miércoles, 30 de julio de 2008

Cita con todos en Guayaquil


Gente: estaré en Guayaquil del 8 al 22 de Agosto (de llocame), pero el miércoles 13, a las 7pm, será el lanzamiento de mi "Rumor de inventario", una antología por mis 30 años de literatura. Lugar: Centro Ecuatoriano Norteamericano. Caigan por allí que la fiesta es para ustedes. O nos vemos de regreso al blog, luego del 23. Abrazos para todos. Fernando Iturburu.

Me llaman el hombre duro

No hay un bravo sino muchos bravos que, cuando se encuentran, terminan de aclarar las cosas a punta de puñete. Así lo vi un día de mi infancia en que Cucho y Caballón decidieron quién era quién. Recuerdo las fintas, los esquives, las trenzadas de puños y cabezasos, el código de honor de no darse en el suelo. Recuerdo todo como en una foto instantánea. Luego pasaron los años y Caballón se fue a Estados Unidos sólo para regresar una vez más. Tenía la misma sonrisa y los mismos ojos achinados, y era como si el tiempo hubiera pasado en balde. Cucho siguió cantando canciones de Leonardo Favio en las fiestas, tomaba la guitarra y arrancaba: “Ella/ella ya me olvidó/Yo/Yo la recuerdo ahora” y las luces rojas caían sobre su oscuro y duro rostro y las parejas bailaban lentas y apretadas.

En la vida muchas cosas sólo dan vueltas. Como todos, Cucho encontró un trabajo de guardespaldas o algo así. Estaba viejo aunque no lo sabía, o no quería saberlo. Sin embargo, tuvo que reconocerlo una tarde de naipes en el parque cuando no quiso pagar lo que había perdido hasta ese momento. Nunca es una buena idea tener cuentas pendientes, y menos en el barrio. Cabeza de Tarro, que ya no era un niño y tenía un cuerpo de tanque, le pidió dos veces que le pagara lo que debía. Cucho, siempre bravucón, le dijo que no y lo desafió sólo para terminar bien trompeado y pateado en la calle.

Cabeza de Tarro era malo y malcriado y sabía que iba a gozar algunos años el cetro de ser el mejor puñete del barrio. Como todo buscapleitos anduvo metiéndose en broncas por todo lado, y así también tuvo que recibir unas cuantas lecciones. La primera fue que él no era invencible, como parecía creerlo, y la segunda que la venganza siempre es resultado de un recuerdo no superado. Derrotado una vez en un avasallo, planificó la venganza y terminó incendiando una casa. Otra vez tuvo que aceptar una dura derrota a manos de Douglas Ronquillo, el sobrino de Careplato, quien a su vez debía cuidar a su hermano Nino, que también andaba de bronca en bronca. Y otro peleador bravo tuvo que aceptar otra derrota de Babita, y otro de Ernesto Medina, y otro del negro Bermeo (el Pío), y otro del negro Jim, y otro del negro Saint’Omer, todos de la Ciudadela. Gente que por lo general se mantenía a la zaga de problemas pero que había aprendido en silencio las destrezas de la pelea callejera. Y así, hasta entender que cada uno tiene su hora de salida y llegada. En otras palabras, y como dijo el enano: que en la vida no hay peleador pequeño. Eso lo sabían Galleta y Manuelón, que no eran muy altos pero que sólo les bastaba agarrar al rival por la cintura, elevarlo lo más alto posible mientras aguantaban un par de puñetes, y tirarlo al piso con la espalda partida para, allí sí, “estropearle la careta con las botas” como decía Galleta cuando se cabreaba.

En la mitología del barrio, el peleador callejero, de mano limpia o de cuchillo, siempre lleva un lugar destacado. Sólo merecieron el respeto de todos los que respetaron a sus rivales y a la vida. Uno de ellos es, al mismo tiempo, todos ellos. El barrio siempre fabrica peleadores, pero sólo recuerda con orgullo a aquellos que se sintieron nerviosos a la hora de la hora porque llegaron a percibir la eterna levedad del ser humano y abrazaron la idea de que todo acto heroico es también una derrota, que lo que ocurre en el presente ya ocurrió antes y sólo se repite en un nuevo acto, como bien lo señala Jorge Luis Borges.

Los peripatéticos del barrio

La primera vez que leí sobre Aristóteles me enteré de que era un filósofo griego que tenía, entre otras mañas, enseñar mientras caminaba. A este estilo pedagógico lo denominaron "peripatético”. Al mismo Aris¬tóteles a veces también lo llaman así: Peripatético. Claro que eso de peri suena a pera, y lo de patético a pata, y todo junto a paro patético, también suena a “andar a pata”, o sea a caminar pura y simplemente por la calle. Pues bien, sin saber tanta vaina, sin haber estudiado mucho para saber todo eso, en mi barrio también teníamos nuestros Aristóteles: el Baby Juancho (Careplato), Manuelón y Ceviche de Concha. Los tres podrían haber dado mucho celo a toda la gama de filósofos griegos que tanto ha estudiado la humanidad. Veamos por qué.

En las tardes de invierno, cuando arreciaba la lluvia y el verdor de las plantas era refugio de insectos y chapuletes, nos íbamos a caminar por la Ciudadela. Había mucho de mágico y ritual en esas caminatas: Espíritu de equipo, solidaridad y hermandad no enunciada. Por la noche también íbamos por las casas viendo sus detalles, a la pesca de algun evento extraño.

Una de esas, después del torrencial aguacero de la tarde, pasamos por una de las villas grandes y escuchamos llantos y gritos. Desde detrás de la verja nos acercamos silenciosos hacia la ventana de la sala y luego a la de un cuarto, y vimos claramente la sombra de un padre azotando a su hijo en la espalda. No recuerdo si era un látigo o una correa, pero le daban duro, pausadamente, como en una violenta ceremonia de castigo, mientras una muchacha lloraba amargamente e imploraba: no le peguen a mi ñaño, no le peguen a mi ñaño. Nos quedamos un rato callados, todos allí, pegados a la verja de la casa, ocultos entre las plantas, hipnotizados por los golpes, diciendo “le están pegando al Colorado Borja, el viejo le está pegando al Colorado Borja”. Aún recuerdo ese momento de salvajismo y ceguera de un padre, que es la misma maldita ceguera y salvajismo de todos los padres que no aman a sus hijos. Con los años volví a ver una vez más al Colorado Borja, caminando por la calle, gordo, serio. Pero en realidad a quien veía era al mismo niño que golpeaban esa noche, lejos de mi barrio, en esas casas grandes de esquinas oscuras por las que aprendíamos caminando.

Esas noches nos internábamos en otros barrios, territorio apache. A veces un hombre extraviado y encontrado en la noche aparecía en busca del amor, y lo asaltábamos entre todos. "Pero de uno en uno", decía. Caretopla, Manuelón y Ceviche, los peripatéticos, no aguantaban paro y eran los primeros en la fila. ¿De qué hablábamos? Eran chismes, historias viejas, leyendas de los Rey del Moco por ejemplo.
Rey del Moco era un muchacho medio enano y gordito que vivía en la hacienda el Guasmo. A su hermano le decían Príncipe del Moco y a su hermana Princesa del Moco. A veces los tres aparecían montados a caballo y, látigo en mano, nos correteaban por las calles y callejones del barrio, con sus caras pegoteadas de moco en las mejillas y las orejas.

A veces, Galleta también se juntaba a los filósofos griegos del barrio. Si Aristóteles era un pendejo al lado de los peripatéticos del barrio, Galleta le hacía un toque a Saussure y lingüistas de académica ralea. ¿A quién? A Saussure: Lingüista suizo que dijo que las palabras no tenían relación con las cosas. Galleta, sin leer a Saussure ni a nadie por el estilo, les preguntaba a los peripatéticos por qué al uno se le dice uno y al dos dos y al tres tres. Y por qué el uno va antes del dos y no del cinco. ¿Es que alguien me puede explicar eso? gritaba. Ante el silencio añadía: Valen verga ¿No dicen que están en el colegio? ¿Para qué van al colegio si no pueden responderle al Gran Galleta? Y ellos le gritaban ya cállate Galleta, déjate de fumar esa huevada, esa mierda de burro te está dañando el cerebro, te dejó loco el loco Taboada. Pero nadie en realidad sabía la respuesta. Es más, nadie entendía la pregunta. ¿Quién se imaginaba que setenta años antes, en otra parte del mundo, alguien habría dicho lo mismo pero de otra manera, frente a un auditorio de viejos ciegos de conocimiento? ¿Quién habría imaginado que el dorado sueño de Aristóteles cruzaba por la mente y la boca de la gente del barrio?

Los peripatéticos una vez se aparecieron con un pupitre robado del Eloy Alfaro. Se habían metido por un hueco de la cancha de fútbol y, haciendo gala de un inusitado espíritu choretril que ya presagiaba el pandillerismo, decidieron agarrar el pupitre verde, cargarlo y ponerlo de adorno en la esquina. Y allí estaba ese mueble monstruito para asombro de todos. No teníamos donde sentarnos, fue lo único que dijeron como excusa. Semanas más tarde, ante el evidente deterioro del asiento, fueron más lejos: robaron del fondo de la zona de los aniñados un banco de cemento. No les dio pereza traerlo desde tan lejos. Lo pusieron junto al poste a la voz de ahora sí ya tenemos donde sentarnos. Oye, si quieres vamos a ver otro, que esos aniñados de La Favorita son ahuevados.

Pero no era así, no necesariamente. Eso quedó evidenciado cuando Maranata, un loco de la última calle de la Ciudadela, medio amigo de la Huasa, del otro lado del parque, paseaba en bicicleta por zona aniñada. Tuvo un medio accidente sin importancia pero decidió putear a los aniñados quienes se quedaron callados pero, una vez lejos, le gritaron al unísono “Baja la válvula”. Cosa que, sin mediar más, hizo que Maranata fuera veloz a su casa en busca de un machete, para dejar en claro quién era el man. Pero como la pica era grande, la gente decidió unirse a otros grupos y en masa nos fuimos a la zona de los aniñados quienes, ni cojudos, también habían hecho su bulluquito de gente. De eso sabe mucho Tanano, el hermano de la Huasa, quien había decidido irse a parar con ellos, dando muestra de seria afrenta y traición a la gente del barrio, la de la tienda “La Gloria”, como se identificaban por ese entonces. La puñetiza en masa quedó en suspenso cuando el perro Bolivín se trancó a puñete con un aniñado que quería bajarle la pinta. La gente hizo barra, conatos de bronca más grande pero de allí todo quedó en veremos. Ánimos calmados, iniciamos el regreso a nuestra esquina. Quién iba a saber que ese era sólo el principio de un odio que se vería con más fuerza en los partidos de índor y algunas fiestas.

Así ocurrían las cosas en las noches de invierno, cuando los peripatéticos del barrio se lanzaban a aprender algunos asuntos de la vida.

Creplato, el Oso, el Cuervo y los otros

El título suena a cuento infantil y en determinada forma lo es. El que primero llegó a anexarse a la gente de la esquina fue el Careplato. Antes lo llamaban Carecuchillo y, como era mayor que los demás, se divertía azotando con sus maldades al que primero veía. Por ejemplo, se trepaba en los columpios del parque, atrapando en sus piernas a cualquiera que tuviera la suerte de mecerse, y lo llevaba por las alturas haciéndolo temblar de miedo. A veces andaba jodiendo con otros desaforados. Pero una noche en que estábamos en la esquina, se apareció callado y se paró a poca distancia. Era un escena rara porque lo veíamos y nadie decía nada porque nadie sabía qué mismo quería el temido Carecuchillo. Luego alguien le dirigió la palabra, creo que le preguntaron si quería parar en la esquina y dijo que sí. Era conmovedor que alguien tan malo se pegara a nosotros, que no éramos precisamente unos niños obedientes pero tampoco llegábamos a los extremos del nuevo invitado. Así, Carecuchillo fue debidamente rebautizado como Careplato y, a insistencia de él, pues afirmaba que era aniñado de fina estampa, rebautizado otra vez como Baby Careplato, o Julito Leoncito Ronquillito, como nos haría repetir en voz alta y palo en mano poco tiempo después.

Baby Topla no jubaba pelota ni andaba metido en los deportes como los demás, pero asumía las funciones de representante del grupo en las ligas interbarriales. Allí se sentía a gusto: gritaba, reclamaba, vociferaba y peleaba, al mejor estilo de su pasado carecuchillil. Organizaba también a los grupos para ir a tirar camaretas a las casas a fin de año, armar peleas por puro encame y hacer las bromas más crueles. En esos asuntos llevaba un mano-a-mano permanente con Rey, el Salvaje Machucagente. Al Baby Topla tampoco se le escapaban ni los amigos del mismo sexo ni los animales que anduvieran perdidos por allí: todos marchaban al calor de su incontenible apetito sexual.

Pero no era eso lo único ni lo mejor de él. Careplato era también el mejor bailarín del barrio: Llegaba con la ropa de última moda y se ponía a bailar todo lo que fuera Motown y la naciente música disco. Sin problema, se paraba en media calle mientras lo veíamos riéndonos con envidia y hacía los pasos que había aprendido en la discoteca o la televisión. Con una disciplina casi religiosa estaba a la misma hora que los demás para reírse de la vida y pelearse con quien fuera. Los días de diciembre iría también al Guasmo a tumbar el árbol de navidad de la esquina, recogería dinero para las luces, montaría guardia para que no se robaran nada del Nacimiento. Con Monín, Manuelón, Pinina o el Salvaje Machucagente, inventaría las bromas más demenciales y un día escribiría con cal en los muros del colegio Eloy Alfaro un gran corazón flechado que decía: “Sopa de queso y Ginger se aman”, en referencia al loco Huguito y su loco amor. Huguito era sólo un flaquito cabezón que andaba enamorado y, como todos, se reía de las locuras de Baby Topla.

A éste, todo le habría ido viento en popa si un día no se hubiera aparecido el Oso, un peludísimo muchacho quien, con su delgada figura y educado comportamiento, vestido con ropa de hombre viejo, se paró en media calle, donde siempre lo hacía Baby Topla, y se puso a bailar como John Travolta en Saturday Night Fever, cosa que hizo que la gente aplaudiera y Topla se muriera de envidia y rabia. Más aún, cuando el Oso se descubrió como un excelente diseñador y pintor, habilidad totalmente desconocida para nosotros. En la misma esquina del barrio agarraba carbones y tizas y se ponía a dibujar tiras cómicas, mujeres encantadoras y cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. El remate fue cuando hizo los diseños de los equipos de fútbol. Como un fino modisto traía muestras y nosotros las comentábamos para nuevos cambios. El Oso, su hermano Pastora (Chabaco) y Padre Bazurco, venían de dos callejones atrás y estaban entre los menores del barrio. Baby Topla era el más viejo.

El último que llegó al barrio fue el Cuervo, que en esa época era un muchacho tímido, bajado a látigo de Bucay, que no pateaba pelota ni en sueños. El Cuervo era el primo del cholo Cepeda y su familia se había venido a vivir a Guayaquil. Como todos, fue acogido por la gallada pero su mirada estaba en otro mundo, ya de gente más vieja y seria que pensaba en trabajo y familia. De ellos quedan los recuerdos de cómo fueron y las noticias que de repente nos llegan desde lejos o gracias a la coincidencia de un encuentro en alguna calle de Guayaquil. En la memoria, sin embargo, Careplato y el Oso aún siguen en ese mano-a-mano de baile llevado a cabo en la calle, frente a todos, mientras el Cuervo los mira incrédulos diciendo que esos pasos son muy difíciles para él, que el man es salsero, que mejor se va donde Cortijo, al Barrio Cuba, y se trepa en su flamante Cóndor mientras pone un casette donde se oye a Andy Montañez que dice “Yo soy el alma de un cantante errante/ que vaga por el mundo entero”.

Evocación del fabulador Carlos Medina

A finales del 60, la TV. en Guayaquil iba desde Batman, Cita con la muerte, Maverick, El Rebelde, Viaje a las estrellas, Los Intocables y La rubia peligrosa, hasta las tristes y unilaterales transmisiones de noticias en los informativos. Uno de los relax televisivos era Atardecer ye-yé. Ahora su nombre suena extraño, pero ¿no es también lo extraño un provocador de recuerdos? En el set al aire libre había un conjunto, quizá Los Errantes, los Corvets o Los Dragones y también una muchacha muy joven, casi una niña, que bailaba con botines negros y minifalda, y su pelo largo y rizado caía sobre sus hombros y espalda. Para Absalón Quiróz y yo, esa chica era nuestra futura novia. Ambos íbamos religiosamente todas las tardes de sábados a concentrarnos frente a la pantalla sólo por verla. No sé si Absalón -que sigue siendo uno de los cronopios más queridos del barrio y terminó sus estudios de medicina- alcanzó a verla personalmente, no creo que eso haya importado en esos años.

Absalón, así como Luis Cepeda, eran del mismo signo zodiacal mío. Este asunto no podría haber sido relevante si no hubiera aparecido el primer fabulador que conocí. Se llamaba Carlos Medina. Era un muchacho transparente, imbuído en enciclopedias, temeroso al sol de la tarde y con una radiante atracción por todo lo que fuera conocimiento, experimento de animales y rarezas afines. Carlos aparecía por el barrio cuando nosotros estábamos ya terminando el partido de índor. Vestía siempre con pantalón corto oscuro, zapatos y medias negras y una camisa blanca y limpia, planchada con paciencia de madre.

Antes de regresar a casa nos concentraba a todos con las últimas novedades que había leído. Nos contaba cómo se podía construir submarinos, barcos y aviones. Que era solamente cuestión de saber usar la balsa, poner o sacar la cantidad exacta de agua y cerrar algunos agujeros de ventilación, decía. Nos contaba de su abuelo que había sido pirata y había azotado durante años la cuenca del Guayas y la isla Puná. Nos relataba las increíbles historias de su tío, quien además de tener más de cien haciendas, secuestraba mujeres y las encadenaba. Nos decía que ese mismo lugar, esa calle en donde jugábamos pelota, era propiedad de su otro tío, dueño también de la Ciudadela.

Yo sabía que nuestra realidad de mocosos peloteros de clase media era mucho más brillante y versátil que la pantalla blanco y negro del televisor, mucho más que ese cadáver de terno y corbata que contaba con lujo de detalles cuántos muertos más habían caído en guerras lejanas. Pero sabía también que al lado de nuestro incipiente fantaseo, Carlos Medina era el portentoso resultado de una nueva imaginación que se formaba en el aislamienlo de ese lejano territorio, esa especie de "downunder", desértico y a la vez selvático, que era la Ciudadela 9 de Octubre, perdida en el sur de la ciudad. Ese lugar en donde todos estábamos condenados a ser inevitablemente jóvenes y no necesitábamos de nada ni de nadie; ese espacio en donde queríamos construir nuestro añorado kibbutz. Teníamos que contar sólo con eso para sobrevivir. Era nuestra propia guerra que estábamos librando, lejos del resto de la ciudad, pegados al río y al pantano.

De ese tiempo recuerdo a mis amigos, los tangos cantados por mi padre, a un maestro de escuela, la voz de tenor de Don Sebastián Paredes que aparecía al caer el sol llamando a sus hijos.

Nuestra vida era como el programa de la televisión: un atardecer de día sábado en el cual la gente bailaba y se divertía. Pero se representaba en una tierra diferente: la del imaginario espacio de los muchachos del sur.

Sé que Carlos Medina está en Connecticut ahora. El implacable destino, Dios o, sencillamente, la comedia humana, quisieron que también se transformara en un emigrante en busca de trabajo. No sé cómo localizarlo y tampoco si el encontrarlo haga que reaparezca ese extraordinario fabulador que nos enseñaba a construir descomunales transportes. Sin embargo, sé que en esa región perdida, eso que empobrecidamente llamamos recuerdo, él continúa con sus copiosas lecturas, con su eterno y casi hermitaño refugio en la biblioteca de su casa o en su cuarto, hasta que el implacable sol del trópico desaparezca. Él continúa en la escuela con nosotros y asiste muy temprano a las clases de Geografía y Ciencias Naturales, mientras los demás seguimos escuchando los inverosímiles recuentos de sus parientes.

Cuando Carlos Medina supo que Absalón Quiroz, Luis Cepeda y yo éramos del mismo signo zodiacal abrió las cartas y dijo: "el asunto es difícil porque los tres son iguales y porque siempre van a pelearse y a quererse, como hermanos. Y porque uno de ustedes será feliz “como Dios manda”, al otro lo perseguirá una mujer y un día también será feliz, y el tercero se perderá en el tiempo y recordará para siempre lo que he dicho". Y recogió nuevamente el tarot diciendo con tranquilidad: "¿Joselo, tú también quieres que te adivine la suerte?".

El inconmensurable tiempo hace que uno acuda intermitentemente al mundo de los fantasmas y a sus juegos. La televisión, un partido de índor, una canción, cualquier cosa provoca la agitación de la memoria. El resultado es un salto para volver a encontrarse en el oráculo del tarot y en la premonición de un fabulador de la infancia.

jueves, 24 de julio de 2008

Rodi Carabalí y Rodolfo "El Zorro" Baidal

Por las noches, cuando habíamos terminado las tareas de la escuela y los demás regresaban del trabajo, nos sentábamos frente al televisor. Con la ceremonia del que llega al cine, veíamos Dimensión Desconocida o Viaje a las Estrellas. Y todas la noches, religiosamente, a las ocho en punto, Rodi Carabalí tocaba con educación y lo invitábamos a sentarse con nosotros. Por esa época, él ya andaba por el metro ochenta. Junto a su juvenil y alta figura se notaba una almohada grande bajo su brazo. Escogía, como todos los del barrio, un rincón en el suelo y allí se sepultaba a ver los programas. A veces traía una colcha para protegerse del viento veraniego.

Por nuestros ojos desfilaban las películas en blanco y negro, cortadas intermitentemente por propagandas y propicias para la glosa, ir al baño, contar un chiste o rasquetear el cocolón de la olla. O para que El Zorro Baidal apareciera.

Era durante ese lapso que el Zorro salía de su casa y en el silencio y la oscuridad del callejón, a cuello pelado gritaba “el zoooooorroooooo”, y golpeándose el trasero con la mano, como si fuera caballo de sí mismo, corría veloz a la tienda de la esquina, a comprarle un cigarrillo a su padre. A veces era también Cruz Diablo o los personajes que salían en Jim West. Rodolfo Baidal, alias Gurofo, era verdaderamente el Zorro. No se tomaba en serio ningún papel, simplemente vivía a plenitud su desdoblamiento, como todos, mientras corría, y la gente en las casas se reía de verlo tan inocente. Una noche, sentados en los fierros del parque mientras soplaba el viento, el Zorro se puso a contar historias del Tintín traídas del campo por sus abuelos: “Dice Mamá Dora que andaba con mi abuelo perdida en el campo y llegaron a una loma. En la cima oyeron los llantos de un niño y se aproximaron a la criatura que lloraba. Lo tomaron en sus brazos y mientras lo calmaban ella dijo: ‘Mira que chiquito es, aún no tiene ni dientes’ a lo cual el niño respondió: ‘Sí tengo, míralos bien’ y mostró toditos los dientes y se reía a carcajadas y después se hizo humo”. Todos nos quedamos con el pico abierto, atemorizados.

A esa siguieron otras historias más hasta que se fue haciendo tarde. El viento soplaba con más fuerza pero nadie quería regresar a casa por el temor de encontrarse con los aparecidos de esos cuentos que fluían con simple precisión de la boca del Zorro.

Con los años, el Zorro se hizo buen pelotero, un hombre de amplia y sincera sonrisa, amable al trato, como su hermano Salomón “El Niño” Baidal, compañero en el Alfaro, igual que su padre el viejo Salomón, que en paz descanse. Vivían al lado de mi casa. Al frente, estaba la casa de los Carabalí, de Rodi Carabalí.

Rodi estudiaba en la escuela fiscal y practicaba todos los deportes habidos y por haber, y en todos era seleccionado del equipo, lo cual, modestia aparte, no impidió que una tarde invernal, a mediados de los setentas, el autor de este libelo le hiciera un gol por la galleta, aunque no alcanzara a esquivar el refilón de chancleta del que fue víctima por parte del ya mentado moreno caballero.

Lo vi jugar basketball y cumplir una buena labor en los intercolegiales, sobre todo contra los aniñados de las villas grandes. También lo vi pararse tieso en la defensa de los partidos de fútbol interbarrial, en los cuales, por su testarudez, aplicaba a rajatabla el principio de pasa la bola pero no el jugador. Ya bordeando los dos metros, por lo inevitablemente flaco de su figura, le decían Cigarrillos More. Lo conocían en todas partes y en todas era bien recibido, con chacota, aguardiente, mala palabra y, si había cómo, una tamuguita de ya-ja-já.

Cuando comenzó a trabajar le fuimos perdiendo la pista. Hablábamos muy poco, a excepción de algunos domingos de sol, cerveza helada y ceviche de corvina. O cuando hacía de árbitro en algún campeonato del barrio. La última vez que lo vimos nos conversó que un taxista lo había asaltado. A eso de las once de la noche, por la calle Quito, llegando al barrio, paró el taxi, sacó una pistola y le pidió todo lo que tenía. De su maletín de trabajo Rodi tuvo que sacar los cheques certificados del banco para el que trabajaba. Los cheques los hice anular, nos contó. Lo peor fue que, como nunca, no había nadie en el barrio. Siempre los vagos están aquí menos esa noche. Mala suerte, dijo Rodi. Terminamos la conversación con un nos vemos bróder y se marchó a su casa.

Lo último que supimos de él fue que, como miles de ecuatorianos, emigró a Italia, como lo hizo su hermana Zoila años antes, como lo hizo su hermano Chacho otro caballero que tomó rumbo a Venezuela para nunca más volver.

jueves, 17 de julio de 2008

De lo que pasaba en la Casa Parroquial

Después de verlo en fiestas, de esas con luces negras y rojas, chalecos hippies y música rockera, se había comenzado a hablar de él. Pero ¿quién era el flaco de Mapasingue? Era un puto flaco de pelo largo que había adoptado la bandera de Estados Unidos como vestimenta. Llevaba un pantalón de estrellitas blancas y rayas azules y rojas. Parecía un fantasma sacado del litoral ecuatoriano, de una leyenda de abuelos. Tenía dos metros de alto y el pelo hasta los hombros, y hablaba reposada y tranquilamente. Cuando aparecía en las fiestas se confundía con las sombras de los rincones. Hablaba inglés muy bien. Tenía algunos amigos en el barrio, Galleta era uno de ellos. De repente desaparecía y no se volvía a saber de él hasta la siguiente fiesta. Bailaba durísimo y también metía duro la mano cuando había bronca, como ocurrió un día en la Casa Parroquial.

A principios de los 70, la Casa Parroquial era el centro de actividades sociales. Había cursos de música, funciones de teatro y un jardín de infantes. Estaba obviamente junto a la iglesia de Monserrat y junto a una escuela donde aguantábamos más palo del esperado, más allá del Eloy Alfaro (o más acá, según por donde se venga). Los domingos, la iglesia se llenaba hasta el tope y afuera vendían canguil y otras delicias. Nosotros íbamos más por ver a las chicas que por rezar. Mientras el cura decía la misa, una virgen negra miraba tranquila desde lo alto, y nosotros decíamos cinco padrenuestros y cinco avemarías por habernos portado mal. Durante la semana, la iglesia era el lugar donde nos reunían a cantar himnos religiosos a punta de santo látigo mientras decíamos en coro por mi culpa/ por mi culpa/ por mi grandísima culpa. Nunca hacíamos nada malo pero había que pagar alguna culpa por lo que fuera, pero culpa al fin y al cabo. A un costado de la iglesia, una vez por semana, aparecía un carro de la Pepsi y proyectaba películas de Jorge Negrete y el Cine de Oro mexicano, y la gente se abultaba, cada uno con su banquito, a sentarse a ver las maravillosas imágenes en blanco y negro de los amores imposibles.

En la Casa Parroquial organizaban conciertos de rock que terminaban en pelea. La bronca siempre comenzaba porque Galleta se emplutaba y le mandaba la mano o buscaba pelea a Carlos Taboada. Taboada, aparte de mover el trasero con su taconeo en la tarima, no era pendejo. Cuando se arrechaba se lanzaba desde lo alto, como en película de vaqueros, y caía sobre algún rival para agarrarse a puñetes. Entre sus pasos estaban el del trompo y el paso gitano. Con el primero daba vueltas y vueltas mientras hacía piruetas con las manos, como esas bailarinas sobre el hielo; con el segundo palmoteaba, caminaba rápidamente por la tarima y se amarraba la camisa a la cintura mientras los pantalones acampanados flotaban con la música. Con Taboada venían también los fumones del norte. Pero el flaco de Mapasingue, que los conocía y no se llevaba bien con ellos porque no era aniñado, se venía con la gente del barrio.

Mientras todos se retorcían frenéticos, Héctor Napolitano tocaba melodramáticamente la guitarra a lo Jimy Hendrix y Los Apóstoles hacían sonar los instrumentos entre tanto Jinsop decía I wanna know/have you ever seen the rain. Los Sobre Ruedas, que era el grupo de Cachato, el viejo Icaza y el loco Roberto, cantaban canciones de Los Náufragos, Fórmula V, Los Mitos y Los Tíos Queridos, voy a pintar/ las paredes con tu nombre mi amor/para que sepas/ que te quiero de verdad, o el himno de los borrachos que decía de boliche en boliche/ me gusta la noche/ me gusta el bochinche/ soy un caso perdido/ me meto en el ruido y no puedo parar, o “El extraño de pelo largo” que era una canción casi mística y que describía a los salvajes que llevábamos dentro vagando por las calles/ mirando la gente pasar/ el extraño de pelo largo/ sin preocupaciones va/ hay fuego en su mirada/ y un poco de insatisfacción/ por una mujer que siempre quiso/ y nunca pudo amar. Hasta aquí el decorado auditivo, ahora viene la historia.

Decía que Taboada en cada paso se inclinaba al suelo. Corría, se agachaba y se paraba enseguida, sonreía y ocultaba la sonrisa detrás de un abanico, en tiro Raphael Martos de España ¿De dónde mierda sacaba el abanico? Nadie lo sabía. En una de esas, Galleta, ya entrado en biela, se inclina y le toca la nalga. Taboada, maricón o no, se ofendió con el toqueteo, sacó la pata con fuerza y le dio un plataformazo en la cara. Galleta, arrecho y recuperado, se subió a la tarima, lo agarró del pelo, lo estrelló contra el piso y entre ambos se dieron una divina puñetiza mientras volaban sillas y botellas por la pista. Se armó el coge-coge. La gente de Taboada le cayó en gajo a Galleta y todos hicieron ruma, unos encima de otros dándose con lo que estuviera a mano. El flaco de Mapasingue y los panas del barrio se metieron también a repartir y aguantar cocacho mientras las mujeres corrían despavoridas de un lado a otro, menos, claro, la que sería con los años la famosa Banda de las Bajacierre (llamado en los 80 El Cartel de la Ciudadela). El cura, micrófono en mano gritaba ¡compórtense!, ¡compórtense!, tarea de salvajes. Coge-coge del bueno. Al final, un poco tranquilizados los ánimos, la compostura quiso ser establecida pero ya quedaba poca gente. Otro conjunto, Los Pasos, el más turro de todos, por ahí dejaba oir unas notitas moribundas de dos tambores y una guitarra eléctrica. Ante el abandono del ring por parte de los músicos, el cura se acercó a Rockolita y le pidió que cantara.

La gente del barrio le decía no Rockolita no cantes, esos manes tocan turro y te van a desprestigiar frente a las peladas. Pero fue inútil. A la voz de quieres cantar el man ya estaba rumbo a la tarima, guitarra en mano. Pero ocurrió el milagro.
Rockolita tomó el micrófono y, a lo Daniel Santos, mirando fijamente a los músicos, taconeó la pierna y dijo, un, dos, un, dos, tres, yo no he visto a Linda/ parece mentira.../ yo no he visto a nadie. Nos quedamos mirando entre todos, casi felices. El Cuervo dijo este Rockolita es un chucha. Qué hijueputa, acotó Chocoto, y nos dimos un trago de aguardiente. Luego siguió con un bolero de Alberto Beltrán: Yo no sé/cómo puede la luna brillar/cómo pueden las aves cantar/si ya no me amas tú. Y luego otro, esta vez de Ismael Rivera, que dice si te contara mi sufrimiento/ si te dijera la pena tan grande/ que llevo muy dentro/ la triste historia/que noche tras noche/de dolor y pena/ llegó a mi alma/ surgió en mi memoria/como una condena. Y así continuó el resto de la noche.

miércoles, 9 de julio de 2008

De quién era "Rockolita"

Era de otro barrio, de la zona que llamamos El Rodillo. Era también mayor que nosotros, más de la generación de nuestros hermanos. Jugaba índor que daba miedo y tenía el pelo medio casquillo, un poco claro. Después de una noche desaforada de trago y serenata, cuando llegaba la mañana, Rockolita aun tenía garganta para unas diez canciones más. La noche, alumbrada de luna y sacudida por el viento del verano, había sido un festival de antologías de boleros, rumbas, cha-cha-chás, valses y pasillos montuvios, aunque las que mejor le salían eran las de Nelson Pinedo y Lucho Barrios. Sin embargo, cuando llegó la mañana con su inevitable tibieza, con la magia de diez minutos que se viven cada día mientras el cielo azul oscuro cambia a celeste, Rockolita, como un pájaro cantor parado en una rama que mira la ventana de su amor imaginario, gritó desde el corazón Amada mía/ grata sorpresa la que me has dado/ yo necesitaba un amor/ y me has enamorado, mientras todos lo mirábamos sabiendo que en su voz se iba también nuestro amor junto con el tiempo. Amada mía/ mis lares claman tu presencia, seguía, mientras la guitarra sonaba y acercaba con su mano izquierda la botella de aguardiente. Con guitarra o sin ella, Rockolita siempre se lanzaba a voz pelada, solito, a encajar con sus canciones la circunstancia del momento, la historia que alguien le había contado, con el interminable repertorio que giraba en su cabeza como viejos discos en una rockola. Así, escuchaba las historias de amor frustrado de los demás y cantaba según el caso, mientras con su mano derecha dibujaba gestos que buscaban darle forma a las letras de las canciones.

De pequeño, entre pases de índor fútbol, de alguna baja calificación en el colegio y los problemas de casa, Rockolita había afianzado la herencia que le había dejado su padre, el Gran Rockola: La prodigiosa memoria con la cual podría construir el marco musical y sentimental de nuestras derrotas y peleas. El Gran Rockola era un manaba flaco, casi pellejudo, pelo lacio, claro. Eso sí, buen puñete, noqueador deúna. Sólo él podía levantarse por el aire en una chalaca a la quijada, o sacar una patada que tendría como destino fijo los huevos del rival. Sólo la muerte, la que aparecía por los callejones de la Ciudadela cada año, casi religiosamente en Julio, sólo la muerte podía ganarle una pelea al Gran Rockola. Y así ocurrió.

El repertorio era de su padre pero también de su madre, una mulata de Esmeraldas que canturreaba canciones mientras regaba las plantas de su casa. Rockolita había aprendido de ambos las canciones de Los Panchos, Lucho Gatica, Alfredo Sadel y Hugo Romani, Gregorio Barrios, Genaro Salinas, Fernando Torres, Nat King Cole y Leo Marini. Su padre, armado de un archivo musical en su cabeza, cada día de los enamorados, de las madres y del cumpleaños, se paraba frente a la ventana de su esposa a cantarle Ansiedad, de tenerte en mis brazos/ musitando, palabras de amor/ ansiedad, de tener tus encantos/ y en la boca volverte a desear. O decía más cálidamente No sé mi negrita linda/ qué es lo que tengo en el corazón/ que ya no como ni duermo/ vivo pensando sólo en tu amor. Para rematar, fervoroso de pasión, el viejo entonaba Estas son las mañanitas/ que cantaba el rey David/ y hoy como es día de tu santo/ te las cantamos a ti/ despierta mi bien despierta/ mira que ya amaneció, mientras ella abría la puerta lentamente, lo miraba, le sonreía levemente, le decía algo al oído y lo entraba a casa.

Cuando murió el Gran Rockola fue como si hubiera habido un terremoto. Un día cayó fulminado en pleno trabajo. Así, aprendimos que los hombres bravos son mortales si llevan un corazón tierno. Cuando lo enterraron, la gente chupó como condenada a muerte, como si un Gran Lengua de las tribus africanas hubiera desaparecido, como si un chamán amazónico abandonara a su gente para siempre. Durante el entierro, las personas se acercaban al ataúd a darle el último adiós. A pesar de su tristeza, Rockolita ponía mucho énfasis y diligencia a lo que pasaba o lo que le tocaba hacer. Pero a ratos estaba callado y pensativo, quizá porque se encontraba en la cueva espiritual a la cual todos entramos a reponernos. Había descubierto que en la oscuridad y el silencio se podía recuperar fuerza y entendimiento.

La adopción de la memoria musical y la destreza física de su padre se dieron como una revelación, fue un sábado. Estábamos sucios de sudor por el partido y el sol de la tarde caía con fuerza sobre nosotros. Mientras los jugadores pedían las primeras cervezas se armó una bronca y Rockolita quiso mediar pero de la confusión se pasó al insulto y de allí a los golpes. El desafío fue respondido con un fuerte puntapié al interior de la rodilla que paralizó al rival. No es bueno que insultes a la gente por las huevas, dijo Rockolita, y menos que te metas con mi madre continuó, mientras el otro se revolcaba en el piso con la rodilla dislocada. Se sentó y dijo ¿y mi cerveza? Nosotros, que estábamos en otra parte de la calle, no salíamos del asombro por su fría tranquilidad. Luego que pasó la sorpresa nos animamos y, mientras conversábamos de política, escuchábamos unos cassettes viejos de Los Brillantes Deja que me duerma en tu seno de armiño/y arrúllame con besos/ como si fuera un niño, hasta que Rockolita, casi de la nada, o a lo mejor porque ya se había animado con los tragos, empezó a desgranar emocionado un vals de los hermanos Montecel que dice: Yo quisiera llorar y llorar tanto/ y humedecer en llanto mis dolores/ apagar con mis lágrimas tu canto/ con lágrimas decirte mis amores. Inmediatamente alguien trajo una guitarra, afinó las cuerdas y siguió diciendo linda pequeñita/ atiéndeme mi ruego/ que una honda pena/ te quiero contar. Y luego mandó el bolero Temeridad, en el mejor estilo de Olimpito Cárdenas: Los dos estamos ahora frente a frente/ los dos sabemos lo que el alma siente...Yo sé que tú también dirás lo mismo/Aunque se te destroce el corazón... Y así, con el aplauso de los que lo escuchábamos, se lanzó todo el repertorio de lo más clásico de la música nacional. La apoteosis llegó en las primeras horas de la madrugada cuando, luego de complacer decenas de peticiones, se puso a cantar las mismas canciones que su padre, con el mismo timbre, la misma voz, el mismo énfasis y tono.

Al oirlo, algunas luces se prendieron y alguna gente comenzó a asomarse a las ventanas, sólo para comprobar que la voz había desafiado la muerte. Al llegar el día, Rockolita cantó Las Mañanitas, pero terminó llorando. Toda la gente también lloraba con él y él ya no cantaba, sólo decía mi viejo, mi viejo, dónde está mi viejo, hasta que salió su madre, también llorosa y se lo llevó borracho a la casa.

A partir de ese día Rockolita se consagró como el hombre fuerte de la serenata, y del quiño, valga el acote. Cada viernes, guitarra en mano, la generación de mis hermanos buscaría en sus amores tormentosos la excusa para la tertulia, y cantaría a las mujeres como en escenas de películas mexicanas, mientras le harían el coro a Rockolita cantando cuando la luz del sol se esté apagando/ y te sientas cansada de vagar/ piensa que yo por ti estaré esperando/ hasta que tú decidas regresar...(todos juntos) hasta que tú decidas, regresaaaaar.

Y así aparecieron amores a millares surgir. Pero esa y otras canciones las contaremos en otra crónica, pues de canto en canto, con seguridad, querido lector butino y borrachín, ya se te habrá abierto el apetito bielero. Y ahora, como lo habríamos dicho en otra parte, cierra este libro y tómate unas cervezas o unos guarisnais con tus panas de la esquina, que estas crónicas del barrio también tienen pretensiones de Manual del Buen Bebedor.

jueves, 3 de julio de 2008

Nuestro primer paseo en bicicleta

Debió haber sido una tarde de invierno, allá por el 73. Lo digo porque todos estábamos de vacaciones y ya habíamos desarmado el árbol de navidad del barrio. En casa, mis hermanos habían regresado del servicio militar y andaban pensando en matrimonio, trabajo y esos asuntos. También para esa fecha, Bella Reyes y yo habíamos jurado por un amor eterno con un anillo de feria como garantía del pacto. Sí, fue una tarde de invierno del 1973.

Los Medina, Darío Lecaro, los Mayorga, los Ronquillo, el irremediable Cholo Cepeda, Carlos Ríos, César Noblecilla, los primos Villacís y una docena más de gente, nos pusimos de acuerdo para ir a Durán... en bicicleta. El viaje incluía parches, tubos y llantas viejas, algunas herramientas y refrescos. Poco a poco fueron apareciendo los ciclistas y cuando el grupo estuvo listo partimos desde el sur, desde la 2da. y la 7ma., en la Ciudadela 9 de Octubre.

Adelante teníamos un destino que era no sólo inalcanzable sino además el intrépido desafío de ese día. Gente de otras esquinas se había integrado también al viaje. Algunos estábamos semidesnudos, en pantalonetas, con sombreros de paja o con una camiseta amarrada a la cabeza. La primera parte fue para reconocer la ruta, ver otras calles y otros rostros. Jorge Ronquillo pedaleaba desesperadamente para no quedarse atrasado, su bicicleta era una miniatura verde con una catalina minúscula. Hacia la mitad del camino, a la altura de Quito y Colón, el viaje se convirtió inusitadamente en una carrera. Eramos tres en Peugeot, dos Benotto y una que decía sencillamente "de luxe". Las demás pertenecían al anonimato, que en nuestra coba eran referidas como chivas o bianchis. La bicicleta de Kiko López era la mejor, no sólo por la marca sino también porque tenía el piñón fijo y una cadena muy templada. El sol caía con el furor del trópico y al final de las calles había siempre un reflejo de agua, una zona de aire líquido inclasificable.

Al cruzar el cementerio de la ciudad, algunos se habían quedado en el camino: tubo bajo, temor, cualquier motivo. Lo más dificil fue la subida del puente que está sobre el Daule. Lo mejor, rodar tranquilamente, veloz, cuesta abajo hacia La Puntilla, con impulso para pasar al segundo puente y llegar finalmente a Durán. Una vez allí, algunos visitaron a parientes lejanos, otros tomamos un descanso y una buena cantidad de agua para el retorno. Otros dieron vueltas por las calles y almacenes, viendo muchachas y desafiando los límites del mercado y el cerro.

Cuando montamos nuevamente las bicicletas para regresar estábamos en el malecón, junto al viejo ferrocarril y las lanchas, el muelle y las tiendas de fritadas, cangrejos y cervezas. Guayaquil, mirado desde la otra orilla, era inmenso y fabuloso. Nos detuvimos en medio del puente y miramos hacia el lejano y perdido Sur, y encontramos la gran torre de silos de Molinos del Ecuador, a la orilla del Guayas, y vimos barcos anclados a la altura de la Ciudadela. El sol ya no era una brasa meridiana sino una luz rojiza que coloreaba las nubes del trópico en el invierno. Deseábamos regresar pronto a casa, a las chicas que esperaban por sus viajeros, al calor de la familia, a las calles en donde estábamos creciendo y peleándonos a cada rato.

Ese fue el primer viaje, real y auténtico que tuvimos los de la 2da. y la 7a. Era nuestro bautizo en el tiempo que se abría con el nuevo año y la promesa de esta vez hacerlo mejor. Después vendrían los bailes, las cervezas, los primeros cigarrillos, el equipo del barrio y la Liga Salem, los mejores y peores amigos, las desilusiones amorosas, el boom petrolero y la dictadura militar... luego del viaje a Durán. Cinco años después, Luis Cepeda, Jorge Ronquillo y yo, abordamos una vez más nuestras abandonadas y polvorientas chivas y dimos el último recorrido. Fue el 31 de diciembre de 1978, a eso de las cuatro de la tarde. Aún teníamos un poco de ese espirítu que nos hizo llegar hasta Durán tiempo atrás, pero ya no éramos ni volveríamos a ser los mismos. Anduvimos despacio por las calles del sur. Avanzamos a los barrios del Seguro y Centenario, conversando, pedaleando suave, como despidiendo el año. Había sol también. En el trópico, el sol es omnipresente en la memoria del barrio. Regresamos nuevamente a la ciudadela, viendo como nuestra sombra se alargaba en el asfalto de las calles. Estábamos rojos, quemados, sudados y llenos de una triste gloria, que en esa época era un lugar común no tan generalizado.

En el barrio, a eso de las seis y treinta, la gente se empecinaba en no terminar la jornada de índor y en aferrarse al partido del último día, a la claridad y festiva calidez. A las doce de la noche asistimos a la quema de nuestros fuegos fatuos y a la intrépida aventura que iniciamos años atrás. Sin embargo, para los que venían detrás nuestro se abrían nuevamente iniciáticos inviernos de vacaciones escolares.