martes, 23 de septiembre de 2008

El sueño de la razón produce más sueño

Pesar de los pesares, el MRIC, la nave de los locos se fue a pique, la economía nacional a la mierda, Lucía desapareció y llegó el Fenómeno del Niño, el invierno tropical adueñándose de la Costa. Años de diaria lluvia torrencial, inundaciones y destrucción de la esperanza. El pez que fuma también se fue a la mierda: los policías, los comisarios de turno o cualquier cojudo de la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil aparecían pidiendo dinero "para la campaña del partido". El amor, la militancia, la rumba, todo se fue volviendo como una canción de Felipe Pirela y la orquesta que se retira de a poquito, dejando sonar de uno en uno los instrumentos hasta que pum se acabó.

Con el Conde, en esos permanentes arrastres de la tristeza o el odio, religiosamente, cada sábado por la mañana, íbamos a casa de Velasco Mackenzie. Ahí estaba él esperándonos con sus libros, caminando lento con nosotros por la Avenida Quito hasta llegar a la esquina de Maracaibo, sentarnos, chismear y conversar de literatura y pedir las primeras cervezas, carne de cerdo y condimentos. El gordo Nieto se había ido y Velasco Mackenzie nos aguantaba la caña con paciencia de madre, hasta nos tomaba en serio. Nos hacía entrar a su casa y nos contaba lo que estaba escribiendo. ¿Cómo sería posible escribir algo mejor que De vuelta al paraíso? me preguntaba a mí mismo. De su casa íbamos directo a la tienda de doña Julita, a rematar con canciones de Julio Jaramillo, o llegábamos entusiasmados a la cima de la montaña y desde allí, sentados y en silencio, veíamos Guayaquil hacia el sur, mientras el sol caía sobre nuestras espaldas y sonaban canciones de John Denver, James Taylor, Jim Croce, América o Seals and Croft. ¿Para qué nos sirvieron esos años en la nave de los locos? ¿Por qué acudimos una y otra vez a esos bares y canciones?

Ahora que estoy escribiendo esto me doy cuenta que El pez que fuma ha quedado de alguna manera en todos los que allí escuchamos la canción que dice nació en el mismo solar que yo nací/ y canta como yo/ le canto la melodía de los suburbios que Santiago Cerón nos enseñaba mientras el Cuervo Zavala repite que fue una nota turra vender el Pez, sobre todo los discos, y, abriendo los brazos al cielo sentencia: toda una historia, toda una vida bróder y pide tres más y le dice a Rockolita que ponga un bolero Bobby Capó y que sigamos chupando.



Al principio era El Pez Que Fuma

Ok, vamos a refrescar cómo fue todo. Esto empieza más o menos así. Guayaquil, Barrio de Astillero, verano de 1980. Estábamos Kukuku, Pancho Ronquillo, Cafecito Arteaga y yo. Kukuku dijo voy a poner una barra de salsa, va a tener luz roja, un espejo inmenso detrás del mostrador para que los butinos se engrupan y empluten hasta las cachas, le voy a decir al negro Pescao que ponga música. El piso debe estar brillante, la melodía certera para el bacaneo y el aire acondicionado a full. ¿Y qué nombre le ponemos? Yo abro el pico y le digo ponle El pez que fuma, en homenaje a la película venezolana.

A las pocas semanas funcionaba El pez que fuma en las calles de Chimborazo y Colombia (esquina). La inauguración fue una chupiza a vaca mú. Kukuku había invitado a unos vecinos que pensaban que la barra sería un prostíbulo "a pocas cuadras de un colegio de señoritas", según la volante que repartieron. Era sábado y hacía un sol de hijue. Por esa época yo andaba con Lucía, el Conde de Montecristi ya era mi pana, así como Cucharón de Oro y el poeta greco-chipriota Urías Fuenzalida, exiliado de Pinochet (con esa delantera Ecuador sí podría clasificar al mundial).

Al negro Ulloa, al ronco Artieda y al manaba los veíamos sólo de repente, ergo, se perdieron la inauguración del local. Estaba la gente del barrio y la plana mayor del MRIC, el grupillo politiquero al cual el Conde llamaba La Nave De Los Locos, dada la inefabilidad de sus líderes, sobre todo del célebre Comandante Gargajito.

Yo caía por el pez a veces enjebado a veces solitario, con un yunta o la gente del barrio, cualquier noche de tragos era dedicada a los clásicos de la salsa, la Sonora Matancera y sus boleristas, un poco de Beny Moré y Celia Cruz cuando decía usteeeed abusooooó/ sacó provecho de mí/ abusooooó/ de mi cariño usted se burló/ se rió/ me dejó.


Una noche estábamos Rockolita y yo. Papaíto decía para ti/ yo canto madre querida/ para ti y Roberto Roena tocaba el himno de un amor imposible potente cual marejada fue su amor/ la playa de mi cariño la arrasó/ marejada felíz/ vuelve y pasa por mí/ aún yo digo que sí/ que todavía pienso en ti, mientras en un flash-back Ismael Miranda recordaba que para componer un son/ se necesita un motivo/ y un tema constructivo/ y también inspiración. Pero las mujeres llegaban al bar repentinamente y luego se iban a buscar otros mares de locura. Y muerte y resurrección ocurrían a un mismo tiempo. Desde la atalaya, que era la cabina de música, veíamos desfilar en la pista de baile a banqueros, escritores, albañiles, futbolistas. Desde la cabina de música, Rockolita y yo, celebrábamos nuestras derrotas amorosas, el desembarco de la nave de los locos, la pérdida del poco equilibrio que nos quedaba y la búsqueda de una razón para vivir. Desde allí todo se iba poco a poco iluminando a punta de cubalibres y cigarrillos. Y la magia del trópico dejaba de ser la cruel realidad para convertirse en una película que vemos casi distraídamente en un cine de segunda.

martes, 16 de septiembre de 2008

Crucero de medianoche (Buscando guayaba)

Los únicos años interesantes de la universidad fueron los primeros. A veces tenía que ir temprano, golpe de 6 a.m. Medio salía de casa y Kukuku ya andaba patrullando la Ciudadela en la furgoneta celeste. Dando vueltas y vueltas con algún galarifo que pillaba por ahí y que le acolitaba el dato. Siempre que lo topaba, doblando las esquinas o perdiéndose veloz por las calles solitarias, pensaba en los misteriosos meandros y laberínticos recorridos que hacía en la furgoneta.

¿Tú la manejaste alguna vez? Era full-equipo ¿Te acuerdas? me pregunta el cholo Cepeda. Claro que sí, le digo. Pero más que la celeste, la roja. 1980, quizá antes.

Una noche, el Conde y yo decidimos apoderarnos de ella. Por esa época la parqueaban a diez cuadras de la casa, con guardia privado y todo. Habíamos estado concentrados desde temprano, hacién-dole homenajes a Baco y a los primitivos dioses de la chicha jora. Después de terminar la sesión nos enrumbamos hacia el sur. Era tarde ya pero aún el espíritu estaba heroico. Entré a casa, robé sigilosamente las llaves y fuimos hasta el vehículo. El guardia quiso decir algo pero se quedó frío cuando me reconoció. O lo dejamos frío, mejor dicho, porque deúna nos trepamos. Salimos por la Avenida Domingo Comín, andando despacio y escuchando la música aniñada que ponían en el programa "El correo de las brujas". El Conde estaba hundido en el asiento en calidad de guiñapo. Parecía que el cielo se le hubiera derrumbado aunque lo único que pasaba era la ya usual soledad de esos años. No tenía novia y eso aumentaba lo que él repetidamente llamaba su "crisis existencial".

Pasamos por los barrios Cuba y del Astillero. Viramos por la Avenida Olmedo y tomamos largo por el Malecón. El silencio y quietud del río iluminado por la luna hacían más extraña la noche. Cuando nos acercábamos al Cerro Santa Ana, por Loja y Las Peñas, el Conde se emocionó y me dijo casi gritando: "Súbete al Cerro, súbete, súbete". ¡Calmaos, chucha! exclamé yo. Doblé tranquilamente a la izquierda y seguí largo hasta llegar al cementerio (La Estación de los Mudos, como la llamaba Zambo Pedro) y otra vez largo hacia el sur por Tulcán. Por esos lares la cosa fue cambiando. Había más carros y más locales abiertos. Un público inusitado se abanicaba en chévere. La música de las cantinas se escuchaba como por postas. De Kike Vega a Lucho Barrios, de Los embajadores criollos a Panchito Riset y cangrejitos y más cervezas para todos.

Los taxistas se insultaban y por ahí uno que otro me pegó a mi también su puteadita: "Dále más rápido, cachudo". Otros, confundiendo a mi co-piloto y aristocrático amigo con alguna nocturna damisela, repetían la frase "llévatela a Los Pinos” y versos por el estilo. A todo esto, a él no le importaba que de poeta lo confundieran con poetisa porque "arte es arte", según sus palabras. Vi que se estaba animando y como queriendo salir del letargo (recuperación guiñapil) y, cual cucaracha con la luz encendida, quiso arrebatarme el volante y manejar la furgoneta. ¡Alto ahí, chucha! ¡Calmaos he dicho! Le espeté en la caracha. Luego puso música salsa y a cada rato sacaba la cabeza por la ventana gritando soeces mensajes que, sólo por no rayar en el bajo nivel verbal-Pancho Jaimista, no reproduzco en estas líneas.

Presintiendo una alocada actuación y despelote me puse mosca por el Conderili, pero vi que todo era falsa alarma de borracho. "Vámonos al King, loco, que allá te conocen los morenos". Y claro que me conocían, pero por Kukuku: "Ese es el hermano de Iván", “ve, ahí viene el hermano de Don Iván", "mira, ese que viene ahí, el de la cabezota, ése es el hermano de Iván". Iván para arriba y para abajo. Esa era mi carta de presentación. Y llegamos, luego de recorrer Lizardo García y virar por Cristóbal Colón (¿qué diría el Almirante si viera que su nombre cruza el barrio de los prietos y que ellos, en justa reciprocidad, se mean y se cagan en su nombre?).
Una cuadrita más y zás: El King y su música, rumba y guaguancó a todo trapo. Ceiba y Siguaraya, como diría Celia Cruz. Ahí estaba la mejor rockola de la ciudad. La música mortal de Johnny Pacheco y Casanova y su tumbao añejo/chévere que chévere, decían en “El agua del clavelito”. Y también estaba el pregón de esos días que decía tumba la caña machetero/ya viene el carretero a recogerla enseguida... Pero no me acuerdo quién la canta cholo. Oye, dice Pico de pollo Cepeda, eso no importa, sigue chupando. Hecho, digo yo: entonces, querido lector, si se acuerda del cantante, por favor, escribir a la casilla 3491: Editorial Cucharón de Oro, Guayaquil-Ecuador. ¿Estás contento ahora? le pregunto. Sí, me dice, ahora sigue escribiendo que quiero ver en que termina esta crónica. Sigo, servicial y dócil, firmemente convencido de que nunca podría escribir un libro serio.

Sancho Panza Cepeda achica el agua del bote y abre otra botella de chicha jora que combina con todo: gripe, cachos, tusería, machismo, chires, caspa, gordura, flacura, cortedad craneal, matrimonio y etc. de los etc.

Llegamos al King y la nota estaba en su punto. Afuera del salón las morenas jebas atizaban el carbón para preparar más bollos, arroz con menestra/carne asada y patacones, seco de chivo, gallina o guanta, cazuela y encocado de pescado o camarón. Un festín del hijue. Y, para completar, botellitas camineras de aguardiente manabita Frontera, en fila india. El Conde, con pretexto de baile, empezaba un extraño delirio, mezcla de hambre, sueño, existencialismo del trópico y las más raras manifestaciones de lujuria gestual. Me parqueo y oh, sorpresa, veo la furgoneta celeste de Kukuku a un lado de la calle. Me bajo, miro hacia arriba y ahí está el mismito gordo, en pantalón corto y chancletas, sin camisa y con la cadena de oro colgándole hasta donde terminaba el pecho y empezaba el barril. Habla loco, me dijo serio desde el entrepiso. Le hice un saludo en corto y cohete me metí en el salón.

El Conde, que aún estaba afuera, inmutable, seguía terminándose un corviche que había hecho preparar. Nos sentamos luego en los banquitos de madera y pedimos un par de bielas. A los dos minutos (no es paro) apareció la dueña vistiendo un largo traje blanco de algodón, arandeles, doblones y detalles bordados. Llevaba también un sombrero de paja toquilla con cinta celeste. Estaba hermosisíma. Sonriendo se acercó a nosotros y me dijo: Hola cuñado ¿Cómo estás?

Yo iba a saludarla cuando el Conde se tiró hacia ella y, cual ninja turriflai, le tomó tiernamente su mano y la besó. Acto seguido buscó afanoso el cuello de la bella dama y trató de besarla y hacerle canchis canchis en público, haciéndome quedar mal. Las peores muestras de descompostura y lascivia que recuerdo en el Conde ocurrieron esa noche. La dama, media enojada conmigo, lo esperjeó a un lado y me dijo: "cuide a su amigo" y se marchó. Ahí me le cabreé de verdad y le dije: ¡Calmaos chucha! Lo cual surtió parcial efecto, porque el susodicho optó por quedarse tranquilo y quedito durante una buena parte del tiempo que estuvimos allí (arrechera de corvichín pasmándose). Luego ella se puso a bailar. Daba acompasadas vueltas tomando la parte baja de su vestido con las manos. Extendiéndolo a lo ancho y sonriendo con toda la alegría de su movimiento, chévere que chévere. Viendo con el rabillo del ojo pillé al Conde secándose un hilito de baba con el pañuelo (porque los poetas de verdad siempre llevan pañuelo, el mismo que, como bien sabe el lector, es el último vestigio de la caballerosidad). Ella seguía su baile y otras mujeres del salón también se tiraron al ruedo. En medio del danzón, como surgiendo por las mesas, apareció el negro Jimmy.

Jimmy era un negro inválido que usaba muletas y tenía unos brazos que, para compensar la deficiencia, parecían piernas de futbolista. Traía el cencerro, el bongó de cuero de vaca y las maracas. Ahora sí vamos a hacer bulla, me dijo, acotando que Kukuku seguía allá arriba y que lo había mandado para que nos cuidara y que, por lo tanto, él de ahí no se movía hasta que nos fuéramos. Y así empezó el traqueteo y la bullanga que Jimmy matizaba con pepos de aguardiente de caña. ¿Tú no bebes, campeón? me preguntaba a cada quiño que le pegaba a la botella y toca el bongó y dale a la campana y así hasta que el Conde se encandelilla con las maracas y cambia a los palillos y dale que dale a la mesa mientras yo siento un cutín cutín sonido de una botella y el Gran Combo cantaba Ampárame y toda la gente cuchá cuchá y el baile era una sola atmósfera de luces rojas y verdes y un prieto gritaba África África África y luego sonaba algo distinto, relajante y engrupidor y yo pensaba en una mujer que tardaría años en aparecer, una mujer a la que también le diría sin tu cariño no existen rosas ni primaveras y Pappo Lucca en el piano. Esa era la salsa, recuerdo a mi noviecita/mi amor a los quince años/yo tratando de besarla/ y me decía si me vuelves a tocar te araño/que bonito es el amor/porque acaba con la pena/cosa rica/cosa buena, decía el panameño Rubén Blades cuando soneaba con la Fania.

El King, era el lugar en el cual el fin del mundo, el vértigo de la noche y el conocimiento de la pobreza eran lo único que quedaba. Era nuestra guarida, nuestra casa protectora y el lugar de meditación. Pensaba en esto cuando en la siguiente pieza aparece otra vez el tacatá/tacatá/tacatá. Mientras tanto, el Conde, recuperado totalmente de su borrachera y transformado en jubiloso bailarín (Fred Astaire en el barrio de los negritos) se tira a la pista, se desbarata cual marioneta, se desgaja, se va al suelo y hace con la boca sha/sha/sha, como si fuera un pato, meneando la cabeza de un lado a otro, como perico ligero haciendo el paso egipcio. Me pongo a buscar Guayaba, guayabita sabanera, el Lindo yambú de Santiago Cerón, el Vendedor de agua, El Panquelero... Hey, campeón, oye, oye, no bebas tanto que después no puedes manejar, oigo la voz de Jimmy que me habla desde el otro lado. Le digo que ando buscando guayaba y él se ríe y me dice hazte trapo nomás que yo te acolito y zas, yo también me pego un trago de Frontera y poco a poco me voy haciendo la idea de que esos son en parte los verdaderos laberintos de Kukuku, los meandros a los que había entrado y que quedarían para siempre en la memoria.

El almanaque contemplo con tristeza

Guayaquil 1978. El gordo Nieto un día tomó el avión y se fue a México. Con el Conde de Montecristi y el negro Ulloa fuimos a despedirlo al aeropuerto. Nos dijimos adiós con un abrazo y subimos a la terraza a ver cómo el avión despegaba y se hacía chiquito en el azul del cielo. Imaginábamos que el gordo ya habría abierto la primera cerveza o sentiría la grave tristeza de dejar el terreno que uno quiere, el lugar en donde nacemos y crecemos. Teniendo trabajo y amigos viajar al extranjero, ¿para qué? Todo lo que quise yo/ tuve que dejarlo lejos. Nieto estaría como el personaje de Velasco Mackenzie, la chica que viaja al norte protegida sólo con una chaquetita y sus sueños de emigrante. En los sueños de esa chica iban también los sueños de todas las muchachas de Ecuador, y en el viaje del gordo nos íbamos también nosotros.

Cuando el avión desapareció en el cielo empezamos a sentir un extraño vacío. Con ese mismo vacío, interior y desconocido, tomamos un bus de regreso al centro de la ciudad, pero nos bajamos a medio camino, en el Coliseo Cerrado, que estaba atestado de colegialas. Con el Conde y el negro tratamos de perdernos en la multitud, pero en nuestra incómoda desazón sentíamos el peso del hermano mayor que se había muerto. ¿Cuándo volvería? ¿Qué mierda haríamos ahora sin él? ¿En qué quedaría el grupo Sicoseo? ¿Quién nos prestaría sus libros, nos llevaría al Drill Dominó y nos haría escuchar los últimos discos de la Fania? El gordo se había ido, la suerte estaba echada. Luego pasarían algunas cosas, más de las que hubiéramos deseado. ¿Qué pasó después?

martes, 9 de septiembre de 2008

Cuenca en el corazón

A pesar de que mi viejo era un obrero de imprenta y mi vieja una ama de casa, con los sucres que mis hermanos comenzaron a traer a casa se hizo posible que nos fuéramos algunas veces de vacaciones, al menos los menores de la familia, durante los duros y calurosos meses de lluvia. En esos viajes, sin quererlo, fuimos en pos de la otra parte de lo que todos los ecuatorianos también somos. Así, huíamos a las alturas andinas, a Alausí o Cuenca, la adorable ciudad colonial.

El segundo y último viaje lo hicimos por Semeria, que era la única cooperativa de buses que aseguraba un viaje decente. Mi padre y mis hermanos mayores se quedaron en casa mientras Elsa, Iván y yo terminábamos de crecer. Vivimos a un lado del actual Hospital del Seguro. Hasta allí llegaba la ciudad. Al frente de la casa alquilaban y arreglaban autos. El hijo del dueño se llamaba Ricardo y era amigo de mi hermano. Arriba de mi casa vivía la niña más hermosa del mundo, blanca y rubia, de chispeantes ojos azules, como salida de una escena de The sound of Music.

Yo era un niño aún y vagaba de mi casa a la iglesia de San Blas, a correr por el parque y a comprar los exquisitos y olorosos panes que cada tarde ponían en unos fuertes canastos. Y a veces me aventuraba hasta el centro y llegaba al viejo edificio de la Oficina de Correos. En dirección opuesta a mi casa había filas de grandes eucaliptos, un riachuelo, un cementerio que a veces aparece en mis sueños y piedras redondas por doquier. Pasaban los días y el frío era combatido por la leche caliente que nos brindaba mi madre. Recuerdo las habitaciones de la casa, el piso de madera brillante y austera, el callado patio interior, una canción de Rafael que no dejaba de sonar en la radio y el éxito del Deportivo Cuenca. En esos meses me vi también con Monín, uno de los patriotas del sur, porque su familia era de Cuenca.

Monín murió como mueren los valientes del mundo: trabajando de inmigrante, en una construcción en Nueva York. Pero murió también de la manera más triste y brutal: recogiendo una herramienta sólo para caer desde los andamios de un piso alto.
Y luego pasaron los meses y fue hora del regreso. Empezaba el nuevo año lectivo.

Quizá por ese cambio, cuando dejé Cuenca, ya no era el mismo muchacho de antes, pues pronto dejaría la escuela para entrar al Eloy Alfaro. Así, el niño que aún era empezaba a despedirse de su infancia. Del regreso a Guayaquil recuerdo que tomamos un inmenso bus. Mi padre, mi madre y mi hermana iban sentados a mi lado, mientras me volteaba una vez más para ver cómo Cuenca desaparecía entre las montañas. Ahora sé que eso era en realidad voltear los ojos para ver algo hermoso de mi infancia.

Pasaron los años y sólo luego de terminar el colegio pude regresar a Cuenca, pero esta vez sin mi familia. Estaba ya en la universidad y me había dado cuenta de que necesitaba pisar sus calles, advirtiendo quizá que sería el inicio de un rito permanente. Los grandes camiones de Semeria eran ahora veloces furgonetas que comían las curvas de los Andes. Luego de dejar la Costa y empezar el ascenso de las montañas, luego de las maniobras en el camino y de la eterna neblina, por fin vi su río, más pequeño y correntoso que el Guayas, recibiéndome en cada recodo, el brillo de su agua violenta bajando al litoral.

Cuando llegué a Cuenca me ubiqué en el centro de la ciudad hasta encontrar mi amada iglesia de San Blas. Caminé nuevamente por el parque tratando de recordar cada rincón y verme en los niños que ahora andaban en bicicleta. Busqué inútilmente la panadería, los canastos surtidos de panes. Iba con un nudo en la garganta. Caminé más y encontré la que fue mi casa, ya cambiada, y la ciudad extendiéndose sobre los desaparecidos eucaliptos. Busqué a Ricardo en su casa y, al abrir la puerta y preguntar por él, la empleada me dijo que había muerto hacía seis meses, y que su familia vivía en el extranjero. Sorprendido y triste me despedí. Volví al parque y me senté a llorar por todo: el tiempo, la niña que ya no estaba y la muerte de Ricardo. Lloré en silencio sin importarme la gente.

El regreso a Guayaquil fue también mágico. De alguna manera la ciudad de mi infancia volvía conmigo al trópico, mientras la furgoneta bajaba veloz la carretera. Desde ese momento siempre fui y volví de Cuenca, pero de manera callada, sin ceremonias colectivas. Así lo decidí a fines de los 80, cuando en un encuentro de talleres del Banco Central se empecinaron en agotar a la audiencia con los mismos discursos “anti-imperialistas” de siempre. Cansado ya de esos simplismos, abandoné el congresillo para no volver a él nunca más. Salí, caminé en dirección al río y entré a una tienda pequeña, oscura y polvosa. Y nuevamente encontré la vida: tres viejos conversaban amigable y caballerosamente mientras bajaban una botella de shumir. Me senté a su lado, los saludé y me saludaron. Les rogué que aceptaran una botella en mi nombre y conversamos de Dios, del gobierno y de los hombres, del campeonato de fútbol y de los problemas laborales, haciéndose bromas mientras yo los escuchaba. En ese encuentro pude reconciliar mi infancia, mis frustraciones de esos años y lo que quería sentir con fuerza inusitada: ser nuevamente el muchacho del sur de la ciudad que regresaba a casa.

Desde ese entonces volver a Cuenca es inevitable. Allí el tiempo me interroga y soy felíz caminando por sus pequeñas y empedradas calles mientras respiro el aire frío de los Andes y el cielo azul se abre repentinamente con el sol después del granizo impredecible.

jueves, 4 de septiembre de 2008

De la bronca en el colegio y el inicio del amor

En 1976, Jorge Martillo y yo fuimos compañeros de aula por primera vez, (5to Curso Sociales, Colegio Nacional Eloy Alfaro). El año anterior habíamos sido enconados rivales, pues ambos pertenecíamos a dos secciones diferentes. Recuerdo que durante los primeros días tácitamente dividimos la clase en dos zonas: a la izquierda los de 4to A, a la derecha los de 4to B. En cada problema que había un grupo le echaba la culpa al otro, en cada triunfo, un grupo se enorgullecía arrogantemente frente al otro. Así, durante las semanas iniciales vivimos en el franco y obtuso pasado de un 4to año que ya no existía. La convivencia no era grata, pues el odio, la envidia y las disputas iban creciendo y llegaban a fuertes insultos y peleas. Era una manera muy rústica y frecuente de “hacerse hombre”. Nosotros, poseídos del deseo de no aceptar nuestros errores, mezquinos y “centralizados” cada uno en los caprichos, no veíamos más allá del triunfo pasajero.

José Hidrovo Peñaherrera, nuestro querido profesor de Geografía (manabita, hermano del poeta) era el dirigente de curso. Él, junto a los demás miembros del cuerpo docente, sabían cuál era la solución. Un día nos impuso un campeonato interno de índor fútbol: la condición básica era formar equipos que estuvieran constituídos obligatoria y equitativamente (50% y 50%) por miembros de cada bando. Cuando llegó el sábado realizamos el campeonato. Nuestro equipo se llamaba Locura y lo formábamos Jorge Martillo, el loco Mora, el negro Hurtado, el negro Bermeo, el Chugo Marshall, el loco Cocky Saona, el loco Vivar y yo. Cuando escuchamos el pitazo inicial teníamos un sólo objetivo: ganar. Con el paso de los minutos, aprendimos a conocernos mejor, a cubrirnos las espaldas, a confiar en la capacidad de los otros. Aprendimos cuáles eran los puntos fuertes y débiles de cada uno. Al final, quedamos en primer lugar. Por la noche, celebramos todos con una sonora fiesta en mi casa.

Antes de la fiesta no existía ya ni el más leve recuerdo de las divisiones y enfrentamientos previos. Habíamos dado un salto inmenso: teníamos una actitud nueva, real, solidaria y equitativa.

Celebramos las canciones de la Motown, la música disco y las cumbias de Nelson y Sus Estrellas. Las chicas invitadas dieron la magia que necesitábamos, mientras las luces negras y rojas nos convertían en diestros bailadores. Terminada la fiesta, formamos un círculo que convirtió la cerveza en la chicha de la hermandad. Durante ese año varias veces repetimos el rito, pero esa noche había algo más fuerte que nos unía, un brillo de felicidad y tranquilidad en los ojos de todos. Sentíamos que estábamos creciendo, practicando el respeto al prójimo, que es el centro de la vida.
La verdad es, por lo general, sencilla y transparente. Sin embargo, reconocerla y aceptarla no es fácil, porque nos cuestiona, nos llama al cambio y a entrar en un silencio personal, en un diálogo y autocrítica con nosotros mismos. Nuestra verdad es el reto a compartir equitativamente. El Ecuador de hoy no ha encontrado aún su profesor Hidrovo ni su cuerpo docente que, con la sabiduría de los viejos y la experiencia que da el tiempo, nos ayuden a salir del odio mutuo, eso que llamamos regionalismo y centralismo. En 1976, nuestros profesores tuvieron la voluntad, la inteligencia y el tino para ayudarnos a salir poco a poco de la escabrosa adolescencia. Sin pasar horas y horas hablando en exceso, nos ayudaron a cruzar ese camino infernal, confuso y oscuro. Así, empezamos a dejar de ser ignorantes y a perder el temor al cambio.

Siempre hubo y habrá aquellos que boicoteen el encuentro de dos hermanos que desconfían de sí mismos (aunque se saben complementarios) porque perderán su influencia y sus privilegios, pero para la gran mayoría de nosotros fue la entrada a la vida real, al presente y futuro de nuestro tiempo.

Ese año empezaron mis febriles lecciones de inglés en el CEN. Mi viejo tenía un poco más de dinero y mis hermanos ayudaban con la economía casera. Ese año también escuché por primera vez música jazz a manos de las orquestas militares gringas, armamos un buen equipo de volleyball e íbamos a entrenar, cada viernes, como premio a nuestro esfuerzo semanal, a los colegios de las aniñadas porque teníamos el mismo entrenador, el gran Sebastián Alvarado, Don Sebas. En 1976 escribí mis primeros poemas de amor a un amor que ya nunca volvería, vi con delirio las películas francesas La Femme in bleu y Max et les ferrailleurs, solito, en el patio de la Alianza Francesa, hicimos una marcha contra la dictadura militar y contra el centralismo, organizamos una fiesta de curso cada mes, en mi casa, con una florescente medio quemada que yo había pintado de negro y le decía a todo el mundo que me la habían enviado de la Yoni, leí por primera vez Rayuela y otros clásicos de la literatura latinoamericana, me reunía los viernes por la noche con el cholo Cepeda a bajar una botella de licor superfino Cristal al calor de las canciones de Los Panchos, y me di cuenta de que el tiempo estaba pasando, que todos estábamos cambiando poco a poco y que el año siguiente sería el último de un ciclo que empezaba a vislumbrar sin los tormentos familiares que todos sentimos en los años previos. Y sentí también, por primera vez, la soledad y la tristeza del corazón enamorado.

Monín agarraba su vieja y grande radio, que más parecía caja de betunero, se trepaba semidesnudo al techo de su casa y, a vista de todos nosotros en la calle, subía el volumen y nos obligaba a escuchar cumbias y vallenatos o destempladas melodías de amor que iba a tararear una y otra vez. Estaba tan enamorado. Desde la esquina lo mirábamos esperando su próximo movimiento. Pero él, nada. Seguía con los ojos en el cielo, tirado sobre el techo, con la música en alto. En esos días, en los que el amor y el desamor cayó sobre nosotros, el cholo Cepeda se quedaba en una esquina, solito, bien borracho, a la voz de “yo la quiero loco, yo la quiero” y John Núñez, el pulmón del equipo, diría en las fiestas “esta man no me va a ver la cara de cojudo, loco”. Ese año llegó el amor, sin duda. Nos quedaba mucho tiempo más para aclarar las cosas, pero el tiempo, esa palabra...

Noches de invierno en el trópico

Cuando terminaba el ciclo escolar empezaba la estación de la lluvia, el invierno del trópico, con sus mosquitos, inundaciones, grillos y humedad aplastante. El combate con la intranquila y extraña noche se iniciaba con el humo de palo santo que cubría los callejones y las casas como una olorosa y cálida niebla. Llegados todos los patriotas del sur a la esquina del Callejón E y la 7ma, decidíamos si apearnos hasta el futbolín de Don Franco, perseguir muchachas que en la noche saldrían a comprar a la tienda mientras nosotros, verdaderos forajidos, iríamos detrás de ellas a la carrera, a manosearlas vilmente como una desbocada piara, o iríamos a esperar que salieran otros a ofrecernos el mismo amor del otro lado de la línea, o veríamos a Trompo Loco, desde la parte baja de una atalaya imaginaria que resultaba la vereda cuando nos agachábamos en la calle.

Trompo Loco era un muchacho callado, de piel oscura y ojos grandes. Nadie sabía su nombre. Era casi hermético, a diferencia de su hermano que, de cuando en cuando, se paraba a reirse con nosotros. El cholo Cepeda había traído la novedad pero no podía contársela a todo el mundo, so pena de armar un alboroto y perdernos la escena.

Callados, Manuelón, Ceviche, Careplato, el Cholo Cepeda y yo, nos íbamos casi a escondidas, al descuido de los demás, a ver a Trompo Loco. Llegados a la esquina de su casa esperábamos pacientemente hasta ver cómo él, sin saberse observado, apagaba las luces y dejaba prendida sólo una lámpara en el piso. Abría los brazos como en crucifixión y daba vueltas y vueltas en el silencio de la noche mientras nosotros veíamos la sombra de sus brazos en el techo y las paredes, como si fuera un helicóptero atrapado en una casa. Maravillados, veíamos riéndonos y codeándonos para no hacer ruido, cómo Trompo Loco giraba y caía derrotado en ese vuelo imaginario y nocturno del cual nosotros también éramos partícipes. Otras noches, más calladas que de costumbre, cuando ya no salía nadie o se empezaba a hacer tarde, nos sentábamos en el balde de la camioneta de Don Absalón, el papá de Pinina.

La noche siempre callada era interrumpida por Pinina que, de la nada se ponía a cantar, imitando el twist de Rolando La Serie: “Mentirosa/ mentirosa/ si no vuelves conmigo/Di que alguna vez tú sufriste por mí/la mitad de lo que yo sufrí por ti”. Allí, sentados, casi en la oscuridad, nos reíamos de la gente que pasaba mientras les gritábamos apodos, hacíamos cháchara de cualquier cosa y decíamos que las candelillas eran mosquitos con linterna. De repente, nuevamente como de la nada, Pinina abría la boca y voz en cuello se lanzaba una de Ismael Rivera: “La otra noche/cuando pasé por tu casa/sabiendo que allí estabas/te negaste a contestar. Lo escuchábamos hasta que llegaba Don Absalón y nos dejaba quedarnos en el balde y partía rumbo al Guasmo que, por esos años, era sólo un terreno inmenso poblado por iguanas, bichos y culebras que salían del suelo cuarteado de tanto sol y lluvia.
Siempre me pareció extraño ese viaje, quizá porque no era un viaje de placer sino que iban a recoger al personal de fumigación. Así, dejábamos el territorio patrio e íbamos a otro barrio y luego hasta la Cartonera, ubicada kilómetros adentro del Guasmo. Si el infierno tenía varios caminos, ese por lo menos era uno de sus senderos, territorio de selva oscura, fango y humedad. Don Absalón recogía a dos empleados y ellos se bajaban en silencio, cargando pesados tanques de insecticidas, para salir horas después con lodo hasta las rodillas, terminada la jornada.

Por la noche hacíamos grandes grupos para jugar a la guerra. O encontrábamos, en terreno neutral, a gente de otro barrio y se armaba la pelea. O buscábamos el mismo amor. No sé si por miedo, inseguridad, rabia o rechazo a los días en que transcurríamos, lo cierto es que tampoco dejábamos pasar cualquier encuentro de bestialismo. Así, cualquier perra, gallina, vaca o burra llevaba las de perder.

Quizá nunca habría mencionado esto si no hubiera visto la gran y triste película Padre Padrone, de los hermanos Taviani. Quizá por esa película pude empezar a comprender la brutalidad de lo que yacía debajo de todos nosotros, los patriotas del sur. La violencia diaria era nuestra carta de presentación, nuestros amores negados sólo fueron posibles con amores con el hombre mayor que pasaba en un carro de lujo, un hombre que treinta años más tarde moriría asesinado a puñaladas por el odio de un amante enloquecido.

En la historia de los amores negados aparece La Caballo, una muchacha que trabajaba en una casa y por las noches salía de compras sólo para encontrarse con uno de nosotros y nos pegaba a la pared a darnos furiosos besos porque, de alguna manera, como nosotros, ella también vivía en la tristeza y la soledad de la adolescencia. El mismo amor también ocurría con el muchacho que quería besarnos y resistía el embate mientras caía la lluvia, como si el cielo mismo estuviera cayéndose a pedazos.

Son las 8 p.m., llega Mirada de Longo y nos dice que el sastre no le ha entregado el pantalón y que quiere que le demos una piedriza. Sin pensarlo dos veces nos armamos de las susodichas rústicas armas y dejamos el terreno patrio, nuestros callejones. Mirada de Longo entró firme a reclamar su pantalón mientras lo esperábamos en la esquina. Salió al rato con las manos vacías, diciéndonos que no había problema, que le darían el pantalón muy pronto, que ya estaba casi terminado. Pero los patriotas ya estaban armados y el ataque fue inevitable. Así, desde la esquina le dimos al techo del sastre una gloriosa piedriza mientras pegábamos la carrera porque la víctima, un veterano de metro y medio, machete en mano, iniciaba el contra-ataque, una cacería de patriotas, buscándonos por horas de horas por las calles y callejones.

Es noche nuevamente. La luna llena, grande y amarilla ha salido entre las nubes. El invierno pronto terminará. La luna grande y amarilla es cortada por las nubes como en una escena de Buñuel. La luna grande y amarilla está sobre el río Guayas que, pocos kilómetros más adelante, se abre al Pacífico. Una leve brisa llega del lejano estero. Estamos todos los patriotas sentados en los fierros, bancos y juegos infantiles del parque, callados, hipnotizados mirando la luna, como jaguares en descanso, como adivinando que esa luna ya es nuestra para siempre, así, inmensa y amarilla, como una preñada venus Huancavilca que dora las aguas del río que nos vio crecer.

Es de noche nuevamente y yo estoy nuevamente con los patriotas del sur.