martes, 24 de junio de 2008

En el Cementerio de Autos

Don Alfredo Cárdenas era un viejo mecánico que, como otros del barrio, había bajado de los Andes con su familia. Era apacible y educado y sabía cómo armar y desarmar todo lo que fuera motores. No recuerdo cuándo se fue ni en qué año regresó. Lo cierto es que un día se embarcó en un buque petrolero sólo para aparecer de manera intermitente muchos meses después. Cuando regresaba se dejaba ver solamente en el marco de la puerta de su casa, desde donde saludaba con una sonrisa y la mano en alto. Sin embargo, Pluca, su hijo mayor, era otra historia: se pasaba horas de horas en el parque en un juego interminable de ajedrez, o practicando kung-fu en el colegio, aunque extrañamente nunca cultivó ni lo uno ni lo otro, y más vale un par de veces le pegaron su chancleteada. Sus otros hijos eran Douglas y Yuri. Con ellos vivía también un tipo malgenio que sabía un poco de mecánica. Se llamaba Wacho, o algo así, y no le gustaba que nos subiéramos en los viejos y destartalados carros, esas reliquias de los años cincuenta y sesenta que, como un pariente caradura que llega y se queda a vivir para siempre, se habían instalado alrededor de la casa de la los Cárdenas. Ese era el Cementerio de Autos, y se había convertido en el mejor punto de reunión luego de cansarnos de estar parados en la esquina o sentados en el muro de los Tenén.

Había autos pequeños montados uno encima de otro, con las carrocerías gastadas y los motores regados por todo el piso. Habrá habido cuatros jeeps Land Rover descapotados, un viejo Buick, un Chevrolet y otro de marca desconocida. Varados todos allí, nos servían para contar lo que había ocurrido en el día, y también para que iniciáramos el fantástico viaje de la imaginación. Las tardes avanzaban lentas bajo el inclemente sol del verano o la interminable lluvia del invierno. Como un viejo remero que buscaba el horizonte, los patriotas del sur nos apoderábamos del Cementerio de Autos. Detrás del volante del inservible Land Rover iba Caimito Caimunga con el cholo Cepeda de co-piloto, en el asiento de atrás Monín, Manuelón, Pinina y Joselo, y más atrás, en calidad de bulto, Rey y Cuerito. Digo asiento por decir, porque sólo había la carrocería pelada y unas cuantas tablas puestas para sentarnos. En nuestra imaginación el jeep se desplazaba lento por las calles del barrio, pasábamos por las casas de las chicas, y por el barrio de los aniñados, como diciéndoles que ahora otro era el cantar. Dábamos interminables vueltas por el parque y participábamos en veloz carrera contra el Buick que venía pisándonos los talones, en el que se habían metido Petete, el Oso, Pastora, Padre Bazurco y Chocoto.

Desde el viejo jeep veíamos nuestro futuro: La pelea del día siguiente, el partido de índor, las correteaderas de la noche por las esquinas de los aniñados, tocándoles timbres y tirándoles piedras a los techos, la nueva exploración al Guasmo, a buscar culebras, tumbar panales y recoger ciruelas, o a descubrir entre la maleza las sandías que habían crecido en la clandestinidad. En nuestras naves nunca fuimos a ninguna parte porque nunca tuvimos que ir a ninguna parte: El destino ya había sido alcanzado; yo sería yo para siempre y todos los demás serían ellos para siempre, y nunca dejaríamos el barrio que nos vio crecer, ni los amores que llegaron y desaparecieron. Frente a nosotros estaba la calle y al fondo el colegio Eloy Alfaro, detrás la esquina y el viejo poste con sus cables cruzados, el muro a medias en la casa de Monín, el rincón donde el Baby Careplato llegaría a enseñarnos los últimos pasos de baile que había visto en la televisión.

Otras tardes, descamisados y alegres mirábamos caer el sol mientras aparecían los vendedores a rematar el producto del día. Una mujer ofrecía motes y habas, el Chugo soplaba con un abanico el tanque donde asaba tortillas de verde, una anciana sacaba panes de una funda, el vendedor de jugo de coco había agotado sus reservas con el último partido de índor y el pastelero huía veloz en el colectivo con su canasta vacía. El cielo se ponía súbitamente rojo y luego anaranjado, dándole a las abultadas nubes un color rosa que siempre nos maravilló. El parque estaba lleno de árboles y aparecían sombras tenues alargándose sobre las veredas. La caída de sol era de un tiempo breve, porque en el trópico todo es breve y del olvido, y así nos quedábamos hasta que llegaba la noche y regresábamos a casa a darnos un baño y comer, para luego volver al Cementerio de Autos y sentarnos detrás del volante y continuar ese viaje interminable con el viejo Buick que venía detrás de nosotros, nosotros los del viejo jeep de llantas desinfladas.

Por la noche, prendíamos una radio agonizante y lográbamos escuchar una voz lejana que decía More more, how you like it, how you like, hasta que Manuelón reclamaba cambia esa huevada que no se entiende nada y el Baby Careplato se enojaba y decía que todo era porque Manuelón no sabía bailar, a la par que se iba a un rincón del Cementerio de Autos y se ponía a ensayar los nuevos pasos de la Motown.

Un día regresó Don Alfredo, y fue para quedarse. No sé si se había jubilado, hartado de estar lejos de su familia, o simplemente encontrado otro trabajo en tierra firme. Lo cierto es que todos se alegraron de verlo y de abandonar el marco de su puerta desde donde parecía inmóvil. Luego levantó un segundo piso en su casa y se deshizo del Cementerio de Autos. Con tristeza vimos cómo nuestro querido jeep y el viejo Buick desaparecieron. Repuestos de esa pérdida, ahora sólo quedaba organizar el asalto y apoderarnos del balde de la camioneta de Don Absalón Quiróz, el papá de Pinina.