Este asunto se va a resolver por la via rápida, pensé. Estaba clarito. Me encontraba en la oficina esperando a una mujer que me había llamado por teléfono y prefería tratar el asunto personalmente. Suena el timbre, abro y me encuentro con un mujerón, un troncazo de hembra con un vestido ligero ceñido al cuerpo y unos zapatos de taco alto. La invité a pasar. Se sentó y me contó con tristeza que el marido ya no le ponía atención como antes ni le hacía los mismos cariñitos de cuando eran novios. Mientras ella iba a los nostálgicos detalles amorosos yo sentía poco a poco una erección de esas que le vienen a uno con el chuchaqui, con una noche de frío o con un par de ceviches de camarón y aguacate. La mujer terminó llorando, quejándose de su suerte. Cholito Cepeda, me dije, esta dama requiere de tus servicios profesionales.
Le conté el plan para descubrir si el marido la engañaba o no. Estuvo de acuerdo y me dijo cómo, cuándo y dónde podía encontrarlo. Al final me mostró una foto en la que estaban ambos en traje de baño, posiblemente en las playas de General Villamil, a juzgar por las casitas de caña que se divisaban al fondo. Le dije que íbamos a estar en contacto pero que no me llamara, que yo sabría localizarla. Ella abrió su cartera y sacó un tuquito de billetes para gastos iniciales. Cuando se despidió me dió la mano y suavemente me dijo confío en usted. Vi como se alejaba, meneando su grande y hermoso trasero por el corredor. Yo imaginaba caderas con poses dignas de un amplio campo de batalla. Buenas razones debía tener un hombre para desatender tan gratos deberes. Saber el porqué era lo que más me intrigaba.
Al día siguiente fui, medio hecho el pendejo, a dejar una carta al correo. Una carta con una dirección falsa, por supuesto. A lo que me voy a la ventanilla sale un tipo mal encarado a atenderme. Ya vamos a cerrar, es la hora del lunch. Lo miré de frente, boté un poco de aire por la nariz haciendo un sonido de cabreadera y, como al descuido, dejé que viera la pistola que llevaba entre el pantalón y la barriga. El lunch puede esperar un par de minutos ¿no le parece?. Al ver el arma se puso nervioso, le temblaron las manos y me cobró la tarifa mínima. Muchas gracias, le dije. Cuando gané la calle me dirigí hacia el Barrio Chino.
Ya tenía separada una esquinita en el Chifa que frecuentaba el marido infiel. Oculto en la parte más tenue, pedí una Club verde y un pescado a la marinera (esta última frase se la había copiado a Gutiérrez, porque el famoso “pescado a la marinera” era sólo un puto pescado frito, con arroz y tomate). Le eché una ojeada a la página deportiva del diario. Barcelona y Emelec se iban a enfrentar el domingo y había apostado al equipo millonario, al ballet azul, que era obviamente mi equipo.
Mientras esperaba que cayera el del correo, por lo del partido de fútbol, recordé el caso de Alausí, el polvo con Gabriela Maruri, los canelazos, los pasillos y la tarde fría de los Andes. Al mismo tiempo que llegó mi pescado frito, vi que en la segunda mesa se sentaban dos hombres: el empleado del correo -que era el marido infiel- y otro más que no podía distinguir por el resplandor que venía desde la calle.
Estuvieron conversando y comiendo más de media hora. Yo iba por la tercera cerveza, la cual, dicho sea de paso, estaba muy fría y sabrosa. Cuando se fueron llamé al mesero, un flaquito medio mugroso, con pantalón negro y camisa amarillenta. Me dió los detalles que necesitaba y que, sin querer mostrar vanidad en mi persona, aumentaban mis ya elaboradas sospechas. Sólo faltaba la confirmación. Hasta que llegara la hora de salida quedaban unas cuatro horas, así que opté por irme al cine Metro. Estaban estrenando una película de Michelle Pfeiffer que encajaba con mi necesidad de matar la abulia de la tarde.
Cuando llegué al cine había una cola larguísima y la boletería estaba aún cerrada. Democráticamente me paré al final, mientras seguía llegando más gente. A lo que abrieron la ventanilla se armó el coge-coge. Aparecieron tres vagos tirados a bacanes, sorprendedores, a meterse deúna a comprar las entradas, sin hacer fila. La gente inicialmente protestó pero al final se quedó fría, como diciendo qué chucha. Así es Guayaquil. La gente reclama pero al final les vale verga todo. Como resultado de esta reflexión, del calor de la tarde y de las ganas de amenizar el ambiente, salí de la fila.
Al primero que vi le pegué una patada en el culo. A lo que se viró le di otra en los guevos. Se cayó de rodillas y chúm, un sonoro chancletazo la cara. Todo rápido, como en una película de Bruce Lee. El segundo se vino furioso y yo, recordando las enseñanzas de los duros de la 9 de Octubre, me levanté por el aire y de una chalaca le pateé la quijada. De remate, a lo que se iba cayendo, le pegué un certero puñete a la altura de la sien izquierda. Faltaba el tercero. La gente de la fila ya había formado un círculo y me hacían barra gritando dale a ese hijueputa, dale a ese hijueputa. El tercero se me abrió a la calle, me hizo una lámpara, un amague con los brazos, una quimba de boxeador coreano, y sacó un cuchillo matachancho. Con el arma blanca me tiró chamullo de navajero veneno. Ahora vas a ver cholo hijueputa, oí que dijo repetidamente, al mismo tiempo que lanzaba cortadas al aire. Yo, por las guevas no había visto las películas de Indiana Jones. Me lo quedé mirando. Puse cara de me valesverga, desenfundé la pistola y con las dos manos lo apunté. Bota el cuchillo, caradeverga. Me le acerqué hasta tenerlo entre ceja y ceja. El que va a ver ahora eres tú, chuchetumadre, le dije. Se puso pálido. Le hice abrir la boca y le metí el cañón hasta el fondo de la garganta. Si vomitas te disparo, le advertí. El hijueputa lloraba. Los otros dos -ya recuperados- me imploraban no lo mate señor, por favor no lo mate. Le saqué la pistola de la boca y le pegué un cachazo en la cabeza. Eso es para que aprendas un poco de buenos modales, conchetumadre. Ahora lárguense de aquí los tres. La gente arremolinada gritaba pégale más, pégale a síjue. Un policía que cruzaba por allí, y que debió suponer que yo era de los suyos, sólo se reía, como diciendo qué chucha y siga el circo. Me acomodé la ropa, compré mi boleto y acudí a la cita que Michelle Pfeiffer y yo habíamos acordado.
A lo que salí del cine tenía ganas de cagarme de risa. Este Batman es un maricón, pensaba. Pero maricón no porque dé la nalga -yo tampoco tenía nada en contra de la gayez, que cada quien haga con su culo lo que quiera- no porque dé la nalga sino porque la que le dan no la disfruta, sobre todo si era la de Gatúvela. Yo de Batman hace rato que tendría mis gatitos con ese tronco de felina. La tarde empezaba a refrescar. Si había algo que Batman tenía de malo era su amistad tuseril con el Joven Maravilla. Buen par de ollas. Cada vez que Gatúvela se aparecía para tentar al Hombre Murciélago, la señorita Robin, con esa voz de aniñado de colegio de curas, le decía ella es mala Batman, ella está tramando algo Batman, ella representa el crimen organizado Batman. Y lo que Gatúvela representaba era la arrechera andando. Lo que de verdad tramaba era pegarse un palo en la Baticueva. Lo malo era que el de la capa negra no la hiciera maullar en noche de luna llena. Pero nada. Todo por culpa del Joven Maravilla. Robin chuchetumadre, maricón tapiñado, cortanota al guevo, metido hijueputa, lo que necesitas es que te batan los frijoles y te remuevan las chuletas. Y así terminaba mis cavilaciones chucheriles mientras llegaba al correo.
En la esquina de Aguirre y Pedro Carbo, junto al quiosco de revistas, me paré otra vez hecho el cojudo, como que iba a comprar algo. El marido infiel pasó detrás mío. Lo seguí. Se metió a un almacén y salió después de unos minutos con una fundita. Algo para despistar a su mujer, pensé. Con el fin de la calurosa tarde la gente empezaba a poblar las calles. Caminó unas cuadras más hasta que se metió a un antro de relajillo llamado Ejercicios Espirituales. Dejé que pasaran unos minutos para ver si salía. Pero nada. Opté por entrar. A lo que estaba ya casi adentro siento una mano que me agarra el hombro y una voz que me dice hombres solos no entran. El guardia, dos metros de carne y huesos sin cerebro, se paró firme y me repitió la frase. Estoy haciendo un trabajo especial, le dije, mientras sacaba un billete del tuquito que la mujer me había dado, y se lo cruzaba en corto. ¡Caballero! ¡Siga nomás por favor! me dijo.
Entré. Todo estaba oscurísimo. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Caminé a la barra. La luz de neón iluminaba unos pocos metros de la pista de baile. Pedí un daiquirí. Sonaba una canción de la Billo’s Caracas Boys con tu care’ parampampím/ pim pum pam/ con tu care’ parampampín/ pim pum pam/ yo te he visto con María guarachando en el solar. No sabía que aún se escuchaba a la Billo’s por estos lares. Luego siguió el Jefe Daniel Santos cantando nunca sabré qué milagros nos trae esta noche/ nunca sabré en qué tiempo llegó este quereeeeeer. Y seguía Chavela Vargas, con el desconocido y hermoso bolero Sí de morir se trata, consagrado por los críticos quiteños de música popular. ¿Y el infiel? Ni seña. Ya lo imaginaba en la jugada ilícita. No había que desesperarse, ya saldría a bailar.
Me molestaba eso de andar siguiendo ponecachos, la gente piensa que sólo para eso trabajamos. Además, estas historias suelen tener sus bemoles, y muchas veces los resultados no son agradables. Hay mucha mierda de por medio: mujeres golpeadas, gente asesinada por celos, abandono de hijos, alcoholismo. Pero si hay mierda es porque la vida misma es una mierda, y esta no sería la última vez. Recordaba al patucho Gaitán Villavicencio, un loquito del barrio, quien afirmaba con solemnidad que el problema no eran los cachos sino que uno no sabía disfrutarlos, y que al final se cumplía la máxima “el que a cacho mata a cacho muere”. Ahora sonaban unas baladas de Camilo Sesto -Camila Primera, según me informa el super agente Omar Kuerislai desde Nueva York- y el infiel: naranjas, no salía a pegarse ni un serruchito. Ya eran golpe de ocho, no lo había visto aún y yo iba por mi quinto daiquirí. Salí y le pregunté al guardia si había visto irse a una pareja. Que no me dijo, que las parejas se retiraban más tarde. Entré nuevamente y me di una vuelta, como para ver si encontraba el dato ilícito. Y así fue.
Habían pasado tres días y tenía que darle el informe a la mujer. Aún no había decidido qué mismo decirle, el asunto podría volverse más espinoso de lo que era. Sonó el timbre y allí estaba, con un vestido tan ceñido como el primero. Entró y le pregunté si bebía algo ¿una cola, agua fresca, una cerveza? ¿Tiene ron? me preguntó. Sí, le dije. ¿Podría prepararme un Cuba Libre? Le serví su bebida, me preparé un vodka con agua tónica y mucho hielo, y comenzamos a hablar. Me repitió que ella estaba desilusionada de su esposo, que él ya no la quería y que se sentía muy sola. La dejé que hablara, que botara todo lo que tenía guardado. Estaba triste, lejana y triste, quizá porque recordaba episodios viejos, de otra gente, otros pasados que eran en realidad una historia que se repetía y repetía para todos. ¿Por qué le cuento esto? No le dije nada. Ella se acercó, tomó mi mano y la puso sobre su mejilla. Todo eso que había sido pensamiento y deseo, de pronto se fue volviendo algo presente, palpable, como si poco a poco se iluminara un escenario. Nos desvestimos en medio de besos, mordidas y lamidas furiosas. Hicimos el amor sobre el escritorio lleno de papeles, sobre las sillas viejas, en el suelo. Una y otra vez, como si fuéramos rio abajo, arrastrados por la corriente, desbarrancados, deshaciéndonos en el trayecto.
Cuando se despidió respondí que sí, que su marido andaba con otra mujer. Yo estaba seguro de que no podría imaginarse ni aceptar lo que verdaderamente vi. Tampoco tenía sentido complicar más las cosas.