Después de cambiar el cheque me fui directo a pagar la renta. Dos meses eran una cruel espera para el monetarizado corazón del dueño de casa. Casi con lágrimas en los ojos vi deshacerse el fajito de billetes frente a mí. Me quedó tan sólo lo necesario para pagar los almuerzos y meriendas que debía, y unos pantalones que había sacado a crédito. Era eso de las seis de la tarde. Parece que en Guayaquil las cosas suceden únicamente a esa hora. Me encaminaba a la nueva oficina que Gutiérrez había alquilado. Estaba en el centro. Parado en la esquina me preguntaba cómo esquivaría a tanta gente que llenaba de baratijas y ropa importada las estrechas veredas y las calles. Algo tenía la ciudad, una magia fenicia, una cercanía al peligro, la luz rosada cayendo sobre las nubes, las hermosas mujeres que iban y venían, los niños pidiendo limosnas, el ruido de las miles de voces que se confundían. Sin embargo, a pesar de las multitudes volcadas diariamente a las calles, Guayaquil no escondía su lado solitario, su melancolía de trópico mezclado con pobreza, sus canciones tristes, cadenciosas o rápidas pero en el fondo tristes. De repente un claxon me deja medio sordo y un taxista voz en cuello grita mira dónde caminas cachudo malparido.
Voy hacia el sur. Me meto al almacén Jairala. ¿Jairala o Jaibala? Tenía una oferta de discos colombianos comprados de contrabando, rayados y viejos, que los quería vender como si fueran de cantante de úpera. No, mejor los compraba en la cachinería. Guayaquil se iba al ocaso con el sol mientras las luces de la noche alumbraban el mismo escenario. Me sentía un tanto incómodo, medio hijueputa, un poquito triste a esa hora. Sigo hacia la nueva oficina. Cruzo por decenas de ferreterías, viendo modelos de baños y materiales de construcción regados en los portales. Me gustaba esa zona. Me detuve a hojear unas revistas viejas de box y artistas del Puerto donde aparecían sonrientes el Chivo Gonzalez abrazado de Irma Aráuz, Hilda Murillo con Fresia Saavedra. En una de esas, como al descuido, me arrimé a una tiendita vieja para comer un sánduche y tomar una coca cola. Tuve que comprar otro para Gutiérrez quien, con seguridad, me reclamaría por mi falta de solidaridad bunderil. No me gustaba tratarlo así, con ese paro muchas veces no me pagaba el día convenido. A lo que llegué a Clemente Ballén y García Avilés recordé con pena el lugar donde vivió mi yunta Eduardo López. Lo habían matado en Manta, un pueblito hermoso y violento que mira al Océano, a tres horas de Guayaquil. Luego de desfigurarlo, los sicarios lo tiraron al mar para ser carnada de tiburones. Seguí por la acera. Crucé por un laberinto de estantes de zapatos que se prolongaba por cuadras y cuadras. A medio camino, tuve que hacerle el quite a un vendedor porque, recordé justo a tiempo, también le debía su billete. Por fin llegué a la dirección que Gutiérrez me había dado.
Fui subiendo poco a poco las estrechas escaleras. Más que por obedecer a algún sentido de cautela, lo hacía porque no había luz y no quería irme de oreja por los escalones. A lo que llegué al primer piso encontré un foquito que despedía una luz mortecina. Tuve que acercarme demasiado a varias puertas para ver los números, con el temor siempre de que alguien abriera del otro lado y pensara que yo era un amigo de lo ajeno, uno de esos raterillos arrancha-relojes. Pero luego concluí que la oficina de Gutiérrez se hallaba al fondo del corredor. Y así fue.
Toqué y salió a la puerta. El tufo que delataba que se había bebido algunas cervezas. Entra Cholo, te estaba esperando. ¿Te gusta la oficina? Ese que está ahí es tu escritorio. Como yo soy el jefe de esta Compañía, me corresponde el más grande. Seguro que no te importa, ¿verdad?. No, le dije, total mi trabajo es afuera. Ahora que si puedes conseguirme una silla más cómoda, encantado la acepto. Ya. Tenías que aparecer con tus reivindicaciones. Eres un puto pedigueño hombre, no te conformas nunca con lo que tienes, replicó injustamente cabreado.
La oficina era estrecha. Gutiérrez ya la había saturado con sus afiches de artistas de cine de los años dorados de Hollywood. Le encantaba hacerse el detective gringo. A veces se ponía un sombrero de indio otavaleño y lo quería hacer pasar como newyorkino. Lo que sí tenía de bueno era que me prestaba sus libros. Había buen material para pasarse todo un día leyendo, tirado sobre el piso, el sofá o un buen petate. Tenía novelas de Julio Verne, de vaqueros, otras de Dashiell Hammett, una edición cubana con los cuentos completos de Sir Conan Doyle. Era de éste que había aprendido a decirme “elemental, querido Cholo”. Mi escritorio, en cambio, se reducía a una mesita de cuatro patas flacas, llena de papeles. Trabajo es trabajo, no importaba la mesita.
¿Qué hay para estos días? pregunté. Un problema serio. Hay que hacer un trabajo con un tipo de la Policía Nacional, un Sargento que trabaja en drogas. Es un serrano, se llama Miller. Que sea serrano y policía no me extraña, le aclaré. Como si no hubiera dicho nada, Gutiérrez prosiguió. El problema es que es un trabajo a medias. Es un caso en el que la mitad es oficial -esa es la parte de Miller- y la otra mitad es privada -esa es tu parte. Si se resuelve el asunto, el chapa va a querer por lo menos un centro del billete, y aún no ha dicho ni cuánto hay ni qué tanto por ciento quiere. Eso no es problema Gutiérrez, le dije, con esta crisis económica, cualquier tajada es buena. Pero, te confieso, no me gusta eso de trabajar con un policía, tú sabes que no es mi dato y también sabes porqué. No seas prejuiciado. No todos son iguales, Miller es un buen tipo, ya lo verás. Cada vez que Gutiérrez decía “tipo” me daban ganas de reírmele en la cara. Había aprendido esa palabra viendo series de detectives en la televisión. Pero, bueno, esa era su nota. ¿Cuándo podemos encontrarnos Miller y yo?, pregunté. Está por llegar, respondió. Me puse a leer los crímenes en el diario de la tarde mientras se aparecía el raya. Hasta que cayó.
Después de unas conversaciones empezamos el trabajo, no sin antes unas bielas en nombre de la solidaridad camellil. Me pareció una buena persona. Tenía sus cosas, como todos, pero nada fuera de lo soportable. En esta ciudad nací y crecí, pero mi corazón está en Riobamba, me dijo después de habernos tomado las primeras cervezas. Estábamos en el Mechita, en la 8va y Ayacucho, zona medio candela. Las hembras eran alegres y acolitaban todo. Si uno quería algo más con ellas, había que tratarlo fuera del local. La rockola nos llevaba de Carmencita Lara a Jesús Vásquez, de Aladino a Tito Cortéz, de Alci Acosta a Kike Vega (Kika, a decir verdad, la triunfante newyorkina, según el pueblo) de Máximo León a Cecilio Alava y etcétera de los etcéteras.
Miller hablaba de su familia. La plena es que, cuando uno tiene una familia, siempre la lleva en el mate. Pedimos otras cervezas. Era jueves, hacía calor y la humedad aumentaba a causa de una garúa. Fines de marzo y el invierno había parado su racha de inundaciones. Pero esa garuita se merecía un tango y, ergo, puse una de Goyeneche. ¡No sabía que te gustaba también el tango! dijo asombrado Miller. Sí, repliqué, en mi casa siempre oíamos tangos, mi viejo y mis hermanos los cantaban en cada borrachera. A mí también me gustan. ¿Te acuerdas de ese que dice acaso te llamaran solamente María/ no sé si eras el eco de una vieja canción? Esa se llama María y la canta El Varón del Tango, Julio Sosa, sentencié. Cholo Cepeda, tú y yo vamos a ser buenos panas, eso lo veo clarito. Chupa chucha, le dije entusiasmado a causa de mi acierto musical, lo confianzudo de llamarme cholo y las primeras alegrías que produce la cerveza.
A la noche siguiente fuimos a encontrarnos con una mujer. Era joven, unos veintitrés años. Tenía buen cuerpo y hablaba clara y decididamente. Miller ya me había contado de lo que se trataba. Ana, éste es el detective con quien vamos a trabajar. Buenas noches, le dije, me llamo Luis Cepeda Cortéz, sabiendo que su verdadero nombre era otro. Estoy enterado del caso, sepa que lo lamento y que estoy dispuesto a cooperar en todo lo que pueda. Ella sonrió, pero detrás de la sonrisa dejaba ver su tristeza. Empezaremos por la zona donde ocurrió todo. Lo único que quiero es encontrar al desgraciado, al hijo de puta ese que me violó, dijo ella, como para cerrar la presentación. A la noche siguiente salimos por primera vez.
Había que vernos, era cosa bien rara. Yo me había puesto unos lentes de contacto verdes que me estorbaban demasiado y me hacían llorar. Llevaba también una peluca y un vestido oscuro. En mi cartera, en medio de chapas y lápices de maquillaje, un revólver y una pistola. Las pendejadas que uno debe hacer en nombre del trabajo, aunque en Guayaquil los hombres se visten de viudas cada 31 de diciembre. Miller llevaba un pantalón azul marino y unas sandalias de cuero. Según mi punto de vista macho-estético, se había pintado demasiado los labios. Jodido besar a una hembra así. No pensaba que nos podrían confundir con mujeres, pero Ana y Miller juraban que sí. Si éramos mujeres, éramos mujeres bastante feas. A los hombres no les importa si una mujer es fea o bonita, sólo si sirve para lo que quieren, dijo ella al salir del vehículo. Se detuvo un momento, nos miró e hizo seña de que iba a entrar a la discoteca. Nosotros, siempre desde el carro, vimos cómo le cruzaba un billete al de la puerta para que le diera paso. Salió luego de unos diez minutos. Nada, no está aquí, vamos a la vuelta, dijo. Fuimos. Ocurrió lo mismo.
Repetimos la actuación varias noches más. En una de esas se armó la grande. Ella, que ya tenía más de veinte minutos en una discoteca buscando al violador, apareció de repente casi tumbando la puerta. A lo que la vimos, salimos del auto y la cubrimos con disparos al aire, mientras los transeúntes se refugiaban y ella se subía y partíamos velozmente. ¿Qué pasó? ¿Lo encontraste? preguntó Miller. A él no, pero sí a la gente que trabaja en mi oficina. No me reconocieron, pero tuve que hacerles la conversa hasta que uno de ellos comenzó a tocarme. Le pegué un rodillazo en las pelotas y con el revólver le dí un cachazo en la cabeza. Salí corriendo. No sabía que tenías un revólver, le dije medio sorprendido. ¿Y qué te crees? ¿Que voy a andar metida en esto así nomás? Revólver y navaja, por si acaso. ¿Y para qué estamos nosotros? repliqué. Para ayudarme, que en eso quedamos desde el principio, contestó molesta. Está bien, no te preocupes, pero ten cuidado con eso, uno nunca sabe, le dije tratando de terminar la discrepancia.
Ya teníamos más de un mes en la búsqueda y me estaba acostumbrando al disfraz. Lo único que no me terminaba de convencer eran los lentes de contacto. Ustedes son muy buenos conmigo, dijo una noche, con tono de esas amigas de barrio con las cuales uno crece y se encariña. Gracias por todo, añadía. Seguimos la rutina. Ella entraba, nosotros esperábamos unos minutos y luego salía. Varias veces me pregunté quién podía ser tan hijueputa para violar a una mujer. Pensaba que de no encontrar al criminal, Ana, o como se llamara, se sentiría demasiado frustrada, muy deprimida seguramente. Cuando uno se deprime así, rara vez soluciona las cosas.
La última noche que la vi tenía el rostro tranquilo. Una de esas caras que dice por fin puedo respirar hondo. Minutos antes había salido de un bar. Al subir al auto dijo tres tiros le pegué al hijueputa, ahora sí, por fin, ya podemos irnos.