jueves, 30 de octubre de 2008

Alausí-Riobamba ida y vuelta

La primera vez no la recuerdo bien, pero la segunda vez sí. Salimos muy temprano por la mañana a Durán en gabarra. Llegamos a la estación del tren en Durán y nos fuimos para Alausí, el pueblo más hermoso que uno pueda encontrar rumbo a las montañas andinas. El tren avanzaba veloz y yo iba junto a mi madre. En los demás asientos viajaban mis hermanos y mi padre. Pasamos dos túneles y luego la Nariz del Diablo, una montaña que el tren sólo puede cruzar en movimiento zig-zag. Luego llegamos a Huigra y tomamos caldo de pollo. El frío de la mañana entraba por todos lados. Hacia el mediodía estábamos ya en Alausí.



Bajamos las maletas mientras el tren se despedía rumbo a Riobamba. En Alausí pronto fuimos a casa de doña Luz, la dueña del viejo piso que mi padre había rentado. Hicieron los papeleos del caso y avanzamos con carretas llevando las pertenencias de la familia. Subimos y nos instalamos. Era un piso de madera cuyas ventanas daban al patio trasero y a la calle. Al abrirlas quedaba una hermosa plaza que tenía como fondo dos escaleras de piedra que llevaban a una iglesia. La plaza era el lugar de juego, de los paseos en bicicleta, de los correteos con mi hermana Elsa. Pero también se transformaba en un vistoso mercado cada martes y jueves, cuando los indios bajaban de las montañas trayendo frutas, tejidos y artesanías. La magia del trópico, que tanto extrañaba, así como el recuerdo de mis amigos, se conjugaba ahora con las formas de las nubes, las verdes montañas, la neblina que lentamente bajaba cada tarde y se quedaba reposando toda la noche y la madrugada para, a la mañana siguiente, dar paso a un alto y brillante sol que quemaba mucho más que el de la costa. Con la llegada del viejo sol, el Inti, llegaban también los indios y sus ferias.

Era muy chico, pero perseguía con entusiasmo a las mellizas de al lado de la casa. Ellas salían uniformadas muy temprano, cruzaban la plaza, subían las escaleras de piedra y se perdían en las callejuelas que quedaban detrás. Yo las buscaba pero ellas siempre desaparecían. Estudiaban en una escuela que nunca logré encontrar pero que imaginaba era el viejo edificio de piedra y tejas. Derrotado en mi empeño, corría hacia la estación del tren, me montaba en una de las carretas dispuestas sobre las rieles, y daba manivela hasta rodarla hacia la parte baja de la ladera. O bajaba la calle que conducía de mi casa a la plaza del pueblo.

Pasaron los días y regresamos a Guayaquil de la misma manera: mis hermanos tirándose y tirándome cáscaras de guineo cuando pasábamos los túneles en el tren, maravillándonos de La Nariz del Diablo y preocupados porque, una vez más, la gabarra que cruzaba el Guayas no sucumbiera en medio río y nos tragara lodazal adentro.

Cuando los años pasaron y me di cuenta de que los patriotas del sur eran una realidad en mi vida y en la de los demás, volví a Alausí.



¿Qué había cambiado y por qué volvía? Para recuperar el pasado y quizá para transformarlo. Para encontrarme el otro que fui y que, como mis amigos, se había perdido en el futuro. Repetí el rito de mi infancia pero ya no había gabarra que cruzara el Guayas ni los vagones tampoco eran transportados desde Guayaquil. Tomé el tren esta vez solo, sin nadie ya a mi lado. Recordaba con detalle y triste entusiasmo el trayecto, los túneles y la Nariz del Diablo. Cuando llegué a Alausí busqué afanosamente mi pasado, mi casa, mis calles. La vieja plaza de ferias había sido torpemente suplantada por un mercado inútil y oscuro, pero las vecinas aún se quedaban conversando en los marcos de las puertas, vestidas de negro, con las manos debajo de los ponchos. Con cierta dificultad logré identificar el lugar donde viví y entré tímidamente por el pasillo. Imaginé o creí reconstruir la vieja casa, su patio, las escaleras al segundo piso. Recordé con inútil énfasis los fríos aguaceros y los cables de luz meciéndose con el viento. Así, a medio talle entre el recuerdo y el silencio, dejé Alausí porque esta vez era necesario hacer lo que nunca hice de niño: avanzar.

Tomé un pequeño bus que me condujo a otro pueblo, más arriba. Pero todo empezaba a volverse hermoso, trágico y extraño. En este pueblo, justo antes de llegar al Desierto de Palmira, vi una plaza pequeña, hermosa, limpia y vacía. Las puertas de la iglesia estaban cerradas. Había un sol espectacular y el cielo estaba azul. Me senté a descansar y, de pronto, como si fuera la escena de una rara película que, sin embargo, me resultaba muy familiar, apareció un grupo de indios. Habrá sido una veintena. Me miraron, hablaron entre ellos y se acercaron a mí. Me preguntaron que quién era, qué hacía, cuánto tiempo estaría allí, todo con un aire de desconfianza, de esas que tienen las personas cuando han sufrido mucho. Al final me indicaron el camino al Desierto de Palmira, pero me dijeron que no me aventurara a pié porque no tenía sentido y era hasta peligroso. Tomé esta vez el tren.



Y allí estaba. Una gran extensión de arena y montículos por todos lados. Al fondo, la neblina que dejaba ver unas figuras de hombres a caballo. El paso por Palmira fue como un sueño, como una una secuencia de fotos que se ve lentamente tratando de encontrarles diferencias. Palmira existía, lo había visto, era la prolongación geográfica de mi vida inconclusa. El tren llegaba a Riobamba que me recibía con carros que cruzaban sus empedradas calles, veredas con plantas muy verdes, pequeñas casas acogedoras detrás de las cuales se veía imponente el Chimborazo.



En Riobamba me sentí como hipnotizado. Caminaba sus calles una y otra vez, como un maniático. Iba por un lado de la acera hasta el confín de la calle y regresaba por la otra acera de la misma calle hasta llegar nuevamente a su extremo, en un ridículo esfuerzo por concluir una distancia. Pero la distancia simplemente se prolongaba cuando reconocía que había otras calles y que necesitaba más tiempo para hacerlo. Fui al mercado, a la estación de tren, a las panaderías y bares que mostraban sus productos en charoles y vitrinas. El hotel era pequeño y estaba lleno de la más rara fauna de turistas. Unos eran alegres, desenfadados, amigables. Otros se comportaban como perfectos patanes racistas, cosa que en mi barrio se habría arreglado de manera no muy caballerosa. ¿Y mi barrio?

Dejé Riobamba una mañana, muy temprano, junto con el tren. Mi regreso a la costa fue aleccionador: Había constatado que el pasado es recuperable pero también que el presente puede arruinar muchas cosas y ofrecer otras. Nunca vi paisaje más hermoso ni estremecedor, ni campos más verdes ni montañas más grandes. El tren bajaba veloz y yo podía sentir también, al pasar nuevamente por los mismos lugares, que algo de mi remoto pasado y del futuro viajaban dentro de mí. Luego de muchas horas de sol, polvo, ventisca y cansancio llegamos a Durán, el inicio de mi búsqueda. Tomé una lancha para cruzar el río y vi con la caída de la tarde nuevamente el eterno sur, las lucecitas del Cerro Santa Ana donde había nacido y al fondo, como en una prolongación de un Nacimiento navideño, las torres de la Harinera y la Ciudadela 9 de Octubre. Al igual que en mi primer paseo en bicicleta soñé con regresar a mi casa, a abrazar a mi madre y ver a mis hermanos. Desde la lancha que cruzaba el Guayas imaginé que estaba en mi barrio, en la esquina, saludando efusivamente a Baby Topla, el cholo, Monín, Manuelón, el Cuervo, el Salvaje y a todos mis queridos patriotas del sur.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Yo vivo condenado a la distancia

Los muertos aparecían rabiosamente en los sueños, buceaban en piscinas, dormían en inmensas camas, leían periódicos en las esquinas. Los muertos pero también los vivos. Sin embargo, entre ambos no había diferencia: se tuteaban, hablaban como si nada, compartían cosas y escuchaban la misma música. A lo mejor era porque en Ecuador, “la tierra de los valientes” como dice el poeta del fútbol, no se sabía si más valientes eran los que se quedaban a pelear el pan de cada día, o los que seguían el dorado sueño del norte por las peligrosas y coyoteras rutas de la frontera mexico-gringa, o por barcos que naufragaban en medio mar. Sea como fuere, Ecuador, “mi pedacito de camote que no me desampara”, fue, es y será siempre “la tierra de los valientes”. Pero de hablar de valientes a los gusanos del gobierno hay mucha distancia, así que mejor movámonos con cuidado y no caigamos en los dimes y diretes de los gritones de la política local, que para eso ya existen los pasquines que todo el mundo conoce.

Así filosofaba mientras trepaba la loma de la Ciudadela Bellavista en busca del arquitecto Cocojox, antes conocido como Negro Buchannan y ahora, rehabilitado de los abismos chuperiles, chapeteado como don Bramha Kumaris. Don Brama, de ahora en adelante. Lo buscaba porque quería que me hiciera un aumento en la caleta, pues el espacio se había reducido ante la llegada y posesión de mi propiedad caletil (guasamayete incluído) a manos de La Pequeña Lulú. ¿Quién era La Pequeña Lulú? La ella de la película y de este nuevo remedo de arte callejero que llamaremos de manera provisional El regreso del Pez que Fuma.

Ella apareció como aparecen las malas buenas mujeres en Guayaquil: en una noche de farra. En un paseo por la Cofradía del Bolero la vi, sentadita en la barra, a vaca mú, como esperando un galán de fina estampa que le alborotara el yajajá. Y ardió Troya y sonó el trueno y la pasamos bacán. Yo te conozco me dijo, y nos fuimos de verbo y biela. Claro, sólo después me enteré de que la man era jefa de una pandilla femenina que acaramelaba y mandaba de ruca a los confiados pasajeros de autobuses para desvalijarlos una vez dormidos. Pero de que se estaba buena, lo estaba. En fin, la man se comenzó a aflojar poco a poco, una vez que descubrió que mi política era de corte total entre el mundo de los negocios y los placeres de la casa.

Pero volvamos a la loma de Bellavista, que resultó larga y jodida para estos trajinados pasos de Quijote del trópico. ¿Está Don Brama? Pregunté cuando me abrieron la puerta. ¿Quién? Replicó el joven. El arquitecto, dije, corrigiendo de inmediato mi chapeteo. Ya lo llamo, y cerró la puerta. Eran las 9 de la mañana pero el sol ya caía en picada sobre el transeúnte. Qué fue cholo, me dijo Don Brama. Dame un poco de agua helada, dije sin saludar, casi metiéndome a empujones a su casa. Calmada la sed le conté a qué venía. Mira, le dije, me informaron que estabas más o menos sin camello y pensé que podrías ayudarme en un asunto que tengo pendiente. Pero debemos salir ahora, te cuento en el camino. ¿Adónde vamos? Ya te cuento. Y así, buscando la poca sombra que daban las raquíticas ramitas que se escapaban por las verjas, nos fuimos a la Ciudadela 9 de Octubre. En taxi, obviamente, pues el tiempo apremiaba.

Llegamos. En el parque estaban nuevamente el Negro Ojito y Marco Tulio, bajándose una de Trópico Seco. ¿Cholo, Cocojox, cómo así? Dijeron mientras servían en la tapa y, extendiendo el brazo, nos la ofrecían. A lo cual, inmediatamente, Don Brama dijo, no bróder gracias, ya no bebo. Ellos se miraron, se rieron y le dijeron: Ya, te hiciste hermanito también. No, replicó el moreno y alto arquitecto, soy Bramha Kumaris, y nosotros no bebemos. Ándate nomás entonces, le dijo con tono medio molesto, aunque también en broma, el Negro Ojito. Ándate nomás y mejor no vengas por el barrio. Qué decepción, tú, que tomabas hasta Racumín para ajumarte. ¿Han visto al Loco Huguito? Pregunté para cortar el achaque. Debe estar en su casa, dijeron. Pero si lo quieres ver tienes primero que hablar con esos dos mancitos de la esquina. Ajá, les dije ¿Y quiénes son? Son dos guardespaldas colombianos que se consiguió el loco. Aparecieron después de la balacera. Ya, dije. Simón, continuaron, el man pensaba que era venganza de Carecamiónchocado, pero parece que la cosa es más seria, más fea, dizque el loco anda metido con los guerrilleros de las FARC, tú sabes, los corronchos. Ya, le dije. A ver qué se cuenta el loco. Ya regresamos. Fuimos a casa del loco y sólo alcancé a decirle a Don Brama que se quedara callado cuando una voz me dijo adónde va su mercé, a la par que me dejaba ver el arma al cinto que llevaba.

Y pensar que ese era mi barrio. Ahora tenía que dar explicaciones de mi rumbo.
Dile al loco que el cholo y Don Brama quieren hablar con él, respondí. El man nos está esperando.

jueves, 16 de octubre de 2008

Elogio de la música



En esa época escuchábamos a Los Mitos, Formula V, Los Tíos Queridos, Los Náufragos, Safari, Banana, Sabú. Sandro era el amor ideal de todas las muchachas. Rafael concentraba al auditorio cuando empezaba “yo no he vuelto a encontrarla jamás/ desde aquel día...”. Las canciones del Festival de San Remo y de Adamo o Los Iracundos, eran cantadas en la hora social de los viernes en la escuela. “Juega a la ruleta/ ella te puede ayudar” decían los Hermanos Castro en México. ¿Quién iba a pensar que veinte años después, en el parque de St. George, en Staten Island, Ramón Morales, Jaime Franco y yo, rememoraríamos lúcidamente todas esas canciones?

Vivíamos en otra edad, en un tiempo dorado y lleno de luz. ¿Qué era el dinero real junto a las brillantes latas que recogíamos con Luis Cepeda al sur de la ciudad, en los lluviosos y fervientes días del invierno tropical? ¿Qué mejores películas de miedo que las leyendas contadas por los hermanos Baidal o los Paredes? ¿Qué podía ser más importante que los partidos de índor y fútbol en las tardes para Manuel Mendoza o Monín Tenén, si en cada jugada se iba un poco de la vida de los demás? Quedan las imágenes, los temores a “los aparecidos”, el Tintín, la Viuda del Tamarindo, las entradas y salidas triunfantes de Quevedo cuando visitaba damas solitarias.

¿Cómo olvidar las desaforadas persecuciones a las muchachas junto a Julio Ronquillo, Rey Arias y Joselo García? Ese «voyeur» que vivía en todos nosotros ¿aún espanta parejas en las noches? Las mañanas eran tranquilas y claras, un tiempo eterno que se prolongaba durante años y años.

Jugábamos al pepo, al burrito de San Andrés, al “estaba Don Juan”. O nos poníamos a saltar la cuerda con las vecinas del barrio. “Recordar”. Esa es la palabra mágica que nos conduce al temido y contundente pasado, a nuestras vidas anteriores. ¡Y qué mejor que la Ciudad de Hierro para hacerlo! Volver a ese tiempo desembarazado de responsabilidades utilitarias, volver a la infancia, es asumir a cada rato con mayor fuerza la vida de los otros. Basta sintonizar una emisora cualquiera. Poco a poco la voz de Nat King Cole (esta vez en inglés) va llenando la habitación. Palabras, melodías que buscan Junction Boulevard, las calles de Corona. Luego viene algo de Billie Hollyday, de James Taylor y de Steely Dan, el primer conjunto de rock que recuerdo con cariño porque compré y escuché el disco hasta rayarlo: Do it again, Midnight Cruiser, Only a Fool, Reeling on the Years. Luego ya es necesario dejar la escuela, los amigos, comenzar a pensar en la universidad y cosas así.

Ahora, en la radio, Charlie Parker toca Autumn in New York. Charlie Parker es el último de los cronopios. Ray Barreto nos vuelve a esos lugares ya inexistentes de La Molienda, el legendario El Charro, los frondosos almendros que nos cubrían mientras bebíamos unas cervezas en casa de Doña Meche. New York es el paraíso del melómano, el reino de su única libertad. Sólo la música une a la gente. Significantes, codigos, números que no poseen un sentido exacto. Charlie Palmieri cuenta cómo conoció a Tito Puente, en inglés del Bronx, y al volver sobre la autobiografia es como si expusiera la vida de cualquier hombre, la de un sencillo hombre del sur.

Un tipo de Queens

La fría mañana de otoño ha obligado a sacar de una vez por todas los pesados abrigos y las bufandas de colores. La muchedumbre avanza rápidamente hacia otros trenes, copa las escaleras eléctricas y las estaciones del subway. Los vagones son viejos, diseñados para llevar la mayor cantidad posible de pasajeros. Las líneas 7, E, F, G, R, transportan y sacan a los trabajadores y estudiantes hacia los demás lugares: Manhattan, Brooklyn, el Bronx. Un día como otros en Queens, con sus problemas y el informativo meteorológico pronosticando lluvia en la mañana y un posible aparecimiento del sol hacia el final de la tarde.

“Los cubanos han hecho una ciudad que se llama Miami. Gústeles o no, es verdad. Nosotros estamos haciendo lo mismo con Queens. Que hace años los primeros vecinos se hayan ido no es culpa ni problema nuestro. Este es nuestro barrio, nuestra comunidad hispana”.

Los muchachos se reúnen a jugar béisbol en las calles. Se hacen bromas, hablan un inglés que no tiene el acento del que se oye en el Bronx pero tampoco del de Manhattan o de la televisión. Para la nueva generación el spanglish no es un problema importante: son perfectamente bilingües. Las otras comunidades étnico-culturales viven de manera independiente: los asiáticos, negros americanos y los llamados “irlandeses” tratan de no mezclar las relaciones. ¿Un nuevo indicio de racismo?

Vivir en Queens es encontrar comercios en donde “se habla español” por doquier. La reproducción de las costumbres cotidianas traídas de los países de origen es también otro hecho interesante. Las esquinas diariamente sirven a los amigos para conversar, tomarse camufladamente una cerveza y chacotear un poco.
Uno sale a la calle y en medio de los interminables bloques de ladrillos rojos se ve desfilar a dominicanos, colombianos, peruanos, ecuatorianos, salvadoreños y brasileños. Los sábados todo el mundo va al parque Flushing. En medio del partido de fútbol, del campeonato de las ligas, la gente grita y oye música tropical mientras bebe y repite anécdotas como escenas de películas.

— “Uno viene sólo para hacer billete. Después hay que regresarse. Aquí, sea lo que sea, no estás en tu casa. Además, no te vas a matar trabajando toda la vida. ¿Para qué?”, dice uno.

— “Yo no podría acostumbrarme si regresara. Hay muchos problemas, la situación está mala y, para colmo, todo el mundo se quiere meter en tu vida”, replica otro.
La minoría, aquellos que tienen un buen trabajo estable y residencia o ciudadanía norteamericana, entienden que lo fundamental para sentirse ligados realmente a la ciudad, al gran país del norte es justamente las dos cosas que ellos tienen: buen trabajo y estadía legalizada.

“Si quieres vivir entre los tuyos debes vivir en Queens. Los demás barrios no son iguales. Hay menos peligro de que te coja una pandilla de irlandeses borrachos. Claro, eso de la droga está serio. Acabo de ver una calle cerrada por la policía. Los portorriqueños te pueden chantajear si saben que estás de ilegal. No, para estar como en casa mejor te quedas en Queens. Aquí están los tuyos y no tienes problema con el idioma”.

Voy nuevamente por el Roosevelt Avenue. Oigo que hablan de cuoras, sueras, compiurers. El sol repentinamente sale y anima un poco al transeúnte. El tren cruza por encima de la calle haciendo un ruido infernal. Llego a la 82, veo vitrinas abarrotadas de electrodomésticos y vestidos, casas antiguas que sirven de tienda de oficinas o improvisadas academias de inglés. Las luces de neón dicen que las cervezas Budweiser y Miller son las mejores. La constante agitación es cada vez más febril. Gente va y viene Un muchacho escandaliza con la grabadora a todo volumen. I am a guy from Queens, me digo. Busco las pocas librerías. Algo de Saul Bellow aparece por allí; miro cámaras fotográficas, una pequeña iglesia, la programación de la TV, un comentario sobre una película que estrenan el viernes, la gente y las pequeñas tiendas.

sábado, 11 de octubre de 2008

Memo, La Memoria

La última vez que lo vi fue en el parque, un sábado por la mañana, conversando y bebiendo con toda la gente. Hablamos de nuestras familias, de su tía Ana en la Yoni, de Giuseppe, que fue quien le puso la chapa de Memo porque desde peladito dizque era malo, como el de la Pequeña Lulú. El Chugo había puesto el equipo de música a sonar con fuerte salsa y, a veces, con unos pasillitos llorones que ni a Memo ni a nadie le gustaban. No, al menos, a las once de la mañana del trópico.

Ese día, por azares que no eran ni de la vida ni de la chirés, el poeta Pipí con Lentes, había caído por ahí. Andaba contento porque había ganado otro premio en su larga lista de concursos. Esta vez era uno organizado por la Sociedad de Plomeros y Oficios Afines del Chunchi, residentes en Guayaquil, SOPLOACHU-Filial Costa. Apenas vio a Memo se me arrimó y en corto, medio temblecoso, me preguntó si el que estaba ahí era el famoso Memo, el de la pandilla del Francés, el que había estado en la Peni, el que se había virado por error a un marino y esa fue la casita, el que se había bajado a no sé quien en noches de Londres y chicha jora, el que acostumbraba a chorear motos y carros por la pura nota de tener en que transportarse de un lugar a otro y por hacer camellos anexos , y que luego los dejaba tirados por ahí y etc., etc. Le dije que sí a todo, que era el mismito. Acto seguido llamé a La Memoria y los presenté. “Háganse amigos”, les dije. Hablaron por largo rato, como si se hubieran conocido desde hacia tiempo. Memo me había dicho que le interesaba hablar con un pana que por esa época ya escribía en un periódico, para que lo entrevistara, que él tenía muchas cosas que contar y que podía hacer marchar a un montón de gente pesada. Ese pana que yo le había mencionado antes a Memo era nada menos que el ya semi-declarado Cronista Vitalicio de la Cosmopolita Ciudad de Santiago de Guayaquil, el Conde Martillo, de quien el ávido lector tendrá más de una referencia. Ese día lo pasamos muy bien. La mañana del sábado veraniego estaba fresca. Poco a poco aparecieron Lechuga, la Chocota, la negra Linda y todo el Cartel. También estaban el cholo Cepeda y el Cuervo. Ibamos medio embalados en la chupa y el chacoteo cuando, de repente, se oyeron disparos de metralla que venían desde la calle Quito. A lo lejos pudimos divisar dos carros que venían veloces hacia nosotros, dándose bala. Todos, incluyendo la Memoria, nos tiramos hacia las plantas del parque, boca abajo, cuando pasaron cerca de nosotros. Bueno, casi todos, porque el cuerpo se tiró a la vereda y se fue rayando la cara, para diversión de todos, luego de pasado el nerviosismo. Con los días nos enteramos que se trataba de dos hermanos de la política local que se peleaban por el peaje del Puente de la Unidad Nacional, nada menos.

Dos meses después Memo moría, luego de una tenaz persecusión y tortura de tres días. En los periódicos salió su foto: sin lengua y con los huevos quemados. No fui al velorio. Nunca me han gustado ni los muertos ni las muchedumbres. Todos los del barrio en cambio sí lo hicieron y le dejaron una corona de flores. El cholo Cepeda me contó que tres mujeres aparecieron para disputarse el derecho al recuerdo del concubinato con el difunto. Además, que otra señora de edad avanzada, había estado rezando cerca del ataúd por varios minutos y que luego contó su historia, que se abría con una expresión polémica: "Él era muy bueno". Y dijo a renglón, seguido que cosa de dos años atrás Memo había pasado por su casa, una casita de caña en uno de los tantos suburbios de esta ciudad de mierda. Él se detuvo al ver gente llorando. Salió del carro, entró a la casa y en mitad de la habitación, sobre una mesa, vio el cuerpo sin vida de un niño. Le dijeron que había muerto de una infección y que nadie tenía dinero para pagar el servicio funerario. Memo no dijo nada. Salió de la casa y regresó al poco tiempo con todo lo necesario para las honras. Partió nuevamente y la señora nunca más volvió a saber de él hasta que vio la foto en el periódico.

Otro pana, Cabeza de Tuco, dijo que eso era verdad y que podía asegurarlo categóricamente porque con él también se había portado redondo. Contó que para su último cumpleaños él estaba limpio y medio jeteado en el parque y con unas atormentadoras ganas de celebrar. Luego, como llamado por los dioses, Memo apareció en un carro lujosísimo y le preguntó por qué tenía esa cara de aguacero y Cabeza de Tuco le respondió que por la crisis billetera. Memo, con su característica manera de aparecer y desaparecer sin dar explicaciones, se fue, no sin antes decirle a otro pana, el Cacho Bardales, "trepa para que me acompañes". Lo que ocurrió en ese viaje fue narrado por el Cacho: Se dirigieron a una licorera, Memo se bajó del carro y, Magnum en mano, le dijo seria y tranquilamente al dueño del local:"me das esas tres botellas de whisky y dos fundas de cachitos, rápido chucha o te bajo todo el almacén". El tipo obedeció y luego de unas horas la fiesta en el barrio era total, "que daba gusto" decía Cabeza de Tuco, quien, como ya dije antes, había estado en el entierro de su pana, nuestro pana, Memo La Memoria. Dios lo perdone y lo tenga en su gloria para siempre. Y también al Chugo, su hermano, y también a Carlos Ríos, alias La Rubia Peligrosa. Vida eterna y piedad para esos Hermanos Karamazov que, sin duda, también eran patriotas del sur.

sábado, 4 de octubre de 2008

Roberto Alvarado ha muerto

El jueves me escribió la Chocota (Mónica Pombar) y me contó que Roberto Alvarado, otro de los "patriotas del sur" había muerto, que se nos había adelantado, y que regrese pronto al barrio, que siempre están de chacota y que a Bobo Alegre le encaman ahora que de pelado le gustaba jugar al papá y a la mamá y que ponía a los malos del barrio como sus hijos y que los mandaba rápido a la cama para estar solo con el marido. Y me reí con ese dato, pero no olvidé a Roberto. Hacia finales de los 80s, varias veces nos juntamos a vivir la vida.

Me habían dicho que estaba muy mal, en cama ya, luego de muchos años de padecer una enfermedad de los huesos que lo volvía cada vez más pequeño. A Roberto lo recuerdo de muy adolescente, gritando con vanidad a los cuatro vientos que él era "Tronco de aniñado". En esa época era enamorado de Elizabeth Jácome, también de la Ciudadela 9 de Octubre, quien había sido mi compañera de escuela.

Ayer por la tarde, luego de terminar las clases, de regreso a casa, encendí la radio y sonaba fuerte una canción disco de los 70s, de esa que tanto le gustaba a Roberto, y pensé que era su manera de decirme adiós, pero estando presente aunque de manera más discreta e inverosímil. Anoche llamé al Cholo Cepeda y hablamos de Roberto: "Me quebré al verlo. Parecía una calavera y tenía los dientes muy amarillos. Lo enterraron por ahí mismo. Ahora sus hermanos se pelan para ver quién se queda con la casa. El que sabe de sus últimos años es Figueroa, que lo visitaba a menudo. A él hay que preguntarle, pero hay que estar listo porque siempre te hace un pique, va al remo. Hay que cuidarse".

La Chocota también me ha enviado varias fotos. En ellas aparecen aquellos valientes que se quedaron en el barrio "con todas esas cosas/ pequeñas silenciosas" (Pablo Milanés). En ellas no está Roberto. Pero en mi recuerdo aparece vivo el que fue "Tronco de aniñado", riéndose de la vida, allá por los 80s.


(Ojito, que se parece a Johnny Pacheco, y Niño Niño)


(Fiesta en casa de la Chocota)


(Cabeza de Tigre en el medio. Cuando tomaba "Tumba sabido" se desnuadaba y salía a caminar por las calles con un bate en la mano)

jueves, 2 de octubre de 2008

Alma inquieta de gorrión sentimental



El que llegó primero fue Chinto Ness, el mismo que, apenas vio al poeta le gritó ¿bebéis o no bebéis? -¿Por qué le hablas así?- interrogué sorprendido. A lo cual el Chinto respondió que era por respeto a Iturburu ya que, al ser poeta, él no podía preguntarle en términos vulgares chupas o no chupas, como si fuera un borrachito cualquiera. No. Había que preguntarle con elegancia: bebéis o no bebéis, o el poeta no respondería. Le decíamos Chinto Ness porque, una lejana noche, en la esquina del barrio, se había puesto a imitar al narrador de Los Intocables para contar los chismes de la gente. Era de allí que el vate Iturburu había sacado la idea de escribir literatura policial, no de los libros, como él quería que creyéramos. Lo digo yo y lo certifico, pues fui yo quien tuve la grabadora en mi mano mientras el Chinto se explayaba en detalles de la parodia. Y fui yo quien escribió el libreto, lo hicimos con Cocojox y La Garra. Luego empezaron a llegar los demás. Allí estaban, tal como lo habían augurado, Pollo Enano y Camachiño, el Cuervo, el doctor Bonilla y el loco Villacís. Más tarde llegarían Kukuku, Gorila y el gordo Lucho. Aparecieron Frejolito, los Pilones, el Oso Yogui, Mente Enferma, Petete, Salomón el Niño, Guarulo, el negro Bermeo y el Amigo. Lechuga llegó solo pero con unos cds de música de los 70. También llegaron las mujeres del Cartel y hasta la familia Cabrera, los gitanos del barrio, quienes sacaron sus guitarras y se pusieron a tocar interminables pasillos seguidos en coro por todos nosotros tú eres mi amor/ mi dicha y mi tesoro/ mi sólo encanto y miiiilusión/ ven a calmar mis males/ mujer, no seas tan inconstante. Y, la plena sea dicha, como en los viejos tiempos, la pasamos bacansísimo, pues luego nos tiramos al ruedo y nos fuimos de salsa, disco, boleros y otros ritmos debidamente rastrillados en el roce de piernas y demás toqueteos, fundamentales todos en la lucha cuerpo a cuerpo.

En una de esas pregunté por los que no estaban presentes: Cachato, don Perry, Magucito, la Huasa y Papa Chola. ¿No sabes? me preguntaron al unísono, se hicieron hermanitos, han dedicado su vida a predicar el evangelio según los Testigos de Jehová. Yo, tirándome para atrás como Condorito, me dije el tiempo todo lo cambia, mientras, para variar y de puro jodido, puse una canción de los Beatles que decía Miiiiicheeeelle, these are words that go together well/ ma Michele/ Miiiiichelle ma belle/ sont les mots qui vont trés bien ensemble/ trés bien ensemble. Esa es la plena cholo, la plena de verdad, gritaba entusiasmado el ya ebriongo poeta.

¿Y qué hay de La Sombra? comenzaron a preguntarse. (Por si la lectora no recuerda, o no ha leído mi novela, La Sombra es el alias con el que el pueblo bautizó a un personaje real, o de su fantasía, nunca se supo, que ajusticiaba a criminales). En los últimos días se había vuelto a hablar del tema, pues habían encontrado cadáveres en las carreteras, barrios bravos y vías marginales, y la mayoría de ellos tenía una S en el pecho, claramente realizada con un cuchillo, y un hueco en la frente. No, no es La Sombra, comentó Iturburu. Está claro por el estilo, los lugares y los muertos. Es sólo la violencia diaria, la de siempre, esa que ya a nadie le importa, terminó diciendo, mientras unos reafirmaban que eso era lo que se necesitaba: orden para el progreso, y otros decían que, de todos modos, La Sombra actuaba fuera de la ley y eso no era bueno para la democracia. Democracia, alguien replicó, cuál democracia, mientras seguíamos con música y cerveza.

El sábado ya era propiedad de la noche y se adornaba de los últimos cantos de grillos, sapos y picadas de mosquitos, todos los cuales se batieron en abrupta retirada cuando el solícito Pepe Norro hizo que el humo de palosanto invadiera la terraza. Ya estábamos en pasillos de Olimpo Cárdenas, valses de JJ y boleros de Patricia González. Ya habíamos bajado algunas jabas y por enésima vez me preguntaba de dónde salía plata para la cerveza y si acaso el destino de los machos del Guayas era simplemente vegetar y emborracharse.

Preparamos luego unas carnes en palito y unos chinchulines y revivimos entre todos el pasado absoluto y recordamos que el tiempo era el implacable aliado que algún día nos llevaría en su canoa hacia el mar abierto del silencio que es la muerte. Esa noche, nuestros muertos estuvieron con nosotros: Carlos Ríos, Memo, el Chugo, Monín, la esposa de Don Tenén, Don Absalón, Salomón el Viejo, y tantos más a los que, junto a Cheo Feliciano, les decíamos buen viaje mi gente/ buen viaje. Y así, con prodigio reconstruímos por enésima vez nuestra juventud.

Fue entonces que se me cruzó la idea de que no era sólo la impunidad de los crímenes lo que le fastidiaba a Iturburu, ni siquiera el creer que no se podían decir cosas nuevas. No. Lo molestaba algo que sabía amargo, a dolor antiguo y secreto, de esos que cuando salen van llevándose todo lo que encuentran a su paso y que se fundan en las derrotas. Quizá, para él, escribir esas derrotas era una manera de olvidarlas y dejarlas muertas en el basurero de la memoria. Yo sabía de algunas y las imaginaba añadiéndose a la violencia de Guayaquil, al desempleo y la emigración. A pesar de las risas y las chácharas con la gente, Iturburu llevaba un silencio y una tristeza dentro de sí de la cual nunca habló: su madre había muerto y ese sería su dolor interminable. Había también otros dolores, menores aunque agudos, otras muertes de seres queridos, pero la muerte de una madre lo colma todo. ¿Quién no había muerto ya en Guayaquil? A simple vista se notaba que lo enfermaban la mediocridad, el arribismo, la estafa, el juego político, el doble discurso, la corrupción y los militares. En parte yo lo comprendía, en parte digo por ser honesto, porque hay cosas que ni aún comprendiéndolas las hacemos nuestras.

La noche había caído y ninguno se había emborrachado como años antes. Estábamos casi intactos, felices de haber dado un gran paso en nuestras vidas, ese paso que diferencia al hombre del adolescente, al soltero del padre de familia (que cumple como padre de familia, valga la redundancia porque, como dice el lema: para ser padre no hay que ser macho sino hombre). Iturburu tenía la misma locura y, como todos, en sus ojos el brillo de siempre. Al salir me volvió a pedir que leyera sus manuscritos. No son detectivescos, repitió, son otra cosa, como una autobiografía, otra cosa, ya vas a ver. ¿Qué mismo tendría yo que ver en esa ceremonia de exorcismo? Esto sólo al final lo sabría.

Nos despedimos todos con un abrazo. Bajé la escalera y caminé una vez más por el mismo viejo callejón que tanto sabía de mí. Vi nuevamente y por última vez a los amigos con los que había crecido, por última vez también a Iturburu, al menos a ese Iturburu. Esto es como el final de un tango, me dije. Y mientras dejaba los parterres y las calles oscuras y destruídas de la Ciudadela 9 de Octubre, recordaba la voz de Goyeneche cantando vuelvo al sur/ como se vuelve siempre al amor/ vuelvo a vos/ con mi deseo con mi temor/ soy del sur/ inmensa luna, cielo al revés/ busco el sur.