viernes, 25 de abril de 2008

The New Orleans & Guayaquil Connection

De regreso a Estados Unidos, la primera sorpresa fue que me detuvieran en el aeropuerto para revisarme. No porque llevara mi extrañada mágnum, sino porque mi pinta cholil había llamado la atención de los agentes de inmigración que, sin duda alguna, nunca habían visto una foto del Puma José Luis Rodríguez, y eran muy jóvenes para acordarse del detective Columbo. Cedí sin oponerme a la inspección. Al salir por la puerta de viajeros internacionales, un moreno conductor sostenía un letrerito que decía Luis Alberto Cepeda Cortez. Me acerqué a él, me identifiqué y, para avasallo de mi persona, no entendí nada, pues me contestó en un francés que tiraba a haitiano, y mis conocimientos de la lengua de Baudelaire no descifraban esas palabras (Sí lectora, dije claro Baudelaire, pues este cholito también tiene sus pretensiones universalistas). Del aeropuerto llegamos presto a la Maison Degas, no sin antes cruzar por parques, calles y casas que me recordaban demasiado a mi lejana Guayaquil.

Me bajé y le di una propina al haitiano conductor. La puerta de la vieja mansión estaba cerrada. Una pareja de ancianos esperaba conmigo. Como no salía nadie tuve tiempo para observar el florido y tropical jardín, así como la avenida Esplanade y sus inmensos árboles y espacioso parterre. Luego apareció una muchacha delgada, vestida muy informalmente. Nos explicó los tejes y manejes del hospedaje, la hora de las comidas y las normas estrictas. Joder, me dije, tirando a español, salir de una mala para meterme en otra peor. ¿Qué carajo se creen que soy, cura, monje? No puedo quedarme en este convento. Pero era impresión inicial. Estaba molido por el viaje. La noche caía y lo único que mi cuerpo pedía era misericordia por la sacada de chucha, el largo viaje y el cambio de horario. Así, escuchando las súplicas de mi quemada figura, me bañé, me puse cómodo y me tiré de ruca casi por dos días.

Habría seguido en brazos de Morfeo de no haber sido por la flaquita que trabajaba en la Maison Degas. Señor, señor, me dijo golpeando la puerta, ¿se encuentra bien? Sí, respondí, no hay problema. Abrí la puerta por gentileza y para que viera con sus propios ojos que no le mentía. Le expliqué que sólo estaba agotado del largo viaje. Me alegro, respondió, pegándome una miradita de refilón a la morronga. Ya está listo el almuerzo. Ah, me olvidaba, le trajeron esto, dijo, dándome el esperado sobre de la Maestra.

Al abrirlo encontré un plano del centro de la ciudad, una lista de bares y, para sorpresa mía, el nombre Jurgen Kleist o George Claseiro da Cunha. Pero no estaba claro por dónde debería ir el asunto. Me di una ducha reparadora y con alegría noté el buen gusto de los muebles antiguos que decoraban el cuarto, combinando sobriedad y confort. Las chapas y las llaves eran de un dorado reluciente y antiguo muy bien preservados del paso del tiempo. Dejé mi habitación y fui a almorzar una ensalada de vegetales, un filete de salmón en salsa noruega y una copa de vino blanco. Al terminar, después de un doble café espresso que bebí casi con alegría, recorrí las habitaciones de la Maison Degas, reparando en los cuadros del pintor francés y la información biográfica repartida en cada cuadro. Con nostalgia recordé el Museo del Prado y comparé los estilos con los que Velásquez y Degas habían pintado los rostros d e las personas, la suavidad o severidad de sus rasgos y el manejo del claroscuro.

El día empezaba para mí tranquilo, pero, tan pronto como salí la Maison Degas, justo en la acera mientras veía los vehículos pasar frente a mí, sentí con fuerza el olor de la tierra, la humedad de Nueva Orleáns, el calor del puerto y el aroma de las flores que decoraban los parterres. Gigantescos árboles de roble, sauce y acacias cubrían de hojas la avenida Esplanade. Al caminar podía observar claramente cómo las raíces rompían las veredas. Todo era verdor, calor y humedad. Así, descubrí que era la fuerza del trópico que de repente había vuelto a mí. En Nueva Orleáns ya era verano.

A pié, caminando largo por Esplanade, cruzando Broad Street y Rampart, llegué al French Quarter. Con admiración sostenida pude comprobar que sus casas pequeñas de encendidos colores, sus galpones y portales, eran como los de Guayaquil, pero de una manera más exquisita, como preocupándose más por el decorado y menos por la inclemencia del tiempo. Llegué a Bourbon Street, viré a la derecha y caminé nuevamente por varias cuadras. Era el centro turístico, estaba claro, pero también había historias ocultas en cada una de esas casas. Recuperar una de ellas era mi trabajo. A lo alto, en los balcones que daban a las calles y siempre parecían demasiado frágiles, las muchachas universitarias, en vacaciones por esa época, mostraban sus blancos y fuertes cuerpos, la forma de sus senos debajo de las ceñidas camisetas y los brillantes collares verdes que colgaban de sus cuellos. Supe que Marla Thompson era como una de ellas, en es e justo momento en que la recordé entendí que su pasado era el pasado de cualquiera de ellas, una turista hermosa en una ciudad hermosa de la cual partiría pronto. Esa ciudad era mi corazón y de mi corazón Marla Thompson estaba yéndose para siempre. En todo el tiempo que estuve fuera de Ecuador y de México (porque México era un Ecuador agigantado) nunca pude entender lo que había pasado, y tampoco me convencía haberla dejado luego de un aborto y, casi como un autómata, abordar el tren rumbo a Nueva York. Ese día, frente a esa imagen en Bourbon Street, como si fuera una revelación aplazada que subrepticiamente salía del anonimato, me di cuenta que Marla Thompson nunca fue para mí, como no lo eran para mí ninguna de las muchachas que alegremente saludaban a los transeúntes desde los balcones mientras desenfadadamente alzaban sus camisetas y mostraban sus espléndidos senos.

Luego de caminar por el French Quarter, cerca del convento de las Ursulinas y Dauphine Street, llegué al Jardin des Plaisirs, un bar que tenía sus puertas abiertas y de la cual salían, sin mayor esfuerzo, ritmos de dixiland, blues y jazz, y también un discreto olor a marihuana. Entré, apareció la mesera y me dio de probar una cerveza local. Pero yo no estaba para esas aún. Pregunté al de la puerta en dónde podría encontrar diversión fuerte y, por unos dólares, me envió a otro bar cercano, el Bar de la Fin du Monde, debidamente escoltado por unos niños que andaban en bicicleta. Todo esto, en pleno corazón turístico. Tan pronto como llegué me ofrecieron un trago de Jack Daniel, un habano y una hermosa mulata que, sin problema alguno, se sentó en mis piernas. Llámame Beatriz, fue lo primero que dijo. Bebimos, conversamos algo y le dije que andaba buscando más acción, probar algo fuerte y de buena calidad. Entiendo muy bien lo que quieres, dijo. Espérate un poco. Pasaba el tiempo, bebí otro Jack Daniel y me acerqué a la barra a preguntar por el servicio, pues necesitaba hacer agua. Hay cosas que sólo le pasan a las mujeres, o al menos eso creemos. Perder las ganas de orinar era una de ellas. En la barra, mientras me mostraban hacia dónde tenía que ir noté en medio de unas fotos, de esas que pegan en las paredes y se mezclan con botellas de licor, vasos y luces, noté una foto con la imagen de Jurgen Kleist, sonriente, vestido de terno y sombrero blancos, con un bastón en la mano, sentado, como posando para la posteridad. Detrás de él, una espesa selva dejaba ver sus árboles. El de la barra me miró y se extrañó un poco. Lo despisté preguntándole si era un pintor local, a lo que respondió con una sonrisa en la cara, dada mi ingenua pregunta: No, es el dueño de éste y otros bares, George Claseiro da Cunha, millonario brasileño que reside en Nueva Orleáns desde hace muchos años y que ha comprado más de la mitad de los alrededores. Es ya un anciano, pues esta foto tiene más de treinta años, pero a él le gusta que lo recuerden siempre joven. Un misterio. Gran persona, eso sí, muy amable y generoso. La gente aquí lo quiere aunque nunca lo hayan visto, concluyó.

Un tanto confundido y ya sin ganas de orinar, regresé a mi mesa con mi nuevo Jack Daniel en la mano. La mulata había regresado y otra vez estaba sobre mis piernas. Tú me dices cuando quieras irte. Ir a dónde, le pregunté. A divertirnos, respondió ella. Estuvimos unos minutos más y optamos por salir. Eres turista, verdad, me preguntó. Sí, le dije, estaré sólo por algunos días. Es mi primera visita pero no será la última, añadí. Salimos, tomamos un taxi y nos fuimos lejos del centro, a un barrio negro y marginal, de esos que combinan la pobreza con la violencia y las desaforadas ganas de vivir huyendo de la diaria muerte. Dejamos el taxi y tomado de la mano por la mulata entré a una casa vieja en la cual había otras parejas besándose y consumiendo heroína, éxtasis, cocaína, peyote y quién sabe qué otras maravillas. Yo, casi por milagro, recordé que en un compartimiento oculto de mi billetera había guardado un pito de la loiza-cibaense africana cannabis a la cual, de manera casi inmediata, le dimos vire con la mulata Beatriz, pues ella no estaba segura de hasta dónde yo podría ir. Esta vez no fue té de cannabis lo que preparé sino un porrillo. Lo prendí y salió una fragancia que más olía a incienso de misa. Lo fumamos y la mulata se puso muy dulce, a darme besos de enamorada y decirme cosas de amor. (Amiga lectora, debes tratar de conseguirte tu tamuguita de la nombrada cannabis para que la fumes debidamente acompañada de tu machuchín compañero). Así con la loiza-cibaense.

El efecto duró bastante, pero tuve que disfrutarlo en un nuevo escenario ya que la mulata Beatriz me dijo salgamos al patio, un rito vudú tendrá lugar dentro de poco.

No supe a qué se refería pero no era hora de tirarse para atrás. Así, al grito interno de yo no me agüevo, salí con ella al patio o, debería decir, verdadero solar, pues se habían juntado varios negros a tocar tambores, bailar y beber aguardiente mientras invocaban a Changó, Aguanile, Ochún, Yemayá y deidades menores de las religiones haitianas. Recordé irremediablemente la Botica Tía Delcha y me arrimé a una de las paredes mientras se desarrollaba el rito. En mitad del baile, de una de las esquinas del solar, de pronto trajeron un gallo. Sin demora lo pusieron sobre una piedra central y allí mismo lo degollaron mientras se agitaban los tambores, se contorsionaban los cuerpos y los asistentes luchaban por beberse un poco de la sangre del animal sacrificado. Era la oportunidad que había esperado. Tomé a la mulata Beatriz y apretándole el rostro con mi mano le dije llévame donde George Claseiro da Cunha. Zafándose de un solo golpe me gritó estás loco, eso es imposible. Me acerqué nuevamente y le dije con ternura tengo mucho dinero y quiero hacer un trato con él, además, habrá un porcentaje para ti. Ah no mijito, eso no, yo traidora no, puta sí pero traidora no. No hay traición, contraataqué, es un asunto de negocios. Eso es imposible, dijo ella, no hay manera de acercarse a él, nunca se lo ha visto, está muy protegido por guardaespaldas, está podrido en plata y es un hombre ya muy viejo. Sólo llévame allá, repliqué. Te puedo dejar cerca de su hacienda, dijo ella, pero te va a costar caro. No hay problema, dije.



Abordamos nuevamente un taxi manejado por otro haitiano amigo de la mulata Beatriz y dejamos la ciudad rumbo a una casa solariega rodeada de pantano, cocodrilos, culebras, mosquitos y espesa vegetación. Ella me dijo allá es, ahora te regresas conmigo o te quedas aquí, porque yo no doy un paso más. Regresemos, concluí.
Tenía que idear la manera de hablar con Kleist o Claseiro, daba lo mismo cómo se llamara. Acercarse era imposible, así que había que hacerlo salir de su terreno de cualquier manera. Después de pensarlo mucho opté por llevar a cabo mi plan. Fui al mercado de mariscos y compré dos pescados grandes. Luego compré un gallo de pelea, de esos que son entrenados a punta de soplo de aguardiente y limón, y también compré una botella de ron, una caja de madera vacía y dos ejemplares del New Orleans Tribune.

Con miedo de ser tomado por desquiciado o delincuente vulgar, me llegué a la parte trasera del supermercado y, con cara de palo y a vista de los mendigos que pululaban apañando sobras de comida de los contenedores de basura, opté, en sobrehumano esfuerzo, por doblarle y arrancarle la cabeza al gallo. Abrí los periódicos, puse los dos pescados y la cabeza de gallo y los envolví asegurándome que no saliera el mal olor. Luego los metí en una funda plástica, la misma que guardé en la caja. La cerré firmemente, puse cinta adhesiva en todas partes, escribí la dirección de la hacienda y, en un papelito puse Bar de la Fin du Monde, Friday 8pm.

Llevé pronto la caja a una distribuidora de alimentos y después de pagar a uno de sus despachadores, logré que la llevaran a la casa solariega, modalidad entrega inmediata. Como era entrega local, el tipo me aseguró que estaría en menos de dos horas en manos del destinatario. Era martes y faltaba esperar pacientemente lo que ocurriría hasta el viernes. Paciencia, por suerte, era lo que más tenía.

Mientras pasaban los días me dedicaba a recoger datos en la calle. Entraba a un bar, hacía turismo a lo pobre y me aseguraba de informarme. Compré varios tipos de drogas en distintos puntos y los dealers ya empezaban a saludarme, seguros de que era imposible que estuviera relacionado con la policía. Y era cierto. Como se sabe, la venta de droga en cualquiera de nuestras urbes latinoamericana está monopolizada por un solo cartel y por uno o dos tipos de consumo. Así, era raro encontrar una ciudad o pueblo en donde uno podía abastecerse de todo al mismo tiempo. Pero no en Nueva Orleans. La droga fluía de lo lindo por las calles, con la mayor discreción y comodidad del mundo. Y no era que la policía fuera ineficaz, sino que su ubicación estratégica imposibilitaba el férreo control. Paralelamente, los grupos involucrados trabajaban con una mucha flexibilidad y creatividad. Por ejemplo, en las calles todo el mundo reproducía la leyenda de que George Claseiro da Cunha era un industrial y agricultor que había fomentado decididamente el turismo, y también se decía que era el capo de la droga, lo cual, a fin de cuentas, le daba cierta aura sobre su cabeza. Claseiro era admirado por todos y sería una tontería hacer algo contra él. Eso era lo que se concluía de las versiones callejeras.

Llegó el viernes. Me aposté desde temprano en el Bar de la Fin du Monde. A las 8pm llegó una limosina y de ella se bajó un hombre entrado en años. No era el de la foto, estaba claro. Lo atendieron cómodamente, pidió un coñac, sacó un habano y uno de sus guardaespaldas le dio fuego. Llamé al mesero, le di una propina y una tarjetita con el nombre del bar en el que nos encontrábamos. Me miró, educadamente inclinó su cabeza y me invitó a su mesa. Al acercarme lo primero que me dijo fue no es de buen gusto enviar animales muertos en cajas de madera. ¿Quién eres y qué deseas? Vengo de Madrid, le dije, conocí a Jurgen Kleist, o Claseiro, como ustedes lo llaman. Me quedó debiendo un favor y me dijo que aquí podrían ustedes pagármelo. Según él y, por lo que veo en la foto, ustedes le deben un gran favor también. Con enojo, aunque reprimiéndose, dijo ese imbécil, sabía que tarde o temprano esto tendría que pasar. Debimos haberlo matado hace mucho. ¿Y qué favor esperas? Entrar en el negocio, nuestra organización se está desarrollando rápidamente. Nada de carteles colombianos ni gente de Sonora. ¿Y quiénes son ustedes? No hay más información. Sólo que tenemos una nueva droga natural, dije pensando en la deliciosa loiza-cibaense africana cannabis. Además, con eso pueden ahorrarse la molestia de enviar mujeres con la panza cargada de cápsulas de cocaína a España. ¿Qué droga es esa de la que hablas? No hay más información, repetí. En las próximas semanas otro miembro de nuestra organización vendrá para tener otro encuentro y ampliar los contactos. Aquí las cosas marchan muy bien, le dije, tómenlo como una ayuda para hacerlas aún mejores, concluí con seguridad. El hombre terminó su coñac y me dijo que tuviera cuidado en el French Quarter y que la pasara bien, que ya sabría de ellos. En eso quedamos, repliqué. La limosina regresó, el hombre y sus guardaespaldas se fueron y yo, aprovechándome del gentío que entraba y salía de los bares y copaba las calles disfrazados y cantando, pude escabullirme.

Estuve en Nueva Orleáns pocos días más. Mi trabajo había terminado porque era de infiltración del cartel local. Domingo por la mañana. El sol, el viento meciendo las ramas de los gigantescos árboles y el paso de los transeúntes me recibieron una vez más. Llego por Rampart al parque Louis Armstrong, lleno de árboles, una laguna y senderos que se bifurcan. Aparece un mansito de unos cincuenta años, puerco como él solo, con chaqueta azul y una gorrita con prendedores. Al abrir la boca noto que no le queda ni un solo diente. Soy ex-combatiente de Vietnam, me dijo. ¿Qué piensas de la guerra en Irak? Soy extranjero le dije, no hablo de política en un país que no es mío. ¿Y qué haces aquí? interrogó. Sólo de turista. ¿De qué país eres? De México, respondí inmediatamente. ¿Y en México no hay problemas? Sí, le dije, y bastantes, hay mucha gente pobre. Pero también hay ricos, replicó, ricos que pueden viajar como turistas a los Estados Unidos. Me quedé callado. Míralo, me dijo, señalando la estatua del trompetista de Nueva Orleáns, él toca mejor cada día, cada día toca mejor. Nos quedamos callados un rato. Luego me ofreció un cigarrillo y decidí continuar mi trayecto. Suerte en todo, fue lo último que le dije.

Camino hacia el río. Entro al pequeño Museo del Jazz y la mujer que allí trabajaba me informa sobre las fotos en exhibición. Compro un par de cds, unos libros sobre leyendas locales y uno de fotos antiguas de la ciudad. Ella me dice somos el puerto más norteño del Caribe. No somos gringos, no somos norteamericanos, somos caribeños, la capital del norte del Caribe. Por aquí pasaron y pasan todos, españoles, holandeses, franceses, africanos. El jazz es caribeño, me dijo, eso cualquiera lo sabe. Me despedí con cortesía, caminé por el Malecón, entré a un café de puertas y ventanas abiertas y probé un sánduche de jamón y una taza de café negro. Al abrir el periódico dominical, en un esquinita de la sección artes, la noticia decía que habían muerto Celia Cruz, Compay Segundo y Tite Curet Alonso, y que ya se estaban organizando los respectivos festivales para honrar sus memorias, y que los centros eran Puerto Rico, Miami y Nueva York. Quise imaginarme esos eventos pero con los míos ya tenía suficiente. Basta un toque de baquiné por cada uno de ellos, me dije mientras me apeaba por última vez por las pequeñas calles del French Quarter.

Era un domingo de perfecto verano. Una brisa fresca llegaba del Mississippi. Frente al río achocolatado recordaba vívidamente el Guayas, porque ambos ríos se transforman en océanos pocos kilómetros más adelante y ambos también habían sido testigos de lo bueno y lo malo de la naturaleza y el hombre. Tomé el viejo y gran vapor en el muelle. Lo subí sintiendo que era ya mi regreso al trópico y al pasado, un pasado de esclavitud, de odios y confusiones, y también, de amor, sin duda. El sol daba sobre mi frente y delante de mí estaba la magnífica rueda del barco que se movía con la energía del agua y la corriente. Dejando la parte central de Nueva Orleáns, el vapor se adentraba en el Mississippi y desde allí podía ver las orillas abandonadas, mitad industrias y mitad campo, los viejos marinos que se apostaban detrás de los pilotes.

El vapor era ya la nave que cruzaba el Guayas, en medio río u n islote poblado por iguanas, una isla de arena formada con los años, tan vieja como yo. Al frente Durán. Cayó una fina garúa y sabía que, una vez más, mis dados ya estaban jugados, que era hora de regresar, al volver/ después de un año entero de haber deseado este momento/ quiero ser el motivo que llene todo tu pensamiento/ para ver si con el tiempo no has olvidado esa promesa/ de amarme siempre aunque mi ausencia sea tu tristeza. De regreso a la Maison Degas, el sobre que me había enviado la Maestra tenía mi ya olvidado pasaporte ecuatoriano y una nota que decía buen trabajo, escribirás un informe completo en Guayaquil.