viernes, 18 de abril de 2008

La vida es una caja de sorpresas

Aeropuerto de Barajas nuevamente. Un pasaje ida y vuelta a Nueva Orleans por favor, salida inmediata. Como era notorio que no me encontraba precisamente con mi mejor pinta, dos guardias nacionales se acercaron a ver si me estaba bien. No es nada oficiales, les dije, sólo un accidente poco antes de tomar mi vuelo. Ya, dijeron, asintiendo la cabeza con cara de el imbécil eres tú y no nosotros. Pero me dejaron ir sin problemas. Con tanto rollo pasando en Madrid, un mexicano golpeado a punto de dejar España era un problema menos para ellos. Me dieron un asiento al final del avión, cerca del servicio, del lado del corredor, pues manifesté mi fobia al monótono paisaje de nubes y cielo azul. Sin saber aún qué mismo pensaba encontrar en Nueva Orleáns, de pronto, la azafata se acerca y me dice tenga la bondad de contestar el teléfono, tiene una llamada. Descolgué el teléfono del asiento delantero y escuché una voz de mujer que me decía te recogerán en el aeropuerto y te llevarán a la Maison Degas. Acto seguido colgó. La azafata se acercó nuevamente y me preguntó si quería abonarme al servicio de e-mail que tenían en el avión. Obviamente, dije que sí.

Regresó a los pocos minutos y me trajo un laptop. Gracias, añadí, mientras cancelaba. Con la adrenalina actuando aún de maravilla, en mis estado de alerta me conecté al internet. Abrí mi correo electrónico y encontré un mensaje del ya casi olvidado vate Iturburu que me decía cliquea aquí. Riéndome de las pendejadas en las que me había metido y en las que aún me metería, hice clic en la dirección www.todosvuelven.com y me encontré con el libro Crónicas del Barrio, el mismo que, ante la falta de apoyo editorial, Iturburu había decidido poner democráticamente a los ojos del navegante interesad o, en una especie de cybercruxificción de intimidades por entregas mensuales. Textos que combinaban lo alto y lo bajo de la vida, sermo eruditus y sermo plebeyus, como diría el vate en uno de sus arranques de pedantería. Por lo tanto, amiga lectora y macho lector, démonos un descansito de mis propias caídas y, momentáneamente, entremos al mundo del vate sin bate, pues estas historietas, la plena, como que ya mucha güevada y ayudémosle a perdonar y reconciliarse con su pasado. Al abrir la página del internet del poeta esto fue lo que encontré:



www.todosvuelven.com

El almanaque contemplo con tristeza

Guayaquil 1979. El gordo Nieto un día tomó el avión y se fue a México. Con el Conde de Montecristi y el negro Ulloa fuimos a despedirlo al aeropuerto. Nos dijimos adiós con un abrazo y subimos a la terraza a ver cómo el avión despegaba y se hacía chiquito en el azul del cielo. Imaginábamos que el gordo ya habría abierto la primera cerveza o sentiría la grave tristeza de dejar el terreno que uno quiere, el lugar en donde nacemos y crecemos. ¿Teniendo trabajo y amigos viajar al extranjero, para qué? Todo lo que quise yo/ tuve que dejarlo lejos. Nieto estaría como el personaje de Velasco Mackenzie, la chica que viaja al norte protegida sólo con una chaquetita y sus sueños de emigrante. En los sueños de esa chica iban también los sueños de todas las muchachas de Ecuador, y en el viaje del gordo nos íbamos también nosotros.
Cuando el avión desapareció en el cielo empezamos a sentir un extraño vacío. Con ese mismo vacío, interior y desconocido, tomamos un bus de regreso al centro de la ciudad, pero nos bajamos a medio camino, en el Coliseo Cerrado, que estaba atestado de colegialas. Con el Conde y el negro tratamos de perdernos en la multitud, pero en nuestra incómoda desazón sentíamos el peso del hermano mayor que se había muerto.

¿Cuándo volvería? ¿Qué mierda haríamos ahora sin él? ¿En qué quedaría el grupo Sicoseo? ¿Quién nos prestaría sus libros, nos llevaría al Drill Dominó y nos haría escuchar los últimos discos de la Fania? El gordo se había ido, la suerte estaba echada. Luego pasarían algunas cosas, más de las que hubiéramos deseado.

Al principio era el pez

Ok, vamos a refrescar cómo fue todo. Esto empieza más o menos así. Guayaquil, Barrio de Astillero, verano de 1980. Estábamos Kukuku, Pancho Ronquillo, Cafecito Arteaga y yo. Kukuku dijo voy a poner una barra de salsa, va a tener luz roja, un espejo inmenso detrás del mostrador para que los butinos se engrupan y empluten hasta las cachas, le voy a decir al negro Pescao que ponga música. El piso debe estar brillante, la melodía certera para el bacaneo y el aire acondicionado a full. ¿Y qué nombre le ponemos? Yo abro el pico y le digo ponle El pez que fuma, en homenaje a la película venezolana.

A las pocas semanas funcionaba El pez que fuma en las calles de Chimborazo y Colombia (esquina). La inauguración fue una chupiza a vaca mú. Kukuku había invitado a unos vecinos que pensaban que la barra sería un prostíbulo “a pocas cuadras de un colegio de señoritas”, según la volante que repartieron. Era sábado y hacía un sol de hijue. Por esa época yo andaba con Lucía, el Conde de Montecristi ya era mi pana, así como Cucharón de Oro y el poeta greco-chipriota Urías Fuenzalida, exiliado de Pinochet (con esa delantera Ecuador sí podría clasificar al mundial).
Al negro Ulloa, al ronco Artieda y al manaba los veíamos sólo de repente, ergo, se perdieron la inauguración del local. Estaba la gente del barrio y la plana mayor del MRIC, el grupillo politiquero al cual el Conde llamaba La nave de los locos, dada la inefabilidad de sus líderes, sobre todo del célebre Comandante Gargajito.
Yo caía por el pez a veces enjebado a veces solitario, con un yunta o la gente del barrio, cualquier noche de tragos era dedicada a los clásicos de la salsa, la Sonora Matancera y sus boleristas, un poco de Beny Moré y Celia Cruz cuando decía usteeeed abusooooó/ sacó provecho de mí/ abusooooó/ de mi cariño usted se burló/ se rió/ me dejó.

Una noche estábamos Rockolita y yo. Papaíto decía para ti/ yo canto madre querida/ para ti y Roberto Roena tocaba el himno de un amor imposible potente cual marejada fue su amor/ la playa de mi cariño la arrasó/ marejada felíz/ vuelve y pasa por mí/ aún yo digo que sí/ que todavía pienso en ti, mientras en un flash-back Ismael Miranda recordaba que para componer un son/ se necesita un motivo/ y un tema constructivo/ y también inspiración. Pero las mujeres llegaban al bar repentinamente y luego se iban a buscar otros mares de locura. Y muerte y resurrección ocurrían a un mismo tiempo. Desde la atalaya, que era la cabina de música, veíamos desfilar en la pista de baile a banqueros, escritores, albañiles, futbolistas. Desde la cabina de música, Rockolita y yo, celebrábamos nuestras derrotas amorosas, el desembarco de la nave de los locos, la pérdida del poco equilibrio que nos quedaba y la búsqueda de una razón para vivir. Desde nuestra atalaya todo se iba poco a poco iluminando a punta de cubalibres y cigarrillos. Y la magia del trópico dejaba de ser la cruel realidad para convertirse en una película que vemos casi distraídamente en un cine de segunda.

El sueño de la razón produce más sueños

1981. Pesar de los pesares, el MRIC, la nave de los locos se fue a pique, la economía nacional a la mierda, Lucía desapareció y llegó el Fenómeno del Niño, el invierno tropical adueñándose de la Costa. Años de diaria lluvia torrencial, inundaciones y destrucción de la esperanza. El pez que fuma también se fue a la mierda: los policías, los comisarios de turno o cualquier cojudo de la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil aparecían pidiendo dinero “para la campaña del partido”. El amor, la militacia, la rumba, todo se fue volviendo como una canción de Felipe Pirela y la orquesta que se retira de a poquito, dejando sonar de uno en uno los instrumentos hasta que pum se acabó.

Con el Conde, en esos permanentes arrastres de la tristeza o el odio, religiosamente, cada sábado por la mañana, íbamos a casa de Velasco Mackenzie. Ahí estaba él esperándonos con sus libros, caminando lento con nosotros por la Avenida Quito hasta llegar a la esquina de Maracaibo, sentarnos, chismear y conversar de literatura y pedir las primeras cervezas, carne de cerdo y condimentos. El gordo Nieto se había ido y Velasco Mackenzie nos aguantaba la caña con paciencia de madre, hasta nos tomaba en serio. Nos hacía entrar a su casa y nos contaba lo que estaba escribiendo. ¿Cómo sería posible escribir algo mejor que De vuelta al paraíso? me preguntaba a mí mismo. De su casa íbamos directo a la tienda de doña Julita, a rematar con canciones de Julio Jaramillo, o llegábamos entusiasmados a la cima de la montaña y desde allí, sentados y en silencio, veíamos Guayaquil hacia el sur, mientras el sol caía sobre nuestras espaldas y sonaban canciones de John Denver, James Taylor, Jim Croce, América o Seals and Croft. ¿Para qué nos sirvieron esos años en la nave de los locos? ¿Por qué acudimos una y otra vez a esos bares y canciones?

Ahora que estoy escribiendo esto me doy cuenta que El pez que fuma ha quedado de alguna manera en todos los que allí escuchamos la canción que dice nació en el mismo solar que yo nací/ y canta como yo/ le canto la melodía de los suburbios que Santiago Cerón nos enseñaba mientras el Cuervo Zavala repite que fue una nota turra vender el pez, sobre todo los discos, y, abriendo los brazos al cielo sentencia: toda una historia, toda una vida bróder y pide tres más y le dice a Rockolita que ponga un bolero Bobby Capó y que sigamos chupando.

Lucía, la maga

Lucía trajo días de música y amor. La ciudad era el lugar de nuestra fiesta. En las mañanas la buscaba con entusiasmo entre los buses y la gente. Lucía era sencilla y dulce, inteligente y atractiva. Su boca estaba hecha de agua tibia y canela, canciones viejas y miel; su corazón era como un pan muy delicado, guardado con mucho celo. Con ella creció el muchacho que llevaba en mí y empezó a aparecer el hombre que sería durante los próximos años.

Lucía era la maga que Horacio Oliveira conoce en Rayuela. Era mi concreción de nebulosa, la alegría del pez que vive solo en la pecera hasta que le ponen otro pez y ya no está solo en la pecera. Tocaba la boca de Lucía, con la punta de mi dedo tocaba el borde de su boca mientras se la dibujaba en su cara. Nos mirábamos de cerca, juntábamos los ojos y éramos un cíclope y nos mordíamos los labios y había un perfume antiguo de silencio y un solo sabor a fruta madura y ella temblaba contra mí como una luna en el agua.

Ella era también las canciones de Serrat y yo me imaginaba perdido en las calles de Paris mientras tristemente moría un niño llamado Rocamadeur, y yo quería saltar del Capítulo 7 y armar revoluciones y sembrar en cada metro del mundo libertad y bienestar para los pobres, sólo para ser digno de ella.

Vestía bluejeans, una bolsita de arpillera y camisas blancas y sus palabras y risa eran como caídas de agua, de esas que uno encuentra por las carreteras andinas. Era la hermana mayor en quien podía confiar y a quien podía contarle mi tristeza y mis errores. Podía enojarme y libremente desaparecerme porque ella sabía que no era un acto contra ella sino una manera de dar conmigo mismo, encerrado en mi cueva y mi silencio o escondido en el bosque más espeso. Con ella leía los poemas de Fernando Nieto Cadena y nos burlábamos de la gente seria mientras sonaban canciones de Adamo, Leonardo Favio o la Nueva Trova Cubana. Venía buscando a Lucía desde hacía mucho tiempo, forjándola en mi mente, porque Lucía antes se llamó Rebeca y era una muchacha clara, de Calceta-Manabí, que se trepaba siempre en un árbol de guayaba. Y después fue Geoconda y hacía teatro infantil los sábados por la mañana. Y antes fue Keltia, q ue me dijo la maga soy yo, en las faldas del Cerro Santa Ana, y también Ligia que era como una canción de Chico Buarque, y más tarde fue Karin Almquist y Kimberly Darter y el pasado absoluto en sus corazones.

Estar con Lucía era estar con un ser casi puro. Amábamos una revolución que nunca existió, los amigos del partido, la gente humilde y el sur de la ciudad. Con ella fui y vine y me encontré y perdí muchas veces, y también nos traicionamos diciéndonos que nos traicionábamos y que no íbamos a dejar que ninguno de los dos se burlara del otro.
Un día llegó a mi casa con lágrimas en los ojos y me contó de su abandono, del padre ausente y su familia. Me dijo que a veces le resultaba insoportable el peso de la vida. Hoy he sacado los problemas de casa conmigo, recuerdo que me dijo. Supe por ella que los avatares humanos no necesitaban ser expresados de manera sofisticada para demostrar los estragos que podían causar. No. Bastaba una frase sencilla y directa, el tiempo se encargaría de darles peso. Podía ver con toda claridad una cicatriz en su alma. Una cicatriz que empezaría a reproducirse en la mía y en las mujeres que me dejaron conocerlas, una cicatriz allí, yaciendo muda en el fondo, en un oscuro silencio, casi con vergüenza de ser vista.

Lucía me enseñó a amar y ser amado, a no preocuparme de la llegada del cruel invierno ni de las cosas tristes y lamentables que me habían ocurrido y ya empezaban a transformarse en memoria. Con ella notaba el cambio de las estaciones y alentaba mi propia manera de aprender a amar. Lucía conocía algunas cosas del amor porque ya había estado allí. Pero yo no. Yo sólo llevaba un dolor inefable que sólo años después podría encarar. Ese dolor me llevaba de un estado de ánimo a otro, causaba estragos pero no era perceptible ni reconocible como un hecho, sonaba más a invento, a locura de infancia o juventud no superada. A veces me veía como un incorregible adolescente, como un muchacho que no podría madurar ni sentar cabeza. Con Lucía el amor era un asunto negociable para mantener armonía y el sentido de crecimiento, algo grato cuando se veían los resultados.

Éramos a veces dos niños jugando a ser adultos sin estar conscientes de que el amor es también eso mismo: el encuentro de dos adultos que, cuando el cielo es propicio, sacan a los niños que llevan dentro para reconocerse en una reunión pospuesta desde la infancia. Sin embargo, en mi caso, ese encuentro sería posible sólo muchos años después, aunque estaría ya fuera del amor, viviendo en el lugar del mal, donde no habría coherencia ni esperanza. Pero a los veinte años uno no piensa en el futuro, el tiempo parece eterno y uno viaja a caballo veloz ayudado por los vientos. A esa edad uno busca con afán un mejor horizonte o ya no tiene tiempo para nada porque sin quererlo se ha transformado en padre y es tarde para otros lujos.

Después de tres años de estar con Lucía la revolución había muerto junto con la esperanza de un tiempo mejor. Los amigos de antes habíamos quedado como heridos de guerra y ya no pasaba nada ni teníamos el entusiasmo inicial. Lucía también se había ido con el tiempo y cada vez teníamos menos cosas en común. El amor había muerto y el afecto era tenue, como dos manos que apenas sólo se rozan. Y tras la muerte de ese amor apareció otro amor que, en realidad, era un clamor lejano por la felicidad que ya no existía. Y entre un terrible vacío y mi propio cinismo comencé a enloquecer. Y sufrí por la muerte de ese amor y porque la esperanza tampoco aparecía.
Después de estar con Lucía entré a la morada del mal y allí viví durante un año entero y bebí todo el alcohol del mundo y rompí a golpes la palabra de los otros porque todo me irritaba. En esa larga noche que fue mi vida no había antes ni después. Era un insecto aplastado por un tiempo que no entendía y que no podía descifrar. Sin la maga yo era un joven rey desterrado que asustaba a los transeúntes y los hacía correr despavoridos.

En ese tiempo apareció un ángel, un lucero caído en esta tierra que me dejó hablar con ella como se habla con una princesa: en voz baja y con respeto. En sus manos nacía la tibieza. Una mañana clara y terrible el ángel se fue de esta vida agobiada de frío o pena. Ese ángel o lucero me había sido enviado por Dios para recordarme que había otro mundo. Pero yo no sabía en dónde estaba, de verdad no lo sabía. Cuando el ángel se despidió tomó su abrigo y comenzó a golpearme preguntándome por qué había ocurrido todo. Yo no pude responder. Sólo sabía que estaba sin la maga y fui del dolor al dolor, y también le gritaba a Don Quijote hazme un sitio en tu montura/ que yo también voy cargado de amarguras/ y no puedo batallar, y mientras Don Quijote se perdía en la llanura yo vivía en los desagües de la ciudad. Quería ser sólo aguas negras y morir intoxicando el río, el mismo río que me vio nacer. Qué mismo quería, me preguntaban, poniéndome trampas estúpidas o haciéndome juegos de palabras. Así, miré por primera vez el mar desde la orilla de un pobre amor y tenía lágrimas en los ojos.

En esos años de muerte del amor escribí con furia. La rabia se había posesionado de mí y todo era inclemente. Llovía fuego y detrás del fuego quedaba un gran silencio. Lucía me había dicho: “Cuando hayan pasado muchos años te vas a dar cuenta de que yo fui quien más te amó.” Han pasado los años Lucía, ahora sé que así fue. Pero eso no importó antes ni importa ahora, pues el amor no es salvación para el que no lo siente. Y ya no te amaba, aunque tampoco sabía que el amor sí podía ser recuperado.
Estaba destrozado por el tiempo y el tiempo había abierto por primera vez mi herida y no tenía a quién acudir, con quien sentarme a hablar de mis problemas. Mis amigos sufrían tanto como yo y estaban tan confundidos como yo. Así, sólo nos quedó la complicidad, las palabras de ánimo, el llamado a una paciencia en la que nadie creía. Escribí poemas largos, abstractos y complicados, pero eran muy personales. En ellos mis emociones se disfrazaban de una fuerza criminal y ciega. Ante mí vino un sacerdote a arrodillarse y besarme los pies y pedirme que lo perdonara pues sabía que yo había asesinado a una parte de mí mismo (quien se golpea y se mata ha llegado al fondo de su sufrimiento). Pero no lo perdoné, yo era un hombre inerte, un hombre joven que había envejecido de manera prematura.

Después de algunos años vi a Lucía por última vez. Era una tarde de sol y muchedumbre. Ella caminaba tranquila y sonriente, con la transparente fuerza que siempre tuvo. Nunca se desesperó porque no tenía sentido desesperarse por las tinieblas. Aún la recuerdo caminando por esa calle concurrida y llena de sol. Va acompañada de un hombre joven, me mira, sonríe, baja la cabeza y discretamente sigue conversando con él.

El más ferviente adiós a la esperanza

En unos fragmentos llamados Funes en los portales cuento algo de lo ocurrido en Paris. Tanto en la ciudad real como en esas páginas, mi vida empieza y termina como Marlon Brandon en Last Tango in Paris: caminando bajo el puente de Bir-Hakeim y Passy, o como Robert De Niro en Taxi Driver, mirando el mundo detrás de la ventana. Ya no era yo quien caminaba por las antiguas tiendas ni quien amaba. Simplemente, no amaba. El paso de una geografía a otra, las sorpresas que la vida ofrece y la traición de los amigos estaban ya en la corta lista de experiencias que llevaba en mi mochila. Estaba seguro de que el pasado se repetiría, llevándonos como un torbellino hasta el fondo de un terrible agujero negro. No tenía estrategia de vida y estaba a merced de los eventos.

Estoy en Paris debajo de un puente. El tren pasa y la luz se filtra por las hendijas y forma un archipiélago de sombras. Esa es mi vida, le dije a Alain Masri, el amigo judío que siempre me dio su mano. Luego estoy en una bocacalle transitada. La tarde muere y el bus llega a la convergencia, baja la loma y vira a la izquierda. La luz bajo el puente y la calle transitada ya son como los sueños y los trenes, que no sabemos de dónde vienen ni adónde van ni que carga llevarán ni qué misterios nos ocultan. Ambos sueños a veces me visitan y me recuerdan que el pasado es un tiempo progresivo, un proceso, un llamado a las personas desde el fondo más humano que poseen.

¿Para que sirvió la Ciudad Luz? Para iniciar el juego de las máscaras, la invitación a un carnaval que ocurría en un camino diferente al que buscaba. Mirando el Sena desde en Pont Neuf, me digo que por nada en el mundo voy a suicidarme, que aún tengo mucha vida por delante, y así, con la fragilidad de estas palabras, regreso a mi cuarto. Sólo al final de esos años, mientras viajaba a la Abadía de Bellefontaine en un tren minúsculo que se perdía en la llanura, sólo al final de esos años vi con mi alma el rostro de Dios. Y no era como lo pensaba, no era un señor viejo y amable de barba blanca. Dios era la noche y el silencio a fines del otoño. Dios era la oscuridad y el frío de Bellefontaine. Y mientras miraba las estrellas con lágrimas en los ojos reclamaba su presencia. ¡Háblame Señor porque mi dolor es grave y profundo y ya no tengo a dónde ir! ¡Dios de mierda, tú no existes, n o existes! repetí muchas veces, sentado en un banco en medio de la noche.

Había terminado mi estadía en Francia y era hora de regresar a casa. Pero ¿en dónde estaba mi casa? La herida había comenzado nuevamente a sangrar, mas no la sentía. Escuchaba su reclamo pero no quería curarme porque un hombre no se cura, un hombre muere como un soldado en el campo de batalla. De Paris me quedaron sólo los sueños. Ahora esa ciudad es para mí el sur lejano y la habitación de Morelli, el regreso a mi barrio y a mis mayores. En un sueño viajo al sur y encuentro en una esquina al negro Bermeo. ¿Qué haces aquí? ¿No vives en Paris acaso? me pregunta. Sí, le contesto, pero quería verlos y me vine en sueños, cuando despierte estaré nuevamente en Paris. Ahh, dijo él.

¿Quién era realmente Morelli? A los quince años lo vi por primera vez: era un profesor argentino que, en un viaje a las islas Galápagos, me había dicho que yo sería un escritor, que él estaba seguro de eso, mientras me hablaba de Borges, Sábato y Cortázar. En Paris, el primer sueño con Morelli ocurre en mi bohardilla. Abro la puerta y me recibe un hombre de unos cincuenta años, de estatura mediana, barba negra abundante y cuerpo fornido. Entra, me dice. Morelli abre los brazos y dice esto es mostrándo el aleph, la novela infinita que yo siempre había deseado leer. Pero no era una novela propiamente sino fragmentos escritos en cientos de pedazos de papel, etiquetas de productos, garabatos y retratos en miniatura que él había dibujado. Y así, el sur y Morelli son aquello que nunca se fue de mí. ¿Qué decía él en esos fragmentos? Nunca lo supe, quizá porque escribía de la vida de una m anera que no se puede totalizar, o quizá porque eso simplemente era el arte de la vida, retazos que vuelan con el tiempo, como hojas secas alborotadas por un carro veloz.

¿Y del amor? Nada. Ni latas de cervezas vacías, ni colillas de cigarrillos apagados, ni siquiera el aserrín con que al amanecer barrieron los bares, como dice Cardenal. Sin amor, pero en busca del amor, caminaba horas de horas por Paris. Tomaba un bus y en un viaje interminable llegaba a un barrio lejano, allá por las afueras. Allí me recibían las personas con un vaso de vino y discretas preguntas sobre qué mismo hacía un sudamericano por esos rumbos. Sudamérica, Sudamérica…Qué hermosa palabra.

Sudamérica era yo y conmigo llevaba la fuerza y la esperanza, y también la necesidad de descanso. Y Sudamérica estaba en las calles de Paris tocando tangos y escuchando la vieja y ronca voz de Goyeneche con una letra que decía me acobardó la soledad y tuve que hacerle caso a mi corazón/ mi corazón me imploró que te buscara y, ahora que estoy frente a ti, veo que el amor ha terminado. Grave error me decía, grave error buscar en el tiempo del amor en el pasado. Deja el pasado sólo para las investigaciones literarias, me decía la voz de una de mis protectoras desde el otro lado de mi mente. Y así, a través de largas e incansables caminatas por las calles de Paris, por todos sus bares, puentes y barrios bajos, el corazón se fue reconstruyendo.

De regreso a casa aparecieron mis viejos amigos. Viendo que mi intranquilidad era manifiesta un día me llevaron a casa de un pariente. Sin decirme nada me presentaron a un hombre ya mayor, un médico, muy educado, de amplia sonrisa. Meses atrás había perdido sus piernas en un accidente y por eso se había divorciado de su esposa. Y ahí estaba yo, frente al Cristo crucificado comparando mi clamor con su palabra.
A veces, cuando llega el ocaso a mi corazón, recuerdo su amable sonrisa, los poemas que le había escrito a su hija y su buen humor. Este hombre lo tuvo todo y todo lo tuvo que perder a cambio de algo que yo no podía valorar. No sé aún si ese Dios que no apareció ni en Bellefontaine ni en mi pasado, cuando de verdad lo necesitaba, me puso frente a mí la cara inversa de mi dolor. No lo sé. Pero sé que en ese hombre estaba la fuerza del tigre y en mí la corrida veloz de los animales. El resto de esta historia está quizá en las palabras que mi madre me dijo un día “Es como si nunca hubieras regresado de viaje, es como si no estuvieras más aquí”.

Cuando leí en el avión esta larga descarga se me quitó el cansancio y me quedé pensando en el poeta y me dio un poco de tristeza porque había recuerdos suyos que yo reconocía plenamente. Pero también anécdotas, puntos de vista y secretos que habían sido de mi total ignorancia. Con la adrenalina ya iniciando su proceso de dispersión, en el avión pensaba que la distancia que entre él y yo no era tanta como la que yo habría deseado. Por ejemplo, siempre creí que Iturburu era un romántico incansable, y yo no. Sin embargo, leyendo sus crónicas, me daba la impresión de que él había caminado un sendero que yo también había vivido. A mi manera, claro, pero el mismo sendero. Como todos los del barrio, él y yo nos habíamos hecho al andar, a veces con lo poco que nos brindaba el día, a veces con nada. En mi caso, con un trabajo que, con el tiempo y el espacio, empezaba a detallar en mi cabeza, y también con las mismas preguntas que provoca la distancia, como qué será de Guayaquil, o quién será la que me quiera a mí/ quién será/ quién será/ yo no sé si la podré encontrar/ yo no sé/ yo no sé. Marla Thompson, quizá yo no sé si volveré a querer/ yo no sé. De vuelta a lo que pasaba en el avión, golpeado pero cruzando heroico el Océano Atlántico, vencido finalmente, me dormí poco a poco. ¿Cuándo regresaré a Guayaquil? El día en que eso ocurra hablaré largo y tendido con Iturburu, me decía. Antes, debería resolver el misterio de la Cava del Ocioso, iniciado en Madrid, pero esta vez en Nueva Orleáns, la ciudad de la gran cultura negra.