jueves, 3 de julio de 2008

Nuestro primer paseo en bicicleta

Debió haber sido una tarde de invierno, allá por el 73. Lo digo porque todos estábamos de vacaciones y ya habíamos desarmado el árbol de navidad del barrio. En casa, mis hermanos habían regresado del servicio militar y andaban pensando en matrimonio, trabajo y esos asuntos. También para esa fecha, Bella Reyes y yo habíamos jurado por un amor eterno con un anillo de feria como garantía del pacto. Sí, fue una tarde de invierno del 1973.

Los Medina, Darío Lecaro, los Mayorga, los Ronquillo, el irremediable Cholo Cepeda, Carlos Ríos, César Noblecilla, los primos Villacís y una docena más de gente, nos pusimos de acuerdo para ir a Durán... en bicicleta. El viaje incluía parches, tubos y llantas viejas, algunas herramientas y refrescos. Poco a poco fueron apareciendo los ciclistas y cuando el grupo estuvo listo partimos desde el sur, desde la 2da. y la 7ma., en la Ciudadela 9 de Octubre.

Adelante teníamos un destino que era no sólo inalcanzable sino además el intrépido desafío de ese día. Gente de otras esquinas se había integrado también al viaje. Algunos estábamos semidesnudos, en pantalonetas, con sombreros de paja o con una camiseta amarrada a la cabeza. La primera parte fue para reconocer la ruta, ver otras calles y otros rostros. Jorge Ronquillo pedaleaba desesperadamente para no quedarse atrasado, su bicicleta era una miniatura verde con una catalina minúscula. Hacia la mitad del camino, a la altura de Quito y Colón, el viaje se convirtió inusitadamente en una carrera. Eramos tres en Peugeot, dos Benotto y una que decía sencillamente "de luxe". Las demás pertenecían al anonimato, que en nuestra coba eran referidas como chivas o bianchis. La bicicleta de Kiko López era la mejor, no sólo por la marca sino también porque tenía el piñón fijo y una cadena muy templada. El sol caía con el furor del trópico y al final de las calles había siempre un reflejo de agua, una zona de aire líquido inclasificable.

Al cruzar el cementerio de la ciudad, algunos se habían quedado en el camino: tubo bajo, temor, cualquier motivo. Lo más dificil fue la subida del puente que está sobre el Daule. Lo mejor, rodar tranquilamente, veloz, cuesta abajo hacia La Puntilla, con impulso para pasar al segundo puente y llegar finalmente a Durán. Una vez allí, algunos visitaron a parientes lejanos, otros tomamos un descanso y una buena cantidad de agua para el retorno. Otros dieron vueltas por las calles y almacenes, viendo muchachas y desafiando los límites del mercado y el cerro.

Cuando montamos nuevamente las bicicletas para regresar estábamos en el malecón, junto al viejo ferrocarril y las lanchas, el muelle y las tiendas de fritadas, cangrejos y cervezas. Guayaquil, mirado desde la otra orilla, era inmenso y fabuloso. Nos detuvimos en medio del puente y miramos hacia el lejano y perdido Sur, y encontramos la gran torre de silos de Molinos del Ecuador, a la orilla del Guayas, y vimos barcos anclados a la altura de la Ciudadela. El sol ya no era una brasa meridiana sino una luz rojiza que coloreaba las nubes del trópico en el invierno. Deseábamos regresar pronto a casa, a las chicas que esperaban por sus viajeros, al calor de la familia, a las calles en donde estábamos creciendo y peleándonos a cada rato.

Ese fue el primer viaje, real y auténtico que tuvimos los de la 2da. y la 7a. Era nuestro bautizo en el tiempo que se abría con el nuevo año y la promesa de esta vez hacerlo mejor. Después vendrían los bailes, las cervezas, los primeros cigarrillos, el equipo del barrio y la Liga Salem, los mejores y peores amigos, las desilusiones amorosas, el boom petrolero y la dictadura militar... luego del viaje a Durán. Cinco años después, Luis Cepeda, Jorge Ronquillo y yo, abordamos una vez más nuestras abandonadas y polvorientas chivas y dimos el último recorrido. Fue el 31 de diciembre de 1978, a eso de las cuatro de la tarde. Aún teníamos un poco de ese espirítu que nos hizo llegar hasta Durán tiempo atrás, pero ya no éramos ni volveríamos a ser los mismos. Anduvimos despacio por las calles del sur. Avanzamos a los barrios del Seguro y Centenario, conversando, pedaleando suave, como despidiendo el año. Había sol también. En el trópico, el sol es omnipresente en la memoria del barrio. Regresamos nuevamente a la ciudadela, viendo como nuestra sombra se alargaba en el asfalto de las calles. Estábamos rojos, quemados, sudados y llenos de una triste gloria, que en esa época era un lugar común no tan generalizado.

En el barrio, a eso de las seis y treinta, la gente se empecinaba en no terminar la jornada de índor y en aferrarse al partido del último día, a la claridad y festiva calidez. A las doce de la noche asistimos a la quema de nuestros fuegos fatuos y a la intrépida aventura que iniciamos años atrás. Sin embargo, para los que venían detrás nuestro se abrían nuevamente iniciáticos inviernos de vacaciones escolares.