Como yo conozco a mi raza donde quiera, inmediatamente me di cuenta que el muchacho de Recepción era ecuatoriano, de Cuenca, por el acento. El muy cabrón se negaba a hablar en la lengua de Juan Montalvo. Como tantos inmigrantes lo hacían, esa era su manera de esconder sus orígenes. Opción personal, dije en mi mente, y proseguí a pasar a la habitación.
Como era de regla, lo primero que hice fue darme un baño y descansar. La televisión, cuyo control remoto no funcionaba bien, me permitió ver por enésima vez el horroroso canal hispano llamado Univisión, en el cual pasaban más de diez telenovelas diarias, las mismas que, sin duda, eran lo peor que había dado el folletín mexicano: pendejísimas, increíbles, cansinas y estereotipadas. En ellas las mujeres siempre eran lindas y bobas y se peleaban por viejos sucios que se portaban como adolescentes, millonarios muchas veces. Con machos ejemplos así, era fácil explicarse porqué los herederos de Adán estaban en la gaver. Después venía el informativo de la tarde con dos locutores turros: una flaquita rabiosa, republicana y pelo pintado, y un flaquito malpapeado, quienes se pretendían el non plus ultra del periodismo, la vanguardia, aunque sólo repetían lo que los informativos gringos habían transmitid o horas antes. Por mal camino vas, raza hispana, me cabrié en chiquito.
Tarde y noche de tevé en la ciudad de los rascacielos. Resignación y disfrutemos del achaque. En Univisión las imágenes eran a lo Polo Baquerizo: de lo peor. Una notoria falta de dicción, problemas de ortografía, servilismo y mediocridad era lo que salía de esas pantallas. Las excepciones eran, hay que decirlo, las muchachas de Primer Impacto: Mirka De Llanos y Bárbara Bermudo, quienes estaban de lo mejor. (Y, amiga lectora, aunque sea verdad lo que sabemos de Mirka -que anda con Luis Miguel- no nos amarguemos, pues al adolescente cantante le gustan sólo las jovencitas pendejas. Daysi Fuentes, María Carey y Mirka De Llanos siempre serán mucha hembra para él, por eso es que, al final, terminará volviendo a la discoteca, como quinceañero en fin de semana. LuisMi al güevo). Walter Mercado también tenía un legítimo apego a lo popular. Además, su segmento del horóscopo ya me había ayudado a resolver más de un caso. En medio de la programación de circo que tenía Univisión lo mejorcito de la onda guacharnaca era el implacable Chacal, pues salvaba el programa de un gordito gritón y millonario, un tal Don Francisco, que no podía pronunciar la letra p. Así, en vez de decir pero, como cualquier persona normal, decía bero. Bero démole un ablauso al gaballero, bué, con ese acentito chileno que hace que los machos del sur suenen como perfectos maricas en desbandada, aunque se les oye precioso a las damiselas. A veces, el Chacal y el gordito gritón se ponían gorros y se lanzaban a bailar en la pista, bamboleándose como dos señoronas por el set del programa mientras la audiencia aplaudía al unísono, marcando el paso. Suficiente de esta guevada, me dije. Cambié al otro canal hispano, Telemundo. A lo mejor, con suerte, podía ver alguna telenovela brasileña. ¿Cómo habrá term inado El Clon? ¿Pasarían alguna vez algo mejor que Baila conmigo, Roque Santeiro o La Reina de la Chatarra?
Recuperado de los trajines del caos ferroviario y de la televisión, al día siguiente, después de un café y unos muffins en el Starbucks de la esquina, encontré la dirección de la Botica Tía Delcha. Contrario a lo que se estila en tierras huancavilcas, una botica, en el Alto Manhattan, es un almacén en donde se compran yerbas medicinales, se hacen limpias, cánticos, baquinés y bembés. Como tenía tiempo, decidí tomar un bus y disfrutar de la ciudad. Llegado al Harlem tomé el tren aéreo. En lo que llaman el Alto Manhattan, hay diferencias que mejor no detallo, pues ya se imaginará el lector por dónde va el achaque. Al final llegué a la botica sin problemas. Afuera se apiñaban los clientes con los más extraños dolores, cubiertos de gruesos abrigos, chompas, cartones, mantas y lo que pudiera servirles para defenderse del frío. Quise entrar a lo sabido, diciendo que era de l a policía, pero unos dominicanos que estaban en la puerta me pidieron identificación. La autoridad policial no se subordina a los civiles, les dije para sorprenderlos. Pero nada. Eso será en Santo Domingo, me dijeron, aquí el mambo es otro. Así, tuve que irme a hacer cola, aunque no por mucho tiempo. Al verme al final de la fila, uno de los guardias se me acercó y me dijo en corto, oye tigere, por unos dolaritos te puedo llevar directo donde la tia Delcha, ¿Y qué tienes? De todo, le dije, fiebre, la tensión alta, insomnio. Tate aquí, replicó. Luego de unos minutos, y ante los aireados reclamos de los clientes que se quedaron afuera, me llamó casi desde la puerta, oye, tigere, vente pa’ca. Entré.
La botica estaba llena de hierbas, plantas tropicales y licores fuertes, entre los que sobresalían litros de ron Presidente, Flor de Caña, pisco peruano y mezcal de México. También había matas de lenguesuegra y té. Esperé unos minutos y por fin salió la tía Delcha. Era una mujer ya entrada en añitos. Tenía el pelo corto, medio pintado de rojo. Sobre su frente llevaba una cinta celeste, brillante, con estrellas y planetas. A ver mijo, qué te acontece a tú, dijo. Le expliqué lo que tenía (era mentira, no tenía nada, sólo un poco de hambre) y añadió: para la presión necesitas una infusión de espino blanco cada mañana. Hierbes un poco de agua y le añades una cucharadita. Dejas que se enfríe y ya está. Por la noche, antes de acostarte, dos copitas de aguardiente, durante dos semanas. Digo claro, dos copitas, no la botella entera. Nada de cigarrillos. Muy bien tía Delcha, contesté. ¿Qué má’ mijo? ¿Cómo andamo de amore? preguntó, mientras sacaba un cigarro de su batona. No andamo tia Delcha, le dije, no andamo, tampoco puedo dormir bien. Ajá, pérate aquí. Para amore necesita una limpia, y para una limpia debe prepararte con anticipación. Veamo una cura para mejorar la suerte amorosa y luego el insomnio. Cigarro en boca y manos llenas de anillos, tía Delcha se fue bamboleando botica adentro. Luego regresó con un brevaje en una botellita y me dijo te pone ejte perfume en la palma de la mano derecha, quej la que máseusa y, si puede y la dama lo permite, le sobaj también el cabello con la mijma mano. Laj yerba son para el insomnio. Laj prepara y toma como té regular, ej africana. Pruébala durante do semana y luego regresa a ver cómo te fue, que si no te funciona, ahí te hacemo una limpia doble. ¿Tamo claro mijo? Sí, tía Delcha, muchas gracias, le dije. Le hice el pago debido y, a la salida, le di una buena pr opina al guardia.
Todo esto que había ocurrido no tendría mayor trascendencia si no hubiera encajado con el hecho de que la Maestra no me había dado más instrucciones. Obviamente, querían que elaborara por mí mismo el encuadre del caso. En este tipo de misiones, mientras menos se sepa, mucho mejor para los involucrados. Estaba seguro de que los remedios dados por tía Delcha tenían que ver en este asunto. Tomé el remedio para el insomnio y tan pronto como me dormí me trasladé en sueños a mi lejano Guayaquil. Y en sueños abría la puerta del Cabo Rojeño para encontrar colgados del techo a Camareta, Marino y Kaviedes. Vestían de manera muy elegante pero en sus rostros se notaba la tristeza sin fin de la farra y de la vida. Estaban colgados del techo pero la gente seguía bebiendo, como si no pasara nada. Tampoco se escuchaba música, al menos yo no la escuchaba, y todo parecía ocurrir en cámara lenta. Luego entró un escuadrón de policías y acribillaron a todos menos a mí. Mejor dicho, a mí las balas no me tocaban, pasaban a mi lado o las detenía, como se ve en The Matrix. Yo miraba extrañado cómo las paredes se salpicaban de sangre y las botellas de cerveza explotaban. Luego me acerqué a una foto que había en la pared y en ella vi a Marla Thompson, sonriendo, como la primera noche que hicimos el amor.
Cuando me desperté, sorprendido, supe que era el efecto del té de yerbas dado por la tía Delcha. No era sólo un somnífero sino también un alucinógeno. Al levantarme, un mensaje en el teléfono decía te espero en el café de la esquina, 10am. Tenía tiempo suficiente para darme un baño. Llegué media hora antes para tener un mejor dominio del espacio. Como siempre, me senté en el fondo del local, pues nunca se sabe lo que pueda pasar en la puerta. A las 10am me puse aún más alerta y escudriñé los movimientos de la gente que entraba o salía. Nada. Finalmente entró un tipo de mediana estatura, grueso, blanco, de pelo claro. Sacó su celular y respondió a una llamada, luego pidió un café en el mostrador. Acto seguido sonrió y se sentó en mi mesa y comenzó a hablar como si fuéramos conocidos. Tigere, me dijo, este café está bien bueno. Qué tal dormiste, añadió bromeando. Mi nombre es Dennis Hidalgo, trabajo para la Maestra. Ajá, atiné a contestar. Vine para informarte más sobre la misión que te encomendaron. Detectamos que en el Alto Manhattan se estaba distribuyendo una nueva droga que, a diferencia de otras, es un producto cien por ciento natural. La hacen crecer en el Cibao y en Loíza. Nuestras fuentes dicen que la trajeron de Africa los vendedores de pulseras y que tiene propiedades mágicas. Si es así, el asunto es grave, pues los servicios de aduana de la República Dominicana y Puerto Rico habrían sido fácilmente burlados, a pesar de nuestra asesoría. Además, siendo medicina natural de un país extranjero, tener la patente en Estados Unidos sería ilegal y nos pondría en litigio con las Naciones Unidas, ya que los productos naturales no pueden ser propiedad de un sólo individuo, y menos aún de una compañía privada que claramente busca enriquecerse. Sabemos que se la vende en pequeñas dosis en la Botica Tía Delcha, pero no sabemos si piensan ampliar el radio de acción. La Sección Química de nuestra organización se encuentra estudiando muy de cerca esta planta, sus propiedades curativas y adictivas. Mientras no se tenga el permiso apropiado es, simplemente, una droga de venta y uso ilegal. Tu trabajo consiste en averiguar quiénes son las personas involucradas y sus planes de expansión. Yo saldré pronto hacia el Cibao y Loiza, nos reuniremos nuevamente en varias semanas.
Después de decir esto, Hidalgo dio un sorbo a su taza de café y repitió, pero bróder, este café sí que está bien bueno. Sin darme oportunidad para ninguna pregunta dijo, mira allá mira allá, señalando la calle. Mira a la mujer que sube al vehículo, esa es la Maestra. ¿Estaba aquí? le pregunté. Sí, desde muy temprano. Ella tomó una foto tuya con su celular y me la mandó al mío al entrar al café y así poder identificarte. De la Maestra recuerdo, ojo finamente cholil y observante ante todo, recuerdo algunos rasgos de su rostro, el pañuelo que cubría su cabeza, las gafas oscuras y la elegancia de su traje. Era una mujer mayor pero atractiva, de piel canela. ¿Algún día hablaré con ella? Quizá contestó Hidalgo, siempre es muy precisa en lo que quiere, muy generosa también. Habla bien de ti sin conocerte. ¿Trabajas con ella hace mucho? pregunté. Lo suficiente, respondió Hidalgo. Es la figura más alta de la Sección Hispana y le gusta que sus subordinados trabajen bien. Es bien ocupada y bien precisa, repitió. Bueno bróder Cepeda, nos vemos espero que pronto, y no tomes más del somnífero que, como te dije, no sabemos si crea adicción. Nos despedimos y salió del café.
Pasaban los días con sorprendente tranquilidad. La mañana newyorkina estaba espléndida, un poco fría pero radiante de sol. ¿Cuándo fue la última vez que caminé sus calles? Hacía tanto, como una eternidad. Lentamente anduve por sus rincones hasta llegar al Bajo Manhattan, al territorio baldío en donde se encontraban las Torres Gemelas. Me había prometido visitar ese lugar, convertido ya en verdadero punto de peregrinaje. Cuando me acerqué sentí el olor a cenizas que emanaba del suelo. Noté que repentinamente se hacía un gran silencio. Sólo se escuchaban los pasos de la gente, el leve rumor de sus voces mientras depositaban una flor o encendían una vela. Brutales son las muertes y brutal era también el recogimiento de todos. En nombre del odio, de la venganza o de Dios, el hombre se transforma fácilmente en el más peligroso de los animales. Mi corazón se hizo un puño pero ya no tenía lágrimas para llorar por las miles de víctimas de éste y tantos ataques del mundo contra el mundo. Ni siquiera por aquellos que estaban muriendo calcinados, volados por una bomba fundamentalista o por la codicia de los otros. Era hora de seguir el día y airear un poco mi cabeza. Entre el sueño de los colgados que tuve, la conversación con Hidalgo, el paso del tiempo en Nueva York y el vacío de las Torres Gemelas, solamente un paseo por el puente de Brooklyn podría sacarme de ese estado. Necesitaba ver la ciudad desde allí, mirar su esplendor y asegurarme de que, aunque no fuera mi Guayaquil querido, era el único lugar cierto en el que me encontraba.
Camino al puente de Brooklyn la gente copaba las aceras. A pesar del sol radiante, el frío invierno se había adelantado. Sentía que en pocos meses había recorrido y vivido más de lo que pude en muchos años. Me veía más viejo, pero también más seguro en el terreno. A pesar de los errores, de la huida del amor, del terrorismo y las crisis económicas que asolaban al mundo entero, sentía que las cosas iban cayendo poco a poco en su sitio. Contrario a lo que se podría pensar, no era la emoción por mi trabajo lo que me mantenía atado a la vida. Era la vida misma, la gente, los problemas con los que lidiaba a diario.
Durante las semanas siguientes me puse al día en lo que pasaba en el resto del mundo. Fui varias veces al Museo Metropolitano y de Historia Natural, sólo por ver una y otra vez los cuadros de Velásquez, el gran pintor español, y los dinosaurios que habían rearmado. Visité también varias veces la Biblioteca Pública de la calle 42 y con alegría vi los manuscritos originales del tratado de física aristotélica del padre Morán de Butrón, la primera y única edición de Guayaquil en el año 2000, escrita a principios del siglo XX, y también un ejemplar de Las cruces sobre el agua, autografiado por Joaquín Gallegos Lara. Pero a más de un encuentro con los libros, el frío y la casi sorprendente familiaridad de la ciudad, debo confesarlo, durante ese tiempo también consumí más del somnífero de la loiza-cibaense africana cannabis, pues me llevaba al otro lado del espejo, único lugar en el cual podía volver a ver a Marla Thompson y ser yo mismo y otras personas. Con la nueva cannabis podía mirar mis deseos y temores desde varios ángulos. Mientras pasaban los días me familiaricé con las calles del Alto Manhattan, algunos miembros de las pandillas locales, el Museo del Barrio y todas las líneas del subway.
Y así, a paso de nieve y lluvia, la primavera comenzó lentamente a dejarse percibir desde principios de marzo. Sábado de vagancia nuevamente. Caminando por las anchas calles de la gran metrópoli decidí tomar el tren número 7. Quería ver las calles de Queens y, sobre todo, el antiguo barrio de la hermana del ya desaparecido agente Cuerisnai do Cueranga. Luego de dejar el subsuelo de Manhattan y cruzar el río, el tren salió viejo, destartalado y avanti, por la rieles que daban sobre la Roosevelt. Parado, miraba una vez más el triste paisaje de pobreza y el comercio informal que compite con los barrios más poblados de cualquiera de nuestras capitales. En el tren 7, camino a Queens, se hablaba mayoritariamente español y cien lenguas más. De vagón en vagón alguien vendía peinillas y baterías para radios. En el anonimato del transporte, pakistaníes, hindúes e hispanos se confundían, al igual que los asiáticos. Era como si de repente toda la gente hubiera adquirido una nacionalidad transcontinental gracias a las precarias condiciones de vida y trabajo. Luego de un largo y penoso recorrido, el tren me dejó en la 90. En la esquina, justo al bajar, se apilaban vendedoras de humitas, las mismas que, como se recordará, no había probado en muchos meses. Al lado de ellas competían otras vendiendo tacos y hamburguesas. Barrio pobre me dije. Estaba exactamente igual que años atrás. De refilón pasé por la esquina de la temible banda guayaquileña Los ñañitos, rápidamente identificables dado el fuerte acento de tierra caliente, a más de la proliferación de algunas malas palabras o palabrotas, las mismas que causan indignación en las damiselas que cruzan frente a ellos, víctimas ya de sus atracos verbosos.
Caminando por las calles de la Roosevelt me perdí entre la ávida multitud de inmigrantes que entraban y salían de los almacenes. Pasé por restaurantes colombianos, taquerías y academias de belleza, karate y reparación de radios. Vi también una boite con una banderita de Ecuador y otra de México, que con bombos un platillos anunciaba presentaciones estelares de medianoche de Paul Soul, Jinsop, Lilián Suárez, Hilda Murillo y Kike Vega, y del lado mexicano, Carlos Lico, Pirulí y una joven cantante a quien simplemente llamaban La Nueva Toña La Negra. Quién sabe, me dije, a lo mejor me vengo a escuchar canciones del repertorio patrio. Hecho el sapo, como que quería y no quería, aproveché que estaban haciendo la limpieza y me metí a la boite, sólo para cerciorarme del ambiente. No pudo ser mayor mi sorpresa, pues al entrar vi, sin que hubiera una sola duda, al super agente Johnny Brown, alias Cerebro, con quien me había topado hacía muchos años, en primera visita a la gran manzana y que había estado presente la noche del lanzamiento del libro El Cholo Cepeda, investigador privado, como recordará el piloso lector. Tenía un vaso de whisky en la mano y andaba vestido con un pantalón claro, una camisa de rayas y una leva azul, dato aniñado. Me le puse atrás y le dije papeles. El se viró, me quedó mirando y entusiasmado gritó cholo Cepeda, cholo hijueputa, dónde te has metido. Saludo festivo que remató con un whisky para el amigo mientras miraba al barman.
Conversé con el super agente y me dijo que había decidido jubilarse de la organización, que tenía un mejor trabajo, menos riesgoso y que le dejaba más tiempo libre. ¿Qué haces más tarde? preguntó. Nada especial, respondí. Sólo espero que me den una señal. Juan Moreno, ahora Johnny Brown, me detalló sus recorridos a pata pelada por Brooklyn y el Alto Manhattan, lugares en los que había abierto dos almacenes de venta de cuadernos, factureros, calendarios y abanicos. También me dijo que quería invertir en venta de páginas del internet, que el negocio daba buenos dividendos y que si yo no estaba interesado en meter mano. Eso sí, recuerda, todo negocio es un riesgo. Iba a despedirme cuando me dijo si no tienes nada mejor que hacer, vente conmigo, te invito.
Tomamos el tren 7, de regreso a Manhattan. Ante la resistencia del super agente Cerebro a decirme adónde me llevaba, opté por la triste resignación. El principio de clandestinidad siempre debe ser aplicado, me dijo riéndose. Salimos a la 42 y ya se había hecho noche. Caminamos por la 7ma hacia el Bajo Manhattan. Conversábamos y el super agente me dice, mira a ese man mira a ese man. Lo saludó en corto y seguimos. Es la Cocoa Rocafuerte, un pana, me dijo, árbitro de fútbol. El super agente me contó que la Cocoa había arbitrado un partido en una liga gay, y que los gays de un equipo dudaban de la gayez del otro equipo y que habían resuelto terminar con la duda organizando una fiesta esa noche, en la cual sabrían por fin quién es quién. Total, que se entraron a verga de lo lindo entre todos y al día siguiente, en la cancha de fútbol, terminaron sin problemas el partido, una vez despejadas las dudas personales. Me quedé mirando al super agente y sólo le dije bacán la transa.
Caminamos unas cuadras hasta llegar al Madison Square Garden. Entendí de lo que se trataba. ¿Te acuerdas que te dije que tenían que ver este concierto? me preguntó. Claro, respondía animado. El letrero anunciaba la presentación de la Fania All Stars. Toma. Sacó un ticket para mí y me dijo era para una pelada pero se barajó al último y no ando con ganas de revender tickets en media calle. Eso sí, te toca pagar las cervezas. Hecho, respondí, mientras nos dábamos un estrechón de mano para cerrar el pacto. Subimos, nos sentamos, compramos unas cervezas y hablamos hasta que empezó el concierto. Homenaje a Ismael Rivera y Héctor Lavoe, decía el anuncio en las pantallas gigantes apostadas en el centro y a los lados del escenario. De repente, el celular de Johnny Brown sonó, el man contestó, se paró y dijo ya regreso.
Se demoró más de lo esperado. Mientras me distraía mirando los videos que proyectaban en la pantalla y antes de los últimos toques y afinación de sonido en el escenario, en lontanaza, pues mi ojo avizor estaba más afilado que ojo de águila en el desierto, logré distinguir en las preferenciales, a pocos metros del escenario, al mismo super agente Johnny Brown que participaba de una escaramuza, la misma que terminaba en el arresto de dos tipos y el anuncio del maestro de ceremonias de que el show estaba por comenzar, para tranquilidad de todos. A los pocos minutos, con dos cervezas en la mano, reapareció el super agente, quien me dijo disculpa la demora, pero trabajo es trabajo. ¿No que estabas retirado? Sí dijo, pero no del todo. Lo tomo como un cachuelito. Me contó que sabían que al concierto iba a asistir uno de los traficantes locales y que la policía quería mandar una señal clara de que ya no estaban para contemplaci ones ni diplomacia y, como él era uno de los pocos que podía identificar al capo en cuestión, tenía que ayudar. Hicieron el arresto focamente a propósito. Otra cosa, dijo el super agente, debes mantener mayor discreción y clandestinidad en tu trabajo, uno nunca sabe. Bacán, repetí, y nos sentamos porque el concierto iba a empezar.
Con aplausos y de pié, en necesaria reverencia, recibimos a Oscar D’León, Ruben Blades, Willie Colón, Ismael Miranda, Casanova, y Celia Cruz. Estaban también el Pete Conde Rodríguez, Víctor Manuel, Eddie Palmieri, Larry Harlow, Papo Lucca, Roberto Roena, Richie Ray y Bobby Cruz, casi todos vestidos de blanco, al mejor estilo santero. No abundo en canciones ni en detalles del concierto, pues no me gustaría aburrir a la damita lectora ni despertar envidia en el macho lector.Además, digamos la plena, escribir títulos de canciones no es lo mismo que escucharlas y bailarlas, cosas que sí ocurrieron esa noche, pues cuando Rubén Blades dijo me fui pa’l monte buscando guayaba/ por la vereda del 8 y el 2/ y aunque encontré una casa dorada/ esa guayaba no la hallaba yo, cuando dijo eso Rubén, el super agente Cerebro y yo sacamos a bailar a unas colombianas que estaban listas para marcar el paso. Y así rumbeamos todo el concierto. A la salida, con las mismas damitas corronchas, nos fuimos deúna a una salsoteca en Tribeca.
No abundo dije en el párrafo anterior, y así será. Añado sólo que esa noche quedamos en volvernos a ver con las acompañantes. Todo estaba listo para salir a rumbear uno de los sábados siguientes, pero recibí una llamada de Hidalgo. Había regresado ya del Cibao y Loíza. Nos reunimos nuevamente en el café de la esquina. Le conté lo relacionado con la operación Botica Tía Delcha, los guardias, las pandillas y el tipo de drogas que se podía conseguir. Puesto que la loiza-cibaense africana cannabis, que era la que nos interesaba, no se distribuía aún en las calles, no había manera de detectar ninguna demanda en el mercado de drogas. Además, la cannabis requería de un estado personal emocional de descanso, no de andar alterado para hacer más guevadas, como era el caso de otras drogas. La Sección de Química de la organización, dijo Hidalgo, ha determinado propiedades muy positivas en la yerba africana. Ahora ya es cuestión del gobierno de Estados Unidos tomar las medidas necesarias para precautelar ese bien de la humanidad. Ajá le dije, y ¿cómo harán con los países africanos en donde aparece esa planta? ¿Van a pagar derecho de propiedad? No, son bienes naturales de la humanidad, contestó un poco serio. Ten, me dijo luego, extendiendo hacia mí un sobre. Es de la Maestra. ¿Qué harás más tarde? preguntó. Depende del contenido del sobre, respondí. Si estás libre te llamo, tengo un par de tickets para ver el primer partido de los playoffs de la serie mundial de béisbol. Juegan los Yankees contra los Medias Rojas de Boston y va a estar bueno. Bacán, repliqué, dame un telefonazo al hotel en un par de horas.
¿Par de horas? Inútil esfuerzo e inútil plan. El sobre de la Maestra traía un pasaje para viajar al día siguiente a Madrid. El incremento de la trata de blancas era notable y en ello estaban implicados muchos latinoamericanos. El problema mayor era que las trabajadoras de la profesión más antigua del mundo eran también usadas como correos para introducir pasta de coca a Europa. Como siempre, la Maestra había incluído un plano de la ciudad y la dirección exacta del hotel en el que me quedaría por quién sabe cuánto tiempo. Después de leer el mensaje sentí algo extraño, una molestia rara. Y era que, inevitablemente, sabía que en Madrid vivía mi ex, de quien nunca más había vuelto a saber. Sólo me quedó tiempo para alcanzar un último lugar en la cola de la Botica Tía Delcha, y comprar un poco de la loiza-cibaense, pues los sueños eran mejores que la rutina de la vida. Además, quería verla nuevamente bamboleándose en su botica, como Celia Cruz lo había hecho por última vez en el Madison Square Garden, semanas atrás, y oírla cantar sus mapelés mientras fumaba cigarro y cerraba sus ojos invocando a los poderosos espíritus de su lejana Africa.
Cuando Hidalgo llamó al hotel le agradecí la gentileza de la invitación diciéndole que no podía acompañarlo. Entiendo muy bien, añadió, buena suerte en todo. Al día siguiente, desde el aeropuerto JFK, tomé un vuelo de Iberia rumbo a Madrid. ¿Encontraría en sus calles a mi ex? ¿Habría finalmente emigrado Miriam Matilde, la periodista del Crónica Roja, a España? Quizá no, pero era imposible dejar de hacerme esas preguntas.