martes, 16 de septiembre de 2008

Crucero de medianoche (Buscando guayaba)

Los únicos años interesantes de la universidad fueron los primeros. A veces tenía que ir temprano, golpe de 6 a.m. Medio salía de casa y Kukuku ya andaba patrullando la Ciudadela en la furgoneta celeste. Dando vueltas y vueltas con algún galarifo que pillaba por ahí y que le acolitaba el dato. Siempre que lo topaba, doblando las esquinas o perdiéndose veloz por las calles solitarias, pensaba en los misteriosos meandros y laberínticos recorridos que hacía en la furgoneta.

¿Tú la manejaste alguna vez? Era full-equipo ¿Te acuerdas? me pregunta el cholo Cepeda. Claro que sí, le digo. Pero más que la celeste, la roja. 1980, quizá antes.

Una noche, el Conde y yo decidimos apoderarnos de ella. Por esa época la parqueaban a diez cuadras de la casa, con guardia privado y todo. Habíamos estado concentrados desde temprano, hacién-dole homenajes a Baco y a los primitivos dioses de la chicha jora. Después de terminar la sesión nos enrumbamos hacia el sur. Era tarde ya pero aún el espíritu estaba heroico. Entré a casa, robé sigilosamente las llaves y fuimos hasta el vehículo. El guardia quiso decir algo pero se quedó frío cuando me reconoció. O lo dejamos frío, mejor dicho, porque deúna nos trepamos. Salimos por la Avenida Domingo Comín, andando despacio y escuchando la música aniñada que ponían en el programa "El correo de las brujas". El Conde estaba hundido en el asiento en calidad de guiñapo. Parecía que el cielo se le hubiera derrumbado aunque lo único que pasaba era la ya usual soledad de esos años. No tenía novia y eso aumentaba lo que él repetidamente llamaba su "crisis existencial".

Pasamos por los barrios Cuba y del Astillero. Viramos por la Avenida Olmedo y tomamos largo por el Malecón. El silencio y quietud del río iluminado por la luna hacían más extraña la noche. Cuando nos acercábamos al Cerro Santa Ana, por Loja y Las Peñas, el Conde se emocionó y me dijo casi gritando: "Súbete al Cerro, súbete, súbete". ¡Calmaos, chucha! exclamé yo. Doblé tranquilamente a la izquierda y seguí largo hasta llegar al cementerio (La Estación de los Mudos, como la llamaba Zambo Pedro) y otra vez largo hacia el sur por Tulcán. Por esos lares la cosa fue cambiando. Había más carros y más locales abiertos. Un público inusitado se abanicaba en chévere. La música de las cantinas se escuchaba como por postas. De Kike Vega a Lucho Barrios, de Los embajadores criollos a Panchito Riset y cangrejitos y más cervezas para todos.

Los taxistas se insultaban y por ahí uno que otro me pegó a mi también su puteadita: "Dále más rápido, cachudo". Otros, confundiendo a mi co-piloto y aristocrático amigo con alguna nocturna damisela, repetían la frase "llévatela a Los Pinos” y versos por el estilo. A todo esto, a él no le importaba que de poeta lo confundieran con poetisa porque "arte es arte", según sus palabras. Vi que se estaba animando y como queriendo salir del letargo (recuperación guiñapil) y, cual cucaracha con la luz encendida, quiso arrebatarme el volante y manejar la furgoneta. ¡Alto ahí, chucha! ¡Calmaos he dicho! Le espeté en la caracha. Luego puso música salsa y a cada rato sacaba la cabeza por la ventana gritando soeces mensajes que, sólo por no rayar en el bajo nivel verbal-Pancho Jaimista, no reproduzco en estas líneas.

Presintiendo una alocada actuación y despelote me puse mosca por el Conderili, pero vi que todo era falsa alarma de borracho. "Vámonos al King, loco, que allá te conocen los morenos". Y claro que me conocían, pero por Kukuku: "Ese es el hermano de Iván", “ve, ahí viene el hermano de Don Iván", "mira, ese que viene ahí, el de la cabezota, ése es el hermano de Iván". Iván para arriba y para abajo. Esa era mi carta de presentación. Y llegamos, luego de recorrer Lizardo García y virar por Cristóbal Colón (¿qué diría el Almirante si viera que su nombre cruza el barrio de los prietos y que ellos, en justa reciprocidad, se mean y se cagan en su nombre?).
Una cuadrita más y zás: El King y su música, rumba y guaguancó a todo trapo. Ceiba y Siguaraya, como diría Celia Cruz. Ahí estaba la mejor rockola de la ciudad. La música mortal de Johnny Pacheco y Casanova y su tumbao añejo/chévere que chévere, decían en “El agua del clavelito”. Y también estaba el pregón de esos días que decía tumba la caña machetero/ya viene el carretero a recogerla enseguida... Pero no me acuerdo quién la canta cholo. Oye, dice Pico de pollo Cepeda, eso no importa, sigue chupando. Hecho, digo yo: entonces, querido lector, si se acuerda del cantante, por favor, escribir a la casilla 3491: Editorial Cucharón de Oro, Guayaquil-Ecuador. ¿Estás contento ahora? le pregunto. Sí, me dice, ahora sigue escribiendo que quiero ver en que termina esta crónica. Sigo, servicial y dócil, firmemente convencido de que nunca podría escribir un libro serio.

Sancho Panza Cepeda achica el agua del bote y abre otra botella de chicha jora que combina con todo: gripe, cachos, tusería, machismo, chires, caspa, gordura, flacura, cortedad craneal, matrimonio y etc. de los etc.

Llegamos al King y la nota estaba en su punto. Afuera del salón las morenas jebas atizaban el carbón para preparar más bollos, arroz con menestra/carne asada y patacones, seco de chivo, gallina o guanta, cazuela y encocado de pescado o camarón. Un festín del hijue. Y, para completar, botellitas camineras de aguardiente manabita Frontera, en fila india. El Conde, con pretexto de baile, empezaba un extraño delirio, mezcla de hambre, sueño, existencialismo del trópico y las más raras manifestaciones de lujuria gestual. Me parqueo y oh, sorpresa, veo la furgoneta celeste de Kukuku a un lado de la calle. Me bajo, miro hacia arriba y ahí está el mismito gordo, en pantalón corto y chancletas, sin camisa y con la cadena de oro colgándole hasta donde terminaba el pecho y empezaba el barril. Habla loco, me dijo serio desde el entrepiso. Le hice un saludo en corto y cohete me metí en el salón.

El Conde, que aún estaba afuera, inmutable, seguía terminándose un corviche que había hecho preparar. Nos sentamos luego en los banquitos de madera y pedimos un par de bielas. A los dos minutos (no es paro) apareció la dueña vistiendo un largo traje blanco de algodón, arandeles, doblones y detalles bordados. Llevaba también un sombrero de paja toquilla con cinta celeste. Estaba hermosisíma. Sonriendo se acercó a nosotros y me dijo: Hola cuñado ¿Cómo estás?

Yo iba a saludarla cuando el Conde se tiró hacia ella y, cual ninja turriflai, le tomó tiernamente su mano y la besó. Acto seguido buscó afanoso el cuello de la bella dama y trató de besarla y hacerle canchis canchis en público, haciéndome quedar mal. Las peores muestras de descompostura y lascivia que recuerdo en el Conde ocurrieron esa noche. La dama, media enojada conmigo, lo esperjeó a un lado y me dijo: "cuide a su amigo" y se marchó. Ahí me le cabreé de verdad y le dije: ¡Calmaos chucha! Lo cual surtió parcial efecto, porque el susodicho optó por quedarse tranquilo y quedito durante una buena parte del tiempo que estuvimos allí (arrechera de corvichín pasmándose). Luego ella se puso a bailar. Daba acompasadas vueltas tomando la parte baja de su vestido con las manos. Extendiéndolo a lo ancho y sonriendo con toda la alegría de su movimiento, chévere que chévere. Viendo con el rabillo del ojo pillé al Conde secándose un hilito de baba con el pañuelo (porque los poetas de verdad siempre llevan pañuelo, el mismo que, como bien sabe el lector, es el último vestigio de la caballerosidad). Ella seguía su baile y otras mujeres del salón también se tiraron al ruedo. En medio del danzón, como surgiendo por las mesas, apareció el negro Jimmy.

Jimmy era un negro inválido que usaba muletas y tenía unos brazos que, para compensar la deficiencia, parecían piernas de futbolista. Traía el cencerro, el bongó de cuero de vaca y las maracas. Ahora sí vamos a hacer bulla, me dijo, acotando que Kukuku seguía allá arriba y que lo había mandado para que nos cuidara y que, por lo tanto, él de ahí no se movía hasta que nos fuéramos. Y así empezó el traqueteo y la bullanga que Jimmy matizaba con pepos de aguardiente de caña. ¿Tú no bebes, campeón? me preguntaba a cada quiño que le pegaba a la botella y toca el bongó y dale a la campana y así hasta que el Conde se encandelilla con las maracas y cambia a los palillos y dale que dale a la mesa mientras yo siento un cutín cutín sonido de una botella y el Gran Combo cantaba Ampárame y toda la gente cuchá cuchá y el baile era una sola atmósfera de luces rojas y verdes y un prieto gritaba África África África y luego sonaba algo distinto, relajante y engrupidor y yo pensaba en una mujer que tardaría años en aparecer, una mujer a la que también le diría sin tu cariño no existen rosas ni primaveras y Pappo Lucca en el piano. Esa era la salsa, recuerdo a mi noviecita/mi amor a los quince años/yo tratando de besarla/ y me decía si me vuelves a tocar te araño/que bonito es el amor/porque acaba con la pena/cosa rica/cosa buena, decía el panameño Rubén Blades cuando soneaba con la Fania.

El King, era el lugar en el cual el fin del mundo, el vértigo de la noche y el conocimiento de la pobreza eran lo único que quedaba. Era nuestra guarida, nuestra casa protectora y el lugar de meditación. Pensaba en esto cuando en la siguiente pieza aparece otra vez el tacatá/tacatá/tacatá. Mientras tanto, el Conde, recuperado totalmente de su borrachera y transformado en jubiloso bailarín (Fred Astaire en el barrio de los negritos) se tira a la pista, se desbarata cual marioneta, se desgaja, se va al suelo y hace con la boca sha/sha/sha, como si fuera un pato, meneando la cabeza de un lado a otro, como perico ligero haciendo el paso egipcio. Me pongo a buscar Guayaba, guayabita sabanera, el Lindo yambú de Santiago Cerón, el Vendedor de agua, El Panquelero... Hey, campeón, oye, oye, no bebas tanto que después no puedes manejar, oigo la voz de Jimmy que me habla desde el otro lado. Le digo que ando buscando guayaba y él se ríe y me dice hazte trapo nomás que yo te acolito y zas, yo también me pego un trago de Frontera y poco a poco me voy haciendo la idea de que esos son en parte los verdaderos laberintos de Kukuku, los meandros a los que había entrado y que quedarían para siempre en la memoria.