miércoles, 30 de enero de 2008

Bruca Manigua

A lo lejos se podía escuchar la música invitando al baile. Pero de cerca, lo que se escuchaba era un temblor de salsa, sones, rumbas, guarachas, merengues y vallenatos. Así, con esas más que evidentes pistas auditivas, encontramos el Bruca Manigua, antes conocido como El Corrinche, uno de los salones más peligrosos de Guayaquil. Ubicarlo era ya una proeza, pero meternos allí era muestra de arrojada heroicidad o de perfecta imbecilidad, según el color del cristal con que se mire. Apenas parqueamos el taxi una pandilla se hizo presente, con cuchillas y recortadas en mano.

Busco a Rodi Carabalí, les dije, el dueño del salón. El está siempre adentro, nunca sale. ¿Quién eres tú? me preguntaron los pelados, pasada la primera sorprendida. Soy un amigo del barrio, de la Ciudadela 9 de Octubre. Sin preguntar más, se quedaron unos segundos mirándonos, inspeccionándonos, luego desaparecieron entre las casas de caña, los laberínticos recovecos y la oscuridad de la noche. Hasta ese momento no había reparado en que Gutiérrez, el muy imbécil, se había disfrazado de Humphrey Bogard del trópico y se había puesto un gran encauchado, de esos que venden en la Bahía, y un sombrero de fieltro. Tremendo calor en Guayaquil y Gutiérrez con semejante atuendo. Te falta sólo una pipa, le dije irónico. No, si también la tengo, me respondió. Acto seguido sacó de su bolsillo una pipa, la encendió con la mayor tranquilidad del mundo, aspiró un par de veces y dijo bueno ¿vamos a entrar o no?

Cuando entramos, el Bruca Manigua era un hervidero. Los negros y las negras bailaban a todo trapo, el piso de madera se mecía con los acordes, aunque también por la fragilidad de la construcción. Entre las hendijas se podían ver las aguas del estero, manchadas de aceite, soportando los desperdicios que caían de las casas y que, flotando lentamente, se iban con rumbo al golfo, a la lejanía del Pacífico. El salón estaba dividido en varios cuartos, cada uno con su servicio de atención especial. Las bebidas iban desde aguardiente de caña hasta un champagne que hacían en una destilería clandestina, pasando por cerveza, coctelitos inventados por el propietario, vino y whisky locales. Al fondo, detrás del mostrador, se encontraba Rodi Carabalí. Era flaco, de un metro noventa de altura, llevaba siempre un sombrero de paja y un infaltable cigarrillo sin filtro en la boca. Bailaba como sabido, como negro jututo, o de cepa, que es lo mismo, según sus palabras. Vestía generalmente de blanco y guardaba el revólver según el tamaño. Si era muy grande, se lo ponía en el estuche de la espalda; si era pequeño, a la altura de la canilla.

Al vernos entrar hizo señal de quién eres que no te veo a la distancia, y caminó lenta y tranquilamente hacia nosotros. Gutiérrez, por su estrafalario disfraz, era el culpable. No me gustaba nadita que me asociaran con él. De repente, veo a Carabalí frente a mí, y reconociéndome me dijo bróder, compadre. ¿Cómo has estado mi hermano? ¿Cómo así por aquí? ¿Qué te cuentas? Qué húbole Rodi, le dije, vine a tomarme unos tragos, pero con semejante pinta (señalando a Gutiérrez) las ganas ya se me están quitando. ¿O sea que tú andas con esa uña vestida dato Intocable? Sí, tuve que admitir, al hombre se le pelaron los cables a la entrada, dice porque es detective. Detective las que me cuelgan, glosó Rodi. Déjalo por allí y que se tome una cerveza. Oye tú, llévale una cerveza a Eliot Ness. Y uno de los meseros salió disparado, botella en mano, hacia Gutiérrez. Este, arrimado a una pared, callado, con el sombrero tapándole los ojos, como espía de tira cómica, me hizo una seña de que todo estaba bien y que se tomaría tranquilo la cerveza. Eso me daría oportunidad de hablar con Carabalí.

La verdad Rodi, le dije, vine para hablar contigo de un asunto. Se trata del man que mataron hace un par de meses en la Cofradía del Bolero. Yo sé que era tu pana y que andas haciendo tus propias investigaciones, y no te conviene andar en esos asuntos. Déjalo mejor así, hay problemas que uno no puede resolver. El, que me había estado mirando bastante feamente, me preguntó ¿Y cuáles son esos problemas? Los que incluyen a un marino, que fue el que le pegó el tiro. Un oficial al que ya lo cubrieron, le dieron orden de traslado y anda por las Galápagos. Y allá se va a quedar un tiempo. ¿O sea que tú has venido a convencerme de que me quede frío? Matan a un pana y aquí no ha pasado nada. Le dije que tenía razón, pero que en este país de mierda cualquier cojudo con dinero o de las fuerzas armadas tenía licencia para hacer lo que chucha le diera la gana. Era el recuerdito que la última dictadura militar nos había dejado. Me sentía como predicador evangelista, consejero matrimonial o soplón. Cosa, esta última, que era lo que más me cabreaba. Me miró, tomó un vaso de aguardiente con limón y luego otro de cerveza.

Sonaba una canción cuya letra distinguía claramente: Calle Luna, Calle Sol/ en el barrio del guapo no se vive tranquilo/ mide bien tus palabras/ o no vales ni un guiro. Gutiérrez seguía de clandestino, y así se quedaría toda la noche. Pedí una Club verde y le pregunté a Rodi cómo había ocurrido todo. Repitió la dosis de aguardiente y limón con cerveza y empezó. Habíamos estado jugando fútbol, un campeonato de esos que se hacen a cada rato. Como ganamos, nos fuimos a celebrar al Cabo Rojeño. Había mucha gente y queríamos oir un poco de salsa, así que cruzamos al otro extremo, al sur, al bar de Cortijo Bustamante, en el barrio Cuba. Todo estaba bien. Pero ya con los tragos uno comienza a cambiar, a recordar cosas. Luego de unos minutos se les metió en la cabeza lo de ir a la Cofradía del Bolero. Que el bolero es lo mejor, que también te acolitan valses, tangos y pasillos. Cuando llegamos no había mucha gente, sonaba algo de Lucho Gatica, recuerdo. Fue después de mucho rato que se apareció el otro grupo. Llegaron con gente de la Ciudadela, allí estaban Maelo, Bolita, Camachiño, la Huasa, y Papa Chola. Era el cumpleaños de la Huasa. Hicimos una sola rueda y conversa por aquí y conversa por allá. Todo estaba bien. Voy al baño y, a lo que estoy haciendo agua, oigo BUM. Un solo tiro. Salgo y veo a mi pana tirado en el suelo, la gente corriendo, el disco repitiéndose, insultos por todos lados. ¿Qué pasó? pregunté. La única respuesta era vámonos, vámonos, vámonos de esta mierda antes de que lleguen los rayas. Me acerco al pana y tenía el pecho lleno de sangre, agujereado. Lo demás no lo tengo tan claro, los detalles digo. Luego salimos, me dejaron en mi casa y nadie hizo ningún comentario.

Mientras Rodi recreaba la escena yo me había tomado un par de cervezas más. Estaba mosca, haciendo de niñera de Gutiérrez, por si acaso una de sus frecuentes burradas. Habían puesto todo el disco de Héctor Lavoe y ahora se escuchaba: y me pregunto qué hubiera sido de esos amores/ de haberte tú enterado/ que en esa vieja carta yo te pedía perdón. Carabalí continuó: pasaron los días y cuando fui al barrio me enteré del resto. Los pacos habían llegado al poco tiempo y en un patrullero rastrearon al paso a la gente y preguntaron por mí. El que a hierro mata a hierro debe morir, sentenciaba Carabalí, mientras tomaba otro aguardiente con limón.

Llevo el paso vencido del caminante/ yo nací en una tierra lejos de aquí/ si alguna vez preguntan quién fue tu amante/ diles que fue un caminante/ que la vida trajo aquí, cantaba Roberto Torres, mientras pensaba que, como casi todos, yo tampoco sabía cual era mi rumbo, mi vendaval sin rumbo, que era también el de Celio González. El Bruca Manigua reventaba de música y gente. Rodi Carabalí, mi pana, estaba emborrachándose. Valía la pena que yo también me incorporara a la ceremonia. Ya le había dicho lo que quería decirle, pero me quedaba la duda de que, en el fondo, a él le importara demasiado sacrificarse por eso que llamamos la parcería.

Sonaban vallenatos, la gente seguía estremeciéndose, el salón se meneaba lenta y acompasadamente, como si fuera un barco anclado. Gutiérrez había abandonado su rincón gótico y bailaba apretado a una morena de vestido celeste. Yo, caminando lentamente por el laberinto del alcohol, rescataba la última idea sobria de la noche, la que me llevaría no ahora, pero sí en otro momento, a la Cofradía del Bolero.