tercero no lo esperé, fui a su encuentro, pues el baño no era buen lugar para otro enfrentamiento. Además, la gente había escuchado un forcejeo y empezaba a incomodarse. El tercero entendió que algo ocurría y se lanzó hacia mí. Esquivé su golpe, le agarré el brazo derecho y se lo partí a la altura del codo (Lector, esto no fue nada difícil para mí, dada mi preparación marcial -de la cual no hago gala porque eso no es cosa de hombres- pero te aconsejo que no trates de hacer lo mismo sin asesoramiento de tu instructor, o del mío, el callado Maestro Wu). Como la adrenalina hace que uno no sienta los golpes y se crea my bacán, no me quedó más que suavizar al tercero a punta de patadas hasta romperle un par de costillas y también doblarle el tobillo para que no pudiera caminar. Ahora sí, la gente empezó a gritar. Alguien quiso meterse en la pelea en son de héroe, pero les dije a todos que se calmaran, que todo estaba bajo control y que fueran a avisar a los agentes de seguridad del tren. Y así lo hicieron.

El tren se detuvo poco antes de llegar a Chicago. Vinieron los guardias. Sin entrar en detalles les expliqué lo que había sospechado y les entregué el maletín, el mismo que contenía unas pequeñas dosis de veneno que iban a ser depositadas en la cisterna. También encontraron un polvo que parecía antrax. Nos detuvieron e interrogaron a todos. Hice las declaraciones respectivas y les dije que, camino a Nueva York en mi gira de negocios, había notado la presencia sospechosa de los terroristas y que no tuve tiempo de avisar a las autoridades. No sé si los convencí del todo, pero sí les gustó mucho mi “decidida cooperación ciudadana”, como la llamaron, a más de una llamadita telefónica desde arriba para que no me hicieran más preguntas. La televisión local se había enterado del caso y todo el mundo estaba sobre aviso. Como un favor especial le pedí a la policía y a los federales que me permitieran escabullirme de la prensa, pues recordaba que por culpa y maniobra de Carecamiónchocado había tenido que dejar Guayaquil. Ellos me dijeron que lo entendían y, como forma de agradecimiento, me dejaron volver al tren sin contratiempos.

Los medios de comunicación, implacables cuando el silencio oficial reina, tratarían de localizarme por su cuenta, pues la historia tenía todos los visos de folklorismo de guerra y auguraba el aumento de la sintonía. Pero algo gracioso ocurrió. A los agentes se les ocurrió fabricar la historia y la identidad de los involucrados, resaltando que todo salió bien gracias a la decidida participación de los pasajeros del tren, quienes, al notar que los terroristas hablaban árabe (cosa que no me consta) y llevaban largas barbas (lo cual tampoco fue así) y una maleta llena de explosivos, se juntaron para atacarlos exitosamente. Siempre me he dicho que entre las peores cosas que tiene un hombre está la vanidad, el afán de convertirse en centro de atracción, pues eso demuestra debilidad de carácter, inseguridad personal y poca varonilidad o, simplemente, falta de güevas, como dirían en el barrio. Así, me quedé frío. Un hombre duro hace las cosas callada y eficazmente, nada de grititos ni berrinches, como hacen los imbéciles jefes de empresas en Guayaquil, esos aniñaditos al güevo. Lo que menos le interesa a un hombre hecho y derecho es el reconocimiento público.

Estúpidos terroristas, creen que matando gente van a llegar rápido a Dios. Débiles mentales que se dejan lavar el cerebro con plegarias y amenazas, eso es lo que eran en el fondo. El fanatismo religioso es una de las peores y más violentas lacras del nuevo milenio. Hay que ser imbécil, estar mal de la cabeza o tener profundos traumas para transformarse en terrorista. En Ecuador ya me había familiarizado con las excusas que daban estos criminales: la libertad, Dios, la igualdad, las “amenazas externas”, el imperialismo yanqui y no sé qué estúpida teoría de la predestinación. Había visto de cerca cómo el terrorismo, la violencia y la corrupción habían destruido Colombia y Perú. Destrucción total e irrecuperable, valga el acote. En medio de las polémicas de los millonarios y burócratas que se repartían el mundo y sus riquezas, me daba cuenta que sólo quedaban los indefensos y los pobres, más pobres e indefensos que antes, más en la mierda que antes. Yo no tenía ningún amor patriótico, ninguna ideología política, tampoco tenía necesidad de volver mi vida “emocionante”, pues con los problemas del desempleo tenía suficiente razón para trabajar de lo que fuera en cualquier parte. Con tristeza o estoicismo debía aceptar que la vida me había llevado por varios caminos. Pero en todo este viaje, me daba cuenta, también de que por lo menos algo tenía que sostener como principio de vida.

Ese algo era tratar de hacer el bien. Así de simple, sin entrar en análisis interminables. Verme metido en el tren, lidiando con el peligro en una tierra que no era la mía, ya no importaba. Mi tierra es la tierra en donde respiro, mi país es el presente, mi nacionalidad es el momento en el que vivo o muero. Así de sencillo, cavilaba yo mientras el tren dejaba la ciudad de los vientos.

Luego de varias horas de bordear el Mississippi y de transcurrir en el anonimato de la noche, por fin llegué a la ciudad de los rascacielos. Llegado a Nueva York, en un puesto de revistas de Penn Station, escuché con gusto la voz de Willie Colón que cantaba Nueva York, paisaje de cielo/ mágica ciudadela de sueños dorados/ capital de desiluciones/ No sé cómo ni por que me lleva embrujado/ por las noches hasta sueño con Nueva York. Al salir, caminando por la Avenida 8va, llegué a la calle 39. Allí encontré un hotel pequeño, feo pero discreto. Abrí por enésima vez mi correo electrónico y encontré un mensaje que decía felicitaciones, ahora busca remedios para el insomnio en la Botica Tia Delcha (Alto Manhattan). La Maestra.

El que se fue no hace falta



Luego de retirar el vehículo y encontrar un apartamento en Eugene di un recorrido de reconocimiento. Varias cosas me sorprendieron. La primera de ellas fue encontrar un par de comunidades hippies en los alrededores de la ciudad. Me llamaron la atención también las fiestas en el mercado artesanal, lugar en el que todos se congregaban cada sábado, en medio de tambores, incienso, y alguna que otra tamuguita, mientras las bellas y voluptuosas jovenzuelas danzaban simulando ser coreógrafas de Las mil y una noches. Eugene tenía algunos bares con exquisita cerveza a buen precio. Por suerte, el dinero en mi bolsillo me permitía darme esos y otros lujitos. Me sorprendió ver lo popular que era andar en bicicleta, la informalidad de sus habitantes y el activismo de las lésbicas damas en las decisiones que tomaba la Municipalidad. Pero toda moneda tiene su cara desconocida, así como todo gran amor también esconde una traición.

Una mañana de sábado, de esas frescas y soleadas, mientras desayunaba en el café Roma, tomé el periódico local y leí lo acontecido en Springfield, un pueblo a sólo cinco minutos de Eugene. Contaban que una muchacha drogadicta había robado y consumido una alta de cantidad de cocaína y que el distribuidor le había dado un ultimatum: o pagaba o la mataba. Ella, asustada por la amenaza, le había confesado todo a su padre. Este ideó un plan y le dio las instrucciones a la chica para que citara al gusano en un restaurante y cancelar la cuenta. Cuando se encontraron, súbitamente, el padre de la muchacha apareció en el local y le descerrajó un par de tiros, en medio de la sorpresa de los comensales, matando al gusano instantáneamente. Luego envió a su hija de regreso a casa y fue directo a la estación de policía a contar lo sucedido y entregarse. Decía el periódico que el juicio se había hecho rápido: e l padre había sido absuelto por el jurado argumentando defensa propia. Luego, él y su familia abandonaron Oregon para radicarse en otro estado. En los pocos días que llevaba estaba claro lo que era Springfield: un pueblo económicamente deprimido, habitado por gente pobre y de poca educación, de esa que tristemente llaman basura blanca o white trash, como se dice en inglés.

A más de la noticia del diario, la cual contrastaba notablemente con la tranquila mañana que transcurría en Eugene, y de mi delicioso desayuno, pude leer unos pequeños anuncios afichados en la pared del Roma. Uno de ellos me llamó la atención, pues ofrecía los servicios de una traductora simultánea inglés-español. Como mi inglés aún no estaba muy por lo alto que se dijera, y siendo nuevo en el pueblo, lo mejor era tener a alguien que me facilitara mi trabajo y me sirviera de cobertura. Me acerqué al mostrador y le pedí a uno de los empleados, mexicano también, que me facilitara el teléfono. Llamé y desde el otro extremo se oyó una voz que me dijo que muy bien y que nos veríamos al día siguiente.

A las pocas semanas, y gracias a la ayuda de la traductora contratada, me entrevisté con el presidente de la Cámara de la Madera. Este, muy interesado en mi deseo por comprar madera de Oregon, me dio suficiente información sobre el área y los comerciantes. Pronto descubrí que algunas zonas del bosque en venta eran objeto de protestas de los ecologistas, quienes argumentaban que se trataba de bosques históricos irrecuperables. Según los madereros, ellos sólo querían vender la madera caída, es decir, las ramas y troncos viejos, en vez de dejar que se pudrieran en la tierra. Según los ecologistas y algunos profesores de la Universidad de Oregon, esos deshechos eran vitales para la reconstitución orgánica del suelo y formaba parte del ciclo natural de vida del bosque. Me dijo el presidente de la Cámara que la pugna muchas veces llegaba a serios y violentos enfrentamientos entre los dos bandos y que la policía a veces se exced ía en la manera de contener a los ecologistas, los cuales, dicho sea de paso, eran los mismos que bailaban semidesnudos en el mercado artesanal del sábado.

Con el tiempo, y gracias a mi traductora y secretaria, la discreta y voluptuosa Marla Thompson, conocí a empresarios que pertenecían a la Oregon Citizens Alliance. Había descubierto también que esta organización tenía entre sus objetivos erradicar a las comunidades hippies y a los ecologistas del área, además de desarrollar una propaganda televisada para desprestigiar a las bien organizadas lesbianas, pues, según ellos, eran un mal ejemplo la niñez, la juventud y, sobre todo, para las muchachas de Springfield, madres del futuro y vehículos del sueño americano. La OCA había elaborado un plan bastante detallado de actividades que incluía visitar escuelas, dar entrevistas a los medios de comunicación, participar en debates, organizar marchas de protestas (o anti-marchas) y poner sus propios candidatos en las elecciones que se avecinaban. Gracias a las labores de Marla Thompson, había logrado que me invitaran a una de sus reuniones, dada mi calidad de hombre de negocios hispano que venía de un país católico y conservador, en donde la familia era el centro de la sociedad, según sus palabras.

Con Marla participamos en las reuniones y ella me aclaró algún aspecto de lo que se discutía. Frecuenté también a varios miembros de la alta jerarquía del OCA, entre ellos un hispano y un afro-americano, quienes, si bien es cierto no tenían la vehemencia de los demás, mostraban su claro desacuerdo con lo que hacían públicamente las lésbicas habitantes de Eugene. ¿Y qué mismo era lo que hacían? Eso, me dijo mi traductora, es fácil averiguar, podemos hacerlo esta noche si quieres. Y así lo hicimos.

Por la noche Marla llegó a mi departamento vestida con un pantalón ajustado y, la plena, se la veía riquísima. Fuimos a una discoteca llamada Perry’s. Cuando entramos nos quedaron mirando, poco convencidos de que éramos una pareja gay y, más bien, preguntándose qué mismo queríamos. Luego de unas miradas de desconfianza nos dejaron entrar. Ya en el sótano, pues allí quedaba la discoteca, mientras sonaban canciones de música tecno y hip-hop, pude entender a lo que se referían. El mundo gay era, básicamente, gente del mismo sexo que se besaba y abrazaba mientras jugaban a hacer el amor en la pista de baile. Claro, esto era suficiente motivo de espanto en la secta de la homofobia. El odio del OCA hacia ellas se justificaba en el hecho de que las lesbianas practicaban el arte de hacer sufrir gracias a instrumentos de tortura, como cadenas, manoplas, máscaras, látigos y otros aditamentos de la cultura del sado- masoquismo, de elevado protagonismo durante los encuentros sexuales. Pero en Perry’s todo era un juego. En la mesa, mientras mi traductora y yo hacíamos un reconocimiento del terreno, noté con claridad el letrero que decía Se Prohibe la Conducta Heterosexual. Traducido: nada de besitos de hombres a mujeres. Fui al baño y, mientras hacía pipi, noté con sorpresa una pared llena de fotos y afiches de hombres desnudos con kilométricas morrongas. El sexo gay se promocionaba en todos los rincones de la discoteca. Después de sapear y darnos una rumbeadita, poco antes del cierre, optamos por retirarnos.

La noche estaba fresca. Te llevo a tu departamento, me dijo Marla. Había notado ya su figura espléndida pero nunca habíamos hablado de nada que no fuera lo estrictamente profesional. La invité a tomar un vino y salimos al patio a echarnos sobre el césped mientras mirábamos las estrellas y nos cobijábamos con una manta. Hablamos de varias cosas y sentí que, por primera vez en mucho tiempo, decía y escuchaba cosas que realmente me importaban. No me preocupaba ser detective, agente infiltrado, espía, soplón, ni conocer la identidad secreta de los otros. En ese momento, con Marla al lado, me interesaba saber quién era yo en el fondo pero también quién era la mujer que conmigo miraba las estrellas. Y así siguió la noche. Al entrar fui a mi cuarto y me acosté en silencio. Marla se sentó a mi lado, extendí mi mano para tocar su mano y ella se inclinó a besarme. Nos acariciamos, tocamos nuestros cuerpos, nos besamos con desbordante deseo y casi con familiaridad, e hicimos el amor muchas veces, por muchas horas, con furor y ternura, y éramos mutuamente insaciables y era el amor y no sólo el sexo lo que nos llevaba en vilo. Besé su cuerpo en cada parte, lamí su cuerpo en cada parte y mordí su cuerpo en cada parte y ella bebió todo de mí. A su casa entré como a mi casa y en su casa me hospedé toda la noche, y también al día siguiente y todos los días restantes que viví en esa ciudad mágica del Pacífico norte.

Marla Thompson era el suspendido amor. El amor sin dudas, la visita del ya olvidado viejo amor. ¿Cuánto importa la vida, el trabajo y las tareas cuando aparece el amor? ¿Era en el fondo sólo un perdido e inevitable romántico? Toda pregunta desaparecía cuando estaba con ella y todo era secundario. Cómo gasto papeles recordándote/ cómo me haces hablar en el silencio/ Cómo no te me quitas de las ganas/ y aunque nadie me ve nunca contigo/ y como pasa el tiempo/ que de pronto son años/ sin pasar tú por mí detenida/ Te doy una canción cuando apareces el misterio del amor/ Y si no lo apareces no me importa/ Yo te doy una canción. En Eugene había un río pequeño y correntoso, como el río que cruza mi querida Cuenca, la ciudad de la serranía ecuatoriana. Este río era el Willamette y también el Machángara. Desde uno de sus puentes se podía apreciar las verdes montañas que formaban un paisaje de calendario. Veía correr el agua fluyendo quién sabe desde qué alturas con rumbo al Pacífico, el mismo océano que, miles de millas al sur, besaba otra ciudad. Yo era ese océano besando su piel y ella mi ciudad. Era un día de sol y estaba tranquilo y lo viví plenamente. Por un segundo pude olvidar la vida que llevaba y en lo que me había metido. En ese mismo segundo olvidé también que me estaba enamorando de Marla como un adolescente. ¿Quién era ella? ¿Cuáles eran sus cicatrices? ¿Hasta cuándo me querría y qué era lo que entendía por amor? No iba a contestarlo en ese momento. Quería sólo la paz de las aguas del río que van ciegas y sin detenerse sobre las piedras, la paz de tu sonrisa mi sueños realiza/ y te beso felíz. Pero tenía que seguir en mis investigaciones.

El presidente de los madereros de Oregon me había invitado expresamente a una reunión reservada para tratar asuntos de negocio. Fui acompañado de Marla, a pesar de la renuencia de los demás asistentes, pues no la consideraban de mucha confianza. Nos habían reunido para mostrarnos un video contra las lesbianas que saldría en una de las cadenas nacionales de televisión. Lo que vimos fue escandaloso, provocador y malintencionado. Mostraban imágenes de homosexuales en el Desfile del Orgullo Gay en San Francisco y Nueva York, también imágenes de sesiones sadomasoquistas glosadas con leyendas como “¿Quieres esto para tus hijas?” o “¿Vas a permitir la destrucción de Estados Unidos?” En una parte del video superponían imágenes de los desfiles con fotografías de los líderes ecologistas para sugerir un paralelismo entre ambos grupos. Terminada la proyección, los asistentes aplaudieron. Uno de ellos hizo un virulento ataque contra el tercer y el cuarto sexos, matizado con mensajes contra la posible invasión de inmigrantes mexicanos, chinos y centroamericanos. También acusó a los judíos porque habían matado a Cristo y a los árabes por ser enviados de Osama Bin Laden, fustigó a los negros porque eran vagos y había que mandarlos de regreso a Africa. Todo lo cual creó entusiasmo y aplauso en algunos, aunque también miradas de censura en otros. Para mí, estaba claro que después de los homosexuales atacarían a negros, judíos e inmigrantes en general.

A la salida de la reunión y después de un largo silencio, Marla me preguntó por qué me habían invitado y hasta dónde estaba metido en política. Le dije casi sin importancia que, a lo mejor, ellos querían hacerme partícipe de su plataforma, pues era obvio que necesitaban apoyo. Añadí que la política no me importaba, pero que en el mundo de los negocios uno debe dominar todos los terrenos y asistir a ese tipo de eventos. Después de la campaña iniciada por el terrorismo internacional, todos sospechábamos de todos. Así, con la noche a cuestas, volvimos a hacer el amor, dormir juntos y olvidarnos del resto del mundo. Yo seré también tu madre, le dije, mientras acariciaba y besaba su rostro, porque una mujer busca en un hombre también el cariño materno. ¿Cuánto tiempo más duraría esto? ¿Cuál era el límite de la vida que llevábamos?



Las cosas no se habrían complicado tanto de no haber tenido que dejar Eugene. Los tres meses ya habían pasado. Ingratitud del destino o suerte del tiempo, recibí una llamada de un representante de los madereros que me dijo que necesitaba hablar conmigo urgente. Fui a verlo y me informó que tenían problemas en verificar mis datos financieros y que, además, no era posible establecer contacto con mi asociación en México. Que no se preocupara, le dije, que me encargaría de eso, aunque era mentira, pues no tenía la menor idea de cómo contactar a nadie, situación que me hizo pensar me habían abandonado a la maldita sea. El único contacto posible con la Maestra era a través del Western Union, pues ellos sabían cuándo y dónde depositaban dinero para mí. El maderero me dijo también que quería que me reuniera con ellos nuevamente, pero que de manera más reservada. Por supuesto, le dije, fingiendo estar mu y interesado en apoyarlos.

Antes de la reunión le dejé una nota a Marla diciéndole que regresaría tarde y que no me esperara despierta. Llegué y había cinco personas, entre ellos estaba el que había dado la arenga anti-lésbica semanas atrás. Nos saludamos y sentamos alrededor de una mesa. Fue en ese momento que me di cuenta que todo estaba ya decidido. Mencionaron algunas conexiones que la OCA tenía con otros grupos en Estados Unidos e insistieron en que era fundamental captar un buen número de votantes en las elecciones. Hablaron de candidatos, dieron nombres de líderes locales y otros que no conocía, y de nuevos afiliados a la OCA. También se discutió la posibilidad de invitar a candidatos republicanos, demócratas e independientes, que simpatizaran con los ideales de la OCA.

Cuando regresé Marla me esperaba con la luz encendida. Yo no quería discutir pero ella sí. Preguntó con violencia en qué mismo estaba metido y qué papel jugaba ella en todo esto, que ella tenía un futuro profesional que no estaba dispuesta a perder por verse envuelta en algún escándalo, y que si de veras la quería y respetaba como había dicho, yo tenía la obligación de ser sincero con ella. Hacia mis adentros, yo me decía que el amor se me estaba yendo de las manos y este trabajo también, pero que algo debía aprender de las batallas anteriores. Con silencio calmo respondí a algunas de sus preguntas mientras ella se agitaba más y se enfurecía gritando que le estaba ocultando cosas, y que quién mismo era y que estaba jugando con ella. Ante semejante ataque palabrístico y emocional, y siguiendo mi instinto machuchil, el mismo que les cuesta a las féminas aceptar porque hombre y mujer funcionamos de manera diferente, opté por el silencio, mientras ella se empeñaba hablar más del asunto.

En los últimos días que estuve en Eugene sentí y resistí el peso del destino y de mis propias decisiones. Fui a las reuniones de la OCA y escuché nuevamente preguntas sobre mis contactos financieros en México. Al mismo tiempo, Marla se había vuelto frágil, llorosa. Me había llegado al corazón y verla así me partía el alma. Hablaba menos que antes y fraguaba en su alma un rencor de esos que cuando afloran salen con lodo y fuego. Por el correo me llegó un sobre. Era de la Maestra pidiendo un informe detallado de todo lo que tuviera que ver con la OCA, incluía también la dirección a la cual lo tenía que mandar. Decía, además, que cancelara todo lo que debiera porque a fin de mes tendría que tomar el tren a Nueva York. Por primera vez mi trabajo se me había vuelto un obstáculo, sobre todo porque había involucrado a una mujer que no sabía nada de mí ni de mis cosas, una mujer enamorada de un hombre que no conocía, un hombre sin pasado, borrado del mapa. El amor de Marla había comenzado a tirar raíces en mí, estaba claro. Y, como nunca deja de ocurrir en estas ocasiones, la cosa se complicó aún más.

Una noche, ella me pidió que me sentara a su lado, que tenía algo que decirme: estaba embarazada y había decidido tener un aborto. Cuando me lo dijo me quedé de piedra pero reaccioné y repliqué que la apoyaría en su decisión. Por segunda vez sentía el deseo de ser padre y por segunda vez pensaba en mi vida, sobre todo en hacia dónde iba. Ella lloró diciéndome que no la pusiera a elegir entre tener un hijo o trabajar en su profesión. Mientras trataba de consolarla sentía que en mi interior una luz se iba apagando poco a poco y aparecía un temor remoto que venía de lejos y era muy triste y muy fuerte.

Después del aborto, los días finales en Eugene ocurrieron con brutalidad, como si salieran del odio de Dios, combinados con momentos de silenciosa tensión. Escribí el informe a la Maestra y lo envié a la dirección solicitada. Dije a los madereros que tenía que regresar a México para ordenar las finanzas de la compañía, pues el gobierno las había intervenido. Así, un día salí en tren hacia Nueva York. Con Marla se quedaba mi amor y mi frustración, su juventud y mi incredulidad, ocultándose detrás de la máscara del trabajo. Te escribiré cuando llegue, fue lo último que le dije, mientras ella me daba un beso y partía callada de la estación. Una fina capa de niebla se confundía con la garúa. Llevaba el corazón sangrante en la mano y en silencio acepté el adiós irremediable junto a un complejo de culpa que me resultaba extraño e inmerecido. ¿Cuántas parejas no habían vivido esa experiencia, cuántas más no la vivirían nuevamente? Dejé Eugene rumbo a Portland. Ahí, mientras esperaba el tren a Nueva York, vi con sorpresa en la televisión nacional que en el sur del estado de Mississipi habían arrestado a un alto miembro del Klu-Klux-Klan y del White Supremacy, acusado de haber matado a cinco negros en los años sesenta. El hombre que llevaban en esposas era el mismo que había dado la arenga en la primera reunión de la OCA a la que asistí, el mismo que había detallado los siguientes pasos. Era hora de partir. El frío invierno del norte estaba por llegar y una vieja herida se abría nuevamente en mi alma.

viernes, 21 de marzo de 2008

If you’re going to San Francisco

Llegó el otoño a Arizona y por un tiempo me mantuvieron incomunicado. No supe nada más de nadie. Había dejado el Golden Dream y encontrado un departamento pequeño, de esos que uno paga semana a semana, pues tenía que estar listo para levantar anclas en cualquier momento. Estaba nuevamente solo bajo el inmenso cielo y me sentía tranquilo. Tomaba clases intensivas de inglés y me defendía sin problema. A veces recordaba el barrio y los amigos de siempre, que son la otra familia que uno solito eligió y llegó a querer. Con las semanas el poeta dejó de mandarme sus crónicas y ya tampoco me pedía mi opinión. Era como si estuviera escribiendo para el viento o para sí mismo. Después de mucho de no saber nada de nadie, me llegó un mensaje firmado por la Maestra, con las indicaciones que, ustedes y yo, panas lectoriles, compartiremos nuevamente.

De Phoenix tenía que viajar a San Francisco y de allí a Eugene, una pequeña ciudad del estado de Oregon, arriba de California. Pero antes debía ir a Flagstaff, pueblo hippie de Arizona, y rastrear sus conexiones culturales y comerciales con Eugene. En Flagstaff se había iniciado el problema que nos ocupará en estas páginas. Viajar a dicho pueblo era también un alivio que me caía al dedillo, pues tendría la oportunidad de conocer el Cañón del Colorado y tomarme una vacacioncita, cosa que, aunque no sea común en otros detectives, a mí sí me hacía falta.

Después de cuatro horas de viaje desde Phoenix llegué a Flagstaff. El pueblo invitaba a celebrar la buena cocina, la informalidad de sus transeúntes. La música y alguno que otro espectáculo artístico eran su cara de presentación. La atmósfera era propia de esos bellos pueblitos escondidos en la geografía de Estados Unidos y de los que no tenemos ni puta idea porque no aparece en postales ni en la televisión. Era uno de los últimos reductos de hippies y ecologistas quienes, entre alguno que otro pito de mafafa, se sacaban la cresta defendiendo la tala de árboles. El pueblo era limpio, pequeño, de temperatura agradable. Por primera vez veía casas con las puertas abiertas y gente sentada sobre la hierba, jugando o leyendo un libro, o simplemente tirada al sol. Encontré un hotel barato y agradable y, sin pensarlo dos veces, me alisté en el siguiente tour al Cañón del Colorado. Miren cómo han dejado este bosque, no s dijo con tristeza y molestia el guía, mientras sonaban canciones de David Grey y veíamos hectáreas de terreno vacías y malgastadas. Llegados al Cañón, siguiendo una vieja costumbre que nos explicaron, nos tomamos de la mano en grupo, cerramos los ojos y caminamos hacia el borde de la majestuosa geografía. Al abrirlos el impacto fue tan grande que me hizo enmudecer y poner la carne de gallina. Era como si Dios hubiera caminado por la inmensa grieta mientras la tierra se iba abriendo a su paso. La hendidura se perdía en el horizonte y las plataformas de rocas cambiaban de color mostrando las edades en las que se habían formado.

Tomamos un sendero estrecho y bajamos en hilera por varias horas. Al llegar al final del primer trayecto observé maravillado cuán diminuto éramos todos en esta tierra. Un zopilote, diminuto también, allá abajo, volaba su propiedad en círculos mientras el sol lo abrazaba todo. No es importante detallar lo que pensé o sentí, sólo afirmar que allí se fundían belleza, misterio y temor.

De regreso a Flagstaff pasamos por unas reservaciones indígenas. Constaté con secreta alegría que esos indios eran también como mi gente, y que, a fin de cuentas, podía ser tan mexicano, tan navajo, tan huaorani como huancavilca. Imaginé también que el esplendoroso desierto Mojave sería acaso como el temible desierto de Palmira, en las alturas andinas, más allá de mi querido Alausí, justo antes de llegar Riobamba. Y con tristeza confirmé que los árboles sicamores de Arizona estaban extinguiéndose como el manglar y los tamarindos de la costa ecuatorial, porque en todo el mundo la ambición y destrucción humana se había impuesto junto a la ceguera y la intolerancia. Y vi también que el pelo de las mujeres era el mismo en todos los lugares en los que había vivido e iguales sus hijos y sus sonrisas. Era el fin de la tarde y estábamos de regreso a Flagstaff. A la par que el sol se ocultaba, soplaba un viento terrible que metía polvo, arena y silencio por todos los costados, como en una vieja escena de película de vaqueros. Por un corto tiempo pude ver el Cañón del Colorado y eso fue suficiente para saber que era afortunado al haber conocido el lado natural del gran país del norte, el hermano mayor que odiamos y queremos, rechazamos y envidiamos. Pero, ya que este libro no pretende ser guía turística ni vaina por estilo, y hay que narrar lo que aconteció luego, simplemente hagámoslo a la voz del claro y firme mandato de: ¡Avanza!

Al día siguiente, casi con la primera luz de la mañana, hice las pesquisas sobre las organizaciones de ecologistas y madereros en pugna y pude regresar a Phoenix con la satisfacción de haber terminado un trabajo. Con esos datos podía empezar mi nueva misión, la misma que me llevaría a San Francisco, escenario de las mejores aventuras detectivescas. Con las medidas de seguridad que se habían instalado en los aeropuertos y las interminables y el necesario pero imprudente acoso al pasajero era preferible mantener un perfil bajo. Fiel a mi vieja costumbre ecuatoriana, resolví, aunque erróneamente, viajar un bus hacia la gran ciudad.

De Phoenix salí hacia Los Angeles. Dos cambios de buses, calor insoportable y, para abreviar, nuevamente la espalda partida en dos. Había ocasiones en que el bus se detenía y el chofer daba información sobre el paisaje. Yo era un mexicano más, emigrante, operario, mesero, campesino, lo que primero se me ocurriera. Mi nueva nacionalidad era un bono extra, al menos eso creía. Ya me había familiarizado con el mundo mexicano que se evidencia con asombrosa facilidad en Estados Unidos, y había aprendido a preparar sabrosos chilaquiles, quesadillas, muchas variedades de tacos, el mejor mole poblano y, para envidia de todos y tentación de la damita lectora de este pasquín, distintos tipos de ceviches, curtidos en limón, al mejor estilo manaba. (Amigo lector, a las mujeres les gusta que un hombre les cocine de vez en cuando comida sabrosa. Luego de eso tendrás, como diría Walter Mercado mientras se hace con la mano un remolino en el pecho, tendrás digo mucho pero mucho amoooorrrrr. Así que, para empezar, ándate consiguiendo por lo menos el librito de cocina de Yolanda Aroca, la que salía en Canal 4, que con eso ya es bastante).

Dejamos Los Angeles rumbo al norte y no menciono más esta parte porque, sinceramente, no hubo mucho que ver, salvo una ciudad inmensa y plana que se perdía entre la polución y unas escuálidas y deforestadas montañas. Siguió el autobús por las interminables calles de la angelina ciudad y sus barrios segregados por el vil metal, el origen racial o el color de la piel. Vieja historia ésta, sin duda. Mientras dejábamos la ciudad recordé casi uno a uno los episodios de Columbo, el único detective creíble que había visto de adolescente. Además, permítanme recordárselos sin modestia, mis hazañas y pinta guayaca habían sido comparadas en varias ocasiones con el susodicho, cuya diferencia con mi persona radicaba en que yo no tenía esposa y él sí, aunque nunca apareció en ninguno de los programas. ¿Por qué no harán más series así? ¿Por qué Hollywood producía sólo una montón de po rquerías en donde unas flaquitas fifiriches, con tetas falsas y pelo pintado, eran las musas de los personajes más pendejos que se podía uno imaginar? Gran misterio o gran estupidez, en cualquier caso la razón era una vez más el dinero.

Gracias a Columbo recordé el último capítulo de Law and Order, donde Robert Goren, el detective loco que se gasta todo su dinero en cachina y nunca burrunguea, termina moliendo a puñete a un millonario quien, camuflado en una sociedad benéfica, vendía los órganos de los mendigos de calle a precio de huevo. También se me vino a la mente el detective de The Shield, un gordito pelado tirado a bacán a la cañona. Si lo pusieran en la vida real, me decía, digamos a media noche en un barrio de Medellín o Lima, a ver qué le quedaba del personajes de televisión. Pajeros, eso eran los productores de Hollywood, diría el casi olvidado vate Iturburu. Inventándose la violencia de las calles sin conocer las calles, hacían películas de narcos sin aceptar que el gran mercado de consumo estaba en el norte. Y no abundo más con estas erudiciones sobre la televisión gringuil que para muestra un botón. Ya tenía planeado qué hacer al llegar a San Francisco. Primero, descansar del largo viaje. Segundo, esperar nuevas instrucciones. ¡Intrucciones! Já. Cada vez que me escribían me daba la impresión de que sólo les faltaba decir “este mensaje se autodestruirá en cinco segundos”, como en Misión Imposible. Estaba en esas finuras cuando el chofer anunció que habíamos llegado a la Estación Central, en el mero centro del mundo gay, o sea San Francisco.

La ciudad era preciosa y superaba en belleza a Nueva York y tenía también otra historia. Empotrada en las colinas miraba hacia la bahía. Era una mezcla de arquitectura española y diseños modernos. El cielo estaba totalmente despejado y corría una brisa agradable. Los vivos colores de algunas casas daban un aire de alegría en medio de la sobriedad y la calma, ese que se disfruta cuando uno anda de turista. Por la calle caminaban gays cogidos de la mano, abrazados o besándose, que podían escandalizar a cualquier macho inseguro de su posición machuchil y le daban a la ciudad un sello único. Por esas calles debieron caminar también otros Sams Spade y nuevos Philips Marlowe, como ahora lo hace este humilde servidor.

Luego de bajarme del autobús pregunté por un hotel y fui a parar a pleno centro de la ciudad. Llené los papeles de la recepción, me di un baño reparador y dormí a gusto por varias horas. Cuando salí tenía en mente probar una sopa de mariscos debidamente acompañada de una copa de vino blanco. Luego di un paseo por el Barrio Chino y recordé las primeras clases con mi querido Mestro Wu. Las calles estaban abarrotadas de restaurantes, academias de artes marciales y almacenes de artículos domésticos y millones de adornos de casa. Entré a uno de éstos para apreciar una serie de máscaras orientales que me había atraído desde la vitrina. Máscaras ¿Qué haría el mundo sin ellas? Máscaras chinas o indígenas, era siempre el mismo afán de burla del mundo. La inmensa tienda tenía además diminutos adornos y lámparas de distintos tamaños. Una hermosa china se me acercó a preguntarme si deseaba alg o. Que no le dije con amabilidad, que sólo estaba de mirandinha, a lo cual ella graciosamente replicó que la llamara si deseaba algo. La tarde estaba hermosa y yo solo. Era hora de encontrar un cybercafé y revisar mi correo.

El mensaje decía ve al Western Union, retira el dinero, vístete con ropa de negocios y regresa en dos días. Y eso fue lo que hice. A los dos días recibí en el hotel un sobre dejado a mi nombre con instrucciones de la Maestra (no te adelantes lector que poco a poco, todo este misterio se te irá abriendo como libro viejo). Ya la Princesa Tamaulipas me había hablado de ella. Mi sospecha era que, por su manera de identificarse, tarde o temprano tendría que aparecerse frente a mí. Al salir del cybercafé recordé con nostalgia las crónicas del desaparecido vate Iturburu, pues no me había vuelto a escribir.

Las instrucciones que días más tarde recibí eran tomar un avión hasta Eugene, alquilar un vehículo y hacerme pasar como maderero mexicano. Debía también solicitar una reunión con el presidente de la Cámara de empresarios. El objetivo final era infiltrar la Oregon Citizens Alliance (OCA) y descubrir cuáles eran sus planes en la política nacional. Todo eso en tres meses. Era hora de decirle adiós también a San Francisco, la ciudad más hermosa del norte. Digo hermosa casi por decir, pues un hombre bien parado va en busca de la vida y no de la hermosura. Y la vida, sin duda, estaba en otra parte.

El paso vencido del caminante

Cuando desperté me sentí mucho mejor. El baño también me había recuperado del cansancio. Sonó el teléfono y me preguntaron si me quedaría otro día más y que tenía que cancelar con anticipación. Que sí les dije, que no había problema. Fue en ese momento que me di cuenta que el coyote me había mentido, pues en la televisión anunciaron el encuentro de un camión abandonado, lleno de ilegales que habían muerto al no haber podido romper el candado de la puerta. Con dolor reconocí en la pantalla los rostros de los que se unieron a nosotros en la frontera. Así, confundido pero tranquilo, fui a la recepción y cancelé otro día de hospedaje. Alquilé la computadora y en mi e-mail encontré dos mensajes, uno que me decía encuentra a la Princesa Tamaulipa y otra crónica de Iturburu, el poeta del recuerdo, la misma que por ser muy larga transcribiré en otro capítulo. Dejé Tucson rumbo a Phoenix . Era obvio que la Princesa estaría en el Golden Dream o en el restaurante. Bastaba llegar allí y nos encontraríamos sin problemas. Como lo sospeché, había dejado un mensaje para mí en el hotel, con hora y fecha para encontrarnos nuevamente.

Estaba un poco nervioso después del trajín, aunque también entusiasmado antes de verla. Cuando apareció en el lobby sonreía como la primera vez y, la verdad sea dicha, de manera mutua nos abrazamos. Me dijo que estaba bien, que ya me contaría lo ocurrido, que saliéramos a tomar algo. Fuimos al mismo lugar y, no sin sorpresa, noté que entre las atracciones de la noche se anunciaba el debut de Paquita la del Barrio, versión ranchera de Lupita D’Alessio, la cual interpretaría los superéxitos Rata de dos patas y Carroña humana, de gran pegada en las cantinas de Juárez.

Nos sentamos en la misma mesa y luego del primer margarita me contó que, luego de embarcarse en la camioneta, el asesino las llevó a un lugar muy apartado de la ciudad, a la casa de un narco y que, en medio de la borrachera y sin saber cómo, pues la vigilancia era muy fuerte, se apareció el guardia celoso y comenzó a disparar. Pero qué hombre más imbécil, acotó. Todos se tiraron al suelo y en el tiroteo desarmaron al guardia y el narco salió herido. Luego de controlar la situación, los guardespaldas arrodillaron al guardia en media sala y allí mismo le cortaron la cabeza de dos tajos. Luego siguieron la borrachera y aspiramos un poco de cocaína. Dijo la Princesa Tamaulipas que cuando empezó a sobajear al narco vio que éste tenía en su pesada cadena de oro un pezón de mujer y que, a la altura izquierda del pecho, el mismo tatuaje que tenía la estudiante. Me dio asco y rabia, confesó la Princesa, y fue difícil aguantarme. Me mostré sorprendida y el canalla dijo es el recuerdo de una gringuita. Me las aguanté en ese momento y dije que iba al baño. Les conté a la Virreina y Dolores lo que había visto y dejamos todo preparado.

En la habitación, el narco, no obstante estar herido, empezó a tratarme con violencia y a pasarme por el cuerpo unos cuchillos, como si fuera un juego inocente. Supe que era el momento de terminar la operación de la única manera en que podía ser. Le di con la botella de whisky en la cabeza y, soñado y borracho, con su misma pistola le di un tiro en la frente y salí al encuentro de las colegas. Al huir de la habitación me encontré con el asesino que nos había llevado allí, le disparé varias veces y aparecieron los demás. Las tres logramos apertecharnos afuera de la casa mientras los sicarios se reagrupaban. Por suerte, el helicóptero apareció a la hora precisa y, repartiendo bala desde el aire, logró sacarnos y traernos a territorio americano.

¿Qué helicóptero? le pregunté. A lo cual la Princesa Tamaulipas respondió que, una vez que ellas se aseguraron que el narco era el culpable de la muerte de las estudiantes, Dolores del Río activó el GPS para ser recogidas en espacio abierto en una hora. Esa hora, me dijo, era el tiempo que necesitábamos para ajusticiar a los asesinos. ¿Entonces nunca pensaron traerlos a Estados Unidos para procesarlos? No, dijo ella sin inmutarse, las cosas no funcionan así en estos casos. Hoy por hoy, los convenios internacionales son patrimonio de las burocracias y lo que se necesita es actuar pronto y eficazmente. Además, las muchachas les sacaron las confesiones a los otros guardaespaldas de lo que había pasado. Y tú qué, preguntó.

Le conté lo que me había ocurrido punto por punto. Al final, la Princesa Tamaulipas sólo replicó ya me lo imaginaba. Debo también escribir el informe de lo que te ocurrió, es parte de la misma operación. Hemos decidido que, por seguridad tuya y nuestra, es mejor que el pago por tu trabajo se quede por ahora en una cuenta especial. ¿Tienes aún la cédula de identidad que te di? No, le respondí, se la tuve que dar a un coyote por cruzar la frontera. Sonrió misteriosamente y me dijo no lo vuelvas a hacer, a la par que sacaba de su bolsillo una cédula de residencia temporal en Estados Unidos y otra cédula mexicana. Tenemos más trabajos para ti, me dijo la Princesa, pero sabrás los detalles sólo poco antes de cada operación.

Notando quizá mi cara de sorpresa o mi interrogativo silencio me dijo ya no hay vuelta atrás, tu pasado es tu pasado y a él ya nadie vuelve. Mira el futuro, tu trabajo, aquí te irá mejor que en tu país. ¿Ecuador o México? ¿A cuál de los dos países te refieres? Eso ya no importa, la corrupción es la misma en ambos lugares. En el restaurante, Paquita la del Barrio amotinaba a las barras femeninas que se habían conglomerado en el salón a la voz haz algo, inútil, frase que, para ubicación de la amiga lectora, era el mote de combate con el cual la cantante atacaba a su marido y que se coreaba por estos lares en franco desafío al patriarcado del ajúa.

La Princesa, luego de una pausa y poniendo su mano sobre la mía, me dijo aquí te irá mejor. Ahora más que nunca, la seguridad de este país necesita gente como tú. Y cambiando de tono dijo te tengo una sorpresa, mira allá, mientras señalaba con un dedo. Desde el fondo aparecieron, como la primera vez, la Virreina de Lima y Dolores del Río con sus respectivas margaritas. Nos saludamos como viejos colegas y por fin pude respirar con tranquilidad y divertirme el resto de esa noche.

De regreso al hotel la Princesa preguntó si podíamos tomar un café en mi habitación. Por supuesto, respondí.. Lo que pasó esa noche lo dejo para las fantasías y elucubraciones de la curiosa lectora, para que no digan que soy sapo o chismoso ni que me tiro a bacán. Sólo añadiré que, cuando amaneció, una nota dejada en la recepción decía la pasé muy bien contigo, te deseo lo mejor. Adiós, PT.

El caso de los coyoteros de Sonora

Orden de despegue. Había que dejar Juárez lo más pronto posible vía coyotil. Encontré al contacto y luego al coyote mismo. Son cinco mil dólares por el cruce, me dijo. Tres ahora y dos cuando lleguemos. No tengo tanto dinero pero necesito salir de aquí, respondí. El coyote, entendiendo que estaba en apuros y que, posiblemente, la policía también me estaría dando caza, aprovechó la oportunidad para una oferta. Tú no eres mexicano, de dónde eres, preguntó inquisitorial. Sí lo soy, repliqué. A mí no me engañas, tengo muchos años en esto. Vencido, le dije soy de Ecuador pero me hago pasar por mexicano para evitar problemas. El coyote, fiel a su instinto coyotístico, vio la luz de la oportunidad. Puedes cruzar gratis a cambio de llevar algo, me dijo. Ese algo que decía era droga, no podía ser de otra manera. Guacharnacos, tirilludos y cacharposos se encontraban en todas partes del mundo. Está bien, afirmé, dudando un poco de que mi destino estuviera en mis manos. ¿Tienes pasaporte? Preguntó. No, le dije, pero tengo una cédula mexicana. La vio y dijo es un muy buen trabajo. ¿Quién la hizo? En Veracruz la compré, contesté, que por allí me vine. Di mi cédula como parte del pago. En dos días nos encontramos aquí, a las diez de la noche. Trae un galón de agua, botas de trabajo y un sombrero para el sol. Yo me encargo del resto.

Cuando volví al hotelucho el dueño me dijo que habían andado preguntando por mí, que no sabía si eran policías pero que mejor me fuera, que él no quería problemas con nadie. Me quedaban solamente cuarenta y ocho horas antes de cruzar la frontera, pero era un tiempo demasiado largo en el que podían pasar muchas cosas. Opté por trasladarme a una localidad vecina desde la cual, sin darle mucho trámite, regresé al punto de encuentro dos días después, diez de la noche, como me había dicho el coyote.

Pero nada de pararme en la esquina acordada, que al enemigo no se le puede dar papaya. En vez de eso, me quedé dando vueltas a la distancia, con cara de yo no sé nada, yo llegué ahora mismo, si algo pasa yo no estaba ahí, como habría dicho el jefe Daniel Santos. De pronto aparece un carro y oigo que me gritan, ey güey, súbete. Era el coyote. ¿Y ahora? No preguntes, me dijo terminante, que eso no te importa, por qué no trajiste el agua, siguió cabrera. Por no llamar la atención, le dije, porque todo el mundo sabe que eso significa cruzar la frontera. Eso no significa nada, replicó el coyote, porque la gente igual se cruza sin ella, por el rio, a nado pelado. Los agarran siempre. Bueno, ya veremos. ¿A dónde vamos? inquirí, viendo que salíamos de Juárez. Te dije que no preguntaras, sólo arrecuéstate por allí que estaremos por algunas horas en la carretera. Y así fue.

Prontamente dejamos el estado de Chihuahua rumbo al mítico Sinaloa. Rompiendo el códido de discreción, el coyote abrió la secreta del carro y sacó un cassette que puso a alto volumen mientras devoraba con avidez la nocturna carretera. Eran nuevamente los legendarios Tigres del Norte que decían esta vez nomás por ser sinaloense/ yo me siento afortunado/ porque he nacido en la tierra/ donde se dan los pesados/ que viva mi Sinaloa tierra de gallos jugadooooos. Mientras yo luchaba contra el sueño, a eso de las dos de la mañana y ya habiendo memorizado algunos corridos, el coyote siguió con una selección música grupera, quebraditas y rock en español, el mismo que iba desde la banda El Recodo, pasando por La Barranca y del grupo Tranzas, de enorme popularidad en tierra mezcalita. Pinches mexicanos, son más musiqueros que nadie iba pensando. A eso de las cinco de la mañana el carro se detuvo en medio de la carretera.

Y ahora qué, le dije. Ahora esperamos, contestó el coyote mientras en el cielo azul se adivinaban las primeras luces. A los pocos minutos llegó una furgoneta. Nos subimos y otra persona se llevó el carro que habíamos usado hasta ese momento. Continuamos el viaje. Pueden dormir en los asientos de atrás, dijo en nuevo chofer, a la par que se desmandaba nuevos corridos, esta vez de Chelino Sánchez y Pedro Infante, combinados con canciones de Los Bukis, los cuales me hicieron pensar casi con nostalgia en la ya desaparecida Princesa Tamaulipas, chapeteada también por mi persona como la Malinche. El sueño vencía a la adrenalina y mis párpados pesaban diez libras cada uno. Cuando me desperté no estaban ni el chofer ni el coyote. La furgoneta había sido estacionada en la parte trasera de una hacienda inmensa y elegante. Desde allí podía ver sembríos, piscinas, establos y la mansión resguardada por gente con cuernos de chivo. ¿Estaba acaso en Sinaloa? Sinaloa era el estado bravo de donde salía la mayor cantidad de cocaína para abastecer la demanda gringa. Era también la cuna de los mejores narcocorridistas y de vates populares que contaban historias de muerte, violencia y venganza. Tanta era su fama que hasta un españolito, de esos que se aprovechan del trabajo de otros, escribió una novela sobre Sinaloa sin ser pan de pedazo de las tierras sinaloenses. (Ya me imagino lo que habría dicho el poeta Iturburu de este ibérico oportunista).

Por la noche me llevaron a comer a uno de los establos. Entré y vi un laboratorio de procesamiento, gente trabajando con el rostro cubierto y mandiles blancos, haciendo una labor perfecta de refinado en el más grande silencio. Sólo se escuchaba el sonido del fuego y los instrumentos. Ven, me dijeron, come algo pero no te empipes que no es bueno. Y así, devoré unas carnitas con sus respectivos chiles. Suficiente con eso. Luego me llevaron a otro cuarto y procedieron a poner alrededor de mi cintura paquetes de cocaína. Aquí van unas cinco libras, me dije mentalmente, sintiendo como un extraño poder. Cuando terminaron me regresaron a la furgoneta, esperé un rato más y luego regresó el coyote.

Salimos nuevamente en medio de la noche, dejando atrás la hacienda y el estado de Sinaloa. Rumbo al norte. Estaba claro que debía cruzar el tan mentado estado de Sonora. Paramos un par de veces para cambiar de vehículo y recoger a dos pasajeros más, quienes, posiblemente, viajaban en condiciones similares a las mías.
Cuando llegamos a la frontera dejamos la furgoneta y nos unimos a un grupo de unas treinta personas que nos estaban esperando. El coyote fue muy claro: me siguen y de mí no se despegan, si lo hacen no griten ni nada que yo los encontraré. Los rangers tienen sistemas de vigilancia que les permiten ver por la noche. Si escuchan un helicóptero o patrulla de caminos se meten debajo de un árbol o detrás de un arbusto, así no los detectan. Nadie dijo nada, pero todos tenían la decisión de llegar al norte en la mirada, aunque sus rostros mostraban cansancio. La noche, oscura y eterna, era la entrada a una caverna en la cual, de alguna manera, todos los que estábamos allí ya habíamos entrado antes. Frente a nosotros aparecía el gran desierto de Sonora y así, en fila india, empezamos a caminar. En un descuido del grupo noté que el coyote metía en su mochila lentes de visión nocturna.

En el camino había recovecos, montículos y animales que debíamos evitar. ¿Cuánto caminamos durante la noche? Quizá veinte o treinta kilómetros. Ya habíamos cruzado la frontera. Alguien dijo que era la segunda vez que lo hacía y que Nogales, el primer pueblo fronterizo del lado gringo, había quedado atrás. No hubo amanecer más hermoso y trágico que ese. Cuando empezaba a romper la luz del día pude apreciar las siluetas de los gigantescos cactus que miraban hacia lo alto, como adorando a Dios con sus brazos de espinas, mientras rayas de nubes cortaban el rosado-azul del cielo. La mañana empezaba en el desierto y el frescor cedía al calor del día. Miré a mi alrededor y me di cuenta que solamente estábamos el coyote, los tres de la furgoneta y yo. ¿Qué pasó con los demás? pregunté. Tenían que montar en un trailer rumbo a California. Bebí un trago de agua y el coyote me dijo no te llenes, todavía falta mucho.

Hacía demasiado calor y estábamos sofocándonos de muerte en plena tarde. ¿Cómo ocurriría mi muerte en el desierto? Posiblemente sin dolor, apenas sed y alucinaciones. Primero uno siente la fatiga de la caminata, luego le entra sueño, cree que lo llaman de algún lado, se imagina que ve amigos, gente conocida, y así, poco a poco, con la boca abierta y el cuerpo secándose, como si lo chuparan desde adentro, el último suspiro de vida se va. Y si hay alma, pues el alma también se va, porque en el desierto no hay alma que quede intacta bajo el fuego del sol. Al final, huesos y pellejo serían alimento de zopilotes. Sí, dije huesos, clarito y lo repito, huesos, porque aquí los zopilotes en vez de pico tienen colmillos y van tirando a perros. Al adentrarnos en la coyotera ruta para llegar al sueño del país dorado, en medio de arañas venenosas, lagartijas y culebras, nos fuimos encontrando con esqueletos tirados por todos lados, como si se tratara de un gigantesco y caótico cementerio, una residencia macabra y silenciosa.

¿Qué sería de la gente de mi barrio? ¿Por qué se habrán convertido a la religión? ¿Qué habrá escrito Iturburu en estos días? Pinche gringo Donald, espía y tocando jazz, como si nada. ¿Dónde estaría la Princesa Tamaulipas? ¿Dónde estarían Don Capu, el Conde y la Condesa? En eso divagaba cuando siento agua cayéndome por la cabeza y la voz del coyote que dice debemos seguir, ya falta poco. Mis piernas se movían como siguiendo una lejana seña mental. ¿Cuánto tiempo había pasado? Ni idea. Lo cierto es que estaba oscuro nuevamente y, de repente, nos detuvimos cerca de una carretera. Un camión paró, hizo seña con las luces y salimos a su encuentro. Subimos a la parte de atrás y rápidamente nos sacaron la droga. El coyote también había llevado su parte. El camión seguía veloz y, cual mulas en desuso, nos fueron botando a cada uno en distintos lugares. Cuando llegó mi turno escuché claramente que el coyote dijo esto es para los primeros días, poniendo un fajillo de dólares en mi bolsillo. No me conoces no te conozco, si te veo de nuevo te mato ¿Está claro? Abrió la puerta y me tiró al andar. Era temprano en la mañana y me habían dejado en las afueras de Tucson.

Caminé sucio y maltrecho, haciendo lo posible por no levantar sospechas mientras los carros cruzaban veloces. Así, encontré un motelillo de mala muerte. Entré, me quedaron viendo pero no dijeron nada. Los gringos son así, la cultura les prohibe comentar en voz alta lo que piensan de los demás, a no ser que se trate de algún obrero o desempleado, de esos cuya ignorancia o rencor los hace hablar más de la cuenta y que llaman red neck. Entré al motelillo, les pregunté si tenían cuarto disponible y les dije que me quedaría por dos días, que estaba de paso y que iba a trabajar en la mina. Si me creían o no no me importaba, necesitaba darme un baño y dormir, dormir para siempre.

viernes, 14 de marzo de 2008

Del Golden Dream a las mujeres de Juárez

Phoenix, Arizona. 40 grados a la sombra, secos y despellejantes. (“a la sombra” es un decir, pues aquí no existe sombra). El sol en alto y una brisa caliente traen polvo y arena. Voy por el centro de la ciudad y encuentro un McDonald’s que inmediatamente me recuerda al gringo Maier, espía y jazzista, para variar. El domingo se perfila como estadía en el infierno. Al fondo de la ancha y vacía avenida, en las montañas lejanas, se divisa el humo anunciando un gran incendio forestal que devora la poca vegetación. Las calles, duras y calientes, seguirán deshabitadas por el sol inmisericorde. Ni un alma se pasea en los alrededores. Por allí pasa un auto lleno de gente y música ranchera. I don’t speak Spanish, me dice uno de ellos con fuerte acento mexicano. A este miembro de la raza, cuya mala suerte fue inaugurada por el Almirante Colón, sólo le dije bacán bróder y seguí mi camino. Como no había ninguna cevichería, o local por el estilo, opté por una aburrida hamburguesa y una Pepsi cola con hielo.

Mientras bebía tranquilamente mi cola recordé el caso del comercio de flores y el envío de cocaína a través de Otavalo y Cuba, destino final: Europa. La diferencia entre vivir en Ecuador y trabajar en Estados Unidos era que ya no estaba en terreno conocido, el que llaman en inglés comfort zone o zona de seguridad personal. Ahora estaba con los dos pies fuera de casa. En el mundo, los últimos acontecimientos se resumían a la huída de los banqueros ecuatorianos al exterior, previo atarzane al bolsillo del pobre, la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York a manos del odio y un flaquito mugroso y delincuencial quien, en nombre de Alá, vivía en las cuevas de Afganistán, -era una rata asquerosa que había que aplastar rápidamente- la globalización de la guerra mundial, el eterno odio entre israelíes y palestinos, la bancarrota de Argentina, la violencia en Colombia, la conquista del bi-campeonato de fútbol por parte de mi equipo Emelec (la gloriosa celeste) y, como dije, mi separación de la ella de la película. Además de la canallada de la que había sido víctima a manos del testaferro de la oligarquía guayaquileña, el ya mentado Carecamiónchocado. Mi viaje a Arizona era como ir cómodamente sentado en un tren que rueda sobre las rieles del tiempo mientras el mundo poco a poco se va cayendo en pedazos. Y lo que sentía no era apatía ni desgano sino una tranquila aceptación del destino. Pero basta, dejémonos de chamullo y verborrea y vamos a lo nuestro.

Estaba en lo del calor de Phoenix y mi Pepsi cola fría. Uno debe estar aquí y ver el desierto de Sonora para entender lo difícil que es el cruce ilegal de la frontera. La gente muere deshidratada. Deúna. Bum. Bum. Bum. Se caen, desmayados y secos, como gallina con peste. Bajo este puto sol lo único que queda es maldecir todo hasta volverse loco, o tapiñarse en alguna parte, si acaso el bolsillo porta el guiso, llamado también vil metal, razón de cambios personales, de bandos en pugna o de asesinatos.

Con estas y otras reflexiones regresé al Golden Dream a darme un baño y ponerme guapo, pues un mensaje había sido dejado por una dama, a juzgar por la fina caligrafía. El mensaje decía vengo a las 8pm. Espero sentado en el lobby y se acerca. Tú eres Luis Cepeda, me dice con seguridad. ¿Tuviste un buen viaje? Era alta, de piel oscura, pelo negro, largo y liso, dato Malinche. Tenía los ojos grandes y una trompita azteca que provocaba morderla. Extiende su mano y me dice, me llamo Guadalupe Morales, vas trabajar conmigo. En tus mensajes a Gutiérrez te vas a referir a mí sólo como Princesa Tamaulipas. ¿Tienes tu pasaporte? Se lo mostré, lo tomó y lo cambió por una cédula de identidad de México. Este es el que vas a usar de ahora en adelante. Pero vámonos a otra parte y te explico de qué se trata.

Trompita azteca, me dije, aquí estoy para morderte. Y así, como llevado de su mano, salimos del hotel y nos fuimos a un restaurante en el que, desde la entrada, se escuchaban corridos de los incomparables Tigres del Norte. Estos son mis favoritos, me dijo la Princesa Tamaulipas, mientras nos acomodaban en una mesa. Me miró y preguntó ¿en Ecuador oyen corridos? Sí, le dije, y los bailamos bien pagaditos. Ajá, dijo, sonriendo.

Luego de los detalles del caso y de sacarme toda la información biográfica posible, bebimos un par de tequilas. Desde el rincón en el que estábamos podía apreciar el decorado del restaurante con sombreros mariachis, guitarrones, sarapes y colores fuertes. Espera aquí, dijo mientras se perdía local adentro. Los Tigres del Norte cantaban uno de sus más famosos narco-corridos jugaba con resortera cuando yo estaba chiquillo/ Ahora me siento orgulloso con mi cuerno de chivo. Al poco rato, la Princesa regresó con una amplia sonrisa y dos bellas damas a su lado. Mira, ellas van a trabajar con nosotros, si alguna vez te preguntan dirás que se llaman Carola y Dolores, pues así serán conocidas en Juárez, pero en el código del grupo ellas son la Virreina de Lima y Dolores del Río . Mucho gusto, les dije, mientras extendía la mano hacia ellas. Al acercarse el mesero pidieron dos tequilas y sus respectivas cervezas, sal y limón. Que sean cuatro, dije. Y mientras ellas se ponían cómodas la Princesa entró de lleno al meollo de nuestra cita.

Cepeda, dijo la Princesa, el caso es el siguiente: En Juárez, México, frontera con Texas, en los últimos años han encontrado cuerpos de despedazados de cientos de mujeres, todas ellas secuestradas y violadas. Es una historia vieja en la que están metidos todos los que te puedas imaginar: hombres de negocios, tratantes de blancas, narcotraficantes, satanistas, coyotes, políticos locales, policías y gente del ejército. Ha sido un problema que siempre hemos visto como puramente mexicano y nunca nos hemos metido en el asunto. Tenemos cierta información pero nada concreto. Hace varios meses, una muchacha de la Universidad de Texas, que estaba escribiendo una tesis sobre el tema, decidió meterse de obrera en las maquiladoras, como infiltrada, pues es allí donde las hacen desaparecer. Ella nunca le informó de su plan ni a su director de tesis ni a la policía. Total, desapareció y no hubo manera de encontrarla, pues había cruzado la frontera hacia México de manera ilegal. Así, ni nosotros ni la policía mexicana supimos lo que ocurrió. En la universidad, una vez que notaron su ausencia de las clases, llamaron a la policía y ésta al FBI. Los federales registraron su cuarto y encontraron en su computadora detalles del proyecto de investigación y el cruce a Juárez. Tratamos de dar con ella pero fue inútil. Después de recibir una pista de unos informantes, recuperamos un cuerpo de mujer, lo trajimos a Estados Unidos y, luego del examen de DNA verificamos que se trataba de ella. Gringas pendejas, se meten en cosas de adultos sin importarles las consecuencias, acotó la Virreina de Lima mientras Dolores del Río le daba otro sorbo al elixir pulquil y hacía una mueca al mezclarlo en su boca con sal, limón, cerveza.

La Princesa Tamaulipas continuó el relato: La únicas pistas que tenemos son un tatuaje que logramos establecer, que no tenía antes de ir a México, y el origen de la ropa que vestía, el mismo que corresponde a la que se vende de manera exclusiva en el almacén de un conocido traficante de drogas, aquí, en Phoenix. Si logramos establecer la conexión entre él y los asesinatos habremos matado a varios pájaros de un tiro. Ya fuimos al almacén y nos enteramos de la maquiladora que las fabrica en Juárez.

Estaba claro que se trataba de una operación de infiltración. Me dijo también la Princesa tu trabajo consiste en apoyarnos en nuestro plan. Para eso, es importante que entres a trabajar a la maquiladora, cómo lo harás, ese es tu problema. Para nosotras será fácil encontrar trabajo, pues ya sabemos cómo operan y qué tipo de mujeres contratan. Por tu look y acento debes decir que eres de Veracruz. En Juárez yo me comunicaré contigo, no me busques. ¿Tienes alguna pregunta? No por ahora, le dije. Pues te queda hasta mañana porque nosotras salimos en dos días. Terminamos nuestro tequila y nos despedimos con la clara convicción de que, la próxima vez, nos veríamos en un terreno muy difícil. En el salón, los Tigres del Norte ya habían desatado al público que eufórico les pedía La estrella del Sur, Jefe de jefes, La camioneta roja, La camioneta gris y otros éxitos del narco-repertorio.

Con ese impulso musical y de regreso al hotel, recordé que el Conde de Montecristi me había dicho que en el norte costero de Ecuador, en la provincia de Esmeraldas, contrataban a sicarios colombianos para ajustarles cuentas a los que se oponían a la tala de árboles y a los que se rehusaban a pagar el impuesto de la guerra (o de la narco-guerrilla, pues ya todo era lo mismo), y que había cantinas en las que los sicarios se pasaban encantados escuchando a los Tigres del Norte y a los Tucanes de Tijuana mientras ponían cara de perro con rabia.

Mi viaje de Phoenix a El Paso (Texas) se realizó en bus, que es la mejor manera de evitar preguntas indiscretas, aunque también puede provocar una hijeputísima rompedera de espalda y el asamiento de las nácharas, como efectivamente ocurrió. Cruzar la frontera a México fue más fácil que tomarse un vaso de agua. Encontrar un hotelucho y conocer a la gente para abrirse paso en el medio y hacer amistades, igual. En eso, México y Ecuador se parecen, pues la gente está ahí, a la mano, con sus buenas y malas cosas. Con el paso de los días me fui haciedo conocer por los vecinos, algunos de los cuales me decían un poco de todo: güey, veracruzano, chido chido, pirruris, zapoteca, chichimeca, cabeza tolteca y otros condimentos del habla popular de la Moctezuma tierra. Pero de encontrar trabajo: nanay. Varios días estuve en esas hasta que la suerte apareció de manera extraña.

Voy por la calle polvorienta y veo que un mendigo se acerca a pedir plata a una mesa donde estaban unos manes. Vete a chingar a tu madre, le dicen, mientras se le ríen. Pero el mendigo regresa y, esta vez, uno de ellos le da un golpe insultándolo. El mendigo le reclama humillado, casi llorando, y nuevamente le pide una limosna. La cosa se estaba poniendo fea y la gente empezaba a mirar con atención. Esté donde esté, ética, sentido justiciero o simplemente cojudismo, lo cierto es que hay cosas que a uno le cabrean, inclusive una tontería, y cada quien tiene su límite. Este era el mío. A pesar de estar en tierra ajena me tiré al ruedo. Al principio, claro, de manera caballerosa. Déjalo güey, que éste ya está rechingao, le dije. Uno de los cretinos me mira, se sonríe y me lanza un golpe que medio me fue rozando la cajeta. Saco la pata y bum le mando un puntapié al interior de la rodilla izquierda. Nada de alaracas ni quimbas aparatosas. El maestro Wu me lo dijo claramente un día, sólo dale un puntapié directo a la parte interior de la rodilla y verás cómo se dobla el enemigo. Y así fue. Se desmoronó con la rodilla chueca. El otro de la mesa se quiere levantar y lo siento de un puñete en el pecho. (Como debe saber el puñetero lector, un golpe en el pecho no duele tanto pero sí produce un efecto psicológico muy bueno). El tercero me deja ver su pistola y sin pestañear les sonríe a los otros y les dice qué pendejos tarugos, no ven que el señor lleva la razón. Siéntate güey, me dice y ordena cuatro tequilas para todos. En esto México y Ecuador también se parecen, pues la machuchil complicidad es la misma, cruza fronteras como la inflación.

Les digo que la verdad soy de Ecuador pero que me cubro con que soy de Veracruz, que me vine de ilegal y que ando buscando coyotero para cruzar la frontera, pero que antes necesito una chamba para pagar el cruce, y que sabía que un trabajo de guardián de maquiladora pagaba bien. Veremos eso más tarde, a lo mejor algo se puede hacer, me dijo el de la pistola. Echale ahora al tequilita. Los otros dos se habían integrado a la mesa y sólo al final se animaron a darme un apretón de manos en son de paz, a pesar de la rodilla dislocada.

Juárez me recordaba tanto al Guayaquil de los ochenta. Sus barrios marginales de cartón eran como los de Mapasingue. Los habitaba la misma violencia brutal de la que yo venía, el mismo gusto o pesadumbre, la misma desesperación e impunidad. Juárez era otro paraíso de asesinos. El rostro de la gente también era el mismo e iguales eran sus aspiraciones. Los barrios de donde salía el grueso de las empleadas de las maquiladoras eran zonas inmensas llenas de polvo, insalubridad y muerte de la esperanza. Había salido de mi ciudad con la derrota que llevan a cuesta los emigrantes, y aquí estaba viendo el mismo dolor del que tiene sólo una borrosa ilusión de prosperidad. En una de sus calles un letrero decía “El negocio trae prosperidad a México”.

Con su firme y creciente fama, las siniestras maquiladoras eran el maquillaje de la prosperidad a bajo costo. Las mujeres que allí trabajaban eran asediadas, secuestradas, asesinadas. Claro, a veces a los muchachos se les iba la mano y desde el oscuro territorio al que los llevaba la droga, la locura y el poder, decidían también descuartizarlas y dejarlas tiradas, regadas en pedazos por los caminos. Lo sabía, lo había visto. En Juárez, el decir de la gente y los rumores son siempre verdades que nadie quiere aceptar. Todos sabían cómo operaban y quiénes eran los asesinos, pero relacionarlos legalmente con los crímenes era imposible. Había veces en que encontraban a un funcionario menor que usaban para calmar los reclamos de las organizaciones internacionales, aunque luego las mismas autoridades los dejaban libres.

Ahora veía con claridad a qué se refirió Iturburu cuando me dijo que eso escribir “el crimen perfecto” era un empeño cojudo, capricho de ricos o faltos de experiencia. Escritores pajeros, decía con razón, no ven lo que existe y se inventan idioteces. Juárez-El Paso. ¡Qué diferencia hay por el sólo hecho de cruzar un puente! Muerte, alegría o esperanza. Sólo el pobre comprende al pobre, así como sólo el rico y ambicioso comprende la corrupción del poder y del dinero. Me dije yo soy el alma de un cantante errante/ que vaga por el mundo entero, y también cómo me dan pena las abandonadas cuando pensaba en las mujeres que llegaban apresuradas a la maquiladora, en las María Muñoz o las Norma Andrade, temerosas de perder su puesto de trabajo por un atraso o un embarazo. Esas mujeres de pasito apresurado, luego, al caer la siniestra noche de Juárez, temerían por su vida. En Juárez, una mujer joven en zapatos de taco, que sale comprar por la noche, una mujer que se maquilla, terminará despedazada en el desierto, decía la voz popular.

Un viernes, después de mi trabajo, me fui con otros guardias a tomar unas cervezas y bailar en el Divo de Juárez. No había olvidado mi misión porque en Juárez no hay misión que se olvide, aquí lo único que cambia es el número de muertes. Hasta ese día no había vuelto a ver a la Princesa Tamaulipas ni a las dos agentes. A veces sentía como si, de repente, mi vida se hubiera detenido en el tiempo de la frontera, ese tiempo que ya no pertenece a nadie y es solamente una indefinición en la noche del desierto. Si el desierto hablara cuántas historias nos podría contar. La noche caía con su algarabía de fin de semana, el calor había bajado un poco y estábamos alegrándonos con las primeras chelas. Las mujeres de la cantina eran de toda edad y por ahí reconocí a una que otra muy bien distribuida, gracias a sus falditas cortas. La rockola sonaba a todo volumen y el público se lanzaba al ruedo al cal or de la música-disco, los éxitos de los Cumbia King, los Rieleros del Norte y las serrucheras y eternas baladas de Los Terrícolas. Cepeda, me dice uno, la vieja que está allá te está mirando fuerte. La vi y me acerqué a invitarla a bailar. Pinche cabrón, me dijo alegre, aceptándome la invitación mientras añadía creí que te fallaba la vista. Y un cholo, por más avasallo del que haya sido víctima, nunca se agüeva al baile. Y así nos fuimos pista adentro, moviendo el esqueleto al son de una vieja canción que decía que sirvan las copas/ copitas de mezcal/ que al fin nada ganamos con ponernos a llorar/ que sirvan las copas copitas de mezcal.

Al vaivén del traqueteo, la mujer me dice sonriendo por qué te demoraste tanto pinche guey en conseguir ese puesto de guardián. Era ella, la Princesa Tamaulipas, vestida de una manera que, vale decirlo, hizo que me pusiera garrotillo. Se la veía muy diferente. Ahora me invitas a tomar algo con tus amigos y luego nos vamos al hotel. ¿Me entiendes? Como usted diga mi jefa, susurré a su oído mientras se avecinaba una cumbia.

Nos sentamos, la presenté a los zopilotes quienes, inmediatamente, me preguntaron si la Princesa no tenía unas amigas que nos acompañaran. Que sí dijo ella, y haciendo un gesto de vengan para acá muchachas llamó a la Virreina y Dolores del Río, que estaban en otra mesa. Así, de igual a igual, nos quedamos un rato más. Ante la mirada de complicidad de ellas y el contento de los zopilotes, la Princesa me dijo vámonos ahora. En el hotel tuve que volver a la realidad, pues ella se sacó de su escote una diminuta navaja y debajo de su minifalda una pequeña pistola. Me pidió el informe de labores y los detalles de mis pesquisas, así como los posibles lugares en los cuales tiraban los cuerpos de las secuestradas. Luego ideamos el plan para que entraran a trabajar en la misma maquiladora que yo, lo cual exigió de mí el despliegue de mis mejores destrezas verbales ya que, dada la situación económica, conseguir trabajo era considerado una bendición de Dios. Bendición de Dios o castigo del diablo, debería decir.

Tan pronto como entraron a la maquiladora cortaron comunicación conmigo y con los otros guardianes. Uno de ellos, en ataque de celos, una tarde de viernes y con la pica metida entre ceja y ceja, se quejó de que ellas eran mujeres fáciles, putas que se iban con cualquiera. Ese “cualquiera” al que se refería era un conocido asesino que paseaba en su camioneta por la maquiladora. El guardia los había visto conversando en más de una ocasión. Según mis cálculos, algo habría pasado entre él y las agentes. De mí no se burla ninguna vieja chingona, me dijo como lobo herido. Con mi fino olfato de perrito guasmeño fácilmente me pude imaginar por dónde iba la cosa con este cuate.

Un día, vi cómo las tres subían a la camioneta del asesino y desaparecían en la carretera. Esto me alarmó un poco pero estaba seguro de que no pasaría nada, en parte porque ellas sabían defenderse y en parte porque sólo secuestran a mujeres solitarias e indefensas. Sin embargo, ocurrió lo inesperado. Ninguna de ellas regresó a trabajar al día siguiente. Tampoco el guardia celoso apareció. Pasaron dos días y yo seguía en el limbo. Los periódicos, como casi todos los días, anunciaban nuevos descubrimientos de fosas comunes en la Montaña del Cristo Negro, cuerpos acuchillados de adolescentes y niñas, ropa vieja puesta encima de las violadas que, extrañamente, había pertenecido a otras mujeres, desaparecidas meses antes. No había nada que me demostrara que las agentes hubieran corrido mala suerte, pero tampoco nada me decía que estuvieran vivan.

A la semana se apareció la policía local para interrogar a la gente de la maquiladora, incluidos los guardias. Preguntaban por el desaparecido y por mis colegas. Que si sabía dónde estaba y que si conocía a las mujeres y al dueño de la camioneta en la que ellas se habían embarcado. Que no dije a todo, que sólo de vista y que habíamos salido sólo una vez y que, cuando empezaron a trabajar, cortaron toda relación conmigo. No sé si me creyeron pero me dejaron ir a las pocas horas. Luego me enteré de que habían encontrado el cuerpo del guardia. Lo habían degollado y ahora buscaban su cabeza.

Juárez aún. Necesitaba saber algo. Por suerte encontré una escueta y anónima línea en mi e-mail que decía cruza la frontera inmediatamente. Las cosas se habían puesto cerepescado y me preocupaba también mi pellejo. No era hora de hacer preguntas. Con mi trabajo de guardián de la maquiladora había ahorrado poco, pero gracias a unos contactos podría regatear el precio del cruce de la frontera. ¿Qué pasó con las mujeres del desierto y la cabeza del guardia celoso? ¿Volvería a ver a la Princesa Tamaulipas y sus aristocráticas colegas? Yunta lector y damita lectora, para saber el resto de este episodio, lo único que hace falta es calmarse y seguir leyendo, pues el siguiente capítulo está más bacán que éste.

Yo soy el alma de un cantante errante

Aeropuerto de Miami, doce del día. Hago fila y desde la caseta un policía me hace seña de que nos vayamos por otro lado. Me llaman, revisan mi pasaporte por la computadora, me hace preguntas de rutina y llena una tarjeta de entrada al país del norte. Recordé al misterioso Gutiérrez diciéndome debes extremar cuidados, ahora las medidas de seguridad son más fuertes y no hacemos diferencia de raza, sexo o edad. Ese “hacemos” me sonó extraño. Cuando dejes el país debes entregar esta tarjeta a cualquier agente de inmigración, es muy importante, me dice el oficial con un fuerte acento cubano. Ok contesto. Busco mi vuelo de conexión y, coincidencia del destino, entre los pasajeros que caminaban en los anchos corredores veo a la otrora Madrina, Mechita Ramírez, ex combatiente del Cartel de la 9 de Octubre. Y como si el tiempo no hubiera pasado se me tira encima, me da un abrazo y me dije hijueputa por quà 9 no me dijiste que pasabas a Miami. Estaba igual de atractiva y loca, era la misma de años atrás y, lo mejor, las nácharas estaban casi intactas. Digo casi porque ya se había casado y un tesoro así merece ser dignamente trajinado. Hablamos un par de horas, le conté las últimas novedades y me hizo jurar que la llamara antes de regresar a Guayaquil. Claro, le dije, te llamo de lo que no hay. ¿Cuánto tiempo te quedas? Seis meses, un año, quién sabe. Nos despedimos y se fue media triste y su diminuta figura se perdió en medio de la gente que caminaba por los túneles del aeropuerto. Mis instrucciones decían que debía tomar el próximo vuelo a Phoenix, Arizona, y alojarme en el nuevo y lujoso Golden Dram.

Llegado al hotel después del largo viaje, bañado y talqueado como se debe y las damas lo exigen, visité el cyberspace que tenían para los clientes. Necesitaba instrucciones, sobre todo porque en la recepción me habían dejado un mensaje: “Espérame mañana a las ocho de la noche. Trae tu pasaporte”. Quizá Gutiérrez tendría algo para mí, pues no me gustaba aquello de que uno nunca sabe para quien trabaja. Cuando hice contacto con el internet entré a mi dirección de correo, lo abrí, y oh sorpresa, encuentro un mensaje del vate Iturburu que dice léelo y me das tu opinión. Damita lectora o despiadado lector, como llegados a estas alturas me interesa más que nos concentremos en lo que pasó a continuación en el Golden Dream, dejamos para otra ocasión las crónicas que pasaban por la inefable mente del poeta. Y como es de trabajo y no literatura que vive el hombre, presto me lanzo a detallar la primera de estas aventuras en territorio extranjero que, la plena sea dicha, viéndolas cómo sucedieron, me hacen levantar muy en alto las cejas a la voz de yo sí que me meto en guevadas, la plena.

Todo tiene su final

El asunto se remonta a un suceso triste del cual poco hablé: la retirada de mi ex mulata. Me dijo que necesitaba estar sola un tiempo y que a lo mejor terminaría yéndose a Europa. Una de las cosas que un hombre digiere difícilmente es el adiós de una mujer. Cuando llegó la hora de la separación hicimos el amor como la primera vez. Esta, como toda despedida, era al mismo tiempo el saludo a la muerte, aunque también a una remota esperanza, no del regreso sino de un tiempo nuevo que, en esos momentos, simplemente no podía imaginar. Nuestros cuerpos decían que estando juntos a lo mejor lográbamos hacer que la pasión venciera la conclusión a la que había llegado. En ese momento de sexo, de amor cuerpo a cuerpo, a lo mejor curábamos nuestras heridas. El amor puede ser un asunto muy sencillo cuando no hay nada que esconder, cuando uno sabe que puede enfrentar y vencer los riesgos que supone. Pero cuando uno de los dos mira hacia otro destino o a las señales que nos manda el pasado, ese es quizá el momento de la separación o de apretar espuelas, tomar distancia y evaluar las cosas. En nuestro caso fue lo primero.

En la mía, como en toda historia de amor con final triste, cuando el dolor aflora se recuerdan los momentos iniciales: ciudad de Esmeraldas, 31 de diciembre -el año ya no importa porque siempre es el mismo diciembre- esa fue la primera vez que la vi. Lo demás se lo llevó el tiempo en esa barca que parte y no regresa. Puedo decir con certeza que, hasta ahora, esos fueron mis días más alegres y mejor vividos. Sólo bastaban su cuerpo, su sonrisa, su palabra y así todo se componía, y yo era suyo y ella mía. La ilusión más grande de toda mi vida/ es tenerte y saber que eres mía/ y sentirte en cada parte de mi piel/ quiero conquistar y ser dueño de tu mirada/ que me quites el difícil sabor a nada/ que tú pongas un motivo a mi existir. Quizá mañana sea diferente y alcance a ver las cosas desde otro ángulo pero, ahora que el corazón aprieta, es mejor reconocerlo y ceder a ese sentimiento de tristeza. Pensando nuevamente en ella, el verano comenzó a llegar a Guayaquil mientras la ciudad se reponía lentamente de los agobios de las inundaciones.

En esas estaba cuando, sin habérmelo propuesto, me doy cuenta de que había llegado nuevamente a la Ferroviaria. Los taxis cruzaban veloces por el puente del Estero y se perdían entre los nuevos pasos a desnivel. Había caminado como un autómata. A lo que voy a entrar veo un papel sobre la puerta: “Cholo, te vino a buscar Gutiérrez. Dame un telefonazo o llámalo deúna. Creo que hay guiso de por medio. Conde.”
Al día siguiente llamé primero al Conde pero contestó Carecamiónchocado, su jefe, un norrito intelectual bajado a látigo de Quito que, como casi todo norrito en tierra caliente, se había auto-marginado porque se creía la mamá de Tarzán, el muy cretino. Era de esos que justificaba el centralismo y le tenía miedo a la vida y se enclaustraba en los libros de su cuarto mientras hablaba mierda de los guayaquileños y la ciudad. El Conde de Montecristi, le dije seco. No me respondió nada, sólo le pasó el teléfono al Conde advirtiéndole que no se desapareciera. Estamos por cerrar la edición, remató en voz alta, como para que yo lo oyera. Este rascador de Carecamiociotochocado, lameculo de los dueños del diario, tirarme esa lámpara a mí, al Cholo Cepeda. Ya tendría tiempo para enderezarle la carrocería o dejarlo más abollado, como para decirle Rechocado. ¿Hablaste con Gutiérrez? preguntó el Conde . No todavía, le contesté. Dice que quiere hablar contigo y preguntó si aún estabas con planes de buscar a tu ex-mulata. Le dije que no y replicó mejor así porque esta vida no es para casados ni enamorados. Bacán Conde, nos vemos luego. Días después fui a ver a Gutiérrez a su vieja oficina.

Llegué y un guardia me preguntó mi nombre. Se lo dije y me dio un papelito diciéndome don Gutiérrez dice que vaya al Mall Huancavilca, oficina 230. Tomé un taxi y, como es costumbre en esta ciudad, el chofer me distrajo contándome sus aventuras. Un mediodía pana, me dijo el del volante, se subió un man alto, blanco, medio gordo. Vamos al sur, a las Malvinas, me dijo. Disculpe, repliqué, pero allá no voy. No te preocupes, me dijo el man. Toral es mi pana y allá todos me conocen. Rumbo a las Malvinas entonces. A la entrada del barrio un vendedor de naranjas afilaba un cuchillo en el piso y lo limpiaba con un chorrito de agua sucia, de esa que es buena para el dengue. Oye, Yagual, súbete al taxi, qué es de Quiñonez. Adentro está, le contestó el del cuchillo naranjero. Súbete y vamos a buscarlo. Total, para qué le cuento pana, los cuatro salimos de las Malvinas directo a la Aduana del aeropuerto. Yo, como que no me enter aba de lo que pasaba. Al llegar, el gordo me hizo que parqueara el taxi a un lado. Se bajó con los mentados Yagual y Quiñonez y entre ambos le dieron una paliza del hijueputa a un mancito que estaba allí adentro. Lo patearon de lo lindo, en el suelo, hasta dejarlo bien ensangrentado. Nadie se metió. El gordo que los había contratado, después de un rato, sólo dijo está bien, suficiente. El mancito en el suelo estaba hecho un charco de sangre. El gordo se acercó y le dijo eso te pasa por no firmarme los papeles, a mí ningún cojudo se me tira a bacán y pum le dio otra patada por los riñones. Regresaron al taxi y me dijo vamos de regreso a las Malvinas. Los llevé a donde me habían pedido, me dieron una buena paga y se perdieron casuchas adentro. Así es la cosa pana en esta ciudad, uno ya no sabe en qué se puede meter. Ajá le dije mientras cancelaba el viaje.

Gutiérrez, al verme a través de los vitrales salió y le dijo a la secretaria déjelo pasar nomás. Cholo, me dijo el Conde que has desistido de ir a España, si es así, perfecto, porque a esos amores es mejor decirles adiós desde la distancia. Ahora no hay tiempo que perder. ¿Tienes aún visa para Estados Unidos? No, le dije, ya está caducada. ¡Puta! ¡Pero qué descuidado eres hombre, con lo jodida que está la cosa! Bueno, no importa, me lo mandas pronto que yo te consigo la renovación. En diez días te vas al norte, me dijo. Aquí están los pasajes. El detalle del hotel también está allí. ¿Hablas inglés? me preguntó. Algo, le dije. Bueno, no es tan importante, después aprenderás, allá siempre hay alguien que habla español. Y de qué se trata, si se puede saber, y de cuánto hablamos. Eso es secundario, dijo prontamente. Secundario las que me cuelgan le dije. Secundario chucha, repitió cabreado, estás sin trabajo y no te conviene hacerte el fino. En el sobre está la información que necesitas, toma. Y sacó unos billetes que daban un total de tres mil dólares. Esto no es para que lo gastes sino para que, si la gente de inmigración pregunta mucho, vean que tienes dinero. Diles que vas a ver a unos primos, los datos están allí. También te abrí una tarjeta de crédito de dos mil dólares con el mismo fin y puse mi carro a tu nombre. Con eso no habrá problema. ¿Tienes terno para la cita con el Cónsul? Sí, le dije, por ahí tengo uno medio viejo. Para viejo suficiente contigo, con el dinero cómprate buena ropa para la entrevista. Cuando llegues a Estados Unidos me escribes un e-mail desde algún hotel. Te daré las instrucciones específicas una vez que tengas la visa. ¿Sabes lo que es un e-mail verdad? Sí, respondí. A ver, qué mismo es un e-mail, preguntó desconfiado. Es la puta que te parió, le dije, mientras le enseñaba mi tarjeta personal de investigador privado con mi dirección de correo electrónico. Vamos bien, dijo convencido. Luego te mando el permiso de salida y la fecha para la cita con el Cónsul. Pilas chucha. Una cosa más, esta noche nos vemos en el Montreal con la gallada, aparécete, te interesa.

La idea de un nuevo viaje a Estados Unidos me alegraba un poco, pues así el fantasma de mi ex desaparecería más fácilmente. Pero ella ya no estaba y la ciudad duerme/ sin razón te espero aquí/ es el fin, qué dolor siento, habrían dicho Los Iracundos. Casi por inercia llegué al Montreal. Para sorpresa mía, allí estaba gringo Donald.

Lo saludé, conversamos de varias cosas hasta que, luego de un breve silencio, Maier dijo frontalmente es mejor que lo sepas ahora. Dentro de pocos días aparecerá un largo reportaje sobre ti en el Crónica Roja. Ahí revelan la participación que tuviste en el rescate de Victoria Weinberger. Oficialmente, los dueños del periódico han dicho que es bueno tener un héroe popular. Pero por nuestras pesquisas sabemos que es obra de Carecamiónchocado, por odio personal o porque está recibiendo dinero de los narcos, o ambas cosas. Lo cierto es que ya le han puesto p recio a tu cabeza y que, para estimular la competencia, la oferta por asesinarte está abierta al sicariato internacional, el que primero te mata se lleva el dinero. Con las fotos que publicará el Crónica Roja sabrán cómo eres físicamente y te podrán identificar sin problemas. Nuestras fuentes han confirmado que esta es una nueva modalidad del crimen organizado para amedrentar a sus enemigos. Nosotros quedamos muy satisfechos con el trabajo que hiciste y hemos decidido ayudarte contratándote para operaciones de infiltración en Estados Unidos. Con esa pinta que tienes puedes pasar como ciudadano del Tercer Mundo, dijo Maier, tratando de ponerle una nota alegre a su fría información. Sólo Gutiérrez sabe de qué se trata, pues lo consideramos un buen aliado, como dicen aquí. Oficialmente, te vas a un curso de inglés intensivo y de asesoría de inmigración, todo pagado por mi gobierno, pues el fin es que trabajes con l a policía local y sirvas de puente entre las autoridades, el consulado y la gente de la base de Manta. Te irá bien, al menos mejor que aquí, dijo Maier dándome la mano. Te veo después de un año. Debo irme ahora, tengo que dar un concierto con mi grupo de jazz en la Luna Amelcochada, suerte en todo.

Me quedé solo, pensando en cómo las cosas pueden cambiar tan rápidamente. Bajaba el primer café y veo, como siempre, apareciéndose por el parque Centenario, al Conde de Montecristi y a Capulina Páez. ¿Te vas a la Yoni, cierto? Así parece, les contesté. Pero estaba claro que la idea no me gustaba. Vélo del lado positivo, dijo don Capu, aquí no tienes trabajo, la hembra se te fue hace fú y la cosa se pondrá peor. Sí, les dije, todo eso lo tengo claro. Pragmatismo salvaje ante todo, después de escuchar ese razonamiento sentí un pequeño alivio, pues de alguna manera me veía llevado de la mano por el destino. No hay problema, les dije, no habrá problema. Así se habla, respondieron mientras alzábamos el vaso brindando porque, según sus palabras, los peores momentos son también los mejores si logramos aprender de ellos. ¿Adónde festejamos al viajero? ¿Cabo Rojeño? No, el Cuchitril es todo. Y hacia allá nos fuimos.

Rumbo al Cuchitril pasamos por la salsoteca gay El desbarrancadero, a esas horas aún vacía, pues la población de la gayez la abarrotaba sólo pasada la medianoche, como tirando a vacilar el dato de la lechuza. Y también cruzamos por mi peluquería favorita, en Riobamba y Junín (amigo lector, es buena y barata), afuera de la cual había varias personas haciendo turno mientras leían alguna revista. Por fin el Cuchitril. Desde la esquina de Junín y Ximena, mirando hacia Urdaneta y los cerros de la ciudad, allí está el mesón. Como la dueña ya nos conocía, nos saludamos cordialmente y así fuimos entrando a esa parte oculta y amada del Guayaquil andino. Oculta y amada porque el que no lleva a un indio o un negro en el alma no es guayaquileño. Nos dieron la mesa del fondo. Junto a nosotros estaban unas bellas oficinistas que, luego del trabajo, habían ido a saborear los platos criollos.

Trajeron cuatro cervezas, pusieron una de Eduardo Brito y nos picaron con unas porciones de chifle. ¿Está viendo la telenovela brasileña? me preguntó la doña. Sí, le dije, pero me he perdido los últimos capítulos. Dígale a mi marido que se los cuente, vaya con confianza nomás, él está en el cuarto viéndola. Agarré mi cerveza y les dije ya vengo y me fui a ver la telenovela, para mí, el último capítulo. Cuando regresé, don Capu y el Conde habían bajado otras cervezas y estaban saboreando carnes en palito y tortillas de papa. Así, nos dedicamos a comer, beber y chismear de lo lindo.

En los días siguientes le envié mi pasaporte a Gutiérrez y en menos de una semana salió el mentado artículo en el Crónica, con lujo de detalles, remarcando que había trabajado para el servicio de seguridad del consulado de Estados Unidos. Carecamiónchocado había logrado foquearme. Estaba claro que era mejor tapiñarme para no ser objeto de caza de los sicarios y de los políticos locales, acusándome de ser agente de la CIA, pues les encantaba hablar esas pendejadas, como en sus viejos y amargos tiempos. Para mí, estaba claro que esas cuentas las saldaría a mi regreso y que a Carecamióchocado y a los otros gusanos del Crónica Roja les daría una pateadiza imposible de olvidar. A mi regreso dije, todo será a mi regreso.

Luego me llegó una citación para entrevistarme con el Cónsul. Si no me hubiera pasado no lo creería, porque hay cosas que parecen mentira pero son verdad, y ésta es una de ellas. Llegué a las 10 am, puntual. Mostré mi papel y me hicieron entrar y esperar. Luego me llamaron por el micrófono y desde el fondo de la oficina salió un gringo que se dirigió a mí con ese acento que sólo los gringos tienen cuando hablan español. Así que tú ser Cholo Cepeda. Yo querer conocerte porque yo leer artículo en Crónica Roja. Tú ser poco loco. Yo gustar historias de policía, pero Guayaquil ser ciudad muy mal, muy violencia. Pero tú ser detective, tú estar del lado de la ley y ser good guy, culminó con una sonrisa de oreja a oreja. Muchas gracias señor Cónsul.

Aquí está el título de propiedad de mi vehículo, mi tarjeta de crédito y mis ahorros que, como usted comprenderá, están más seguros en mi colchón que en las bóvedas de un banco. Ja-Ja, se rió el Cónsul. No hacer falta, tú ser poco loco, yo tener razón. Aquí estar tu visa, tener buen viaje and have fun over there, learn good English, English is a beautiful language, dijo mientras regresaba a su oficina al fondo del consulado. Al salir me dije que el puto loco era él. Mi viaje ya era definitivo, tenía lo que necesitaba, ya sin amores y con la extinguida era más fácil dejar el cálido terruño.

Antes del viaje le pedí al Conde que le tirara lente al departamento, no fuera que durante mi ausencia las ratas choretriles se llevaran lo poco que tenía. Una brisa de verano refrescaba la ciudad. ¿Cuándo volvería a Guayaquil? Me iba a llevar a cuestas esta ciudad en la que había nacido y respirado y en la que nacieron y murieron mis amores.