Apenas leí el fax, me dispuse a viajar a Alausí. Para mala suerte mía, la huelga de los transportistas había empezado antes de lo previsto y el Terminal estaba paralizado. ¿Qué carajo hago ahora? me pregunté. Las seis de la tarde. Guayaquil era el infiernillo usual, húmedo y caluroso, lleno de carros amontonándose en las calles. Junto al Terminal se veían los terrenos para las futuras ciudadelas, las esquinas atestadas de vendedores. ¡Vendedores! Esa palabra me dió la solución. Tomé una buseta para ir a Durán. Cruzamos el puente de la Unidad Nacional con música de Lucho Barrios a todo volumen. El vehículo destartalado, deshaciéndose en el camino, me hacía pensar en que hubiera sido mejor tomar una lancha y cruzar el río. Un poco de tranquilidad y esparcimiento sobre las aguas del Guayas no le hace daño a nadie, pensaba. Pero iba en la puta buseta. Desde el puente podía mirar la ciudad imitando ser una gran metrópoli. Manhattan deaporgusto, Manhattan turra, Manhattan chacretolia, eso eran los sobresalientes edificios de los Bancos en el Malecón. Caía el sol y recordaba el Cabo Rojeño, llenándose de butinos mientras sonaría algo de Nelson Pinedo o Toña La Negra. Me sentí un poquito nostálgico a esas horas y tenía ganas de regresarme y mandar a la mierda el asunto de Alausí. Pero trabajo es trabajo, ya habría tiempo para diversiones.
Cuando llegué a Durán me bajé en una parte céntrica, caminé un par de cuadras y me fui directo a la Estación del Ferrocarril. Vendedoras de hornado: ese era mi objetivo inmediato. Me senté en una mesa junto a otros comensales, a la vera de la calle, mientras los carros pasaban rozándonos el trasero. Una Pílsener me da también, dije impaciente.
Las sombras bajaban desde el cielo y se posaban sobre las calles de Durán. Fui a dar una vuelta antes de meterme a una de las pensiones para pasar la noche. Pero en Durán hay sólo un sitio para caminar: lo que llaman Malecón, o sea: cien metros de calle sucia con cevicherías y cantinas que venden cangrejos rojos, puestos en bandejas de madera, con las tenazas abiertas y los ojitos parados, como suplicando al cielo que no les dieran vire. Una calle salpicada de vendedores de salchichas y música que va de un lado a otro. Infiernillo infiernillo también Durán. Decidí que otra cerveza no me haría daño y pensé que podía controlar la sempiterna sed bielera del trópico. Pero nada. Tan pronto como me senté puse atención a unos traseros que andaban floreándose por las calles, en minifalda y bluejeanes apretados, a lo Sonia Braga. Hola mi reina, le dije a una. Cállate cholo feo, me respondió. Bebí otro vaso de cerveza deúna. Feo pero sabroso, le grité. Pero mi voz se extinguía derrotada entre las melodías borrachosas de las cantinas. Lástima que no tuviera más tiempo para visitar al viejo Santiago, el sindicalista de los Estancos. Era hora de avanzar a la pensión.
A lo que entro el de Recepción me queda mirando y me pregunta ¿Su pareja? ¿Qué pareja? le replico. ¡Ah! ¡Usted está solo! Extraño ¿Me permite su cédula? Se la di y leyó en voz alta y solemne: Luis Alberto Cepeda Cortéz. ¿No es nada para Don Luis Cepeda, el ex-sindicalista de los ferrocariles? No, le dije, tratando de evadirlo. ¡Qué pena! El era un gran amigo de mi padre, también sindicalista, de la vieja guardia. ¿Seguro que no lo conoce?. Bueno, disculpe pero necesito un par de informaciones más, es para los de Inmigración. Al decir esto me dió una tarjetita para llenar. Escribí prontamente. Profesión: Detective. Procedencia: Guayaquil. Destino: Alausí. Razones de viaje: Trabajo. Se la devolví. La leyó y sorprendido exclamó: ¡Detective! Yo creía que eso había sólo en las películas. ¿Y qué investiga Ud? Cualquier misterio, le respondí un tanto entusiasmado por explicarle cómo era mi trabajo. Pero desistí. Era mejor dejarlo en suspenso, que se le haga agua el coco, dije para mis adentros. ¿A qué horas sale el tren para Alausí? A las seis de la mañana, pero tiene que levantarse por lo menos a las cinco para comprar el boleto y alcanzar cupo. Yo puedo hacerlo si quiere. Hecho. Le dejé un billetito, se sonrió, dijo gracias y subí las escaleras.
¡Cinco de la mañana! Buena mentira. Junto a mi habitación, cuya pared de madera y caña llegaba apenas a los dos metros de alto, se oían unos respiros apresurados y los chillidos de otra cama, gemidos, gritos y exclamaciones de placer. Asunto que, para abreviarlo, hizo que se me erectara el miembro y me hiciera justicia por mis propias manos. ¿Cómo estaría Alausí, el pueblito de mis primeras pajas? Afuera, la música se mezclaba con luces de neón, una sirena policial y gritos de la gente vaya a usted a saber porqué. Trataría de dormir por lo menos un par de horitas. Pero fue en vano.
Di mil vueltas en la cama, hasta que me llegó la hora. Bajé las escaleras tratando de hacer el menor ruido posible. En el mostrador estaba el recepcionista roncando a todo pulmón, el muy hijueputa. Avancé hasta la Estación del Ferrocarril. La noche aún era como boca de lobo.
Llegué y había varias líneas de gente. En medio de indios, montuvios, unas tres familias y cuatro parejas de enamorados, más diez y pico de turistas, me metí a empujones y logré el ansiado boleto. Puntual, como nada en Ecuador, el tren salió a las seis de la mañana. Pu-púuuu, pu-púuuu, pu-púuuu iba haciendo infantilmente, mientras dejábamos Durán. A los pocos minutos ya habíamos ganado el campo del litoral. Pasamos por Yaguachi y vi su iglesia de madera, bonita, bien pintada. Unos panaderos en bicicleta. ¿Cuánto tiempo hacía que no iba a las fiestas de San Jacinto de Yaguachi? Chao Yaguachi. Llegamos a Milagro, la tierra de las piñas, otra de esas poblaciones extrañas en las que cualquier cosa es posible. La Estación de Milagro, haciendo honor a su nombre, estaba en pié de milagro. Mitad mercado y mitad coliseo para pelea de gallos, aún conservaba un sabor antiguo, una oscuridad que venía del siglo pasado, un olor a caña de azúcar, cacao y café humeante. Milagro también era la tierra del Abogado Patraña. Buen pana. Hacía tiempo que no lo veía. Dejamos también el pueblo del Abahogado Patrañuelo y el tren se tiró ráudo por la sabana.
Los turistas hacía rato que estaban en los techos del tren, al igual que las parejas de enamorados. Algo tenía el paisaje que los ponía eróticos. Las familias se habían metido en el primer vagón que, coincidentemente pero sin hacer honor a su nombre, llamaban “de primera”. Los muchachos sacaban las cabezas y medio cuerpo por las ventanas, según el descuido de los padres. Estaba bonito el viaje. Yo, de pié, heroico en mi lucha contra el sueño, me había ubicado en uno de esos vagones sin puertas, con la tierra metiéndose por todos lados. Junto a mí había unos indios con canastas cuyos productos parecían decirme no te resistas cholito, no te resistas. No era mala idea ceder a esas tentaciones y el estómago ya exigía su recompensa. Una fundita de meyoco y habas, otra de fritada, una cola y un cigarrillo, por favor, les pedí. Después de eso sí podría ponerme a pensar en el caso de Alausí.
Había que trabajar también, que para eso Adán hizo la casita. Leí otra vez el fax: “Cholo, vente pronto, encontraron otro cadáver con las mismas huellas digitales. Gutiérrez”. Esa partecita de “las mismas huellas digitales” me daba risa. No sabía que en Alausí estaban tan adelantados en cuestiones dactilares, aunque era poco probable, viniendo la noticia del mentiroso Gutiérrez. Pero el Jefe decía que había que ir y era mejor hacerlo, la paga de quincena se aproximaba y debía cancelar un par de letras del equipo de sonido.
El tren estaba entrando en Bucay, casi a medio camino de mi destino final. El sol caía canicular sobre nuestras cabezas. La gente desesperaba por llegar a un servicio higiénico y los cargadores conversaban con la mayor tranquilidad del mundo. Tres de los turistas se habían bajado del techo, medio pálidos y con síntomas de vómito. Espera que llegues a Riobamba para que te dé el soroche, me decía malignamente. La salida de Bucay, el pueblo de mi primo el Cuervo Zavala (Boquillero Profesional) y de Lorena Bobby, fue tan lenta como la entrada. Nos tocaba ahora el camino de ascenso a las montañas. Sin embargo, mi escrutadora atención se centró en el pueblito satélite (o marginal) llamado Cumandá, en las afueras de Bucay. Como el tren iba lento pude ver, no si espanto, gente apostada en las puertas de sus casas. Había enanos, paralíticos con muletas o en silla de ruedas, niños desnudos o con ropa muy sucia. También vi grandes deformaciones, cicatrices en sus caras y brazos. Cumandá era un pueblo diabólico. Debía ser un castigo divino, un ejemplo para meternos miedo. Y así, con esa imagen de lo que se va empequeñeciendo en la distancia, dejamos la Costa y entramos en la garganta de la montañas andinas. El sol ya se había ocultado, empezaba el frío y dentro de poco subiríamos la Nariz del Diablo.
Nueva y extrañamente puntual, el tren anunció su llegada a Alausí a las dos de la tarde. En la Estación estaba Gutiérrez con alguien que parecía de la policía civil. Cholo, no hay tiempo que perder, esto se pone peor. Y enseñándome una fotografía dijo a éste le faltan los riñones. ¿Saben quién es? les pregunté. Sí, es un indio, contestó. Eso no hay que saber, eso se ve nada más, les increpé a ambos. Es un indio que trabajaba en un puesto de primeros auxilios. Tienes que verlo y hacer las averiguaciones del caso. Yo me regreso a Guayaquil con el Cabo Maruri en el próximo tren. ¿Sigue la huelga de los buses? Sí, le contesté. Bueno, inicia el trabajo de recolección de datos (esto lo dijo para sorprender al Cabo), haz una síntesis y me la mandas por fax; usa el de la Comisaría, ya está todo hablado. Tengo un par de sospechas que quiero confirmar allá y el Cabo Maruri está también en la jugada. Acto seguido nos despedimos. Ellos se quedaron esperando el tren para Guayaquil y yo me fui a dar una vuelta de reconocimiento del terreno.
Las nubes y la neblina bajaban poco a poco de la montaña y se metían por las estrechas calles empedradas. No eran ni las cuatro pero la gente había ido desapareciendo poco a poco, sólo unas cuantas mujeres vestidas de negro se quedaban conversando en los portales de las casas, protegiéndose las manos con sus ponchos, olvidando momentáneamente el frío. Caminé y caminé, por los dos parques, la iglesia, una calle de joyerías que, a decir verdad, daba pena. Crucé también por el mercado, construído sobre una plaza inmensa, la cual de niño miraba desde la ventana. En esa época, la plaza que se llenaba de indios, frutas y colores durante las ferias semanales. Era raro volver después de tantos años y en esas condiciones. Molesto por no encontrar la plaza de mi infancia me metí al mercado para conocerlo. No obstante la hora, aún pude saborear una librita de chancho hornado con sus respectivas Pílseners. La que te espera cholito Cepeda, yo mismo me decía. Más vale que encuentres un cuarto con baño limpio y confortable porque en cualquier momento se viene la avalancha. Y, apoyado por esta última reflexión, resolví encontrar un hotel de esos baratos.
Luego de las formalidades del hotel salí a la Comisaría. Cuando entré, vi a un paco con cara de tú qué chucha me miras. Buenas tardes, lo saludé. Vengo de parte de Gutiérrez y del Cabo Maruri, es sobre el caso del indio muerto. Ajá, me dijo. ¿Cuál es su gracia? Luis Cepeda, le contesté. ¿Y la suya? Juan Ormaza, Sargento Ormaza, puede llamarme. Bien Sargento, ¿podría decirme qué fue lo que ocurrió? Se molestó al sentirse interrogado. Me quedó mirando un momento y preguntó ¿es usted hincha del Barcelona? ¿Cómo? repliqué, seguro de haber entendido mal. ¿Es o no es hincha del Barcelona? ¿Del equipo de fútbol Barcelona? ¿De qué más podría ser? No lo pensé dos veces y, sagacidad guayaca ante todo, le dije que sí (pero era mentira, odiaba al Barcelona). Eso está mejor, yo también lo soy, me dijo. Nos vamos a entender bien, porque yo no ando con esos hijueputas hinchas del Emelec. El asunto es así: estábamos Maruri y yo trabajando normalmente y se apareció una india quejumbrosa, llorando que no se le entendía lo que hablaba. La tranquilizamos y nos dijo que a su Jesusito lo habían matado. Peor, que lo habían descuartizado. Que él salió a su trabajo -un puesto de primeros auxilios- y no regresó. Al día siguiente, ella fue a buscarlo y le dijeron que él no se había aparecido en todo el día. Eso se lo dijo una enfermera. El doctor no estaba. Descorazonada, de regreso a su casa le llegó la noticia de que lo habían encontrado muerto, arriba, en la carretera que va a Cuenca. Dijo que había ido corriendo a verlo y que estaba todo agujereado. Con Maruri nos trasladamos a hacer el levantamiento del cadáver y empezar las averiguaciones.
A ese indio no lo mataron así nomas, a ese indio lo hicieron mierda, se le llevaron los riñones. ¡Riñones! ¿Quién mierda puede querer los riñones de un indio? preguntó al aire el Sargento Ormaza. Luego llevamos el cadáver al puesto de primeros auxilios, que también funciona como morgue. Inmediatamente Maruri le envió un fax a Gutiérrez para que se apersonara lo más pronto posible. Buscamos al doctor, por supuesto. Semejante operación sólo la podía hacer un experto o, lo que es lo mismo en este caso, un criminal experto. La enfermera dijo que el doctor -mono también, costeño, como usted, acotó- tenía más de tres días en Guayaquil, porque necesitaba hacer un trámite para su traspaso. Cuando llegó Gutiérrez comparamos el cadáver con las fotos que él trajo de gente victimada en circunstancias parecidas, en Guayaquil. Allí él decidió que usted también se viniera.
Luego de escuchar todo el relato, el Sargento Ormaza y yo acordamos verificar si el doctor había viajado en la fecha indicada por la enfermera. Fuimos a la cooperativa de buses. Revisaron la lista de pasajeros y no encontraron su nombre. Sin embargo, esto no determinaba nada. Esos jodidos transportistas nunca anotan el nombre de nadie. Además, quedaba la duda del transporte de los riñones. Para mí, dijo el Sargento Ormaza, a éste lo abrieron en el mismo trabajo y se le llevaron los órganos para Cuenca, porque el tren a Guayaquil demora mucho y a veces ni llega; y el bus también se demora, porque se mete por esos recovecos de las montañas. Pero a Cuenca siempre se puede llegar más rápido, hay más carros y la carretera es mejor, concluyó. Pensé un poco en lo que había dicho y le pregunté si no habría un lugar más cercano que Cuenca. Lugares más cercanos claro, pero, uno no anda con los riñones de un muerto cargándolos en la mano, como si fueran una canasta de legumbres. La comparación, no desacertada del todo, me hizo pensar en que la comida tenía mucha más importancia de la que yo le daba. No íbamos a hacer nada más ese día y terminamos yéndonos a tomar un par de canelazos. Vámonos donde la Gabi, me dijo Ormaza, es la hermana del Maruri y está buena. Fuimos al bar.
Ella salió, sonrió y con tranquilidad puso una canción. Nada mal la colorada, sólo faltaba que me diera una señal. Mientras sonaba la música de Julio Jaramillo y Potolo Valencia, Ormaza recordaba los partidos de la Copa Libertadores que había jugado Barcelona en Guayaquil, ninguno de los cuales se le había escapado.
Al día siguiente me aparecí otra vez por la Comisaría. Apenas entré, escuché una voz que me dijo Cholo, adivina la última. Venía del escritorio y era de Gutiérrez. Junto a él estaban el Cabo Maruri y el Sargento Ormaza. Dímela tú y buenos días a todos, le repliqué tratando de sacudirme de la sorprendida. El puto doctor sí salió a Guayaquil en la fecha indicada. Verificamos los datos en la Subsecretaría de Salud, porque allá había estado metido haciendo no sé qué trámites. Así que la cosa anda por acá, con seguridad. Cuando lo interrogamos se puso verde. Insistió en que no sabía nada. Con el Cabo Maruri fuimos también a la Clínica Continental, a confirmar otros datos. Ya lo hicimos. Yo me encargo del resto. Tú regresa a Guayaquil y atiende la oficina; tu cheque te está esperando por allá. Los miré a todos, puse cara de no entiendo pero obedezco y me despedí. La cosa empezaba a apestar y ese no era el lugar donde se resolvería, eso lo tenía claro.
Estación del Ferrocarril nuevamente. No tuve que esperar mucho, el tren llegó a las 12 del mediodía, escandalosamente puntual. Había más turistas en los techos, más indios en los vagones. Decidí airear un poco la cabeza y me monté también en la parte superior. Los tres se quedaron viéndome partir, como para asegurarse de que no me bajara. Sorpresivamente el Sargento Ormaza me gritó ¡oye Cholo Cepeda, mentira, no soy hincha del Barcelona! ¡Soy del Emelec! ¡Odio a tu equipo Barcelona! Te vacilé monooo amarilloooo, moonooo tuuurroooo. Y empezó a reirse con los otros. Borracho que se duerme, amanece cachudo, pensé decirle. Pero era mejor pensar en el regreso.
Estaba otra vez en la garganta de las montañas andinas. El tren hacía zig-zag en la Nariz del Diablo. No era el soroche, pero algo parecía decirme la suerte ya está echada. Abajo, el rio arrastrando piedras hacía un ruido infernal. Más adelante, vi otra vez el pueblito Cumandá, con su gente deforme asomada siempre a las ventanas, parada frente a las puertas de las casas, esperando quién sabe qué. Vi también Bucay y los otros pueblitos que ya nombré, aunque esta vez no despedían la alegría del inicio. Todo regreso es una derrota, pensé. ¡Qué chucha! me dije casi desde la nada. De estar a la seis en punto en Durán, tendría tiempo para alcanzar la última lancha, cruzar el río y llegar a Guayaquil. Bien me merecía ese paseito sobre las aguas del caudaloso Guayas. Quería llegar al Cabo Rojeño y beber unas cervezas al son de la salsa y los boleros antiguos. Ya tendría tiempo para averiguar cuánto dinero Gutiérrez había ganado en este asunto y si podría dejar de una buena vez este trabajo de mierda.