viernes, 11 de abril de 2008

Viaje al fondo de la noche

Aeropuerto de Barajas. Madrid, la gran capital de España, se había convertido en un centro de atracción mundial. Al salir de la aduana, y previa pérdida de tiempo con los policías y un chequeo que se estaba saliendo de la rutina, pude tomar un taxi y dirigirme directamente al hotel. El Vieja Europa tenía el encanto y la discreta elegancia de esos refugios urbanos a los cuales llega gente que sabe de buen gusto. Gracias Maestra, fue lo primero que se me ocurrió pensar. Era aún temprano. En Madrid, el comercio se comienza a mover pasado el mediodía. Di un paseo de rutina y, la verdad sea dicha, me sentí inmediatamente a gusto, casi en casa. Inclusive tuve la suerte de dar con una fonda de comida ecuatoriana poco antes de dejar la Gran Vía rumbo al Museo del Prado. Y, violando los preceptos de clandestinidad y doble espionaje, presto me metí a la fonda.

¿Cuántos ecuatorianos había en España? Un millón, posiblemente, la mayoría de ellos ilegales, repartidos en Murcia y en cualquier otro punto en donde se necesitara mano de obra barata por una dura jornada de trabajo. La historia, estaba seguro, se tenía que repetir también aquí. La dueña de la fonda, quien me atendió en persona, tenía el acento austral, morlaco. No se confunda monito, soy de Azogues, me dijo. Y paso seguido me contó detalles de su vida en Madrid. Está muy dura la situación aquí, pero me imagino que en Ecuador debe ser mucho peor. Ajá le dije, a la par que me distraía probando unos maduros cortados en un suculento seco de chivo (o de lo que haya sido).

Casi en casa, como dije antes, crucé las calles y por mi mente pasaron los días de mi lejana visita a Lisboa, años atrás. (Ese cuentito debes leerlo en el primer libro, amiga lectora, porque está decente, la plena.) Mientras esperaba por más instrucciones decidí caminar de largo hasta llegar a la Puerta del Sol y tomar hacia la Calle de Alcalá. Metiéndome por estrechas callejuelas, en medio de los viejos edificios y una que otra panadería, llegué por fin al Paseo del Prado. Allí, siguiendo mi provisional costumbre de merodear entre las obras de arte, observé con agrado los puestos de revistas y libros viejos, y también la desconocida sensación de entrar a un nuevo territorio. Nueva York era la vida del mundo recogida en ocho millones de historias. Madrid, la vieja historia concretada en paredes y museos. En Guayaquil sólo había visitado las exposiciones coloniales y, casi por perder el tiempo, una que otra muestra de jóvenes pintores. Tenía el interés de ver con mis propios ojos lo que tanto se publicitaba desde Nueva York: Velásquez y su inmortal Las Meninas, pues fue en la Capital del Mundo en donde vi maravillado el Juan de Pareja y me dije que algún día tendría que llegar a Madrid y completar mi periplo de amante de la pintura. Frente al cuadro de Nueva York, mirándolo de cerca y leyendo las referencias, me di cuenta que Velásquez se había pintado a sí mismo en el retrato de su esclavo y amigo Juan de Pareja, un negro al que había vestido de los más finos y aristocráticos traje de la época, para enviadia de la corte del rey. Era por ver nuevamente cómo se fundían autor y obra que visitaba el Museo del Prado.

Visitar éste museo no era pecar de culto ni nada por el estilo, aunque, la verdad sea dicha, a veces es bueno adentrarse en otras imágenes. Visitar un museo es como contemplar una película. Era una legítima necesidad de conocer más. Había leído muchos cuentos que unían claves cifradas en cuadros con crímenes cometidos. Ahora, en el Prado ya, encontré sin problemas Las Meninas. Allí estaba nuevamente Velásquez en Las Meninas, mirándonos a los espectadores y mirando al rey y a la reina al mismo tiempo, fuera del cuadro. Dentro del mismo, se observaba a la infanta Margarita, las empleadas domésticas, un fraile, una monja y alguien que entraba, desde el fondo, al estudio del pintor. Mirar a Velásquez era mirar a alguien que interrogaba al mundo. En el Prado vi también varios de sus cuadros religiosos. Y en otras naves del museo encontré obras de otros pintores de su tiempo, como el Bosco y el Greco. Y en la parte posterior, casi escondido a los ojos del mundo, el impactante Saturno devorando a sus hijos, de Francisco Goya. Callado y casi confundido, caminé lentamente mirando los cuadros, sentado frente a ello s, tratando de adivinar y elucubrar con las ideas y sentimientos que pasaron por sus cabezas mientras pintaron todo aquello. Atarantado de belleza y una sensación desconocida, regresé al hotel. Pero nuevamente la Maestra me volvería a la realidad. En un sobre tenía nombres de lugares y personas a las cuales debía encontrar para establecer cómo operaba la red de tratantes de blancas y cocaína.

A las pocas semanas ya había encontrado los lugares y había hecho contacto con el submundo. El centro de operaciones estaba en la Cava del Ocioso, y hacia allá fui. Bajé, pedí una caña y empecé a tapear unos bocadillos de jamón serrano y otro de anchovas. Al poco rato una mujer se sentó junto a mí y me dijo oye majo, por qué no me invitas una copa. Seguro, respondí. Ella pidió un amareto y me preguntó de dónde era y qué andaba haciendo. Asunto de negocios, le contesté. ¿Quieres un porro? preguntó entusiasmada. No gracias, con la cerveza estoy bien. Acto seguido fue al baño y regresó más maquillada. Oye, a que no has probado esto, dijo, mostrándome un sobre de cocaína. No todavía, respondí. Anda ya dijo, y sonrió. Pidió otro amareto y siguió: mira a ese tío que está allá, si quieres lo invito a sentarse con nosotros y allí ustedes se ponen de acuerdo. Vale, contesté.

El tipo al que se refería era alto, entrando en los cincuenta. Vestía de blanco y parecía tener finos modales. Cuando empezó a hablar me di cuenta de que no era español, quizá portugués o alemán, a sacar también por la pinta. ¿Es verdad que quieres un poco de la diosa blanca? Según, le contesté. ¿Cómo sé que no eres de la policía? No seas gilipollas, dije molesto. ¿Es que me ves cara de policía o tengo acento español? No te molestes majo, respondió. Joder, uno ya no tiene ni el derecho a la sospecha en este país de franquistas. Al decir esto me di cuenta de que el dealer no era puerco ni maleducado. Este era de otra calaña. ¿Cómo te llamas? Cepeda, contesté a secas. Me llamo Jurgen Kleist, dijo, pero los que me conocen me dicen también el brasileño. En fin, ¿quieres o no comprarla? Seguro, respondí. Entonces salgamos, que aquí no se pueden hacer esos negocios.

Dejamos la cava, subimos unos pisos del mismo edificio y entramos a un departamento. Jurgen Kleist, alias el brasileño, tenía una variedad muy surtida de fina vestimenta, una pequeña biblioteca con obras de Jorge Amado, Fernando Pessoa, Clarice Lispector, Mario de Andrade y Frank Kafka. Vaya mezclita, pensé enseguida. Junto a su equipo de música aparecían varios cds de Caetano Veloso, Pixinginha, Djavan, Elis Regina y Vinicius de Moraes. Al otro costado, una colección completa de música clásica. Al darse cuenta de que yo revisaba con atención la sala de su casa volvió a preguntarme si no era policía. Que no, joder, repetí molesto. Sacó un maletín de su cuarto, abrió una funda plástica, regó el polvo blanco sobre un espejo y me dijo aspira, es toda tuya. Hablemos primero del precio, le dije. No es mucho, la primera vez, siguiendo la norma brasileña, el dueño de casa invita. Pero era sólo una manera de enga tusar al cliente y generar la adicción, eso estaba claro. Aspiramos y, la verdad sea dicha, yo me puse bonito, clarísimo. Kleist prendió el equipo y dejó sonar la voz de Elis Regina que cantaba una canción sobre la garúa y se iba deshaciendo en el aire. Luego de varios minutos llegaron dos mujeres, la que me había abordado en la cava y Taína, quien, a juzgar por el acento, debía ser dominicana.

Los cuatro nos quedamos juntos, conversando, halando coca, besándonos y bebiendo unas cachazas preparadas por el brasileño-alemán. Es que a mí me gusta embadurnarles a las mujeres los pezones con chocolate y lamérselos, dijo sorpresivamente, mientras regresaba a la mesa y ponía un flamenco de Ketama para alegrar la fiesta. ¿Qué hacía yo en semejante rollo? Habrá que seguir leyendo amiga lectora, no queda otra.
Cuando cada uno se retiró a su respectiva habitación debidamente acompañado, mi negra dominicana me preguntó si era verdad que era hombre de negocios. Claro, respondí. Y se puede saber qué tipo de nogocios, prosiguió. Venta de tecnología, le dije, sistemas de computación y aplicaciones satelitales. Ya, dijo ella, ahora tradúcemelo en cristiano. Ahora no, le dije, ahora haremos otras cosas, a la par que tomaba su mano y besaba su cuello iniciando los juegos preliminares (machos del mundo: es importantísimo que primero calienten a la jeba, caso contrario: cacho seguro). La noche fue de amor desaforado. Probamos una y otra posición y todo lo que tengo entró en ella por todos lados, despacio y hasta el fondo, o rápido y apresuradamente, en el arco de la felicidad. Su oscura piel era tersa, firme y cálida. Nos dijimos cosas agradables y cariñosas, y también las otras, esas que hacen que el sexo se vuelva fuerte y a ratos brutal. Y así por varias horas.

Cuando desperté, Taína aún estaba junto a mí. Se despertó, saludó amablemente. Me sentí incómodo con la idea pero no me quedó más y tuve que preguntarle cuánto costaban sus servicios. Me miró, sonrió y me dijo los negocios no siempre funcionan así. Por hoy basta con me invites a desayunar a un buen restaurante. Me puse el pantalón y, costumbre macha, abrí mi billetera por siaca. La habían revisado, aunque no faltaba ningún documento ni mi dinero. Al salir del departamento, vi que Kleist aún dormía y abrazaba a su amante. A su lado, una vacía botella de champagne sugería el derrotero de la noche. Taína y yo salimos al centro de Madrid, caminamos hacia la Plaza España y, como si fuéramos dos viejos amantes, nos sentamos de leer los diarios mientras el café humeaba sobre la mesa. Luego me pidió que la acompañara a su departamento, pues tenía que reportarse. Tomamos un taxi y dejamos e l centro hasta llegar a un barrio apartado, a un edificio de esos multifamiliares que pueden ser catalogados, sin temor a equivocarse, de horribles. Subimos las escaleras, ella sacó la llave y entramos. En la sala había dos mujeres más, muy atractivas también, una francesa, la otra ecuatoriana. Ellas son mis amigas Odette y Jennifer, dijo Taína.

Yo, recordando claramente que nunca le había dado mi nombre, me adelanté a ellas y dándoles dos besos les dije hola, me llamo Luis Cepeda. Taína añadió ponte cómodo, debo cambiarme. Y me quedé con ellas conversando. Todo transcurrió de la manera más normal. Hablaron de sus rutinas, de los días de trabajo, de lo difícil que era acostumbrarse a Madrid, que extrañaban esto y lo otro, que no sabían nada de sus hijos y tenían que pagar las deudas contraídas. De repente, Odette dijo no hay nada como Nueva Orleans. Eso es porque no conoces Vinces, en Ecuador, replicó Jennifer. A Vinces le dicen Paris chiquito, añadió mirándome con una sonrisa ingenua. Llegaron a un punto en el cual empezó a salir el tema del correo de cocaína pero, inmediatamente, cambiaron la conversación. Yo, ante todo, estuve mudo. A veces asentía con la cabeza pero nada más. Luego de una hora y pico Taína apareció preciosa y reluciente. Ya estoy lista, dijo con una sonrisa, volvamos a la cava, tengo hoy turno hasta las cinco de la mañana. ¿Turno? le dije molesto. ¿Qué eres? ¿Guardia de bodega? No seas tonto me dijo, dándome un beso y llevándome hacia la puerta, el negocio es así. A la salida, Jennifer se avalanzó presta y gritó déjenme en la Compañía Nacional de Teatro Clásico. ¿Eres también actriz? pregunté. No seas idiota, contestó ofendida, para teatro me basta con esta vida, allí hago limpieza. Tengo dos trabajos, es la única manera de pagar mis deudas.

El taxi se detuvo en la CNTC y Jennifer se bajó de prisa. Mientras el vehículo partía, pude notar que estrenaban una obra llamada El castigo sin venganza. Seguimos pocas cuadras, dejé a Taína en la Cava del Ocioso y regresé al Vieja Europa. Tío, te la manejas bien, eh, pero este viajecito te va a costar una hostia, dijo el taxista. Aquí tienes, le dije sin darle chance a reclamo, pues el río de vehículos se le lanzaba feroz por la transitada avenida. No quedamos en vernos pero, deber o perrería, tenía que regresar a seguir mis averiguaciones. Y así fue.

A los pocos días regresé a la cava. Cuando entré Jurgen Kleist me recibió con una sonrisa. Estaba seguro de que regresarías. Yo nunca me equivoco cuando veo a un buen cliente. Pidió una caña para mí y me dijo cuando tú quieras me avisas. Pasaron varios minutos y no veía a Taína por ningún lado. Luego, desde el fondo de la cava, saliendo de una puerta y acompañada por un hombre, apareció con su encantadora sonrisa. Pero no se acercó. Kleist, seguro de lo que había pasado y familiarizado ya con esos ritos, me dijo si quieres llamo a otra de mis muchachas, Taína hoy tiene el turno rotativo y no puede dedicarse a ti por entero. Pero si quieres puedes pasar con ella media hora, es lo que se estila. No, le dije, está bien así. Me acerqué a ella y casi molesto le dije al oído, vendré a verte a la salida. A lo cual ella respondió con silencio. Poco antes del cierre, temprano en la mañana, estuve afuera esperándola. Taína apareció mientras Kleist miraba la escena desde la distancia. Recuerda que debes estar aquí más tarde, le gritó.

Fuimos al Vieja Europa y volvimos a hacer el amor. Esta vez te va a costar y mucho, dijo ella. Está bien, respondí. Y volvimos a juntarnos en la noche varias veces. No era el amor lo que nos unía, pero tampoco había frialdad en sus gestos. Era una gran amante y, como tal, le resultaba fácil adivinar los grados de soledad de un hombre. Taína dijo hay quienes prefieren tomar fotos, otros son sadomasoquistas, otros exhibicionistas, otros sólo quieren sexo oral. Hay de todo. Y también los hay como tú, amantes solitarios, viajeros, rostros que nunca más volveré a ver. Yo la escuchaba boca arriba mientras el lento humo de un cigarrillo se deshacía en la habitación a oscuras. Luego me contó la manera en que ella y sus compañeras habían llegado a Madrid, las mediaciones y los lugares en los que les introdujeron la droga en el cuerpo. Nadie lo creería porque es una jugada casi maestra: nos hacen llegar primero a Nueva Orleáns y desde allí, con papeles en regla, nos envían cargadas a Madrid. La droga la cruzan desde Jamaica y Las Bahamas hacia Nueva Orleáns y de allí la mandan a Europa, sobre todo a Francia y España. Todas nosotras teníamos visa de turista para entrar a Estados Unidos. Todo legal. Ya no se envía desde Colombia o México. Sale del mismo Estados Unidos. Fue en Nueva Orleáns que nos tuvieron escondidas unos días y luego nos unieron a Odette, pues ella ya conocía los tejes y manejes del paso fronterizo. Además, es francesa y eso facilita mucho las cosas. Pero lo que nos hicieron esos días, mientras preparaban el envío, eso no tiene nombre. No le deseo esa suerte ni a mi peor enemiga. Era una asquerosidad, decía, primero nos violaban y después nos hacían tener sexo con perros y hasta caballos para filmarnos, al final nos obligaban a tragar cápsulas que nos indigestaban. Algunas morían antes de llegar al hospital. Cuando no volvemos a saber de ninguna es porque ha muerto, así funciona el sistema. No es bueno preguntar tampoco, dijo. ¿Y qué tiene que ver en todo esto Kleist? le pregunté. Es sólo una cobertura creo, aunque él a veces dice que le deben algunos favores allá, pero es mejor que no sepas más. Tampoco es bueno preguntar mucho, repitió.

Como la vez anterior, dejé a Taína en la Cava del Ocioso y regresé al Vieja Europa. Al acercarme a la Recepción, el gordo que allí trabajaba me dijo de manera discreta, lo andan buscando. Vinieron dos malencarados e hicieron preguntas sobre usted, que cuándo había llegado y qué hacía en Madrid. No les di información, nada. Dijeron que eran de la policía de inmigración pero no me lo creo, podrían ser sicarios. Ahora, con tanto sudaca, Madrid está lleno de sicarios, colombianos la mayoría, que andan repartiendo bala a todo el mundo. Ni la Guardia Nacional se salva. Sudacas malparidos, deberían irse por donde vinieron. Ante esta última agresión verbal contra la raza de la América morena opté por no darle ninguna propina, sólo agradecerle. Al retirarme me gritó si regresan qué les digo. Nada, respondí, que hablen conmigo directamente. Cuando entré al cuarto encontré lo que me esperaba. Lo habían hecho mierda. No encontraron nada porque nada escondía. Pero estaba claro que las finuras de revisarme la billetera y no llevarse el dinero se habían acabado.

Había que actuar con rapidez. Necesitaba saber una dirección, tener cualquier indicio más concreto del tráfico de cocaína en Nueva Orleáns. Por la noche fui nuevamente a la Cava del Ocioso y me salió al paso Kleist. Ella no ha venido hoy, me dijo sin darme chance a hablar. Yo mismo la traje, respondí. Me miró con furia y me dijo estás pisando terreno minado, es mejor que no vuelvas a venir. Acto seguido, llamó a dos guardias y éstos me acompañaron a la salida. No había nada más que hacer allí. Decidí tomar un taxi y llegué hasta su departamento. Toqué la puerta y salieron Jennifer y Odette. Hijo de puta, fue lo primero que me gritaron, en medio de otras frases que mejor no las escribo, qué has hecho, en qué has metido a Taína. En dónde está, pregunté. No sabemos, no ha venido. Pero era mentira y estaba claro para mí que ella se encontraba en su departamento, pues se habían olvidado de esconder su cartera. Y no hay mujer en el mundo que ande por la calle sin su cartera. Entré a empujones, en medio de las maldiciones de las féminas del bajo mundo de los altos placeres. Allí estaba ella, acostada en su cama, verde y morada de tanto golpe. Me miró y llorando me dijo lárgate de aquí, mira lo que me han hecho por tu culpa. Yo no he hecho nada le dije, mientras me acercaba a consolarla. Déjame imbécil, lárgate de aquí gritó. Me dijiste que trabajabas en una cosa y no es verdad. Han tratado de averiguar sobre ti y no han encontrado nada. Tu pasaporte es falso, tu cédula es falsa, nadie ha escuchado hablar de ti. No sé quién eres y tampoco me interesa, sólo quiero que te largues, pues no pienso morirme contigo. Acto seguido dejé en silencio el departamento.

Al abordar nuevamente el taxi que me había estado esperando fui interceptado por dos hombres, posiblemente los mismos del hotel. Dejémonos de guevadas, pelear contra dos es pérdida segura, a no ser que uno vaya armado, y hacía tiempo que yo me había separado de mi mágnum. Eso de las peleitas estilo Bruce Lee sólo existe en las películas. Y sin abundar en esta sacadadechucha de la que fui víctima, sólo digo que, después de una pateada y trompiza mutua, por cansancio casi, me dieron en el suelo. En el suelo sólo queda la posición fetal de defensa. La cosa se habría puesto peor si el taxista no hubiera pedido auxilio a los vecinos. Entre pobres uno puede entenderse mejor. Y fue gracias al griterío de los peatones y la intervención decidida de dos marroquíes que pude salvar el pellejo. Eso sí, quedé debidamente golpeado. Joder tío, en qué rollo andas metido, joder, mejor te llevo a un hospital, dijo el taxista a larmado. No, le dije, solamente al hotel. Y así fue.

Cuando entré estaba el mismo imbécil en la Recepción. Vinieron a buscarlo nuevamente y les di su mensaje. También le llegó este sobre. Tiene que darme en efectivo el dinero que pagué por él. No le dije nada. Subí a mi habitación y abrí el sobre. El mensaje decía ve al aeropuerto y compra un boleto de ida, ya debes saber cuál es tu próximo destino. Y así lo hice.