martes, 26 de febrero de 2008

El secuestro de la periodista del New York Times

Cuando llegué a la Cofradía del Bolero encontré a Gutiérrez acompañado de Donald Maier, un gringo medio hippie que había visto tocando jazz en la Luna Amelcochada. Saludé con ambos y prontamente el primero se despidió dejando en claro que, desde ese momento, la cosa estaba totalmente en mis manos, y que mientras él menos supiera en qué me metía, mejor. El hippie no había resultado tal. Estaba a cargo de la seguridad del consulado de Estados Unidos, hablaba buen español, sonaba muy coherente y tenía un trabajo para mí. Era una misión riesgosa pero, de dar el resultado, podía ser la antesala de una contratación a largo plazo, según sus palabras.

¿Recuerdas lo que ocurrió con las estudiantes que llegaron de Nuevo México? me preguntó Maier. Sí, le dije, estuve enterado de todo y uno de mis contactos me contó que nunca lograron comprobar la culpabilidad de los policías implicados en el crimen, pues todos tenían buenas coartadas. Frustradas por el estancamiento de las averiguaciones, las familias de las víctimas pusieron una demanda en los tribunales internacionales contra los gobiernos de Estados Unidos y Ecuador, por negligencia y encubrimiento. A veces, me dijo Maier, me gustaría quedarme solo con los asesinos. En menos de cinco minutos los hago cantar. Claramente, Maier había tocado el fondo de su paciencia y hablaba desde la impotencia que provoca la impunidad.

Tenemos informes confiables de que los mismos policías están alistando otro golpe, continuó Maier, esta vez en confabulación con terroristas colombianos. Han planeado secuestrar a una periodista del New York Times que está cubriendo el tema de la narco-guerrilla. Ella está por llegar. Le estamos haciendo un seguimiento detallado de su trabajo. No nos gusta lo que dice ni lo que hace, pero ese no es el problema, pues siendo estadounidense y trabajando para dicho periódico es mejor que nos evitemos otro escándalo. Además, es parte del juego democrático respetar la opinión contraria. La periodista tiene un contacto entre los narcos, el mismo que se ha comprometido a darle el acceso que busca para una entrevista con uno de los jefes. El argumento de los narco-guerrilleros es que todo es culpa de Estados Unidos porque el consumo está allá y no en los campesinos que la cultivan. La periodista no lo sabe pero tenemos informes de que van a tratar de secuestrarla, pues el contacto que tiene es, en realidad, uno de los involucrados en el crimen de las estudiantes.

De aceptarlo, tu trabajo es asegurarte de que ella salga intacta de todo esto y descubrir cuál es la coartada que los policías implicados van a utilizar esta vez, así nos les adelantamos en la jugada. Luego los apresamos y extraditamos a Estados Unidos, pues está claro que en países como éste los pecadores nunca pagan. Además, estamos seguros de que ellos saben quiénes más trabajan para la narco-guerrilla.

Maier hizo una pausa y añadió: a los terroristas no les importa si causan desastres en Ecuador, Venezuela o Colombia, sólo les interesa enriquecerse destruyendo vidas de gente inocente, víctimas sociales o débiles de carácter. Guerrilleros o paramilitares da lo mismo, son criminales financiados por los narcotraficantes a través de organizaciones sociales fantasmas, donaciones o fundaciones. Lo sabemos a ciencia cierta y los tenemos en la mira, acotó saliéndose un tanto del tema central. ¿Aceptas el trabajo?

Yo lo había estado escuchando atentamente mientras calculaba la parte logística de la operación, así como el pago de una buena cantidad de dólares que, esperaba, me permitirían salir de mi precaria situación. Que sí me interesaba, le dije, y le pedí más detalles. La misión era de mucho riesgo pero la paga era buena. Antes de despedirme me enseñó un aparato electrónico pequeño. Esto es un GPS me dijo, lo vas a necesitar. ¿Cómo los que usan para rastrear a gente perdida? Exactamente, replicó. Sólo tienes que prenderlo y nosotros inmediatamente sabremos en dónde te encuentras.

En los próximos días te llegarán unas fotos y más datos sobre la periodista, también una cantidad de dinero para gastos extras. El pago se hace sólo al terminar la operación, es por seguridad. Tú te presentarás como asociado de la Municipalidad de Guayaquil y delegado del Círculo de Periodistas. El resto del plan es asunto tuyo, nosotros ni te conocemos y, si acaso hay alguna complicación de última hora, públicamente negaremos tener conocimiento de tu persona. Ok, le dije. Nos despedimos sin mayores contratiempos.

Días después recibí las fotos y los datos personales de la periodista. En mi plan estaba presentarle a alguna gente de profesión, pues se sentiría más cómoda rodeada de colegas. Cuando se está en esas, mientras más gente lo rodea a uno mejor. Mis fuentes en la policía, por unos nada despreciables dolarillos, me habían adelantado la posible fecha del secuestro y la manera en que lo harían.

Cuando llegó el avión pude ubicarla sin problemas. Tendría treinta y pico de años, era de mediana estatura, pelo y ojos negros y se la veía fuerte de carácter. Luego de los trámites de llegada y obtener el sello de inmigración me acerqué a ella y me presenté. Mucho gusto, me dijo en buen español y con una amplia y bella sonrisa, me llamo Victoria Weinberger. Encantado, respondí, dándole la mano mientras me aseguraba de que nadie nos estuviera siguiendo.

Con los días la llevé al Crónica Roja y le presenté a Miriam Matilde y al Conde de Montrecristi, el cronista del submundo guayaquileño, aprovechando que Carecamiónchocado, su jefe, no estaba por los alrededores. Allí todos se interesaron en saber más de ella. Al fin y al cabo, no se recibía a alguien del New York Times todos los días por esos lares. Victoria Weinberger me contó de sus viajes y antiguas experiencias en Centroamérica. Se había enamorado de Nicaragua, país que conocía al dedillo, así como a algunos de sus líderes políticos, incluyendo al temido Comandante Oscar Flores, alias “Oscarini”, terror de las huestes somocistas y sandinistas, de la Contra y la Recontra, y serio aspirante a la presidencia del diminuto y golpeado país de Rubén Darío. Tenía también un amplio conocimiento sobre las pandillas internacionales que operaban en Guatemala y Honduras, aunque menos de las redes de inmigración ilegal al país del norte, coordinadas desde El Salvador.

Me dijo con orgullo que era descendiente de sefarditas y que su familia había salido de España con destino a Polonia muchos siglos atrás, pero que tenían toda la documentación detallada para probarlo. Me informó además de la manera en que sus abuelos habían logrado escapar del holocausto nazi y llegado a las costas de Nueva York hacia fines de la segunda guerra mundial. Orgullosa de su pasado ibérico y judío, continuó describiéndome la sinagoga de Toledo y las buenas relaciones que alguna vez tuvieron con los árabes. Me dijo que tenía tanto derecho a considerarse española como cualquier ecuatoriano, detalle que me alegró, pues sabía que, a no ser por la reticencia de algunos imbéciles de la Madre Patria y la mentalidad pueblerina de otros, reclamarle la doble nacionalidad a España era lo mínimo que se podía hace r después de que ésta se enriqueció gracias al saqueo que hicieron del Nuevo Mundo.

Durante varios días la Weinberger se dedicó a dar charlas y conferencias en diversos lugares, todo lo cual había sido posible gracias a mi labor propagandística. Mis fuentes me informaron que ya había sido contactada por los secuestradores, me dieron la fecha y hora del secuestro y también me dijeron cómo pensaban hacerlo: ella debía llegar a una dirección pero sería interceptada y desviada de la ruta original. Sin embargo, había algo raro en los informantes, pues el exceso de detalles sugería que, posiblemente, habría un cambio radical a última hora. Victoria Weinberger, siguiendo con naturalidad la ingenuidad de las gringas que se las dan de independientes en tierra ajena, confíaba en que su nacionalidad sería suficiente para amedrentar a cualquiera. Yo sabía que era lo contrario.

Cuando salió al encuentro del supuesto guerrillero colombiano la seguí e inmediatamente corroboré que los planes no coincidían con mis fuentes. Valieron varenga y se me llevaron el billete, estaba claro, pero no era hora de entrar en distracciones. Había que concentrarse en lo que estaba por suceder. La Weinberger tomó un taxi que la estaba esperando y se bajó luego de varias cuadras sólo para tomar otro y repetir el amague dos veces más. Esto, que era obviamente parte del plan para despistarme, en realidad me estaba mareando y también cabreando. Yo la había seguido con dificultad en otro taxi que tuve que alquilar (a precio muy caro, debo añadir) el mismo que, para variar, no quiso continuar el trayecto. En el último cambio, ocurrido en la esquina de Aguirre y Tulcán, dos carros la interceptaron.

Rápidamente la subieron a un tercer vehículo que pasó veloz rumbo al sur mientras los otros se desaparecieron camino al norte. El que se llevaba a la Weinberger era un SUV Toyota negro con vidrios ahumados. Frente a dicha situación, y recordando que hay veces en que no queda más que lanzarse a la conquista de lo desconocido, me paré en media calle, saqué mi mágnum, detuve a un auto y le dije al chofer: te devolveré el carro en tres días, aquí mismo y a la misma hora, confía en mí y no te preocupes, ahora bájate chucha o te pego un tiro. El sorprendido chofer hizo nerviosamente lo que le exigí y presto me enfilé rumbo al sur detrás del Toyota.

Las calles, apoderadas plenamente por el quechuchismo de los conductores, se habían convertido en pistas de carrera. El Toyota tomó Los Ríos rumbo al sur. A la altura del Cangrejal de Ochipinte viró a la izquierda, hasta llegar a Machala y desplazarse raudo por la ancha avenida para tomar los pasos a desnivel de Antepara. Cruzábamos ya Francisco Segura y el Toyota devoraba camino. Fue sólo entonces que, esquivando una luz roja que amenazaba con hacerlos perder de vista, divisé a lo lejos que sacaban a Victoria Weiberger rápidamente del Toyota para subirla a otro SUV, un Ford blanco. El Ford arrancó violentamente hacia el Guasmo Central y el Toyota viró a la derecha y entró a Las Malvinas. Fue entonces que pensé que la plagiada no se encontraba en el Ford sino aún en el Toyota y que la mujer que había visto era una substituta. Además, deducción guayaca ante todo, Las Malvinas eran mejor santuario para una operación de ese tipo. Con la suerte echada y amarrándome los güevos del temor, decidí seguir el Toyota. Así, desde varias cuadras atrás, vi que se detuvieron a un lado de una bodega.

El sol caía meridianamente sobre mi cabeza. Paré y parqueé mi carro que, como se recordará, no era en realidad mío, a varias cuadras del Toyota. Observé claramente cómo la bajaban amordazada y la manera en que la secuestrada se resistía. La habían llevado tirada sobre el piso mientras le apuntaban a la cabeza. A pesar de que estábamos en una zona relativamente poblada, nadie se asomaba por las ventanas. Solamente un par de manes pasaron por allí con cara de este asunto no me incumbe. Yo, como sabía que no estaba para librar batalla desigual, opté por ponerme a resguardo en una tiendita sucia en la cual prendí el transmisor GPS, mientras me aseguraba que no se llevaran a la Weinberger a otro escondrijo y pedía una botella de agua mineral.

A los poquísimos minutos apareció un helicóptero del ejército sobrevolando la zona y, en franco plan de asalto, policías de la Brigada Anti-Secuestros o BASE, como les gusta llamarse, la misma que se había creado hacía poco con financiamiento y asesoría militar de Estados Unidos. Entre los que acordonaron el sitio estaba el agente Donald Maier quien, dicho sea de paso, se había afeitado y cortado el pelo. Ahora vestía camisa blanca, corbata, pantalón cafés y gafas negras. Su entrada en escena fue como de película, pues venía parado en la parte externa de una camioneta, dejando ver claramente el estuche de su pistola. Les dije dónde tenían a la Weinberger y enseguida se armó el coge-coge. Acordonaron el lugar y, megáfono en mano, les exigieron a los secuestradores que se rindieran.

Estos, lo primero que hicieron fue responder con varias ráfagas de metralla desde adentro, a la voz de vengan a sacarnos maricones. Siguiendo mi natural costumbre de protegerme ante el peligro, mi chola figura se lanzó deúna al suelo, ganándose de premio inmediato una revolcadera en el polvo de lo que llamaban calle pero que más tiraba a camino vecinal. A las ráfagas de los secuestradores sucedieron otras ráfagas de la policía, como diciendo aquí los que tienen los güevos más grandes somos nosotros.

Dentro de poco mi labor se volvería más importante de lo que hasta ahora había sido pues, y a pesar de la renuencia de Maier por aquello de que con los secuestradores Estados Unidos no negocia, decidieron enviar a un cojudo con una banderita blanca para establecer contacto con los delincuentes. El cojudo de la banderita era yo, obviamente, ya que era el único que no podía ser tomado como miembro de la BASE, pues no era serrano. Como los secuestradores exigían la presencia de un miembro de la Cruz Roja, me disfracé con una ropa que me autorizaba tal representación, llevando también un teléfono celular que facilitaría la comunicación entre los dos bandos. Así, prontamente llegué a la casucha. Lo primero era confirmar que Victoria Weinberger estuviera aún con vida.

Cuando entré me fijé que la habían puesto de escudo humano justo a la entrada, como para recibir las primeras balas. Los muy cobardes también le habían tapado la boca. Ella me reconoció inmediatamente y sólo abrió bien los ojos, como diciéndome qué carajo haces aquí. Los secuestradores se habían escondido detrás de unos barriles plásticos gigantes, de esos azules que, en digna mejor oportunidad de uso, son muy buenos para helar cerveza y colas. A lo que entro me caen dos, me lanzan al suelo y me revisan para asegurarse de que no estaba armado. El celular es para que se comuniquen con la policía, les dije. Me detallaron las condiciones de la entrega, los autos que querían, el lugar en el cual un helicóptero los recogería y la manera en que debían estar distribuídos los dólares del rescate. Me dijeron que sólo de esa manera tendríamos a la Weinberger con vida y que los de la brigada no se hicieran los bacanes porque a ellos morir tampoco les costaba nada. Y diles que no se demoren mucho o se la comenzamos a entregar de a pedazos, añadieron, mientras iba saliendo de la casucha. Toma, me dijo una voz cuando ya estaba afuera. Este no es de ella pero el próximo sí, dijeron, a la par que me lanzaban una pequeña caja. La abrí y encontré un dedo femenino con la uña pintada de rojo. La gaver, me dije mentalmente, esto puede terminar muy mal.

Regreso, les cuento a la gente de la BASE lo visto y oido y les entrego la caja con el dedo. Inmediatamente se pusieron a pelear entre ellos porque no estaban seguros de cuál de los planes debían seguir. Me di cuenta de que lo que menos les importaba era la vida de la periodista, pues cuando les informé de las ubicaciones exactas de los secuestradores y ella hicieron caso omiso. Maier no se opuso a sus planes. Para mí, estaba claro que la única manera de sacarla sana y salva era si yo mismo participaba en el asalto. Con este fin les mentí diciéndoles que los secuestradores exigían que fuera yo mismo quien les llevara el dinero y que eso no lo iban a negociar por celular ni nada. También les recordé que la opinión mundial y el gobierno del norte estaban pendientes de lo que ellos harían, después de todo, si una periodista internacional como Victoria Weinberger moría en el asalto, ni los políticos ni los policías mantendr ían sus puestos de trabajo. Así, planificaron el asalto, aunque yo me reservé el derecho de cambiar las cosas sobre la marcha. Me molestaba no saber si aún la tendrían de escudo o la habrían cambiado de lugar.

Las negociaciones seguían un lento y tortuoso camino, ir y venir, llamar aquí, conseguir permisos allá. Dicho en buen romance: una mierda. La noche había caído en Las Malvinas y, a varias cuadras del secuestro, las calles se habían transformado con las horas en feria de pueblo con palo encebado incluído. Los vecinos se amontonaban y ahora sí se asomaban en las ventanas y puertas de sus casas, los muchachos jugaban en la oscuridad al vale, la culebra, el pepo, las escondidas y hasta al Burrito de San Andrés. Los pandilleros de la zona habían decidido apertrecharse en sus esquinas, pensando quizá en que, al final, habría algún botín sobrante, digno de sus conciencias hieniles y retumbacas, de sus bajos deseos sirumeles. Había también vendedores de churrascos y hasta canelazos, bebida que hasta hacía poco sólo se encontraba en los pueblos andinos y no en la ciudad do manso lame el caudaloso Guayas. Al fondo de la cal le, en media vía pública, un cura seguido de decenas de feligreses, oficiaba una misa contra la violencia y en homenaje al Papa.

La poca luz que llegaba de las esquinas fue cortada por la policía. Me dieron un maletín con dinero pero no con la cantidad acordada. Es todo lo que pudimos reunir, me dijeron, de todos modos no van a tener tiempo para gastarla. Me puse un chaleco anti-balas y encima la camia de la Cruz Roja. Mi mágnum, les dije. Que no, contestaron, que eso podía poner en jaque (palabras textuales: “poner en jaque”) la operación. Se van a la puta que los parió, les grité, sin arma yo no entro. Ante tan inesperada y varonil expresión de mi parte tuvieron que acceder. Es hora de terminar de una vez por todas con esta charada (palabra también textual: “charada”) dijo Donald Maier.

Me acerqué nuevamente a la casa. Esta vez un paso en falso podía resultar funesto para la secuestrada y, obviamente, para este cholito servidor del bien común. Entré y, a pesar de la oscuridad, me di cuenta de que a la entrada habían puesto una lámina cóncava de acero. Aquí está el dinero, les dije, tirándoles la maleta abierta por el aire, sacando mi pistola y dándole un tiro en la barriga al que primero apareció. Esta avezada triple acción voladora culminaba con mi aparatosa caída sobre Victoria Weinberger, a quien, ya sin ninguna mediación caballeresca, la alcancé a tirar al piso halándola de los cabellos con silla y todo, para cubrirla con mi cuerpo. A la par que esto sucedía entraba en feroz jauría un número interminable de agentes de la BASE, los mismos que, sin aguantar paro, repartieron bala a diestra y siniestra, dejando una secuela de muerte y sangre en el piso. Una vez que se aseguraron de que lo s secuestradores estaban rumbo al más allá, la Weinberger y yo pudimos salir de la casa.

Afuera nos esperaban algunos periodistas del Crónica Roja, quienes se habían enterado de lo ocurrido a través de las transmisiones de radio de la policía, a la cual tenían acceso, y de las emisiones de la tv local afiliada a la CNN. Todos se alegraron de ver a su colega gringa intacta. Ella lloró un poco por lo fuerte de la experiencia pero se recuperó pronto. Empezó a hacer declaraciones a la prensa y hasta recibió una llamada por teléfono celular de su madre quien, desde Estados Unidos, había seguido la secuencia a través de la pantalla chica. Yo, como sé que en estos y otros casos el anonimato es preferible a la payasil fama televisada, opté por esconderme entre los vehículos mientras la gente aplaudía la operación y Maier y el capitán de la brigada se felicitaban junto a los demás policías. Victoria Weinberger se acercó y me dio un beso diciéndome gracias, eres mi héroe, has salvad o mi vida. De pronto apareció Miriam Matilde con cámara fotográfica en mano. Me pidieron que te tomara una foto, me dijo. No gracias, contesté, a lo mejor en otra ocasión. Cosa que no le gustó nada, pues se volteó inmediatamente y se fue sin decirme palabra. Pero qué grande y bella nalga tiene esta muchacha, me dije, arrepentido de haber rechazado su propuesta, sobre todo porque, de todos modos, uno de los perros de Carecamiónchocado ya me había tomado una foto al descuido. Dato que me costaría caro, como se verá posteriormente.

Durante los siguientes días la televisión no dejó de pasar secuencias del asalto. El capitán de la policía confirmó que los secuestradores, ninguno de los cuales quedó vivo, eran ex-elementos de su respetable institución y también los culpables de la muerte de las estudiantes universitarias de Nuevo México. Les veníamos siguiendo la pista desde hacía meses, concluyó. El consulado emitió un boletín felicitando a la policía y confirmando que el gobierno de los Estados Unidos seguiría ayudando al Ecuador en su lucha contra la corrupción y el narcotráfico y que, para demostrarlo, construirían próximamente una base militar en Manta. Yo, como lo prometí, al tercer día y a la misma hora, regresé a la esquina de Aguirre y Tulcán y le devolví el carro plagiado a su dueño quien, antes de partir, me dijo entre cabreado y resignado me enteré de todo por la televisión y preferí no denuncia rte, buen camello, pero la próxima vez cómprate un carro.

La última vez que vi a Victoria Weinberger fue poco antes de que partiera rumbo a Lima, ciudad en la cual habría de entrevistarse con uno de los sobrevivientes del asalto a la Embajada de Japón, a manos de Sendero Luminoso, otra de las lacras armadas que azotaban la tierra de los incas. Yo recibí el pago acordado con Maier y, sin que me dé pena confesarlo, pude pagar algunas cuentas atrasadas y poner el dinerito que sobró en mi colchón y en algunas partes del techo, pues ya no había banco confiable ni empleo estable en Ecuador. La crisis seguía su interminable torbellino de destrucción del bolsillo del pobre.

Eres cucarachita cucarachón

Después del lanzamiento Iturburu se quedó en Guayaquil. Contrario siempre a la corriente popular, el vate había renunciado a la estabilidad laboral magistérica yoni en pro de la renovación de las letras nacionales, según él. Dijo eso y eso era un decir, pues, a más de escribir el libro Crónicas del Barrio, centrado en episodios autobiográficos y las pecaminosas labores de las mujeres del Cartel de la 9 de Octubre, con el cual esperaba salir del anonimato escritoril, Iturburu andaba metiéndose poco a poco en un dato medio tranfuguero, como tirando a jefe mafioso. Al menos, así decían las malas lenguas, las mismas que, voraces por el desprestigio, regaron también la bola de que al vate le entraba agua por la canoa, que pateaba con las dos piernas. Otros añadían que nada de eso, que en realidad por las calles se lo veía portando pistola, cadena de oro, camisa desabotonada y acompañado de las féminas de dicha organización, a las cuales les grababa todos los recuerdos habidos y por haber que ellas le contaban. También decían las triperinas combatientes lenguas del achaque que se lo había visto acompañado un par de veces del Comandante Duro y figuraba como asesor de la recientemente inaugurada Fundación Macario Briones, dizque orientada a la rehabilitación de ex-presidiarios. Para colmo, se rumoraba insistentemente que estaba a las puertas de comprar la temible cantina Bruca Manigua, ubicada en el corazón de la isla Trinitaria. El vate, decían, no iba solo en sus andanzas, pues había hecho de sus sobrinos, los ya mentados la Roca y Germán, guardespaldas a tiempo completo. Para lo que le quedó ser tío, me decía a mis adentros.

Pero la cosa iba por otro lado. Así, al principio con sorpresa y luego con tristeza, supe que su cambio de vida había venido con excesos chuperiles. Los médicos les habían dado al vate y sus acólitos el ultimatum de paran o se van al hueco, de los cuales el más opcionado en escuchar la llamada de la calva fue Capulina Páez, seguido del Conde de Montecristi y la Condesa de los Reales Tamarindos, por inmisericordes con el trago. ¿Por qué la gente chupa tanto en Guayaquil? ¿Qué gusto se puede encontrar en saborear menjunjes de última calaña como Trópico Seco, Patito y Caña Manabita? Una respuesta certera y convincente a estas profundas interrogantes sólo podía salir de labios de la gran Guga Ayala, eterna magnate de las profecías, o de cualquier ama de casa, cansada de gritos o maltratos y la chirez a la cual el borrachín marido la habría condenado. La verdad estaba también en que, dada la falta de empleo y oportunidades, luego de consumir semejantes manjares alcohólicos, era fácil para los pobres bebedores creerse rama o foco y colgarse de cualquier árbol o viga para asegurarse una anticipada visita a la ciudad de los mudos.

Aumentaba el consumo de alcohol por un lado, mientras por otro, en toda esta maraña de sucesos en la cual los ecuatorianos emigraban por centenas de miles a España e Italia, Guayaquil florecía como ciudad turística. Reconstruían su centro y los barrios aniñados, se multiplicaban los pasos a desnivel y los malls. Los viejos mercados eran transformados en animados centros de sano disfrute, como el Mercado del Oeste, lugar favorito para comer mariscos de algunos guayaquileños, aún con guango en el bolsillo. Por esta explosión comercial, en pocos años construyeron Malecón 2000 y adecentaron el Estero Salado. A la ciudad llegaban visitantes de todo el mundo a disfrutar de una nueva y orgullosa ciudad. Pero mientras el Puerto Principal vencía las trabas del odio centralista y de sus propios temores, y salía adelante como un fuerte navío en medio mar, en sus mismas calles se seguían escribiendo las pequeñas y anónimas historias de la gente pobre, de los que no pudieron huir de la miseria y de los que bregaban día a día por llevar unos cuantos dólares a casa. Y detrás de ese nuevo Guayaquil estaba, más fuerte que nunca, la amenaza de que la corrupción se terminaría de llevar lo que quedaba de Ecuador, un país en el que los militares ejercían un poder absoluto y el capitalismo no traía beneficio sino que arrojaba sólo lo más negativo en forma de desfalco social y cretinismo gubernamental. Ecuador era un país en donde las huelgas de indios botaban a presidentes y la globalización arruinaba la agricultura, un país en el cual ya nadie hablaba con nadie y cada uno llevaba agua sólo a su molino. En esa ciudad y en ese país el tiempo apremiaba y yo seguía solo y sin trabajo.

Así andaban las cosas por esa época. Arrojado a la calle por la eterna chirez, salí nuevamente a buscar a Gutiérrez, quien me había dejado un mensaje para que presto lo contactara.

viernes, 22 de febrero de 2008

Nocturno de celaje deslumbrante

Volvamos a la noche del lanzamiento del libro El Cholo Cepeda, investigador privado. (Por si acaso, amiga lectora, un lanzamiento de libro no debe de ser interpretado literalmente, pues estos nobles objetos no llegan a convertirse en pájaros nocturnos ni cosa parecida). Con la crisis guisil, la globalización, la dolarización de la economía ecuatoriana y los desaciertos del presidente de turno, el lanzamiento es la única oportunidad para vender un libro recién publicado: alguien habla un par de cosas, la gente compra el libro, se dan autógrafos y se hace un brindis. Libro que no se vende el día del lanzamiento será carne de polillas, o éxito de bodega, como acotaría el Conde de Montecristi.

Estamos en las calles Antepara y 9 de Octubre. Museo Antropológico del Banco Central de Guayaquil. Enero 15 del 2002, 7 pm con calor augurando lluvia. En los bajos del edificio la gente se arremolinaba en largas colas, en medio de gritos de los guardias, vendedoras de morocho, carnes en palito y agua de manzanilla, amigos y parientes del autor, personal de la Universidad Católica, gente del barrio, estudiantes del Colegio Eloy Alfaro y público en general. Las colas eran tan largas que se habría pensado eran de jubilados del Seguro Social o para pedir visa y viajar a un país extrajero. Caso nunca antes visto. En el cielo se seguían amontonando nubarrones que pronto se convertirían en un fuerte aguacero. Súbitamente, el pequeño salón de actos del edificio se vio repleto de las colegialas más bellas de la ciudad. Iturburu, que se afanaba en exibirse frente a las damitas, hizo un recordatorio de cómo había escrito el libro y agradec ió a los auspiciadores. Una de ellos, culta y bella venus del manglar, después de achacar el libro frente al público, le dijo riéndose en corto al poeta: “esa parte del libro que dice estirarte las estrías del ortensio no la había escuchado nunca”. Iturburu, para terminar el acto y en otra de sus ocurrencias, me abrazó frente a las muchachas diciendo “éste es el personaje del libro, mi pana, el cholo Cepeda”. Cosa que, valga el acote, no me gustó nadita, pues inmediatemente las jovenzuelas pensaron que entre autor y personaje había algo que flotaba sobre el water. Y ese oficio no me gusta, man-tan-tiru-tiru-lá.

Terminado el evento entró el editor precedido de su voluminosa barriga y educadamente le dijo al público que había que desocupar la sala porque afuera más gente quería que repitieran el acto. Sí amiga lectora, repetir el acto, como si se tratara de una función de teatro o cine continuo. Y otra vez se llenó el salón y otra vez se dijeron las mismas palabras. Y todo ocurrió como si viéramos dos veces la misma película. Y otra vez salió el editor y hablaba de volver a repetirlo hasta que uno de los duros de la editorial, Miguel Donoso Pareja, dijo no chucha, ya no hablo más esta noche. Ante tan firme negativa de questo afamado caballero, gurú de los jóvenes escritores, el editor de la voluminosa barriga dijo rápidamente al ya renovado público están todos invitados al brindis. Y allí, al calor de unos vinillos, se congregaron la gente del barrio, las colegialas, y un grupo de mujeres conocido en los bajos fondos como el Cartel de la 9 de Octubre, formado por la negra Linda Arias, la Chocota, la Condesa de los Reales Tamarindos, Gina Portaluppi, la negra Sonia, Nina Pacari y Shirley Temple. Estas últimas, aprovechando que Iturburu no sabía decir que no, se le acercaron al oído y le dijeron discretamente escribe un libro sobre nosotras porque fuimos nosotras quienes le dimos vida al barrio. Nosotras somos las bacanas, sentenciaron. Yo, desde una esquinita de la sala las escuchaba hecho el gil. Iturburu, riéndose, sólo seguía firmando autógrafos.
Hora de cerrar, nos dice el guardia. No importa, replicaron todos, pues el vino hace rato que se acabó. Vámonos a seguirla al Montreal. Sí, vamos allá, allá está la gallada.

Ya en la esquina de Machala y 9 de Octubre, en medio de los puestos de comida noctura y junto a las primeras gotas de la noche, el poeta fue llamado por los vientos del destino que esta vez correspondían a Filomeno Barbuchetti, patagonio profesor universitario quien, de manera sincera y tranquila, mientras miraba pasar los carros, le dijo me gusta tu libro ché, ya lo he leído dos veces. Me gusta porque es como Guayaquil, porque en Guayaquil ché, aquí no pasa nada, aquí los problemas sociales nunca se resuelven. A lo que educadamente el poeta agradeció con un abrazo y la promesa de que lo buscaría en los próximos días. Y seguimos rumbo al mentado Montreal.

Llegados e instalados cómodamente en las afueras del bar, cobijados del ya torrencial aguacero que se había cebado sobre el pobre Guayaquil, nos unimos al Conde de Montecristi y su consorte la Condesa los Reales Tamarindos. Estaban también Capulina Páez, el Cabo Maruri, el super agente Cerebro (o Johnny Brown, como dice que le dicen en el Manhattan), de paso fugaz por la ciudad huancavilca, y el avaro Gutiérrez quienes, como el educado lector recordará, aparecen en el libelo detectivesco del cual éste es la continuación. Luego llegarían dos sobrinos del poeta, Germán y la Roca, a quienes las preciosas damitas del pensil guayaquileño pueden localizar en el salón Cofradía del Bolero, pues los muchachos son sus nuevos propietarios, aunque también pueden encontrarlos en cualquier calle o barrio marginal, ya que siguen fielmente la tradición de giróvagos medievales, lo cual traducido significa que andan vagando a pata por ahí, jodiendo la vida, como para matar el tiempo. Todo iba bien hasta que Iturburu abrió el pico y se puso a hablar de literatura policíaca. Lo que dijo en el Montreal debe considerarse un craneo de los principios macho-guayacos o un ejemplo del divino hablar guevadas, según el color del cristal con se mira.

Nos dijo el poeta, mientras unos lo miraban atentamente y otros se le reían en cortijo: en el siglo XIX había detectives ingleses quienes, como por arte de magia, como si fueran el gran cacao, resolvían los casos sin levantarse de su asiento, como Sherlock Holmes y Poirot, el de Agata Christie. Algunos por aquí creen que esa es la escuela a seguir. Pero eso es paja porque no existe. La realidad no funciona así, nadie puede hacer eso. También encuentras a otros detectives, gringos sobre todo, de los años 30, que andaban medio a la deriva en la vida, odiaban a las mujeres y al final todo les salía mal, pero resolvían el puto misterio, descubrían quién había matado a quién, los móviles y el botín y se desaparecían en la oscuridad de la noche. Claro, estaban más pegados a la vida, no andaban con guevaditas cerebrales como los ingleses, pero también se las arreglaban para terminar siendo los bacanes de la película. Eran como enciclopedias ambulantes y creían que el mundo siempre estaba contra ellos. Eso ya es esquizofrenia. Les encantaba ser anti-héroes y jugar a ser marginales, como esos jóvenes que escriben pendejadas y se auto-denominan poetas malditos, aunque, como bien dice el Conde de Montecristi, deberían llamarse poetas malitos dada la poca calidad de sus textos. No conocen la vida y nos quieren dar lecciones de la vida. Pajeros todos ellos.

Y continuó el vate: también hay otros ejemplos, un poco a medio camino entre la aventura, el despelote y la vida diaria, como la que llevamos aquí en Ecuador, o donde sea, porque ya todo es lo mismo con la globalización. A veces los detectives son violentos, sobre todo en España y América Latina, y se meten en mil guevadas, como Mandrake, Pepe Carvallo o el detective loco de Eduardo Mendoza. Por allí, a veces sale un tal Belascuarán, de México, turrísimo, tirado a que vive bordeando la muerte cuando lo que tiene es sólo un inocultable afán de protagonismo. Ahora la moda es un tal Piglia con una novelita que no tiene ni misterio ni nada, en donde unos pandilleros mecos asaltan un banco, escapan y mueren en el tiroteo. Gran guevada. ¿Dónde está el misterio? ¿Quién les dice a los Piglia que resuelvan algún caso? Nadie. No hay nada que resolver y quizá mucho de qué entristecerse, pero todos leen y celebran la novel a. A escritor turro lectores turros. Lo mismo ocurre con la novela El crimen perfecto, que hasta ganó un premio internacional: cinco cojudos se encierran a imaginar el crímen perfecto. ¡Pendejos! ¿Qué crimen más perfecto que la perfecta usura con la que funciona el pago de la deuda externa? ¿Qué mayor robo que las cuentas secretas de los banqueros y sus ministros de Economía? Perfectas son las medidas que éste y todos los gobiernos asestan a los pobres a través de impuestos y reajustes económicos. Perfecta es la excusa para las guerras que se inventan los millonarios y dictadores para tener aún más dinero. ¿El crimen perfecto? Guevadas, dijo casi anárquicamente el vate. El poeta estaba por seguir cuando, de pronto, se oyó un trueno ensordecedor y se vio un rayo que no cayó muy lejos, para susto de todos.

Los buses y taxis seguían pasando frente a nosotros y la gente se mostraba muy animada. Ya había empezado el invierno y todo sería propiedad de inundaciones, mosquitos y pestes, además de los diarios choreos a los que nos había acostumbrado la delincuencia. Aprovechando el trueno, Capulina Páez miró al poeta, se le pegó una sonora carcajada y le dijo chupa y déjate de hablar güevadas que aún la noche en niña. Yo, apoyado por esta última descarga y en tono medio conciliador miré también a Iturburu y con una señal trompil también le dije chupa. El man entendió, se bebió un vaso de cerveza y raudo quiso continuar la segunda parte de su oratoria, pero en ese momento los otros dijeron nones, a más de escucharse nuevos truenos y caer más rayos.

Medio entrando en calor chuperil me fui a hacer agua y, de regreso, puse unas baladitas en la rockola. Nuevamente sonaba Emmanuel, diciendo yo quiero dormir cansado, para no pensaren ti/ quiero dormir eternamente/ y no despertar llorando, con la pena de no verte. El Montreal se estaba llenando y ya habíamos agotado el repertorio de Pancho Canaro y Lucho Barrios. Había que avanzar a qué lugar si no al tantas veces mentado Cabo Rojeño. Y hacia allá nos enrumbamos.

Entrados al local nos dimos cuenta de que los dueños también festejaban la publicación del libro. Les gustaba ver allí sus nombres, sobre todo a Galo, Yoyo y Pajarito Bayona. Pero, como siempre, había algunos descontentos: Marino, Camareta y Kaviedes. No bien entramos, los tres se le tiraron al vate y le preguntaron en son de reclamo ¿por qué no nos pusiste a nosotros en el libro? Oye loco, decía Camareta, escribe sobre mí, yo te puedo contar muchas historias. Eres turro, metes a esos manes que no te acolitan música pero no a nosotros, seguían Marino y Kaviedes. El poeta trataba de calmar los reclamos de la hinchada mientras el Gran Combo decía no hay cama pa’ tanta gente. Pero el Cabo Rojeño estaba a full y, como de costumbre, no se podía cruzar palabra por la bulla. Ergo, decidimos irnos a la Cofradía del Bolero, aún en el centro de la ciudad, por invitación de Germán y la Roca.

Itinerantes y medio jumos, llegamos al susodicho local. Allí, por suerte, había buena música y, contrario al Cabo, estaba lleno de bellas y apetecibles representantes del género femenino. Detrás del local se notaba un cuarto lleno de distintas mercaderías, lo cual me hizo pensar que los muchachos también se habían hecho menestreros o matuteros, que es lo mismo. Camello es camello. Sin embargo, en la lógica del pueblo es mejor no hablar mal de quienes te dan de comer. Estaba la noche animada con boleritos de Hugo Romani y tangos de Mercedes Simone cuando vi en una mesa a la bella Miriam Matilde, la deseada periodista del Crónica Roja, asediada por su jefe, el ya mentado Carecamiónchocado. Dada la voluptuosidad de la que hacía gala al caminar, prontamente me la imaginé teniéndola desnuda, patas al hombro, filo de cama, trípode y cabeza al piso, jineteando. Y, así, sentí que el instrumento del placer se me ponía como pata de perro envenenado. En la Cofradía del Bolero también estaba Jorge Velasco quien, profundamente cabreado por la manera en la cual Iturburu lo había descrito en su último libro, y aprovechando un momento en que el susodicho se fue a hacer agua, se acercó a nosotros y nos gritó ese libro es un engendro, es una porquería, yo no escribo tan mal, Iturburu sí, ¡ay! quítense que vomito. A lo cual Capulina Páez, nuevamente con una carcajada, intevino diciéndole no hables así de Iturburu que igual dice te quiere como eres, loca y borracha, ocurrencia que las damitas de la mesa festejaron mientras el poeta regresaba del baño y Velasco se perdía salón adentro.

La noche no terminó mejor porque Gutiérrez y el poeta -exacerbados en celos ante la sincera acogida a mi persona por parte del género jebil, pues, como ya dije, el espesor de mi cejas sugería un irremediable parecido con el Puma José Luis Rodríguez- insistió en que me fuera, con la excusa de que no valía que me foqueara más, después de todo, yo debía mantener de alguna manera un principio de clandestinidad. Como los manes eran los del billete opté serenamente por retirarme, no sin antes hacerle una guiñadita de ojo a Miriam Matilde, despedirme de la concurrencia y de los dueños del local, los mismos que me dijeron cholo cae por aquí cuando quieras, aquí te fiamos unas bielas. Salido de la Cofradía del Bolero me iba diciendo, junto a Leonardo Favio, otra vez será/ tierno amanecer/ sé que nunca más.

Después de una fiesta, lo peor es regresar solo a casa, señal de derrota segura. Pero me ya me había medio acostumbrado a este ejercicio de soltero. Eso sí, al braveo, valga el acote. Mi mulata hacía mucho había emigrado a España y su ausencia se me había vuelto un vacío nada fácil de llenar. Ni siquiera pensar en las anchas proporciones de Miriam Matilde me hacía olvidar a mi mulata, a esas horas, posiblemente bailando flamenco quién sabe en qué mesa de qué cantina de la Madre Patria. Caminando solo rumbo a la Ferroviaria me metí por las pequeñas veredas, las calles en reconstrucción y los altos edificios de P. Icaza y Córdoba. Mientras compraba la edición nocturna del Crónica Roja recordaba la voz de Julio Jaramillo que inmortal canta nocturno de celaje deslumbrante/ tu encanto rememoro a cada instante/ romance del momento en que viviera/ con el alma iluminada, descubriendo en tu mirada/ un amor que nadie tuvo para mí/ aunque aciago el destino/ dividió nuestro camino/ y angustiado para siempre te perdí.



Camino a la Ferroviaria dije, previo un vaso de morocho y pan con queso. Esmeraldas y 9 de Octubre otra vez y siempre. Me di tiempo para leer el Crónica Roja. En primera plana aparecían los acostumbrados cuerpos descuartizados, últimas víctimas de la violencia urbana o rural, daba lo mismo. Pero, esta vez, había algo extraño en ellos: todos habían sido ajusticiados de un balazo en la frente y les habían cortado la oreja derecha, siguiendo la última moda del sicariato local; y mi séptimo sentido me decía que ahora se trataba de algo más. Terminado mi pan y morocho fui directo a casa, no sin antes sortear mendigos, arrancharelojes, estudiantes, borrachitos callejeros y alguna que otra dama de nocturno camellar. La lluvia había pasado pero la humedad de las calles me recordaba que detrás de esta noche vendrían otras como ésta y luego el verano y luego diciembre y las fiestas navideñas y así otro año y luego otro más y otro más hasta que llegara la hora de partir sin rumbo cierto de esta ciudad que llevaba en el corazón.

Ponte duro

[Desde ahora sale la novela "Si es que te queda cariño (y otras aventuras del Cholo Cepeda)"]

Lectora (o lector) y pana de estas nuevas aventuras, lo que vas a leer a continuación son, sin quitarle ni aumentarle, las cosas que ocurrieron el año anterior. Por allí le meto un poco de todo, pues, para hablar de la vida, lo que esté a la mano siempre es bueno (igualito que cuando hacemos un año viejo: a falta de cohete y camareta, baste con sal en grano, papel periódico y kerosín y cataplún, adentro anacobero, a mi comisario no le gusta el bolero). Pero empecemos por el principio y pongámonos de acuerdo en algunas cosas.

La primera de ellas es que en el libro El Cholo Cepeda, investigador privado su autor, el loco Iturburu, me pone como personaje principal pero no dice que todo ocurrió hace muchos años, cuando él vivía en Estados Unidos. ¿Cuántos? No importa, sólo que ocurrió hace mucho y que desde esa época hasta hoy ha corrido mucha agua bajo el puente. Y, si es verdad que el tiempo es como un río, las historias que cuenta deben ser como el Guayas bajo un fuerte aguacero.

Lo segundo es que, en general, lo que Iturburu escribió tiene apego a la verdad, sobre todo lo referido a robos, viajes y asesinatos. En general sí pero no en particular. De ahí mi cabreadera y afán correctil en estas nuevas aventuras, pues el poeta Iturburu (vate sin bate), en algunas ocasiones se dejó llevar por los bajos sentimientos que fraguan la pica y la vil envidia, la bronca o el andar trompudo y amargado, como dicen en barrio, pues en su libro aparece, aunque de manera tapiñada, el deseo de bronquearse con algunos “intelectuales” de su medio ambiente. ¿Las causas? Esas las veremos luego. Por ahora, conformémonos con dejar al autor peleando contra sus molinos de viento.

Y lo tercero es que en este libro que tienes en tus manos, titulado Si es que te queda cariño -en homenaje a la reina del bolero y el pasillo guayaco, mi idolatrada Patricia González- esta vez soy yo quien toma la pluma, el mismo cholo Cepeda que viste y calza, el que se parece al Puma José Luis Rodríguez y al detective Columbo. Como dije, hago esto en parte para corregir algunas distorsiones de lo que de mí se ha dicho y en parte también para reclamar, vía empírica, los derechos de autoría, que se dice copyright en inglés, pues la vez pasada el vate Iturburu se comió la torta solito. Y, si acaso siguen faltando razones, añado que también escribo este libro porque el ya mentado individuo ha renunciado a escribir sobre crímenes e injusticias, dedicándose por entero a llevar una vida libertina y a escribir pasquines en contra de los enemigos de su urbe Guayaquil, llamada por muchos la Perla del Pacífico, además de algunas crónical barriales. Así, mientras caminamos nuevamente estos caminos de nuestra vida, a lo mejor ves tu historia en mi historia, mi tristeza en tu tristeza, mis triunfos y derrotas en tus triunfos y derrotas, mi soledad en tu soledad y mi compañía en tu compañía.



El día en que Iturburu me contó de su traición escrituril prontamente dije a mis adentros: ¿Cómo será posible semejante injusticia? ¿No basta acaso que el pobre pueblo guayasense sea explotado por políticos, delincuentes y gobiernos de turno, como para terminar de amargar sus días, al borrar del recuerdo al único y real defensor que le queda? ¿Es que nos resulta suficiente que en la literatura nacional, que es el eterno pan del sabio lector, sólo haya personajes sin vida, aburridos de clase media-alta que con turras frases y mediocre estilo piensan ganar la fama? ¿Es que debemos aceptar que, en el consumo de la información diaria nos venga sólo del Crónica Roja? ¿Es es que ahora sólo reporteros como Carecamiónchocado y sus sucuaces dictarán los rumbos de la cultura tropical mientras, en chiquito, hablan mal de Guayaquil y sus habitantes? ¿Condenaríamos al conglomerado lectoril a consumir frases abstractas que ni le van ni le vienen? ¡Lejos de mí quede tamaña traición al pueblo de tierra caliente! Cholister Dixit. Entonces, dejémonos de caldo y entremos de lleno en estas nuevas y sanchopanciles aventuras.

domingo, 17 de febrero de 2008

El Cholo Cepeda ataca de nuevo

Después de mi accidentado regreso de Nueva York tuve que pasar unos días en recuperación. La razón no era sólo que las heridas debían cicatrizar, sino también que mi Mulata Peligrosa se prodigaba de lo lindo en sus cuidados y me tenía mimado en el campo de batalla, con su atención y cuerpo totalmente puestos sobre mí. Y sólo un tonto puede renunciar a esos cariñitos. Un tonto o un militante de las filas maradónicas, renunciador a las maromas jebiles y acatador del código chefil, que era el motivo por el cual el ex de mi mulata no se aplicaba a la lucha cuerpo a cuerpo con ella. Pero se presentó un caso inesperado y extraño.

Todos sabemos que la exportación de flores es muy importante para la economía nacional, y que se caracteriza por un auge que permite aliviar el golpeado bolsillo de algunos contribuyentes, sobre todo los de la zona norte de la sierra ecuatoriana. A raíz de su innegable calidad y el éxito comercial en el exterior, se había abierto una línea de envíos a Cuba, la bella y bloqueada isla del Caribe, desde donde se comerciaba a Europa. Pero el hampa, que nunca se duerme en los laureles, atacaba también por ese frente. En uno de los más importantes envíos, la policía cubana había detectado una considerable cantidad de cocaína. Dada la depresión que se vivía en la isla, estaba claro que no se trataba de consumo interno. La mercancía debía llegar a Europa, a través de los miles de turistas que visitaban Cuba y/o ser enviada clandestinamente a Miami, desde cuyas playas sería recogida en veloces lanchas.

La introducción a este baterroyal la había hecho mi colaborador Kuerisnai, quien también quería saber si estaba dispuesto a trabajar con la policía secreta de Cuba. Viniendo la información de Omar Cueranguinha tenía mis dudas, aunque le debía en parte el que Los Nañitos no me hayan matado en la Operación Quédate Frío, de la que fui víctima en Roosevelt y la 90, en Queens, por más señas, allá en la Gran Manzana. (Situación peligrosa que aparece detallada en otra parte de este pasquín, el mismo que, por caprichos del autor –conocido como el loco Huguito, Cabeza de Foco o el Perturbado del Guayas- fue titulado sin mi consentimiento "El Cholo Cepeda, investigador privado" y que, sin que aun haya salido a la publicidad, ya aparece plagiado en el culto medio guayaquileño. Plagio que, como el verdadero Don Quijote lo advierte, no superará a este cholo bacano del Guayas. Digo y termino).

Por otra parte, las últimas medidas económicas del gobierno me obligaban a trabajar en los más inverosímiles roles que la suerte podía depararle a un servidor del bien común, o sea yo, su personaje favorito. Los posibles riesgos de esta misión eran: mi muerte a manos de sicarios, la revocatoria de mi visa por parte del gobierno del norte, el encarcelamiento del gobierno de Quito, o la buena puteada y el inevitable vikingueo de mi mulata porque, como dicen en el barrio: no hay mujer que aguante a un hombre chiro; hombre sin camello: cachudo seguro. Ante lo irremediable, frenteo sin barajo. Por lo tanto, acepté el trato.

Lo primero que tenía que hacer era trasladarme al lugar de los hechos y verificar algunos datos. Como ya me había partido la espalda muchas veces en los largos viajes en bus hacia la sierra, esta vez, y a insistencia de la susodicha dama que destendía las sábanas de mi cuarto, subí en un avión del recién instalado Puente Aéreo Guayaquil-Quito, el mismo que no era puente y cada vez perdía más altura y aviones. Una vez en la capital, tomé presto un taxi y llegué hasta Flota Imbabura. En la esquina leí un graffiti que decía: Alicia, muéstrame el país de tus maravillas; y junto a la leyenda, una anciana vendiendo cigarrillos y chocolatines en un charol. A un lado de ésta, en una clara muestra de la mezcla de fin de siglo, había un indio karateka de dos metros, con el cuerpo descubierto, abierto de patas, con las pelotas tocando el piso y una espada inmensa y reluciente en sus manos. Eso me recordaba que la pobreza y la guacharnaquería ya habían hecho sus reales en la antigua sucursal de los incas.

Como el bus demoraría unas horas en salir, decidí trasladarme hasta el mercado Santa Clara (querido lector, no tomes taxis en Quito, son muy caros, aunque tienen buena música). En mis años mozos, en compañía de los guitarristas lagarteros Colorado Minguche, Héctor Napolitano y Juan Carlos González, solía trasladarme a este lugar para matar el chuchaqui gracias a los suculentos platos de hornado, después de los serenos y las borracheras. Te acordás cholito, qué tiempos aquellos, veintiún septiembres que no volverán. En esa época vivía entre el viejo mercado de Santa Clara y la empedrada plaza de Guápulo, sencillo, alegre y mortal, como un indio que baila enmascarado en la fiesta del pueblo.

El lugar ahora estaba igual de festivo, abarrotado de mujeres que vendían platos con carne de cerdo, condimentos y cerveza fría. La gente hablaba desenfadadamente, todos se reían, se llenaban la boca de comida, se hacían bromas e insultaban las últimas decisiones del presidente y los congresistas. En la radio sonaban sanjuanitos, cachullapis, endechas. De terciopelo negro, guambrita, tengo cortinas/ para enlutar mi pecho guambrita, si tú me olvidas/ Si tú me olvidas, blanca azucena/ Si tú me olvidas, blanca azucena/ Si la azucena es blanca, guambrita/ Tú eres morena. Me da una porción y una Pílsener, por favor. A mi lado, dos viejos bebían shumir y discutían del centralismo y la pugna regionalista y que, de seguir así, todos los ecuatorianos terminaríamos matándonos. Y también comentaban los partidos de Liga y Aucas, la goleada que le habían dado al Emelec y el fin del reinado del Barcelona. Yo escuchaba atento y tenía ganas de meterme en la colada. Encantado con esos decires, reafirmaba que si Quito era Luz de América, este mercado era el amperio de esa luz. O, como lo repite Márgara Lasso: ¿Cómo dicen que no se goza? Pero había que salir al norte.

El viaje a Otavalo fue excelente. Sabía que estaba entrando a otro mundo. Desde el primer asiento podía distinguir las formas redondas de las montañas, sus sembríos hechos como de retazos, el sol brillante saliendo y ocultándose detrás de cada nube con un profundo cielo azul de fondo, los vendedores de ayuyas y quesos de hoja, las faldas multicolores de las indias, sus sombreros verdes y azules, sus collares y pulseras rojas de piedras diminutas, el silencio y la arquitectura de los pueblos, todo lo que veía justificaba plenamente el traslado. Sí, era otro mundo. Para completar la fiesta sólo faltaba ella, mi Mulata Jugosa, mi panalito, mi mango maduro. Cuando el bus se detuvo el cobrador gritó: Otavalo, los que se quedan en Otavalo. Y me bajé.

Como recordaba muy bien la ciudad no tuve problemas en llegar a un hotel apropiado a mi bolsillo. Me di una ducha y salí. En el lobby una mujer se me acercó y me dio una carta que confirmaba mis sospechas: era del puño y letra del espía Cuerisnai Kit Kuero: “Cholo, colabora con ella. Suerte”. La vi y noté que detrás del largo abrigo se ocultaban unas inmensas caderas y unos difícilmente olvidables senos. Tenía ojos negros muy grandes. Mi nombre es Isabel Martínez Arredondo, tú debes ser Cepeda. Sí, respondí, el que viste y calza. Su pelo lacio le llegaba hasta la parte en donde la espalda pierde su nombre y comienza a configurar el paraíso. Con tono firme siguió diciendo: no tenemos mucho tiempo, así que definamos el programa de trabajo.

Fiel a la disciplina partidaria, ella delineó las acciones a emprender, las tácticas y estrategias y me dijo lo que me tocaba. También me informó que el objetivo no era matar ni interrogar a nadie, sólo asegurarnos de establecer el enlace y obtener datos precisos. Me dijo que se había montado una operación internacional entre el DEA, la policía cubana y la Interpol europea. Le pregunté por qué no coordinaban actividades con la policía nacional. Después del asesinato del congresista Hurtado se evidenció que todos los organismos militares y judiciales estaban infiltrados por los narcos y resolvimos hacerlo sólo con gente cien por cien confiable, afirmó ella sin rodeos. Y añadió inmediatamente: no chico, si este país tuyo está mal. Si ustedes no aprenden a resolver sus problemas ¿cómo quieren que los tomen en serio? La camarada Isabel, según veía, estaba enterada del centralismo propiciado por los latifundistas, el pacto del gobierno norro y los banqueros guayaquiteños (en claro ejemplo de alianza burro-monil) y la debacle económica que se cernía sobre el país. Luego resumió el plan de trabajo y me dijo que no me preocupara por la seguridad, que, para tranquilidad de ambos, estaríamos siempre resguardados. Yo me olía a que detrás de la coordinación internacional se barajaban también algunos importantes beneficios comerciales, dada la mundialmente conocida crisis bunderil que también azotaba a Cuba.

Fuimos a un banco y sacamos una fuerte suma de dinero. La cuenta estaba a su nombre, nacionalidad: colombo-cubano-estadounidense, nacida en Barranquilla en 1968, criada en Cienfuegos y residente en Miami. Ahora había que encontrar el local de venta de flores y hacer el pedido. No, dijo ella, primero debemos finiquitar un par de detalles: la que habla soy yo, tú no dices ni pío chico, ni pío. Tú la haces de guardaespaldas. ¿Estamos? Sí, contesté, impresionado de su determinación. Tiene que ser arrechísima para el folle, pensaba. Pero cholo enamorado es cangrejo de un solo hueco, estaba claro. Luego entramos a la florería que había sido pillada en el dato ilícito.

El administrador era bajo, un poco gordo y blanco como la leche. La cubana hizo la presentación y el pedido. No hubo preguntas ni respuestas que no estuvieran estrictamente relacionadas con la compra-venta de flores, salvo el dejarle saber que, si todo saliese bien, posiblemente los pedidos se ampliarían a Europa y algunos países árabes. La otra parte del dinero le llegará a su cuenta, en un depósito que haremos desde Miami. Tendrá el pago final cuando nos llegue la mercadería. Mientras la cubana hablaba, el gordito adivinaba la forma de la pistola que yo llevaba bajo la leva.

Luego nos hizo pasar a una habitación trasera y alegremente nos invitó a reconocer calidades y variedades de flores: gardenias, lirios, amapolas, geranios, orquídeas, claveles, alelíes, girasoles, azucenas. Son todas multicolores y muy olorosas, dijo en un tono damiselo que nos sorprendió a ambos. Esta representa el amor, esta la amistad, esta es para conquistar a alguien. Las flores hablan más que los humanos: pasión, hermandad, ternura, hasta odio, ellas todo lo pueden decir. Y las partes más delicadas son el cáliz y la corola, el pistilo es esencial para una buena presentación. Isabel Martínez Arredondo de repente estaba acariciando pétalos y escuchando muy interesada las explicaciones. Había dejado su vulnerabilidad femenina también expuesta y miraba extasiada las flores. Faltaba que yo también entrara en la colada para completar el triángulo del nuevo milenio. ¿Por qué los hombres les regalan flores a las mujeres? ¿Porque a ellas les gustan o porque no saben hablar? preguntó Isabel al aire. No sé, dije, debe ser como enterarse de porqué el uno se llama uno, el dos dos y el tres tres, en vez de llamarse el primero tres o el cuarto cinco. Los dos se quedaron extrañados, se miraron y pusieron cara de qué imbécil eres. Luego de la despedida salimos a un restaurante.

En el trayecto, la cubana me puteó dos veces por haber abierto el pico: te dije que no hablaras ni pío, chico, ni pío. ¿No te diste cuenta que quería ganarme su confianza? Ahora tendremos que regresar después del almuerzo. Esta vez te quedas afuera.

Por las calles empedradas pasaban lentamente los carros. En el Parque Central una multitud seguía con atención los movimientos de un malabarista. Hacía un sol radiante que quemaba más que en la Costa y el lugar estaba lleno de transeúntes y estudiantes colegiales. Entramos a un restaurante que anunciaba varias delicias vegetarianas y luego volvimos al almacén.

Me quedé afuera y ella entró. Pero esta vez ya no estaba el gordito, sino otro hombre, alto, callado, de aspecto un tanto siniestro. Haciendo uso de los regalos que Dios (o la naturaleza, para los ateos) le había dado, la cubana comenzó a pasearse lentamente por la oficina, dejando ver sus anchas caderas y su espléndido trasero, echándose el pelo hacia adelante y sacudiéndoselo hacia atrás, remojando sus labios con la lengua, preguntando por los precios como niña queriendo comprar muñecas. A los pocos minutos estaban de tú y vos y ella le tocaba el brazo cada vez que se reía o le preguntaba algo.

A la salida me dijo ya cayó este comemierda, éste es el enlace. ¿Y ahora qué viene? Quedamos en vernos otro día: me lo llevo a la cama, me lo como y lo dejo enamorado. Lo demás cae por su propio peso, concluyó. Como yo estaba enamorado de mi Mulata Milagrosa, sus confesiones abiertas no podían hacer mella ni en mi otrora desgarrado y resentido corazón, ni en mi ofendido orgullo machuchín. Y así, nos fuimos al hotel. Ven a mi habitación, dijo ella, tengo una botella faja dorada de ron Habana que podemos abrir para celebrar en privado, porque esta tarea ya está terminada.

En la habitación, al calor del sol que entraba por el balcón y las ventanas, me contó con franqueza los problemas de Cuba: Fidel es Fidel y el pueblo lo apoya, pero vivimos en la mierda, la putería, que en los primeros años de la revolución era decisión personal, ahora es necesidad social para las mujeres, cuestión de supervivencia. Si algún día vas para Cuba y quieres pasarla bien, sólo lleva dólares, o zapatos tenis o bluejeans desteñidos. Con eso te puedes mantener por varias semanas, te dan lo que pidas, y las mujeres sobre todo eso. El país está pobre, pero no la conciencia revolucionaria. Luego me confesó cosas de su trabajo -que lastimosamente no puedo reproducir en estas páginas por ser información seguridad nacional- y de cómo el servicio de contraespionaje se había desarrollado durante los últimos años. También comentó lo que había ocurrido después de Mariel, cómo se bajaron las dos avionetas en aguas internacionales y la propaganda que desde Miami hacía la contrarrevolución. Esos comemierdas de Miami no nos van a ganar nunca, burgueses reaccionarios y corrompidos, no quieren aceptar la derrota de Girón ni la dialéctica de la historia.

Oye chico, ¿y desde cuándo conoces a Omar? Desde hace muchos años le dije, estudiamos juntos y vivimos en el mismo barrio. ¿Sabes que se va a vivir a Puerto Rico? ¿No? Me lo dijo la última vez que nos vimos. Me confesó que el sueño de su vida era tener un bar de salsa. ¿Te lo puedes imaginar? Un bar de salsa, otra veleidad de los pequeño-burgueses. Omar me dijo que lo demás no le atraía y que la vida era muy corta para vivir tan serio, que ya tenía alquilado el local y estaba en el decorado, y que su traslado a San Juan era inminente. Es verdad chico, esto que te cuento. Yo, medio entrado ya en tragos, le dije que sea lo que Kit Kuero Kiere. ¿Kit qué? preguntó sorprendida. Kit Kuero, Cueranginha Omar do Cueranga, le dije, los nombres del submundo. ¿Y a ti cómo te dicen? preguntó medio ebrionga. Yo soy Cepeda 007, al servicio de Su Majestad. ¿Y tú? Se quedó pensando un rato, me miró y triunfante gritó: a mí me dicen Chelita la Caimana. Se puso los puños en la cintura y se dio un meneito desafiante: Chelita la Caimana, Chelita la Caimana, repitió y se tiró de espaldas sobre la cama, como Condorito. ¿Y esa chapa? Eso chico, eso se lo debo a los camaradas de El Caimán Barbudo. Yo le dije que, más bien, era porque ella se transformaba en lagarta, una vez apagada la luz, o por su pésimo gusto, a juzgar por el siniestro floro-cocaíno con quien se encontraría luego. Esos son deberes a los que nos obliga la revolución, contraatacó Chelita la Caimana.

Bueno chico, hasta aquí llegó esta rumba. Acto seguido se volteó y, sin perder más tiempo, empezó a dormir. Yo, recuperado de la juma y ganado por mi espíritu de caballerosidad, simplemente le puse una colcha encima y me aseguré de cerrar su puerta por dentro.

Tres días más estuvimos juntos, caminando y visitando otras exportadoras de flores. Al segundo día ella se vio con Caremuerto (el de la florería) y aseguró lo que quería. Dijo Chelita: de lo enamorado que lo dejé, me auguró que si los negocios salían bien, podríamos pasar a inversiones más productivas y exportar flores y otros productos a Europa y EEUU, como socios. Quedamos en que nos veríamos en Miami en dos semanas. Es que, chico, no hay polvo que no se alborote con el paso de Chelita la Caimana, proclamaba triunfal, mientras ponía nuevamente los puños en su cintura y hacía otro rápido meneito, a lo Tongolele. Así debe ser, confirmé.

A las pocas semanas de regreso a Guayaquil recibí en mi oficina una caja de madera que decía Embajada de Cuba. Contenía dos docenas de ron Habana, cien paquetes surtidos de los más finos cigarros, una colección de CDs de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Beny Moré, Bola de Nieve, Ernesto Lecuona, La Lupe y Bobby Capó. También había videos de las películas Memorias del subdesarrollo, El hombre de Maicinicú, Los días del agua y Fresa y Chocolate, autografiadas por sus directores. Habían incluido, además, subscripciones de la Serie Policial, la revista Bohemia, el periódico Granma y, para rematar, las Obras Completas de José Martí, con dos líneas escritas por el mismo Fidel Castro: “Para el compañero revolucionario Luis “Cholo” Cepeda”. Era un honor, sin duda, pero prefería la de mi colega, ésta venía en sobre cerrado y decía: “La revolución no tiene dinero para pagar, pero sí arte y cultura para gente como tú. Gracias por todo. Hasta siempre compañero. Patria o muerte, venceremos. Firma: Isabel Martínez Arredondo (o Chelita la Caimana, si te va mejor)”. El pago por mis labores era simbólico, aunque de buen gusto. Ahora sólo tenía que vender el ron y los cigarros para sacar un guisín y convencer a mi Mulata Bella de que muy pronto llevaría dinero a casa. Y confiar en que el gobierno nos sacara del hoyo en que nos había metido, la mismísima damier, como acotan en el barrio.

Calle Luna, Calle Sol: Historias de Lorenzo



I. ESTACA DE GUAYACAN

Cuando llegué, las cosas no habían cambiado. Sólo mi muchachita lo había hecho: ya no era virgen, la muy puta. Colegiala aún, le gustaba que la arrimaran al parque. La muy puta. Y pensar que a mí no me dejó pasar de un serruchito. Cuando regresé me traje también el uniforme y una recortada, algún oficio habría de encontrar para usarlos. Era temprano, golpe de 6 de la mañana y rúc, veo al Chino. Habla nochi, chino cacorro, le dije. Hola guapa, él me contestó, qué bien te queda el arete y el uniforme. Con la cabeza pelada te pareces a esas roqueras lésbicas yoni, toma esto. Y sacó una pañoleta verde que rápido me puse en la cabeza, tiro pandillero de Los Angeles. Nos dimos un apretón de manos, un abrazo, qué fue pana, a los tiempos. Después nos pegamos unas cervezas en el parque y de puro manichos nos fuimos de bum bum, a darle bala a la casa de la muchachita. El chino me contó todo, sapo el hijueputa, qué chucha. Yo estaba futre con la cachina, el arete, la recortada, el uniforme y de remate la pañoleta.

Después de unos días vine al almacén. Tienes que ayudar a tu hermano, que estos maldecidos cuando lo vieron jodido se le desaparecieron. ¡Esos son sus amigos! Tienes que ayudarlo. Y yo, claro veterano, con mucho gusto. Y allí me instalé. Me dejé el pelo como lo había traído del cuartel, bien chiquito. El puto almacén era un infiernillo, aunque nada que ver con el calor de Arenillas. Arenillas, Arenillas es el culo del mundo. Sólo calor y tierra seca y la maldición de que te caigan los peruanos en cualquier momento. Arenillas Guevadillas. Debes estar mosca en Arenillas, o te revientan el trasero de un disparo.

La gente entra al almacén como en procesión: marejadas de mujeres metiendo la cabeza para escarbar zapatos. Estaban siempre ahí, como en un hormiguero en corto. Las muy putas, me decía yo, cómo les ha de apestar la concha. Por aquí a veces cae el Conde, golpe de temprano en la noche para ir al Cabo Rojeño. Cabo Rojeño, gran verga. Una barrita chancreta de salsa, con un volumen del hijue que no deja conversar y un montón de maricones en carnaval cuando se ajuman. Las bielas, eso sí, están siempre bien heladas. Ya me he dicho varias veces que uno de estos días en que se me pelen los cables, me pongo la cachina del cuartel y les incendio la mierda esa, a ver qué hacen. Barrita chacreta. A ver dónde se meten.

El cuartel dije, el cuartel, otra gran guevada. Tres veces han venido por el almacén los policías y los milicos (hasta policías privados y soplones, que son los que más verga valen porque ni siquiera saben que valen verga) vienen los hijueputas a sorprender con sus credenciales y placas cagonas. Que les bajen los precios de los zapatos, que ellos son panas y que están a la disposición. A la deposición debe ser, a la deposición de la puta que los parió. Un día vino un marino, un flaquito pantalón corto y chancletas, medio legañiento, camiseta como carpa de circo y una gorrita medio sucia. Avión también, el hijueputa. Después de haberse probado unos diez pares de zapatos me le tiré deúna: ¿vas a comprar alguno o piensas probarte los que quedan en el almacén? Se levantó la camiseta y me mostró en silencio una ametralladora. Me quedé frío un instante pero reaccioné: ¿ves esa oficina que está allá arriba? Allá tengo una más grande que esa, le dije. Y se rió, el muy maricón. Eres sabido pelado, afirmó. Y como que ya me daba plomo. Pero no. Hazme la factura, me dijo, y se fue a pagar a la caja. Sacó el guiso y pagó los zapatos que tenía puestos. Y se fue, medio mirándome de refilón en la retirada.

Otro día vino un serranito, chapudo y todo, con lentes redondos, hecho el tierno, el muy educado. De entrada mordí que se hacía el pendejo, el muy zanahoria. Dale la espalda a un serrano y vas a ver lo que te pasa: el careperro que lleva dentro salta y te pega una cuchillada. Eso lo aprendí en el cuartel, aguantando golpe de esos suboficiales lameverga. A ver, mono hijueputa, cincuenta más de pecho, mono ladrón. Todos eran igualitos en el cuartel. Este serranito me vino a preguntar el precio de unas botas. ¿El precio? El precio, está frente a tus ojos, ahí escrito. Son sesenta lucas. Se quejó de que yo me ponía bravo por gusto y se fue. Al rato regresó y me dijo que él era muy educado y que yo lo había tratado mal y cuidadito porque él era segundo dan en karate. Tienes un nombre muy bonito, le dije: Segundo Dan. ¿No eres pariente de Leo Dan? ¿Ahora qué quieres? ¿Que salga corriendo, te pida disculpas o te saque la chucha? Ya me veía en el suelo, pero al avasallo avasallo. Te la doy, me la das o nos la damos Segundo Dan, le dije. Me miró, se quedó frío y rompió frente a mi cara la factura en mil pedacitos y los tiró por el aire, como en una escena de desfile por la calle. Mientras salía algo dijo, pero no entendí, quizá porque habló en norro, que es el idioma de estos serranos hijueputas. Gesto de resignación, diría el Conde. Este serranito karateka, medio loco también, el muy hijueputa. Te puteo, te pateo y te culeo, decía yo para mis adentros.

Otras veces entran los choros. Choritos al guevo. Cuando los agarran llaman a la mamá, a la virgencita, estos maricones. Venían a cambiarse los zapatos. En grupos de a cinco o de a seis. Como siempre, en gallada los sobaverga. Los veía que entraban y por ahí mismo mandaba a una de las empleadas a que los siguiera. O yo mismo iba: pinta o te vas. Y se iban los maricones, sin decir nada. Uno de esos días, un choro, a lo que iba saliendo, picado, me dijo te queda bien el arete. Y bum, lo mandé de culo de un puñete. Hasta ahí le llegó el chiste. Había una cholita en el almacén, camelladora, buen culo, que me quedaba mirando a lo que pasaba. Ya vas a ver la que te espera por mirarme así, virola te voy a dejar. Pero no le he dado aún su debida retreta. Mejor, después se alzan. Buen culo la cholita, eso sí.

¿Los chamberos? Chamberos rascabolsas, joden más que las mujeres. Con ese tonito y shá que tienen para hablar, medio grifo, medio como que les faltan los dientes. Pero eso sí, se llevan sus zapatitos, viejos y sucios pero se los llevan a revenderlos en la cachinería. Camello es camello. Los llevan, los limpian y se hacen su vento. Llega el Conde. Como siempre, se había escapado de la Redacción del Crónica Roja.

¿Y quién chucha es el Conde? Mi pana, mi bróder. Cuchitril que ve cuchitril donde se mete. Devoto de la Narcisa de Jesús, las cachinerías, las cantinas indígenas de la calle Colón y de patios de carretas de carboneros. Fritanguería que ve y, zás, ya está sentado comiendo y tomándose una cerveza en un vaso enano y hediondo: porción de chancho, Pílsener helada y unas ayoras para la rockola y para de contar. Eso es la felicidad completa. ¿Qué chucha espera de la vida? Mejor no le hago esa pregunta. Tiene su dato cuando escribe en el periódico, aunque anda medio rayado y siempre repite la frase “el sol, como huevo reventado, se derretía en las calles de Guayaquil”. De la morgue a la computadora, de la computadora a la cantina. Vaya vidita. Picha con ají, eso sí, sin perderse un fin de semana. A veces pienso que sería bacán embarcarme también en ese dato, en esas averiguaciones. Le conté lo de Segundo Dan y se cagó de la risa. Me dijo que si yo fuera escritor o poeta podría trabajar en el periódico, que siempre había una pega. Medio careverga también el Conde con su comentario. Yo no quiero ser escritor ni poeta ni guevadas.

Escritores y poetas son esos maricones que caminan por la Casa de la Cultura y siempre andan chiros y se creen la gran mierda. Un poco de viejos borrachos que cruzan afeminadamente las piernas y nunca paran de hablar y son dueños de la razón. Yo lo que quiero es ser culeador, puñetero (que para eso fui al cuartel) tener billete y que la muchachita, la muy puta, por fin me de la cosita rica. ¿Ser escritor o poeta? ¿Yo, que veía en el colegio a una sarta de maricones lameculos que siempre andaban repartiendo las chuletas? ¿Yo, poeta, escritor? la verga.



II. LA ESENCIA DEL GUAGUANCO

¿No dije? Los choros son lacra tuseril. Llegó uno. No, era un trio. Se meten entre la gente. Yo estaba recibiendo carga de la bodega y lo veo a Bigote que sale embalado hacia la puerta y me llama: Lorenzo, vente. Bajo del camión y me las voy oliendo. A lo que me acerco el choro sale bacanote con unos churumeles newton. Bigote le pega un puñete en el pecho, de esos que sorprenden por el sonido. Lo agarra de la camisa y le dice pasa los zapatos chuchetumadre. Lo mete en el almacén mientras yo lo sigo. Lo lleva al fondo y lo hace sacárselos. Déjalos ahí maricón, te vas a pata. Lo agarra del pelo y a lo que lo iba sacando yo me arrecho de verlo todavía medio sobrado y fum, le hundo el culo de un sonoro patazo. Bigote le pega un puñete en la nuca, lo agarra de los hombros, le pone la pata en media espalda y lo lanza a la calle. En la próxima te damos plomo, afuera hijueputa. Afuera yo me le tiro y el muy meco se pone a rezar y me repite nunca más nunca más por diosito santo que nunca más robo. Lo veo y le digo corre maricón corre y me lo llevo a punta de patadas, brincando, unos treinta metros y luego dejé que se largara. De vuelta al almacén nos cagamos de la risa con Bigote. Lo que más me cabreó es que el muy avión dijo que era papaya chorearse los quesos aquí, eso dijo cuando yo pasaba llevando la carga, me contó Bigote. A mí me quedó en el cráneo la frase “la próxima te damos plomo”. Sonaba bonito: “la próxima vez te damos plomo”. Era como una plegaria si se la decía en voz baja: “la próxima te damos plomo, la próxima te damos plomo”. Era como un eco, como una voz que se venía acercando poco a poco desde un lugar muy distante, desconocido.

Ya no tenía el estilo media-peluca. Me había pelado a mate, de puro chucha. Algo estaba esperando, no sabía qué, quizá la voz lejana que dije antes. En esas cavilaciones estaba cuando se me acerca una chola buena, buen culo. Me dió la impresión de ser algo atávica, media salvaje y primitiva, de venir también de un tiempo remoto. Viene y me dice en corto esos de allá son ladrones. Yo no aguanto paro y me les tiro ¿compran o están de mirandinha? Sí, sólo estamos viendo. A ver pero a-fue-ra chu-cha, se van ahorita. Eran sólo dos pelados, de quince años a lo máximo. Salen y de refilón van cufeando a la chola soplona. Se paran en la esquina y me les boto otra vez, respaldado por Bigote y el Conde quien, como siempre, pasaba más tiempo en el almacén que en el Crónica Roja. Mira tú, colorado, y tú también negrito, yo conozco a toda la gente de la Boca del Pozo. La próxima vez les damos plomo. Y se quedaron callados. Al rato oí una voz que decía en tono damiselo ¿pero yo qué he hecho? Yo estoy aquí en la esquina esperando a mi papá que es taxista. Lo miré fijamente, tranquilo, éste no había estado en el almacén, era el campanero. Cuando venga tu papá, le dije, le voy a recomendar que te cuide mejor el culo antes de que te lo revienten como camareta navideña. Y ahora se largan chucha o los vuelo, dije, apuntándoles con mi recortada. Viernes, seis de la tarde en Guayaquil, último puerto del Caribe y primero del Infierno. La gente que estaba por allí, sapeando la jugada, se hizo humo tan pronto como saqué el arma.

Días después la plaga pandillera nos mandó otro emisario. A éste, sin alargar el cuento, Bigote lo agarró a la salida con unas chancletas turras bajo la camiseta. Lo metió al almacén. Yo le iba a dar con un bate de béisbol que me había conseguido para ocasiones como ésta. Bigote lo había visto desde la entrada y, como perro de caza, lo dejó que solito se pusiera la soga al cuello. Cuando se aseguró del choreo corrió desde la entrada, se fue al fondo y le pegó un puñetazo en las costillas: grandote chuchetumadre, con ese cuerpo de burro y andas choreando. Sácate el reloj, yo le dije, antes de darle el primer batatazo. Y ahí pagó el hijueputa, me lo dió de a guevas y lo lancé a un montón de zapatos viejos. Y pum, con el bate en las costillas. Ahora sácate los zapatos. No, no, me imploró, los zapatos no. Disculpe, cualquiera comete un error. ¿Un error? ¿Un error conchetumadre? ¿Por qué no llamas a tus panas para que te defiendan? ¿Un error? Vago hijueputa, un error es lo que cometió tu madre al parir un gusano como tú. Lárgate ahora. Y se fue, sobándose las costillas. Luego Bigote y yo otra vez nos cagamos de la risa. Maricón, le dije a Bigote, era de haberle quitado los Reebook que tenía y aquí mismo los vendíamos. Al final, acordamos mandar a los choros a pata pelada. Choro turro, el reloj que tenía no valía ni verga.

A pata pelada y así fue. Yo que entro a la oficina del almacén y Bigote me llama: Lorenzo, tengo a una chora en el baño, se iba llevando estos Dunlop. ¿La manadamos sin zapatos? Me quedo frío, lo pienso un chance y nos vamos al baño. Ahí estaba, sentadita en el trono, hecha la cojuda, como mirando pajaritos en el aire. A ver señora, déjeme ver los zapatos. Se los sacó muy delicadamente. Con Bigote la tomamos cada uno del brazo y de dimos el paseo de la verguenza por el almacén mientras la gente la miraba y comentaba. “Esta es la ladrona del día” decía el letrerito que le habíamos colgado en el cuello. La hicimos barrer y trapear todo el almacén. A lo que salió se fue para la esquina de la cuadra, tomó un taxi que la estaba esperando y, al pasar por el almacén, nos hacía yuca con el brazo. Con Bigote la miramos y nos reímos, resignados a tanta guevadilla que pasaba en el almacén. Pero la plaga seguiría su derrotero.

Al día siguiente, jueves en la mañana por más señas, nos cae una pandillita. Cromos difíciles todos, sucios y enchancletados. Bigote se tira a la puerta, yo agarro el bate. Los pandilleros adentro se organizan, se dividen en dos grupos para distraer a las empleadas. A la salida los paramos: en fila india todos, les digo. Tú primero, tú atrás. Fila india, chucha, les repito, aquí se va a hacer la inspección. Los sorprendimos a los rascadores. Y en fila, de uno en uno los revisamos: levantarse la camiseta y alzar los brazos. Y allí fueron saliendo, de uno en uno. ¿Y estos son los que azotan Guayaquil? me pregunté. ¿Estas guevadas de hombre? Choros y pandilleros me caían verga, por vagos y porque andaban jodiendo a la gente pobre, a sus propios vecinos. A las peladas que no les daban el culo a las buenas las violaban. Estos hijueputas, pocohombres, no sabían levantarse a una pelada. Maricones arranchadores de carteras a mujeres viejas, a ancianitas. Cada vez que los veía me volvía al cráneo la frase de Bigote: “en la próxima te damos plomo”. Plomo, golpe y candela. Indenciarlos vivos, meterles un palo en el culo, a ver si aprender a respetar. Estaba cabreado.

Pero otros días eran noteros. Entra un viejo podrido esperjeando puteadas a todo el mundo: unos 200 años de edad y con una cholaza a su lado que quería unos zapatos blancos. Se los doy, los paga, y en vez de largarse, de puro celo comienza a putear al personal de entrega. No hizo pito sino un pitazo. ¿Qué pasa? pregunto. Y el viejo dice que no me meta. Viejo hediondo a tusa de choclo, le digo, amargado al guevo, recoge tu compra y lárgate de aquí. Y se fue puteando a todo el mundo, a mí también como que me tocó la yapa de la retalía. ¿Noteros dije? Noteros pero bien jodidos. Entra un gogotero que quería unas botas porque decía que se parecía a Chayanne. ¿A Chayanne? Tú te pareces a tu mamá y al vecino, y a un karateka que conocí, un karateka cinturón flojo. No hay zapatos para ti, Chayanne del pantano, Chayanne al guevo.

Entra un maraco. Quiero saber en dónde está la sección de mujeres, me dice. ¿En dónde están los zapatos de taco? Me pregunta. Al fondo a la izquierda, señorita. Y el baño, al fondo a la derecha. Y la casa del gafitero, aquí nomás, a la vuelta, le respondo en seguidilla. Y el maraco me torció y se perdió almacén adentro, confundido entre la gente y los montones de zapatos, cual dama en fuga en una noche de tormenta. Se probó todo tipo de zapatos y en todos los colores: anaranjados, rojos, verdes, amarillos: maricón arcoiris. Después se puso felpas de dormir, con muñequitos, y una batona rosada media transparente: maricón soñoliento. Y siguió con unos mocasines con dibujos de las tortugas ninja. ¡Ninjas como yo! Exclamó de gusto, porque yo practico karate y estos me quedan I-de-al: maricón amansa-guevo. Después se despapayó por completo y se fue de caldo y se probó lo que más pudo, dejando todo desordenado: botas vaqueras, de camping y montaña, de baile. Quiero unas como las que usa Madonna o Xuxa: maricón coreógrafa, hombre y damisela. La loca llevaba unos diez pares de zapatos encima y yo atrás: señorita, ese zapatos ya está comprado, señorita, déjeme ayudarla, señorita, no puede meter la mano en ese baúl, señorita, no ensucie el zapato. Hasta que se cansó de oirme y me reclamó: ¡Ay, pero usted me persigue peor que marido en celo! Y zúc, me mandó la mano a la varenga. Saca la mano, maricón chuchetumadre, le dije. Y riéndose gritó la tiene chiquita, la tiene chiquita, la tiene chiquita. Bigote, que andaba cerca, oyó el avasallo y se fue de risa y sapada para foquearme. Después de un rato vino la cholita, ya al tanto del asunto, y me dijo ¿y con eso me quiere dejar virola? ¿con eso tan chiquito? Ese pipí esta bueno para comer gallina, remató heroica. Y se rió también. Te voy a poner de rodillas, le dije, te la voy a meter en la boca un par de horas para ver si la tienes como culo de gallina, le contesté.

Viernes por la noche, otra vez. Se aparece un disc-jockey, pelito largo, un tatuaje y el cuento de siempre: una rebaja de precios. Le expliqué muy cuidadosamente por qué no era posible hacerlo. Sacó un tuco de billetes de a 10 lucas y me tiró un verbo de que en la Yoni el cliente tiene la razón, de que tenemos la mente subdesarrollada, de que nunca más iba a volver al almacén y que le haga la factura. Mira, le dije, te he explicado educadamente por qué no puedo hacerlo y tú sales con lo que pasa en la Yoni. Y como en este almacén el que manda soy yo, te pido también con educación que salgas o te rompo el culo a patadas. Verde se puso el hijueputa, limpia-disco al guevo. Otro olla. Pero es que yo quiero los zapatos, disculpe y haga la factura y no se hable más. Que te la haga tu madre y lo agarré del moño notando, para mala suerte mía, que también usaba arete, y lo saqué del local. Bigote, al ver todo esto se quedó frío y se acercó con cautela para saber si era choro. No, le dije, es bailarín, y a lo que camina va tirando piedritas al abismo, porque trastrabilla y lo bordea. No me preguntes guevadas tú tampoco, Bigote a la verga. Y me volví arrecho al escritorio. ¿No será hora de que te vayas sacando el arete? Me preguntó para encamar. Primero me saco la verga, le contesté, y déjate de indirectas chucha. Estaba arrecho.

Era viernes dije, pero viernes negro. Golpe de quince minutos para el cierre se aparece el Chino y me dice: Lorenzo, la muchachita se casa. Me quedo frío. Te voy a dar plomo viernes negro. Cierro todo. Me salgo con el Chino y me enrumbo al Cabo Rojeño para hacerme funda. El Conde caería más tarde, seguramente.


III. LO TUYO ES MENTAL

Cuando íbamos a entrar veo a Pajarito Bayona, Maridueña y el Pibe Bolaños, conversando con Yoyo, afuera del Cabo Rojeño, tirando unas cervezas. Qué fue Lorenzo, me dicen ¿Te instalas deúna? Sí, les digo, golpeado por la infausta noticia que me dió el Chino. Malaguero este Chino también, malaguero malanoche. Entro y, como siempre, la música a full, alguien tocando las maracas y la canción de Tito Nieves que decía cada hora/ cada día/ siempre la misma agonía/ no se cómo la voy a olvidar. Chucha, comento, como que me la están dedicando. Nos sentamos en el mostrador (que allí llaman barra pero que más parece mesa de carnicero) y pedimos dos, bien heladas por siaca. Ya no quería hablar de los mismos temas. Se casa y se casa y frío y que tenga hijos y le pongan los cachos y se haga gorda, vieja y fea, a la mierda todo y ruás ruás, me bajo dos botellas de un solo tiro. Lalo, el hermano de Yoyo (nombres medio sospechosos también) se me acerca y me pregunta ¿Lorenzo, no sientes como olor a campo, como olor a establo, a vaca, a chivo? Calla careverga pon dos más, le respondo. Lo que usted diga, señor gato. Se caga de la risa y me pone la de Bobby Valentín que dice la boda de ella/ tiene que ser la mejor/ va a estar llena de maíz/ y también de mucho amor. Y así, poco a poco me voy al fondo, imaginando que todo iba a terminar en una furibunda borrachera de despecho. Ponme algo viejo Lalo, le pido, “Cunaviche adentro”, “Vuelve”, “Don Goyo”, algo para beber en bruto.

Miro hacia arriba y noto el ventilador con adornos de cristal; en la pared del fondo, junto a los parlantes, una estatuilla de la virgen acompañada de velitas y retratos de Cristo y otros santos. A un lado, colgando de un clavo, un tuco de hojas para espantar malos espiritus y unos rollos de cinta de empaque. A los costados de la barra hay fotos de quienes murieron, también imágenes y fotos de Emelec y Barcelona. Pero veintidós cojudos corriendo detrás de una pelotita no me podían hacer olvidar a la muchachita a quien, a esa hora, ya la tendrían patas al hombro sin mucho esfuerzo. Esa verguiza era como perder por goleada. No, no podía celebrar. El dolor era muy grande, como Héctor Lavoe yo estaba enamorado de un imposible y nada podía ya vencer la ardiente espera, resolver para siempre mis dilemas, definir si me salvo o si me pierdo. El Chino hacía rato que estaba pluto. Sólo un par de bielitas y ya le hacía falta un periqueo.

A mi derecha estaba una pareja haciéndose trapo a besos y toqueteos. La mujer era una mulata atractiva, ya mayor. El era un man bien entrado en los treinta, con el brazo enyesado y unas bendas en el pecho y la frente. Dios le da barba al que no tiene quijada, decía yo con envidia. Ella me vió triste y oí que comentó el muchacho tiene una pena de amor. El man me miró sin decir nada, pero pude notar que traía una pistola. Celia Cruz cantaba toromata yyyy toromaaata/ toromata y rumbambelo y toro mata/toro/torito/toro. Estaba borracho pero no en la antesala del vómito en la esquina. Mi mente alcanzaba el punto en el cual el alcohol vuelve más nítidas las cosas y todo se afina. El tiempo se transformaba en una pantalla en la que todo se resumía: el cuartel, el almacén, los ladrones, la policía, la muchachita, mensajes violentos, olores, sabores. La cerveza aumentaba la fidelidad del sonido. Yo captaba mejor los mensajes y veía como en cámara lenta los movimientos de borrachos bailando entre ellos. Y así también percibía las canciones: Oigo una voz que me dice, agúzate que te están velando/ Y yo pasaría de tonto si no supiera/ que uno tiene que andar mosca por donde quiera/ y es por eso que yo digo de esta manera/ que este individuo no sabe en qué se metió.

A mi lado la pareja seguía besándose. Ella lo miraba con ternura, le acariciaba el rostro, ponía su cabeza delicadamente sobre su hombro. El le decía algo en la oreja y los dos se reían. Lalo, desde el otro lado del mostrador, me dice esta es la última de la noche. Se calló, aplastó el botón y limpia y perfectamente se oyó otra vez la voz de la mujer más talentosa del Caribe, y me decía que pena me da tu caso/ lo tuyo es mental/ que pena me da tu caso/ lo tuyo es mental.


IV. PARA COMPONER UN SON

Voy al sur de la ciudad. Me viene a ver Bigote: Lorenzo, nos vamos a la bodega, hay relajo por allá. Después de las chupizas la imagen de la muchachita me atormentaba cada vez menos. Total, ya debía llevar algunos metros de varenga. Después de estos meses ya debe ser zaguán, me decía. Era casi mediodía y Guayaquil era el horno de siempre. Salgo del carro y exclamo qué chucha es esto. Había unas tres mil personas apelotonadas tratando de parear zapatos. Cinco refresqueros, dos panaderos, cuatro heladeros, un bollero, un cevichero, un venderos de frutas y ocho policías completaban el paisaje. A lo lejos, como en una visión, cientos de niños lombricientos luchaban por mezclarse con los demás, mientras otros policías los amenazaban. Venga por aquí joven Lorenzo, me dice un grandulón que tenía un tolete y una gorrita azul. Adentro de la bodega la gente se arremolinaba, insultaba y se peleaba por un zapatito brillante. Ese es mío, ese es mío gritaban. Como si se tratara de la gran verga, del eslabón perdido, del número mayor de la lotería. Al fondo vi a tres cholitos corte de pelo Yoni, cada uno con su respectiva mochila. A los pocos minutos había sólo dos mochilas. Tomé la recortada y me fui disparando a la parte de afuera, aún nadie había recogido la tercera mochila. Los tanteamos con Bigote y ellos seguían con cara de cojudos preguntando qué pasa, qué pasa. Qué pasa tu madre, les dije. Los pusimos contra la pared, brazos alzados y patas abiertas, dato operación comando. Abro las mochilas y encuentro zapatos de niños, dos Reebook y un Jordache. Me miran y me dicen nosotros somos pobres, por eso robamos. Sí, les dije, ustedes son pobres, pero pobres hijueputas es lo que son, pandilleros conchesumadre, cien sapitos cada uno. A saltar mamavergas, les decía mientras los arreaba. A todo esto, tres policías norros se cagaba de la risa. Hágalos trabajar Don Lorenzo, los muy muérganos. No les dije nada a los tombos, aunque con gusto les hubiera dado un cachazo a cada uno. A lo que voy saliendo del patio hacia la calle veo a otro tipo contando zapatos de un sólo pié. Alguna compañía de cojos, pensé y me reí para mis adentros. Total: diez lucas por todo y a ver qué coño hacen con esos zapatos chullos.

Veo otra vez a la gente aglomerándose, aumentando. Los vecinos temían un azote vandálico, de esos que hacen las muchedumbres hambrientas cuando topan fondo. Pero, sapos y aniñados como son, se habían instalado en los balcones, gozaban viendo a la gente pelearse y putearse por un par de zapatos. Circo es circo, me dije. De pronto, se me vino otra vez lo del casamiento de la muchachita. El sentimiento estaba como estaca en el corazón, y recordé la canción de Julito que dice el día que me olvides alma mía/ yo sé que existirás en mí penar/ al verme solo, triste y olvidado/ mi vida la haría arrancar. Me dieron unas ganas inusitadas de llorar, de tirarme a moco tendido en medio de toda esa puta gente. Si los lazos que nos unen/ se llegaran a romper/ que se acabe ahorita mismo/ la existencia de mi ser. Túc túc, siento dos golpes en el hombro. ¿Quiere tomarse un cristalito Don Lorenzo? me pregunta un viejo medio seco y pellejudo. No le contesto. Agarro el vaso y adentro te fuiste-guisky de caña. Y el viejo comienza a contarme que acaba de rematar su casita en el Guasmo, más al sur de la ciudad.

Yo trabajaba en la Cartonera Nacional, Don Lorenzo, luego el trabajo se acabó. No fue la huelga, no fue el patrón tampoco. Un día nos dijeron que la compañía había quebrado y que nos iban a liquidar con lo que se pudiera. No nos dieron nada y yo tuve que salir a vender cuero reventado y encebollado, que era lo único que podía vender. Fue duro al principio, ahora ya me tiré al dolor. Cuando uno es pobre se acostumbra rápido a la mala suerte. Yo lo miraba con cara de esta canción ya la conozco. El viejo se toma otro trago y me dice hágale usted también Don Lorenzo, hágale con confianza. Tomé otro y me senté en la vereda y ahí comenzamos un adúo de pasillos mientras en los balcones de las casas seguían los aniñados viéndonos con escándalo, pero disfrutando de que en el teatro de la vida a ellos no les hubiera tocado la parte trágica.

Llegando el atardecer, la caída del sol era el presagio a otro tiempo. Bigote ya se había ido. De la multitud sólo quedaban unos pocos, vagando sin hacer nada y sin tener nada que hacer. El mundo podía hundirse lentamente o ser destruido en un instante por un terremoto, poco importaba. El viejo seco, ya bastante entrado en la chupa me invitó al Guasmo, que es un poco el principio del fin del mundo. Lodo, pandillas, casas de caña y muertes y unas hembras que, lo sabía, podían provocar las más fuertes erecciones. ¿Qué esperas Lorenziux para vencer esos territorios? Y presto me fui con el viejo.

Llegamos a una chocita de majagua y caña. El viejo tenía una radio que funcionaba lo suficiente como para amenizar la noche y la canción decía amigo, por qué tomas tanto/esa mujer nunca te amó/ y se burlaba de ti cuantas queriiiiiíaaa. Era ya cerca de la medianoche. De pronto apareció un enano. Cortadito, lo llamaba el viejo. Se parecía al Tintín. Andaba en pantalón corto, chancletas y sin camisa. Yo estuve esta tarde en la bodega y quiero proponerte un negocito, empezó diciendo. Tengo un dinero por allí, podemos trabajar juntos, tú me das la merca a vaca y yo te cruzo unos meyocos tapiñados. Mi gallada trabaja en el golfo y quiere cambiar de oficio. Con los policías merodeando ya no es lo mismo. Además, la competencia es muy grande. Otros han entrado también en la jugada y las camaroneras no dan para todos. Hay una banda, Los Duendes. Les decimos así porque nadie los conoce, pero han cambiado el negocio. Asaltar es una cosa, matar otra. Imagínate que estás ahí, sentado en tu canoa en medio de la noche y de repente zuás, tu cabeza queda separada de tu cuerpo, rodando por el piso, carroña para tiburones. No le repliqué nada.
Solo tomé otro trago. ¿Hacemos o no el negocio? me preguntó. No le contesté, a mí no me gustaban los sapos. Había estado pensando en cómo moriría. ¿Cómo vas a morir Lorenziux? Una vez vi un cementerio más arriba de Montañita. En ese momento supe que quería ser enterrado en un cementerio chiquito, en un pueblo de pescadores. Y morir con mucho hielo sobre el pecho, mucho hielo, como un tiburón desgajado por cuchillos.

Cuando desperté no había rastro de Mochito ni del viejo pellejudo. La emisora decía son las cinco y cuarto de la mañana. Soplaba un viento fuerte que metía remolinos de tierra en la choza. En qué verga me he metido, en qué verga me he metido, me repetía lentamente, mientras buscaba una manera de salir del Guasmo. Por suerte pasó un bus, medio chacretolia pero funcionando. Me trepo al andar y a lo que me siento un tipo me queda mirando y me pregunta ¿no eres el del almacén? Yo siempre voy allá y tú trabajas allí. Sí, le digo, pero de a vaca porque eso es de mi bróder. De tu bróder, y que haces por el Guasmo. De todo hay que probar en esta vida, le digo. Bueno, casi de todo. Y ahí le corté nota porque no estaba para parlamentos.

El bus ya iba por el barrio Cuba. Estaba sucio, hediondo. ¡Qué chucha! me dije, en peores he estado. Me bajé y me fui a pegar un encebollado. Empecé a caminar por la Domingo Comín rumbo al centro. Paso por el Colegio Salesiano Cristobal Colón. ¡Tu madre! le digo al colegio y me pego una meadita aguardientosa en el muro. Un guardia me había estado viendo y me grita ey ey, borracho, anda a mear a tu casa. No puedo, le contesto, tu mujer dice que vas a llegar temprano. Y, luego de subirme el cierre, desaforado le grito ¡CHUCHETUMADRE! y pego la carrera. Debían de ser las seis y media o algo así. Las aniñadas de la Inmaculada pasaban veloces en sus buses escolares.

Me meto por la Zona Naval. Hace tiempo que no camino por aquí. La última vez estaba con un culito rico, digo medio nostálgico. El sol empezaba a salir y el calor ya se venía. Me fui al depósito de cerveza y compré una bien helada. Pedí un ceviche en uno de los quioscos y allí me senté, a ver pasar el agua chocolateada del río Guayas. Algo me hacía detestar la vida que llevaba. Mucho era tener que lidiar con todos esos hijueputas todos los días. Para lidiar así suficiente conmigo.
Dos mujeres trabajan en el quiosco, me ven y se rien. ¿Y usté tan temprano y ya bebiendo? Todavía estoy disfrutando el día de ayer, les dije. Una de ellas, la más joven, tenía una sonrisa amplia y hermosa, ojos negros piel canela/ que me llegan a desesperar. ¿Puede poner alguna música? Cualquier cosa, les pedí tímidamente. Puso 11Q, una emisora de música aniñada en inglés. No entendía nada y seguro que ella tampoco. Qué chucha dije, de todos modos me gustaba, y la negra estaba como mango. Después cambio a Rumba y sonaba morena de la tierra que me vió nacer/ para darle mi querer/ la quiero con ojos negros/ morena y que sea boricua. El sol estaba alcanzando lo alto. Llegaba más gente. Desde un rincón escuchaba sus conversaciones. Caminaba un par de cuadras, regresaba, conversaba con algunos muelleros y pescadores, y otra vez venía al quiosco por más cerveza. Y así me pasé toda la mañana. La magia del Barrio del Astillero estaba en mí. Era invencible, sabía que tenía un par de ideas en la cabeza, sólo me faltaba descubrirlas. Algo me decía que, después de todo, las cosas no podían ser tan aburridas o malas en la vida. Cuando uno empieza los veinte, eso que llaman la soledad, después de todo, no debe ser tan grave.