jueves, 31 de enero de 2008

Un cigarrillo, la lluvia y tú

Después de cambiar el cheque me fui directo a pagar la renta. Dos meses eran una cruel espera para el monetarizado corazón del dueño de casa. Casi con lágrimas en los ojos vi deshacerse el fajito de billetes frente a mí. Me quedó tan sólo lo necesario para pagar los almuerzos y meriendas que debía, y unos pantalones que había sacado a crédito. Era eso de las seis de la tarde. Parece que en Guayaquil las cosas suceden únicamente a esa hora. Me encaminaba a la nueva oficina que Gutiérrez había alquilado. Estaba en el centro. Parado en la esquina me preguntaba cómo esquivaría a tanta gente que llenaba de baratijas y ropa importada las estrechas veredas y las calles. Algo tenía la ciudad, una magia fenicia, una cercanía al peligro, la luz rosada cayendo sobre las nubes, las hermosas mujeres que iban y venían, los niños pidiendo limosnas, el ruido de las miles de voces que se confundían. Sin embargo, a pesar de las multitudes volcadas diariamente a las calles, Guayaquil no escondía su lado solitario, su melancolía de trópico mezclado con pobreza, sus canciones tristes, cadenciosas o rápidas pero en el fondo tristes. De repente un claxon me deja medio sordo y un taxista voz en cuello grita mira dónde caminas cachudo malparido.

Voy hacia el sur. Me meto al almacén Jairala. ¿Jairala o Jaibala? Tenía una oferta de discos colombianos comprados de contrabando, rayados y viejos, que los quería vender como si fueran de cantante de úpera. No, mejor los compraba en la cachinería. Guayaquil se iba al ocaso con el sol mientras las luces de la noche alumbraban el mismo escenario. Me sentía un tanto incómodo, medio hijueputa, un poquito triste a esa hora. Sigo hacia la nueva oficina. Cruzo por decenas de ferreterías, viendo modelos de baños y materiales de construcción regados en los portales. Me gustaba esa zona. Me detuve a hojear unas revistas viejas de box y artistas del Puerto donde aparecían sonrientes el Chivo Gonzalez abrazado de Irma Aráuz, Hilda Murillo con Fresia Saavedra. En una de esas, como al descuido, me arrimé a una tiendita vieja para comer un sánduche y tomar una coca cola. Tuve que comprar otro para Gutiérrez quien, con seguridad, me reclamaría por mi falta de solidaridad bunderil. No me gustaba tratarlo así, con ese paro muchas veces no me pagaba el día convenido. A lo que llegué a Clemente Ballén y García Avilés recordé con pena el lugar donde vivió mi yunta Eduardo López. Lo habían matado en Manta, un pueblito hermoso y violento que mira al Océano, a tres horas de Guayaquil. Luego de desfigurarlo, los sicarios lo tiraron al mar para ser carnada de tiburones. Seguí por la acera. Crucé por un laberinto de estantes de zapatos que se prolongaba por cuadras y cuadras. A medio camino, tuve que hacerle el quite a un vendedor porque, recordé justo a tiempo, también le debía su billete. Por fin llegué a la dirección que Gutiérrez me había dado.

Fui subiendo poco a poco las estrechas escaleras. Más que por obedecer a algún sentido de cautela, lo hacía porque no había luz y no quería irme de oreja por los escalones. A lo que llegué al primer piso encontré un foquito que despedía una luz mortecina. Tuve que acercarme demasiado a varias puertas para ver los números, con el temor siempre de que alguien abriera del otro lado y pensara que yo era un amigo de lo ajeno, uno de esos raterillos arrancha-relojes. Pero luego concluí que la oficina de Gutiérrez se hallaba al fondo del corredor. Y así fue.

Toqué y salió a la puerta. El tufo que delataba que se había bebido algunas cervezas. Entra Cholo, te estaba esperando. ¿Te gusta la oficina? Ese que está ahí es tu escritorio. Como yo soy el jefe de esta Compañía, me corresponde el más grande. Seguro que no te importa, ¿verdad?. No, le dije, total mi trabajo es afuera. Ahora que si puedes conseguirme una silla más cómoda, encantado la acepto. Ya. Tenías que aparecer con tus reivindicaciones. Eres un puto pedigueño hombre, no te conformas nunca con lo que tienes, replicó injustamente cabreado.

La oficina era estrecha. Gutiérrez ya la había saturado con sus afiches de artistas de cine de los años dorados de Hollywood. Le encantaba hacerse el detective gringo. A veces se ponía un sombrero de indio otavaleño y lo quería hacer pasar como newyorkino. Lo que sí tenía de bueno era que me prestaba sus libros. Había buen material para pasarse todo un día leyendo, tirado sobre el piso, el sofá o un buen petate. Tenía novelas de Julio Verne, de vaqueros, otras de Dashiell Hammett, una edición cubana con los cuentos completos de Sir Conan Doyle. Era de éste que había aprendido a decirme “elemental, querido Cholo”. Mi escritorio, en cambio, se reducía a una mesita de cuatro patas flacas, llena de papeles. Trabajo es trabajo, no importaba la mesita.

¿Qué hay para estos días? pregunté. Un problema serio. Hay que hacer un trabajo con un tipo de la Policía Nacional, un Sargento que trabaja en drogas. Es un serrano, se llama Miller. Que sea serrano y policía no me extraña, le aclaré. Como si no hubiera dicho nada, Gutiérrez prosiguió. El problema es que es un trabajo a medias. Es un caso en el que la mitad es oficial -esa es la parte de Miller- y la otra mitad es privada -esa es tu parte. Si se resuelve el asunto, el chapa va a querer por lo menos un centro del billete, y aún no ha dicho ni cuánto hay ni qué tanto por ciento quiere. Eso no es problema Gutiérrez, le dije, con esta crisis económica, cualquier tajada es buena. Pero, te confieso, no me gusta eso de trabajar con un policía, tú sabes que no es mi dato y también sabes porqué. No seas prejuiciado. No todos son iguales, Miller es un buen tipo, ya lo verás. Cada vez que Gutiérrez decía “tipo” me daban ganas de reírmele en la cara. Había aprendido esa palabra viendo series de detectives en la televisión. Pero, bueno, esa era su nota. ¿Cuándo podemos encontrarnos Miller y yo?, pregunté. Está por llegar, respondió. Me puse a leer los crímenes en el diario de la tarde mientras se aparecía el raya. Hasta que cayó.

Después de unas conversaciones empezamos el trabajo, no sin antes unas bielas en nombre de la solidaridad camellil. Me pareció una buena persona. Tenía sus cosas, como todos, pero nada fuera de lo soportable. En esta ciudad nací y crecí, pero mi corazón está en Riobamba, me dijo después de habernos tomado las primeras cervezas. Estábamos en el Mechita, en la 8va y Ayacucho, zona medio candela. Las hembras eran alegres y acolitaban todo. Si uno quería algo más con ellas, había que tratarlo fuera del local. La rockola nos llevaba de Carmencita Lara a Jesús Vásquez, de Aladino a Tito Cortéz, de Alci Acosta a Kike Vega (Kika, a decir verdad, la triunfante newyorkina, según el pueblo) de Máximo León a Cecilio Alava y etcétera de los etcéteras.

Miller hablaba de su familia. La plena es que, cuando uno tiene una familia, siempre la lleva en el mate. Pedimos otras cervezas. Era jueves, hacía calor y la humedad aumentaba a causa de una garúa. Fines de marzo y el invierno había parado su racha de inundaciones. Pero esa garuita se merecía un tango y, ergo, puse una de Goyeneche. ¡No sabía que te gustaba también el tango! dijo asombrado Miller. Sí, repliqué, en mi casa siempre oíamos tangos, mi viejo y mis hermanos los cantaban en cada borrachera. A mí también me gustan. ¿Te acuerdas de ese que dice acaso te llamaran solamente María/ no sé si eras el eco de una vieja canción? Esa se llama María y la canta El Varón del Tango, Julio Sosa, sentencié. Cholo Cepeda, tú y yo vamos a ser buenos panas, eso lo veo clarito. Chupa chucha, le dije entusiasmado a causa de mi acierto musical, lo confianzudo de llamarme cholo y las primeras alegrías que produce la cerveza.

A la noche siguiente fuimos a encontrarnos con una mujer. Era joven, unos veintitrés años. Tenía buen cuerpo y hablaba clara y decididamente. Miller ya me había contado de lo que se trataba. Ana, éste es el detective con quien vamos a trabajar. Buenas noches, le dije, me llamo Luis Cepeda Cortéz, sabiendo que su verdadero nombre era otro. Estoy enterado del caso, sepa que lo lamento y que estoy dispuesto a cooperar en todo lo que pueda. Ella sonrió, pero detrás de la sonrisa dejaba ver su tristeza. Empezaremos por la zona donde ocurrió todo. Lo único que quiero es encontrar al desgraciado, al hijo de puta ese que me violó, dijo ella, como para cerrar la presentación. A la noche siguiente salimos por primera vez.

Había que vernos, era cosa bien rara. Yo me había puesto unos lentes de contacto verdes que me estorbaban demasiado y me hacían llorar. Llevaba también una peluca y un vestido oscuro. En mi cartera, en medio de chapas y lápices de maquillaje, un revólver y una pistola. Las pendejadas que uno debe hacer en nombre del trabajo, aunque en Guayaquil los hombres se visten de viudas cada 31 de diciembre. Miller llevaba un pantalón azul marino y unas sandalias de cuero. Según mi punto de vista macho-estético, se había pintado demasiado los labios. Jodido besar a una hembra así. No pensaba que nos podrían confundir con mujeres, pero Ana y Miller juraban que sí. Si éramos mujeres, éramos mujeres bastante feas. A los hombres no les importa si una mujer es fea o bonita, sólo si sirve para lo que quieren, dijo ella al salir del vehículo. Se detuvo un momento, nos miró e hizo seña de que iba a entrar a la discoteca. Nosotros, siempre desde el carro, vimos cómo le cruzaba un billete al de la puerta para que le diera paso. Salió luego de unos diez minutos. Nada, no está aquí, vamos a la vuelta, dijo. Fuimos. Ocurrió lo mismo.

Repetimos la actuación varias noches más. En una de esas se armó la grande. Ella, que ya tenía más de veinte minutos en una discoteca buscando al violador, apareció de repente casi tumbando la puerta. A lo que la vimos, salimos del auto y la cubrimos con disparos al aire, mientras los transeúntes se refugiaban y ella se subía y partíamos velozmente. ¿Qué pasó? ¿Lo encontraste? preguntó Miller. A él no, pero sí a la gente que trabaja en mi oficina. No me reconocieron, pero tuve que hacerles la conversa hasta que uno de ellos comenzó a tocarme. Le pegué un rodillazo en las pelotas y con el revólver le dí un cachazo en la cabeza. Salí corriendo. No sabía que tenías un revólver, le dije medio sorprendido. ¿Y qué te crees? ¿Que voy a andar metida en esto así nomás? Revólver y navaja, por si acaso. ¿Y para qué estamos nosotros? repliqué. Para ayudarme, que en eso quedamos desde el principio, contestó molesta. Está bien, no te preocupes, pero ten cuidado con eso, uno nunca sabe, le dije tratando de terminar la discrepancia.

Ya teníamos más de un mes en la búsqueda y me estaba acostumbrando al disfraz. Lo único que no me terminaba de convencer eran los lentes de contacto. Ustedes son muy buenos conmigo, dijo una noche, con tono de esas amigas de barrio con las cuales uno crece y se encariña. Gracias por todo, añadía. Seguimos la rutina. Ella entraba, nosotros esperábamos unos minutos y luego salía. Varias veces me pregunté quién podía ser tan hijueputa para violar a una mujer. Pensaba que de no encontrar al criminal, Ana, o como se llamara, se sentiría demasiado frustrada, muy deprimida seguramente. Cuando uno se deprime así, rara vez soluciona las cosas.

La última noche que la vi tenía el rostro tranquilo. Una de esas caras que dice por fin puedo respirar hondo. Minutos antes había salido de un bar. Al subir al auto dijo tres tiros le pegué al hijueputa, ahora sí, por fin, ya podemos irnos.

En un beso la vida

Este asunto se va a resolver por la via rápida, pensé. Estaba clarito. Me encontraba en la oficina esperando a una mujer que me había llamado por teléfono y prefería tratar el asunto personalmente. Suena el timbre, abro y me encuentro con un mujerón, un troncazo de hembra con un vestido ligero ceñido al cuerpo y unos zapatos de taco alto. La invité a pasar. Se sentó y me contó con tristeza que el marido ya no le ponía atención como antes ni le hacía los mismos cariñitos de cuando eran novios. Mientras ella iba a los nostálgicos detalles amorosos yo sentía poco a poco una erección de esas que le vienen a uno con el chuchaqui, con una noche de frío o con un par de ceviches de camarón y aguacate. La mujer terminó llorando, quejándose de su suerte. Cholito Cepeda, me dije, esta dama requiere de tus servicios profesionales.

Le conté el plan para descubrir si el marido la engañaba o no. Estuvo de acuerdo y me dijo cómo, cuándo y dónde podía encontrarlo. Al final me mostró una foto en la que estaban ambos en traje de baño, posiblemente en las playas de General Villamil, a juzgar por las casitas de caña que se divisaban al fondo. Le dije que íbamos a estar en contacto pero que no me llamara, que yo sabría localizarla. Ella abrió su cartera y sacó un tuquito de billetes para gastos iniciales. Cuando se despidió me dió la mano y suavemente me dijo confío en usted. Vi como se alejaba, meneando su grande y hermoso trasero por el corredor. Yo imaginaba caderas con poses dignas de un amplio campo de batalla. Buenas razones debía tener un hombre para desatender tan gratos deberes. Saber el porqué era lo que más me intrigaba.

Al día siguiente fui, medio hecho el pendejo, a dejar una carta al correo. Una carta con una dirección falsa, por supuesto. A lo que me voy a la ventanilla sale un tipo mal encarado a atenderme. Ya vamos a cerrar, es la hora del lunch. Lo miré de frente, boté un poco de aire por la nariz haciendo un sonido de cabreadera y, como al descuido, dejé que viera la pistola que llevaba entre el pantalón y la barriga. El lunch puede esperar un par de minutos ¿no le parece?. Al ver el arma se puso nervioso, le temblaron las manos y me cobró la tarifa mínima. Muchas gracias, le dije. Cuando gané la calle me dirigí hacia el Barrio Chino.

Ya tenía separada una esquinita en el Chifa que frecuentaba el marido infiel. Oculto en la parte más tenue, pedí una Club verde y un pescado a la marinera (esta última frase se la había copiado a Gutiérrez, porque el famoso “pescado a la marinera” era sólo un puto pescado frito, con arroz y tomate). Le eché una ojeada a la página deportiva del diario. Barcelona y Emelec se iban a enfrentar el domingo y había apostado al equipo millonario, al ballet azul, que era obviamente mi equipo.

Mientras esperaba que cayera el del correo, por lo del partido de fútbol, recordé el caso de Alausí, el polvo con Gabriela Maruri, los canelazos, los pasillos y la tarde fría de los Andes. Al mismo tiempo que llegó mi pescado frito, vi que en la segunda mesa se sentaban dos hombres: el empleado del correo -que era el marido infiel- y otro más que no podía distinguir por el resplandor que venía desde la calle.

Estuvieron conversando y comiendo más de media hora. Yo iba por la tercera cerveza, la cual, dicho sea de paso, estaba muy fría y sabrosa. Cuando se fueron llamé al mesero, un flaquito medio mugroso, con pantalón negro y camisa amarillenta. Me dió los detalles que necesitaba y que, sin querer mostrar vanidad en mi persona, aumentaban mis ya elaboradas sospechas. Sólo faltaba la confirmación. Hasta que llegara la hora de salida quedaban unas cuatro horas, así que opté por irme al cine Metro. Estaban estrenando una película de Michelle Pfeiffer que encajaba con mi necesidad de matar la abulia de la tarde.

Cuando llegué al cine había una cola larguísima y la boletería estaba aún cerrada. Democráticamente me paré al final, mientras seguía llegando más gente. A lo que abrieron la ventanilla se armó el coge-coge. Aparecieron tres vagos tirados a bacanes, sorprendedores, a meterse deúna a comprar las entradas, sin hacer fila. La gente inicialmente protestó pero al final se quedó fría, como diciendo qué chucha. Así es Guayaquil. La gente reclama pero al final les vale verga todo. Como resultado de esta reflexión, del calor de la tarde y de las ganas de amenizar el ambiente, salí de la fila.

Al primero que vi le pegué una patada en el culo. A lo que se viró le di otra en los guevos. Se cayó de rodillas y chúm, un sonoro chancletazo la cara. Todo rápido, como en una película de Bruce Lee. El segundo se vino furioso y yo, recordando las enseñanzas de los duros de la 9 de Octubre, me levanté por el aire y de una chalaca le pateé la quijada. De remate, a lo que se iba cayendo, le pegué un certero puñete a la altura de la sien izquierda. Faltaba el tercero. La gente de la fila ya había formado un círculo y me hacían barra gritando dale a ese hijueputa, dale a ese hijueputa. El tercero se me abrió a la calle, me hizo una lámpara, un amague con los brazos, una quimba de boxeador coreano, y sacó un cuchillo matachancho. Con el arma blanca me tiró chamullo de navajero veneno. Ahora vas a ver cholo hijueputa, oí que dijo repetidamente, al mismo tiempo que lanzaba cortadas al aire. Yo, por las guevas no había visto las películas de Indiana Jones. Me lo quedé mirando. Puse cara de me valesverga, desenfundé la pistola y con las dos manos lo apunté. Bota el cuchillo, caradeverga. Me le acerqué hasta tenerlo entre ceja y ceja. El que va a ver ahora eres tú, chuchetumadre, le dije. Se puso pálido. Le hice abrir la boca y le metí el cañón hasta el fondo de la garganta. Si vomitas te disparo, le advertí. El hijueputa lloraba. Los otros dos -ya recuperados- me imploraban no lo mate señor, por favor no lo mate. Le saqué la pistola de la boca y le pegué un cachazo en la cabeza. Eso es para que aprendas un poco de buenos modales, conchetumadre. Ahora lárguense de aquí los tres. La gente arremolinada gritaba pégale más, pégale a síjue. Un policía que cruzaba por allí, y que debió suponer que yo era de los suyos, sólo se reía, como diciendo qué chucha y siga el circo. Me acomodé la ropa, compré mi boleto y acudí a la cita que Michelle Pfeiffer y yo habíamos acordado.

A lo que salí del cine tenía ganas de cagarme de risa. Este Batman es un maricón, pensaba. Pero maricón no porque dé la nalga -yo tampoco tenía nada en contra de la gayez, que cada quien haga con su culo lo que quiera- no porque dé la nalga sino porque la que le dan no la disfruta, sobre todo si era la de Gatúvela. Yo de Batman hace rato que tendría mis gatitos con ese tronco de felina. La tarde empezaba a refrescar. Si había algo que Batman tenía de malo era su amistad tuseril con el Joven Maravilla. Buen par de ollas. Cada vez que Gatúvela se aparecía para tentar al Hombre Murciélago, la señorita Robin, con esa voz de aniñado de colegio de curas, le decía ella es mala Batman, ella está tramando algo Batman, ella representa el crimen organizado Batman. Y lo que Gatúvela representaba era la arrechera andando. Lo que de verdad tramaba era pegarse un palo en la Baticueva. Lo malo era que el de la capa negra no la hiciera maullar en noche de luna llena. Pero nada. Todo por culpa del Joven Maravilla. Robin chuchetumadre, maricón tapiñado, cortanota al guevo, metido hijueputa, lo que necesitas es que te batan los frijoles y te remuevan las chuletas. Y así terminaba mis cavilaciones chucheriles mientras llegaba al correo.

En la esquina de Aguirre y Pedro Carbo, junto al quiosco de revistas, me paré otra vez hecho el cojudo, como que iba a comprar algo. El marido infiel pasó detrás mío. Lo seguí. Se metió a un almacén y salió después de unos minutos con una fundita. Algo para despistar a su mujer, pensé. Con el fin de la calurosa tarde la gente empezaba a poblar las calles. Caminó unas cuadras más hasta que se metió a un antro de relajillo llamado Ejercicios Espirituales. Dejé que pasaran unos minutos para ver si salía. Pero nada. Opté por entrar. A lo que estaba ya casi adentro siento una mano que me agarra el hombro y una voz que me dice hombres solos no entran. El guardia, dos metros de carne y huesos sin cerebro, se paró firme y me repitió la frase. Estoy haciendo un trabajo especial, le dije, mientras sacaba un billete del tuquito que la mujer me había dado, y se lo cruzaba en corto. ¡Caballero! ¡Siga nomás por favor! me dijo.

Entré. Todo estaba oscurísimo. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Caminé a la barra. La luz de neón iluminaba unos pocos metros de la pista de baile. Pedí un daiquirí. Sonaba una canción de la Billo’s Caracas Boys con tu care’ parampampím/ pim pum pam/ con tu care’ parampampín/ pim pum pam/ yo te he visto con María guarachando en el solar. No sabía que aún se escuchaba a la Billo’s por estos lares. Luego siguió el Jefe Daniel Santos cantando nunca sabré qué milagros nos trae esta noche/ nunca sabré en qué tiempo llegó este quereeeeeer. Y seguía Chavela Vargas, con el desconocido y hermoso bolero Sí de morir se trata, consagrado por los críticos quiteños de música popular. ¿Y el infiel? Ni seña. Ya lo imaginaba en la jugada ilícita. No había que desesperarse, ya saldría a bailar.

Me molestaba eso de andar siguiendo ponecachos, la gente piensa que sólo para eso trabajamos. Además, estas historias suelen tener sus bemoles, y muchas veces los resultados no son agradables. Hay mucha mierda de por medio: mujeres golpeadas, gente asesinada por celos, abandono de hijos, alcoholismo. Pero si hay mierda es porque la vida misma es una mierda, y esta no sería la última vez. Recordaba al patucho Gaitán Villavicencio, un loquito del barrio, quien afirmaba con solemnidad que el problema no eran los cachos sino que uno no sabía disfrutarlos, y que al final se cumplía la máxima “el que a cacho mata a cacho muere”. Ahora sonaban unas baladas de Camilo Sesto -Camila Primera, según me informa el super agente Omar Kuerislai desde Nueva York- y el infiel: naranjas, no salía a pegarse ni un serruchito. Ya eran golpe de ocho, no lo había visto aún y yo iba por mi quinto daiquirí. Salí y le pregunté al guardia si había visto irse a una pareja. Que no me dijo, que las parejas se retiraban más tarde. Entré nuevamente y me di una vuelta, como para ver si encontraba el dato ilícito. Y así fue.

Habían pasado tres días y tenía que darle el informe a la mujer. Aún no había decidido qué mismo decirle, el asunto podría volverse más espinoso de lo que era. Sonó el timbre y allí estaba, con un vestido tan ceñido como el primero. Entró y le pregunté si bebía algo ¿una cola, agua fresca, una cerveza? ¿Tiene ron? me preguntó. Sí, le dije. ¿Podría prepararme un Cuba Libre? Le serví su bebida, me preparé un vodka con agua tónica y mucho hielo, y comenzamos a hablar. Me repitió que ella estaba desilusionada de su esposo, que él ya no la quería y que se sentía muy sola. La dejé que hablara, que botara todo lo que tenía guardado. Estaba triste, lejana y triste, quizá porque recordaba episodios viejos, de otra gente, otros pasados que eran en realidad una historia que se repetía y repetía para todos. ¿Por qué le cuento esto? No le dije nada. Ella se acercó, tomó mi mano y la puso sobre su mejilla. Todo eso que había sido pensamiento y deseo, de pronto se fue volviendo algo presente, palpable, como si poco a poco se iluminara un escenario. Nos desvestimos en medio de besos, mordidas y lamidas furiosas. Hicimos el amor sobre el escritorio lleno de papeles, sobre las sillas viejas, en el suelo. Una y otra vez, como si fuéramos rio abajo, arrastrados por la corriente, desbarrancados, deshaciéndonos en el trayecto.

Cuando se despidió respondí que sí, que su marido andaba con otra mujer. Yo estaba seguro de que no podría imaginarse ni aceptar lo que verdaderamente vi. Tampoco tenía sentido complicar más las cosas.

miércoles, 30 de enero de 2008

Bruca Manigua

A lo lejos se podía escuchar la música invitando al baile. Pero de cerca, lo que se escuchaba era un temblor de salsa, sones, rumbas, guarachas, merengues y vallenatos. Así, con esas más que evidentes pistas auditivas, encontramos el Bruca Manigua, antes conocido como El Corrinche, uno de los salones más peligrosos de Guayaquil. Ubicarlo era ya una proeza, pero meternos allí era muestra de arrojada heroicidad o de perfecta imbecilidad, según el color del cristal con que se mire. Apenas parqueamos el taxi una pandilla se hizo presente, con cuchillas y recortadas en mano.

Busco a Rodi Carabalí, les dije, el dueño del salón. El está siempre adentro, nunca sale. ¿Quién eres tú? me preguntaron los pelados, pasada la primera sorprendida. Soy un amigo del barrio, de la Ciudadela 9 de Octubre. Sin preguntar más, se quedaron unos segundos mirándonos, inspeccionándonos, luego desaparecieron entre las casas de caña, los laberínticos recovecos y la oscuridad de la noche. Hasta ese momento no había reparado en que Gutiérrez, el muy imbécil, se había disfrazado de Humphrey Bogard del trópico y se había puesto un gran encauchado, de esos que venden en la Bahía, y un sombrero de fieltro. Tremendo calor en Guayaquil y Gutiérrez con semejante atuendo. Te falta sólo una pipa, le dije irónico. No, si también la tengo, me respondió. Acto seguido sacó de su bolsillo una pipa, la encendió con la mayor tranquilidad del mundo, aspiró un par de veces y dijo bueno ¿vamos a entrar o no?

Cuando entramos, el Bruca Manigua era un hervidero. Los negros y las negras bailaban a todo trapo, el piso de madera se mecía con los acordes, aunque también por la fragilidad de la construcción. Entre las hendijas se podían ver las aguas del estero, manchadas de aceite, soportando los desperdicios que caían de las casas y que, flotando lentamente, se iban con rumbo al golfo, a la lejanía del Pacífico. El salón estaba dividido en varios cuartos, cada uno con su servicio de atención especial. Las bebidas iban desde aguardiente de caña hasta un champagne que hacían en una destilería clandestina, pasando por cerveza, coctelitos inventados por el propietario, vino y whisky locales. Al fondo, detrás del mostrador, se encontraba Rodi Carabalí. Era flaco, de un metro noventa de altura, llevaba siempre un sombrero de paja y un infaltable cigarrillo sin filtro en la boca. Bailaba como sabido, como negro jututo, o de cepa, que es lo mismo, según sus palabras. Vestía generalmente de blanco y guardaba el revólver según el tamaño. Si era muy grande, se lo ponía en el estuche de la espalda; si era pequeño, a la altura de la canilla.

Al vernos entrar hizo señal de quién eres que no te veo a la distancia, y caminó lenta y tranquilamente hacia nosotros. Gutiérrez, por su estrafalario disfraz, era el culpable. No me gustaba nadita que me asociaran con él. De repente, veo a Carabalí frente a mí, y reconociéndome me dijo bróder, compadre. ¿Cómo has estado mi hermano? ¿Cómo así por aquí? ¿Qué te cuentas? Qué húbole Rodi, le dije, vine a tomarme unos tragos, pero con semejante pinta (señalando a Gutiérrez) las ganas ya se me están quitando. ¿O sea que tú andas con esa uña vestida dato Intocable? Sí, tuve que admitir, al hombre se le pelaron los cables a la entrada, dice porque es detective. Detective las que me cuelgan, glosó Rodi. Déjalo por allí y que se tome una cerveza. Oye tú, llévale una cerveza a Eliot Ness. Y uno de los meseros salió disparado, botella en mano, hacia Gutiérrez. Este, arrimado a una pared, callado, con el sombrero tapándole los ojos, como espía de tira cómica, me hizo una seña de que todo estaba bien y que se tomaría tranquilo la cerveza. Eso me daría oportunidad de hablar con Carabalí.

La verdad Rodi, le dije, vine para hablar contigo de un asunto. Se trata del man que mataron hace un par de meses en la Cofradía del Bolero. Yo sé que era tu pana y que andas haciendo tus propias investigaciones, y no te conviene andar en esos asuntos. Déjalo mejor así, hay problemas que uno no puede resolver. El, que me había estado mirando bastante feamente, me preguntó ¿Y cuáles son esos problemas? Los que incluyen a un marino, que fue el que le pegó el tiro. Un oficial al que ya lo cubrieron, le dieron orden de traslado y anda por las Galápagos. Y allá se va a quedar un tiempo. ¿O sea que tú has venido a convencerme de que me quede frío? Matan a un pana y aquí no ha pasado nada. Le dije que tenía razón, pero que en este país de mierda cualquier cojudo con dinero o de las fuerzas armadas tenía licencia para hacer lo que chucha le diera la gana. Era el recuerdito que la última dictadura militar nos había dejado. Me sentía como predicador evangelista, consejero matrimonial o soplón. Cosa, esta última, que era lo que más me cabreaba. Me miró, tomó un vaso de aguardiente con limón y luego otro de cerveza.

Sonaba una canción cuya letra distinguía claramente: Calle Luna, Calle Sol/ en el barrio del guapo no se vive tranquilo/ mide bien tus palabras/ o no vales ni un guiro. Gutiérrez seguía de clandestino, y así se quedaría toda la noche. Pedí una Club verde y le pregunté a Rodi cómo había ocurrido todo. Repitió la dosis de aguardiente y limón con cerveza y empezó. Habíamos estado jugando fútbol, un campeonato de esos que se hacen a cada rato. Como ganamos, nos fuimos a celebrar al Cabo Rojeño. Había mucha gente y queríamos oir un poco de salsa, así que cruzamos al otro extremo, al sur, al bar de Cortijo Bustamante, en el barrio Cuba. Todo estaba bien. Pero ya con los tragos uno comienza a cambiar, a recordar cosas. Luego de unos minutos se les metió en la cabeza lo de ir a la Cofradía del Bolero. Que el bolero es lo mejor, que también te acolitan valses, tangos y pasillos. Cuando llegamos no había mucha gente, sonaba algo de Lucho Gatica, recuerdo. Fue después de mucho rato que se apareció el otro grupo. Llegaron con gente de la Ciudadela, allí estaban Maelo, Bolita, Camachiño, la Huasa, y Papa Chola. Era el cumpleaños de la Huasa. Hicimos una sola rueda y conversa por aquí y conversa por allá. Todo estaba bien. Voy al baño y, a lo que estoy haciendo agua, oigo BUM. Un solo tiro. Salgo y veo a mi pana tirado en el suelo, la gente corriendo, el disco repitiéndose, insultos por todos lados. ¿Qué pasó? pregunté. La única respuesta era vámonos, vámonos, vámonos de esta mierda antes de que lleguen los rayas. Me acerco al pana y tenía el pecho lleno de sangre, agujereado. Lo demás no lo tengo tan claro, los detalles digo. Luego salimos, me dejaron en mi casa y nadie hizo ningún comentario.

Mientras Rodi recreaba la escena yo me había tomado un par de cervezas más. Estaba mosca, haciendo de niñera de Gutiérrez, por si acaso una de sus frecuentes burradas. Habían puesto todo el disco de Héctor Lavoe y ahora se escuchaba: y me pregunto qué hubiera sido de esos amores/ de haberte tú enterado/ que en esa vieja carta yo te pedía perdón. Carabalí continuó: pasaron los días y cuando fui al barrio me enteré del resto. Los pacos habían llegado al poco tiempo y en un patrullero rastrearon al paso a la gente y preguntaron por mí. El que a hierro mata a hierro debe morir, sentenciaba Carabalí, mientras tomaba otro aguardiente con limón.

Llevo el paso vencido del caminante/ yo nací en una tierra lejos de aquí/ si alguna vez preguntan quién fue tu amante/ diles que fue un caminante/ que la vida trajo aquí, cantaba Roberto Torres, mientras pensaba que, como casi todos, yo tampoco sabía cual era mi rumbo, mi vendaval sin rumbo, que era también el de Celio González. El Bruca Manigua reventaba de música y gente. Rodi Carabalí, mi pana, estaba emborrachándose. Valía la pena que yo también me incorporara a la ceremonia. Ya le había dicho lo que quería decirle, pero me quedaba la duda de que, en el fondo, a él le importara demasiado sacrificarse por eso que llamamos la parcería.

Sonaban vallenatos, la gente seguía estremeciéndose, el salón se meneaba lenta y acompasadamente, como si fuera un barco anclado. Gutiérrez había abandonado su rincón gótico y bailaba apretado a una morena de vestido celeste. Yo, caminando lentamente por el laberinto del alcohol, rescataba la última idea sobria de la noche, la que me llevaría no ahora, pero sí en otro momento, a la Cofradía del Bolero.

martes, 29 de enero de 2008

De cómo golearon al Barcelona y otras aventuras del Cholo Cepeda

Apenas leí el fax, me dispuse a viajar a Alausí. Para mala suerte mía, la huelga de los transportistas había empezado antes de lo previsto y el Terminal estaba paralizado. ¿Qué carajo hago ahora? me pregunté. Las seis de la tarde. Guayaquil era el infiernillo usual, húmedo y caluroso, lleno de carros amontonándose en las calles. Junto al Terminal se veían los terrenos para las futuras ciudadelas, las esquinas atestadas de vendedores. ¡Vendedores! Esa palabra me dió la solución. Tomé una buseta para ir a Durán. Cruzamos el puente de la Unidad Nacional con música de Lucho Barrios a todo volumen. El vehículo destartalado, deshaciéndose en el camino, me hacía pensar en que hubiera sido mejor tomar una lancha y cruzar el río. Un poco de tranquilidad y esparcimiento sobre las aguas del Guayas no le hace daño a nadie, pensaba. Pero iba en la puta buseta. Desde el puente podía mirar la ciudad imitando ser una gran metrópoli. Manhattan deaporgusto, Manhattan turra, Manhattan chacretolia, eso eran los sobresalientes edificios de los Bancos en el Malecón. Caía el sol y recordaba el Cabo Rojeño, llenándose de butinos mientras sonaría algo de Nelson Pinedo o Toña La Negra. Me sentí un poquito nostálgico a esas horas y tenía ganas de regresarme y mandar a la mierda el asunto de Alausí. Pero trabajo es trabajo, ya habría tiempo para diversiones.

Cuando llegué a Durán me bajé en una parte céntrica, caminé un par de cuadras y me fui directo a la Estación del Ferrocarril. Vendedoras de hornado: ese era mi objetivo inmediato. Me senté en una mesa junto a otros comensales, a la vera de la calle, mientras los carros pasaban rozándonos el trasero. Una Pílsener me da también, dije impaciente.

Las sombras bajaban desde el cielo y se posaban sobre las calles de Durán. Fui a dar una vuelta antes de meterme a una de las pensiones para pasar la noche. Pero en Durán hay sólo un sitio para caminar: lo que llaman Malecón, o sea: cien metros de calle sucia con cevicherías y cantinas que venden cangrejos rojos, puestos en bandejas de madera, con las tenazas abiertas y los ojitos parados, como suplicando al cielo que no les dieran vire. Una calle salpicada de vendedores de salchichas y música que va de un lado a otro. Infiernillo infiernillo también Durán. Decidí que otra cerveza no me haría daño y pensé que podía controlar la sempiterna sed bielera del trópico. Pero nada. Tan pronto como me senté puse atención a unos traseros que andaban floreándose por las calles, en minifalda y bluejeanes apretados, a lo Sonia Braga. Hola mi reina, le dije a una. Cállate cholo feo, me respondió. Bebí otro vaso de cerveza deúna. Feo pero sabroso, le grité. Pero mi voz se extinguía derrotada entre las melodías borrachosas de las cantinas. Lástima que no tuviera más tiempo para visitar al viejo Santiago, el sindicalista de los Estancos. Era hora de avanzar a la pensión.

A lo que entro el de Recepción me queda mirando y me pregunta ¿Su pareja? ¿Qué pareja? le replico. ¡Ah! ¡Usted está solo! Extraño ¿Me permite su cédula? Se la di y leyó en voz alta y solemne: Luis Alberto Cepeda Cortéz. ¿No es nada para Don Luis Cepeda, el ex-sindicalista de los ferrocariles? No, le dije, tratando de evadirlo. ¡Qué pena! El era un gran amigo de mi padre, también sindicalista, de la vieja guardia. ¿Seguro que no lo conoce?. Bueno, disculpe pero necesito un par de informaciones más, es para los de Inmigración. Al decir esto me dió una tarjetita para llenar. Escribí prontamente. Profesión: Detective. Procedencia: Guayaquil. Destino: Alausí. Razones de viaje: Trabajo. Se la devolví. La leyó y sorprendido exclamó: ¡Detective! Yo creía que eso había sólo en las películas. ¿Y qué investiga Ud? Cualquier misterio, le respondí un tanto entusiasmado por explicarle cómo era mi trabajo. Pero desistí. Era mejor dejarlo en suspenso, que se le haga agua el coco, dije para mis adentros. ¿A qué horas sale el tren para Alausí? A las seis de la mañana, pero tiene que levantarse por lo menos a las cinco para comprar el boleto y alcanzar cupo. Yo puedo hacerlo si quiere. Hecho. Le dejé un billetito, se sonrió, dijo gracias y subí las escaleras.

¡Cinco de la mañana! Buena mentira. Junto a mi habitación, cuya pared de madera y caña llegaba apenas a los dos metros de alto, se oían unos respiros apresurados y los chillidos de otra cama, gemidos, gritos y exclamaciones de placer. Asunto que, para abreviarlo, hizo que se me erectara el miembro y me hiciera justicia por mis propias manos. ¿Cómo estaría Alausí, el pueblito de mis primeras pajas? Afuera, la música se mezclaba con luces de neón, una sirena policial y gritos de la gente vaya a usted a saber porqué. Trataría de dormir por lo menos un par de horitas. Pero fue en vano.

Di mil vueltas en la cama, hasta que me llegó la hora. Bajé las escaleras tratando de hacer el menor ruido posible. En el mostrador estaba el recepcionista roncando a todo pulmón, el muy hijueputa. Avancé hasta la Estación del Ferrocarril. La noche aún era como boca de lobo.
Llegué y había varias líneas de gente. En medio de indios, montuvios, unas tres familias y cuatro parejas de enamorados, más diez y pico de turistas, me metí a empujones y logré el ansiado boleto. Puntual, como nada en Ecuador, el tren salió a las seis de la mañana. Pu-púuuu, pu-púuuu, pu-púuuu iba haciendo infantilmente, mientras dejábamos Durán. A los pocos minutos ya habíamos ganado el campo del litoral. Pasamos por Yaguachi y vi su iglesia de madera, bonita, bien pintada. Unos panaderos en bicicleta. ¿Cuánto tiempo hacía que no iba a las fiestas de San Jacinto de Yaguachi? Chao Yaguachi. Llegamos a Milagro, la tierra de las piñas, otra de esas poblaciones extrañas en las que cualquier cosa es posible. La Estación de Milagro, haciendo honor a su nombre, estaba en pié de milagro. Mitad mercado y mitad coliseo para pelea de gallos, aún conservaba un sabor antiguo, una oscuridad que venía del siglo pasado, un olor a caña de azúcar, cacao y café humeante. Milagro también era la tierra del Abogado Patraña. Buen pana. Hacía tiempo que no lo veía. Dejamos también el pueblo del Abahogado Patrañuelo y el tren se tiró ráudo por la sabana.

Los turistas hacía rato que estaban en los techos del tren, al igual que las parejas de enamorados. Algo tenía el paisaje que los ponía eróticos. Las familias se habían metido en el primer vagón que, coincidentemente pero sin hacer honor a su nombre, llamaban “de primera”. Los muchachos sacaban las cabezas y medio cuerpo por las ventanas, según el descuido de los padres. Estaba bonito el viaje. Yo, de pié, heroico en mi lucha contra el sueño, me había ubicado en uno de esos vagones sin puertas, con la tierra metiéndose por todos lados. Junto a mí había unos indios con canastas cuyos productos parecían decirme no te resistas cholito, no te resistas. No era mala idea ceder a esas tentaciones y el estómago ya exigía su recompensa. Una fundita de meyoco y habas, otra de fritada, una cola y un cigarrillo, por favor, les pedí. Después de eso sí podría ponerme a pensar en el caso de Alausí.

Había que trabajar también, que para eso Adán hizo la casita. Leí otra vez el fax: “Cholo, vente pronto, encontraron otro cadáver con las mismas huellas digitales. Gutiérrez”. Esa partecita de “las mismas huellas digitales” me daba risa. No sabía que en Alausí estaban tan adelantados en cuestiones dactilares, aunque era poco probable, viniendo la noticia del mentiroso Gutiérrez. Pero el Jefe decía que había que ir y era mejor hacerlo, la paga de quincena se aproximaba y debía cancelar un par de letras del equipo de sonido.

El tren estaba entrando en Bucay, casi a medio camino de mi destino final. El sol caía canicular sobre nuestras cabezas. La gente desesperaba por llegar a un servicio higiénico y los cargadores conversaban con la mayor tranquilidad del mundo. Tres de los turistas se habían bajado del techo, medio pálidos y con síntomas de vómito. Espera que llegues a Riobamba para que te dé el soroche, me decía malignamente. La salida de Bucay, el pueblo de mi primo el Cuervo Zavala (Boquillero Profesional) y de Lorena Bobby, fue tan lenta como la entrada. Nos tocaba ahora el camino de ascenso a las montañas. Sin embargo, mi escrutadora atención se centró en el pueblito satélite (o marginal) llamado Cumandá, en las afueras de Bucay. Como el tren iba lento pude ver, no si espanto, gente apostada en las puertas de sus casas. Había enanos, paralíticos con muletas o en silla de ruedas, niños desnudos o con ropa muy sucia. También vi grandes deformaciones, cicatrices en sus caras y brazos. Cumandá era un pueblo diabólico. Debía ser un castigo divino, un ejemplo para meternos miedo. Y así, con esa imagen de lo que se va empequeñeciendo en la distancia, dejamos la Costa y entramos en la garganta de la montañas andinas. El sol ya se había ocultado, empezaba el frío y dentro de poco subiríamos la Nariz del Diablo.

Nueva y extrañamente puntual, el tren anunció su llegada a Alausí a las dos de la tarde. En la Estación estaba Gutiérrez con alguien que parecía de la policía civil. Cholo, no hay tiempo que perder, esto se pone peor. Y enseñándome una fotografía dijo a éste le faltan los riñones. ¿Saben quién es? les pregunté. Sí, es un indio, contestó. Eso no hay que saber, eso se ve nada más, les increpé a ambos. Es un indio que trabajaba en un puesto de primeros auxilios. Tienes que verlo y hacer las averiguaciones del caso. Yo me regreso a Guayaquil con el Cabo Maruri en el próximo tren. ¿Sigue la huelga de los buses? Sí, le contesté. Bueno, inicia el trabajo de recolección de datos (esto lo dijo para sorprender al Cabo), haz una síntesis y me la mandas por fax; usa el de la Comisaría, ya está todo hablado. Tengo un par de sospechas que quiero confirmar allá y el Cabo Maruri está también en la jugada. Acto seguido nos despedimos. Ellos se quedaron esperando el tren para Guayaquil y yo me fui a dar una vuelta de reconocimiento del terreno.

Las nubes y la neblina bajaban poco a poco de la montaña y se metían por las estrechas calles empedradas. No eran ni las cuatro pero la gente había ido desapareciendo poco a poco, sólo unas cuantas mujeres vestidas de negro se quedaban conversando en los portales de las casas, protegiéndose las manos con sus ponchos, olvidando momentáneamente el frío. Caminé y caminé, por los dos parques, la iglesia, una calle de joyerías que, a decir verdad, daba pena. Crucé también por el mercado, construído sobre una plaza inmensa, la cual de niño miraba desde la ventana. En esa época, la plaza que se llenaba de indios, frutas y colores durante las ferias semanales. Era raro volver después de tantos años y en esas condiciones. Molesto por no encontrar la plaza de mi infancia me metí al mercado para conocerlo. No obstante la hora, aún pude saborear una librita de chancho hornado con sus respectivas Pílseners. La que te espera cholito Cepeda, yo mismo me decía. Más vale que encuentres un cuarto con baño limpio y confortable porque en cualquier momento se viene la avalancha. Y, apoyado por esta última reflexión, resolví encontrar un hotel de esos baratos.

Luego de las formalidades del hotel salí a la Comisaría. Cuando entré, vi a un paco con cara de tú qué chucha me miras. Buenas tardes, lo saludé. Vengo de parte de Gutiérrez y del Cabo Maruri, es sobre el caso del indio muerto. Ajá, me dijo. ¿Cuál es su gracia? Luis Cepeda, le contesté. ¿Y la suya? Juan Ormaza, Sargento Ormaza, puede llamarme. Bien Sargento, ¿podría decirme qué fue lo que ocurrió? Se molestó al sentirse interrogado. Me quedó mirando un momento y preguntó ¿es usted hincha del Barcelona? ¿Cómo? repliqué, seguro de haber entendido mal. ¿Es o no es hincha del Barcelona? ¿Del equipo de fútbol Barcelona? ¿De qué más podría ser? No lo pensé dos veces y, sagacidad guayaca ante todo, le dije que sí (pero era mentira, odiaba al Barcelona). Eso está mejor, yo también lo soy, me dijo. Nos vamos a entender bien, porque yo no ando con esos hijueputas hinchas del Emelec. El asunto es así: estábamos Maruri y yo trabajando normalmente y se apareció una india quejumbrosa, llorando que no se le entendía lo que hablaba. La tranquilizamos y nos dijo que a su Jesusito lo habían matado. Peor, que lo habían descuartizado. Que él salió a su trabajo -un puesto de primeros auxilios- y no regresó. Al día siguiente, ella fue a buscarlo y le dijeron que él no se había aparecido en todo el día. Eso se lo dijo una enfermera. El doctor no estaba. Descorazonada, de regreso a su casa le llegó la noticia de que lo habían encontrado muerto, arriba, en la carretera que va a Cuenca. Dijo que había ido corriendo a verlo y que estaba todo agujereado. Con Maruri nos trasladamos a hacer el levantamiento del cadáver y empezar las averiguaciones.

A ese indio no lo mataron así nomas, a ese indio lo hicieron mierda, se le llevaron los riñones. ¡Riñones! ¿Quién mierda puede querer los riñones de un indio? preguntó al aire el Sargento Ormaza. Luego llevamos el cadáver al puesto de primeros auxilios, que también funciona como morgue. Inmediatamente Maruri le envió un fax a Gutiérrez para que se apersonara lo más pronto posible. Buscamos al doctor, por supuesto. Semejante operación sólo la podía hacer un experto o, lo que es lo mismo en este caso, un criminal experto. La enfermera dijo que el doctor -mono también, costeño, como usted, acotó- tenía más de tres días en Guayaquil, porque necesitaba hacer un trámite para su traspaso. Cuando llegó Gutiérrez comparamos el cadáver con las fotos que él trajo de gente victimada en circunstancias parecidas, en Guayaquil. Allí él decidió que usted también se viniera.

Luego de escuchar todo el relato, el Sargento Ormaza y yo acordamos verificar si el doctor había viajado en la fecha indicada por la enfermera. Fuimos a la cooperativa de buses. Revisaron la lista de pasajeros y no encontraron su nombre. Sin embargo, esto no determinaba nada. Esos jodidos transportistas nunca anotan el nombre de nadie. Además, quedaba la duda del transporte de los riñones. Para mí, dijo el Sargento Ormaza, a éste lo abrieron en el mismo trabajo y se le llevaron los órganos para Cuenca, porque el tren a Guayaquil demora mucho y a veces ni llega; y el bus también se demora, porque se mete por esos recovecos de las montañas. Pero a Cuenca siempre se puede llegar más rápido, hay más carros y la carretera es mejor, concluyó. Pensé un poco en lo que había dicho y le pregunté si no habría un lugar más cercano que Cuenca. Lugares más cercanos claro, pero, uno no anda con los riñones de un muerto cargándolos en la mano, como si fueran una canasta de legumbres. La comparación, no desacertada del todo, me hizo pensar en que la comida tenía mucha más importancia de la que yo le daba. No íbamos a hacer nada más ese día y terminamos yéndonos a tomar un par de canelazos. Vámonos donde la Gabi, me dijo Ormaza, es la hermana del Maruri y está buena. Fuimos al bar.

Ella salió, sonrió y con tranquilidad puso una canción. Nada mal la colorada, sólo faltaba que me diera una señal. Mientras sonaba la música de Julio Jaramillo y Potolo Valencia, Ormaza recordaba los partidos de la Copa Libertadores que había jugado Barcelona en Guayaquil, ninguno de los cuales se le había escapado.

Al día siguiente me aparecí otra vez por la Comisaría. Apenas entré, escuché una voz que me dijo Cholo, adivina la última. Venía del escritorio y era de Gutiérrez. Junto a él estaban el Cabo Maruri y el Sargento Ormaza. Dímela tú y buenos días a todos, le repliqué tratando de sacudirme de la sorprendida. El puto doctor sí salió a Guayaquil en la fecha indicada. Verificamos los datos en la Subsecretaría de Salud, porque allá había estado metido haciendo no sé qué trámites. Así que la cosa anda por acá, con seguridad. Cuando lo interrogamos se puso verde. Insistió en que no sabía nada. Con el Cabo Maruri fuimos también a la Clínica Continental, a confirmar otros datos. Ya lo hicimos. Yo me encargo del resto. Tú regresa a Guayaquil y atiende la oficina; tu cheque te está esperando por allá. Los miré a todos, puse cara de no entiendo pero obedezco y me despedí. La cosa empezaba a apestar y ese no era el lugar donde se resolvería, eso lo tenía claro.

Estación del Ferrocarril nuevamente. No tuve que esperar mucho, el tren llegó a las 12 del mediodía, escandalosamente puntual. Había más turistas en los techos, más indios en los vagones. Decidí airear un poco la cabeza y me monté también en la parte superior. Los tres se quedaron viéndome partir, como para asegurarse de que no me bajara. Sorpresivamente el Sargento Ormaza me gritó ¡oye Cholo Cepeda, mentira, no soy hincha del Barcelona! ¡Soy del Emelec! ¡Odio a tu equipo Barcelona! Te vacilé monooo amarilloooo, moonooo tuuurroooo. Y empezó a reirse con los otros. Borracho que se duerme, amanece cachudo, pensé decirle. Pero era mejor pensar en el regreso.

Estaba otra vez en la garganta de las montañas andinas. El tren hacía zig-zag en la Nariz del Diablo. No era el soroche, pero algo parecía decirme la suerte ya está echada. Abajo, el rio arrastrando piedras hacía un ruido infernal. Más adelante, vi otra vez el pueblito Cumandá, con su gente deforme asomada siempre a las ventanas, parada frente a las puertas de las casas, esperando quién sabe qué. Vi también Bucay y los otros pueblitos que ya nombré, aunque esta vez no despedían la alegría del inicio. Todo regreso es una derrota, pensé. ¡Qué chucha! me dije casi desde la nada. De estar a la seis en punto en Durán, tendría tiempo para alcanzar la última lancha, cruzar el río y llegar a Guayaquil. Bien me merecía ese paseito sobre las aguas del caudaloso Guayas. Quería llegar al Cabo Rojeño y beber unas cervezas al son de la salsa y los boleros antiguos. Ya tendría tiempo para averiguar cuánto dinero Gutiérrez había ganado en este asunto y si podría dejar de una buena vez este trabajo de mierda.