miércoles, 30 de abril de 2008
Si es que te queda cariño
Guayaquil, 13 de Julio. Aeropuerto Simón Bolívar. Era el día de mi regreso a tierra caliente y también mi cumpleaños. Ergo, tenía ganas de encontrar a aquellos que no había visto en un año. ¿Había pasado tanto tiempo? Con extrañeza me pusieron el sello de entrada en la aduana, salí, tomé un taxi y fui hacia el centro. Busqué a Capulina Páez pero me dijeron que su taller ya había cerrado y que andaba de agricultor en la provincia de El Oro. De regreso a mi departamento pasé por el del Conde de Montecristi y la Condesa de los Reales Tamarindos. Tan pronto como me vieron nos abrazamos y, sin que mediara mucho rato, abrieron las primeras cervezas.
En la mesa había un cerro de hojas impresas con anuncios de Consejería Matrimonial, las cuales pensaban repartir por toda La Ferroviaria. Hay que combatir el desempleo de alguna manera, dijeron, convertirse en asesores sexuales de damas y caballeros es una buena opción. El Conde debería enseñarle a los hombres a controlar la eyaculación precoz y otros errores sexuales, y la Condesa a vencer la frigidez a las mujeres. ¿Sabes cuál es el índice de insatisfacción sexual de las mujeres en Guayaquil? preguntó ella sin esperar respuesta. Anda por el 70%. Es un escándalo, dijo, con lo muy machos que se creen aquí los hombres y no saben satisfacer a una mujer. Entre alcohol y droga a los hombres ya no se les para, y con esa cojudez de que la mujer debe llegar virgen al matrimonio, imagínate, estamos en la mierda. Por esa mentalidad es que Ecuador no progresa, terminó su mini-disertación la Condesa.
Bebimos otras cervezas y me dijeron que Miriam Matilde había emigrado a España y que las malas lenguas decían que se había hecho puta, pues a ella, así como al Conde, los habían despedido del Crónica Roja. Contaron también que habían pillado a Carecamiónchocado y sus secuaces del periódico plagiando artículos del Clarín de Bogotá y La Nación de Buenos Aires, que lo hacían frecuentemente y pensaban que nadie lo sabía, que hasta se habían foqueado al copiar casi por entero a Octavio Paz, el poeta mexicano, todo lo cual lo podían comprobar. Dijeron también que el mentado norrito intelectual acostumbraba a suplantar a otras personas usando sus e-mails y que se habían dado cuenta de eso porque se lo hizo al vate Iturburu. ¿Y qué es de él? pregunté. Se casa, dijeron al unísono ¿Y con quién? continué sorprendido. Con mi hermana, dijo alegre la Condesa. Como había u n año de chismes que me había perdido, me puse cómodo en la silla, el Conde hizo sonar los primeros acordes de Ismael Rivera que decía ya cantan los ruiseñores/ y ya se acerca de nuevo el día/ y para mí todo es alegría/ mira, está contento el corazón porque lo amas. Iturburu se había enamorado y, según parecía, por fin había llegado a puerto. Dios los cría y los locos solitos se aman, decía el conde. Dizque los va a casar el padre Juan Ignacio Vara, dijeron, por petición expresa de la novia, aunque el poeta también era amigo del vasco curaca.
Llamamos al misterioso Gutiérrez y al vate Iturburu. Quedamos en que nos encontraríamos en el Cuchitril y luego iríamos en masa al Cabo Rojeño. Era mi gente, los que quedaban, debería decir. Estaban más delgados y sin trabajo, pero vivos y felices. El poeta se apareció con sus sobrinos la Roca y Germán para evitar el pillaje de algún malcriado. En el Cuchitril nos esperaban con dos mesas reservadas. Bebamos y comamos, gritó con gusto Gutiérrez, la cuenta la paga el cholo que ahora es el man del guiso. Me miró y guiñó el ojo mostrándome un tuquito de dólares y diciéndome estás hecho con el vento maricón. No te preocupes que el vergüenza güengo está bien guardado. Guengo guardado, repitió jugando con las palabras, güengo guardado. ¿Qué fue ese seco de chivo para el hombre? gritó Gutiérrez, fuera de su permanente solemnidad. Más tarde fuimos al Cabo Rojeño. Claramente recordaba el sueño en que Marino, Camareta y Kaviedes colgaban ahorcados en el techo mientras volaban las botellas con balas de metralla. La noche estuvo alegre y bailada. Oye cholo, si acaso tienes problemas, ya sabes que te puedo dar un trabajito en la Cofradía del Bolero, añadió el vate con solidaridad. Recordé su deseo de tener su propio bar y la chupiza que nos pegamos en su casa con la gente del barrio. Leí tus crónicas, le dije. De eso hablamos otro día, contestó. En medio de la celebración se abrió la puerta y de repente apareció una mujer muy atractiva, joven aún, blanca y tuqueada, como tirando a manaba. Se acercó al vate y le dijo con voz aniñada hola mi amooor, mientras le daba un beso. Vente aquí mami, le contestó el vate y les decía a los demás en tono imperativo aclaren hijueputas aclaren para que siente mi mujer. Me la presentaron y conversamos un poco. Era muy dulce, tenía buen sentido d e humor y cantaba las canciones que sonaban en los parlantes, repertorio que Galo y Yoyo, los dueños del Cabo, pusieron para acolitar la nota. Ella era para Iturburu. Estaba claro que, al final, a él como a todo hombre, lo que más le hacía falta era el calor de una mujer. Acostumbrarme a mi ciudad no sería un problema, pero primero debía de cobrar una deuda pendiente.
A las pocas semanas alquilé una oficina en el sur de la ciudad. Desde esa zona podría desplazarme sin problema y discreción en mis investigaciones. Una vez instalado me fui hasta el Crónica Roja a la hora en que salía Carecamiónchocado. Cuando éste se despidió de los empleados avanzó hacia su carro y, al abrir la puerta, se dio cuenta de que lo tenía a pepo y trulo. Miró a los guardias como buscando ayuda pero éstos, previamente palabreados por mi persona, no se encontraban en sus puestos. Como nunca he sido de palabreo antes de la puñetiza ni exhibiciones ni piruetas ni güevadas, avancé directo. Carecamiónchocado se las olió y quiso atacar primero y ahí pagó, pues con eso pude alegar defensa propia y sacarle la chucha a gusto. De entrada lo paré con un firme puntapié en la vegija. Me agarró de la cintura como queriéndome hacer caer, pero sólo tuve que dar un paso atrás, tomarlo co n mi mano izquierda por debajo del antebrazo derecho, darle un codazo en media espalda y virarlo a un lado, dejándolo en el suelo boca arriba. Se levantó al segundo round y al darme un puñete me desvié ligeramente a tiempo hacia el interior y le di un rodillazo en la costilla izquierda. ¿Asunto concluido? No todavía me dije, estoy empezando. El muy cobarde se puso a gritar ladrón ladrón y la gente que pasaba vino corriendo a la defensa, pero, al darse cuenta de que era bonche sólo hicieron una rueda para que nadie pudiera ver lo que pasaba dentro del círculo. Dos veces lo levanté del suelo a punta de patadas mientras le salía sangre por la nariz y la boca. Iba a seguir un rato más pero una voz me dijo ya es suficiente, ya has cobrado tu deuda. Dejé que Carecamiónchocado abriera la puerta de su lujoso carro y se fuera ensangrentado y revolcado. Malagente hijueputa, así te quería dar, Rechocado conchetumadre, le grité, m ientras le daba un patazo a la puerta del carro en fuga. ¿Qué venganza buscaría en el futuro? ¿Escribiría otro artículo foqueándome como hizo antes? ¿Mandaría a matarme? Ni idea. Pero no me preocupaba mucho, pues, de todos modos, en Guayaquil ya todo era del odio y de lo imprevisto.
En mi ausencia Guayaquil se había puesto hermosa, limpia. Los turistas llegaban y salían agradados. Pero ya no había gente ni empleo, la crisis era la nueva peste que, como una bomba biológica, iba vaciando las casas y los departamentos. Los pobres seguían invadiendo el manglar, los terrenos aledaños y las colinas que circundaban la ciudad, o regresaban al campo. Todo podía ocurrir, dije, y era verdad. Los aniñados podridos en plata se consumían el dinero en drogas y en viajes a Miami, los empresarios estafaban a sus empleados y les pagaban sueldos de miseria. A los taxistas los obligaban a vestir con la camisa más fea del mundo, una guayabera blanca, al mejor estilo caribeño, mientras en los bajos fondos se multiplicaban las crueldades, los crímenes y la misma impunidad de cuando me fui.
Un día llegó a mi oficina un man joven. Lo hice pasar. Se presentó y me dijo con calma su nombre y que, estando en la cárcel, lo habían violado. Que ya había matado a dos que lo hicieron y que sólo faltaba el tercero, que era justamente uno de los guardias que cuidaba el edificio de mi oficina. Que solamente quería saber si lo podía matar en el edificio y si yo pensaba meterme en las pesquisas. Le dije tranquilamente que no había problema ni a lo primero ni a lo segundo, que él estaba en su derecho y que yo, de estar en su lugar, haría lo mismo. Le agradecí por gentileza prevenirme del asunto. A las dos semanas el guardia amaneció muerto de un tiro en la frente, tenía semen en su boca y, a juzgar por la sangre que manchaba su calzoncillo, le habían reventado el culo quién sabe con qué. El que a hierro mata a hierro muere.
Semanas después, apareció en mi oficina el Maestro Wu, mi apreciado instructor de artes marciales y box. Con reverencia y admiración de eterno alumno saludé al viejo. Entró como a su casa sin decir nada. Examinó el decorado y asintió que tuviera un signo del yin y el yan detrás del escritorio. No he venido a buscar protección, me dijo, no te confundas. Aún no estás preparado para defenderme, pero necesito tu ayuda. Recuerdas el machete de la guerra de China que siempre tuve en la academia? Sí, dije, claro. Me lo robaron. Fueron unos muchachos de la Ferroviaria que tú debes conocer. No puedo rebajarme a pedir algo que me devuelvan algo que es mío, pero es el único recuerdo que tengo de China. Mañana por la noche pasaré por tu casa retirándolo. Está bien, dije. Fui a ver a los muchachos. Eran de una nueva pandilla y se notaba que no sabían lo que hacían ni con quien se metían. Llamé al líde r, le expliqué de qué se trataba y con respeto y casi miedo me dijo que lo lamentaba, que habían estado bromeando pero que le devolverían el machete inmediatamente. Y así fue. Desaparecieron por las callejuelas de San Pedro y volvieron con el machete, finamente envuelto en una tela de seda dorada y roja.
Cuando llegó el Maestro Wu a mi departamento salí a recibirlo nuevamente con reverencia. Entró y me dijo que había escuchado hablar bien de mí. No te has hecho rico, eso demuestra que no eres ni corrupto ni déspota. Agradecí sus palabras. Traje el machete y con brillo en los ojos lo tomó. Le quitó la envoltura de seda y salió a la terraza. La luna estaba llena y se reflejaba en las aguas del Estero Salado, el viento de verano abrazaba la ciudad. El Maestro Wu tomó el machete, adoptó una postura delicada e inmóvil. De pié, en un segundo, levantó el machete por lo alto y dijo el corte se hace al desenvainar, no desde lo alto, así se pierde tiempo. Luego adoptó una posición de gacela, dio dos saltitos y un trampolín mortal que remataba con la rodilla derecha en tierra, la pierna izquierda doblada hacia delante y el machete protegiéndole la cabeza, con el filo hacia fuera. En menos de un minuto hizo, por lo menos, diez katas muy elaboradas. Se paró, unió y cerró sus manos, hizo una reverencia al cielo y se despidió de sus mayores, esos antiguos guerreros que muchos siglos atrás inventaron lo que él repetía, como si siempre se tratara del mismo guerrero y la misma actitud hacia la vida. Agradeció nuevamente mi labor y salió de manera tranquila, casi desenfadada.
Guayaquil seguía viva y creciendo. El vate Iturburu había anunciado que se quedaría para siempre en su ciudad y nunca más volvería a Estados Unidos. Además, que su gorda bella estaba encinta. Don Capu regresó temporalmente de la provincia de El Oro y los aristócratas del grupo, el Conde de Montecristi y la Condesa de los Reales Tamarindos, después del éxito en la asesoría a parejas con problemas sexuales, estaban en planes de comprar un carro y ponerlo a trabajar como taxi pirata. Las cosas no estaban bien, pero tampoco era el fin del mundo. Habíamos quedado en celebrar el fin de año con un concierto de mi adorada Patricia González en la vieja Cofradía del Bolero. Me puse futre para el evento. Esperaba que la González cantara nuevamente mi canción favorita Si es que te queda cariño. En otras palabras, amiga lectora que me has acolitado el dato hasta el final, y tú también pana lector, ésta y otras noches la vida seguirá por todas partes, sólo me faltaría recuperar el amor y tratar de ser feliz en este camino de las que, como dije al principio, fueron mis sanchopanciles aventuras.
(FIN DE LA NOVELA)