jueves, 4 de septiembre de 2008

Noches de invierno en el trópico

Cuando terminaba el ciclo escolar empezaba la estación de la lluvia, el invierno del trópico, con sus mosquitos, inundaciones, grillos y humedad aplastante. El combate con la intranquila y extraña noche se iniciaba con el humo de palo santo que cubría los callejones y las casas como una olorosa y cálida niebla. Llegados todos los patriotas del sur a la esquina del Callejón E y la 7ma, decidíamos si apearnos hasta el futbolín de Don Franco, perseguir muchachas que en la noche saldrían a comprar a la tienda mientras nosotros, verdaderos forajidos, iríamos detrás de ellas a la carrera, a manosearlas vilmente como una desbocada piara, o iríamos a esperar que salieran otros a ofrecernos el mismo amor del otro lado de la línea, o veríamos a Trompo Loco, desde la parte baja de una atalaya imaginaria que resultaba la vereda cuando nos agachábamos en la calle.

Trompo Loco era un muchacho callado, de piel oscura y ojos grandes. Nadie sabía su nombre. Era casi hermético, a diferencia de su hermano que, de cuando en cuando, se paraba a reirse con nosotros. El cholo Cepeda había traído la novedad pero no podía contársela a todo el mundo, so pena de armar un alboroto y perdernos la escena.

Callados, Manuelón, Ceviche, Careplato, el Cholo Cepeda y yo, nos íbamos casi a escondidas, al descuido de los demás, a ver a Trompo Loco. Llegados a la esquina de su casa esperábamos pacientemente hasta ver cómo él, sin saberse observado, apagaba las luces y dejaba prendida sólo una lámpara en el piso. Abría los brazos como en crucifixión y daba vueltas y vueltas en el silencio de la noche mientras nosotros veíamos la sombra de sus brazos en el techo y las paredes, como si fuera un helicóptero atrapado en una casa. Maravillados, veíamos riéndonos y codeándonos para no hacer ruido, cómo Trompo Loco giraba y caía derrotado en ese vuelo imaginario y nocturno del cual nosotros también éramos partícipes. Otras noches, más calladas que de costumbre, cuando ya no salía nadie o se empezaba a hacer tarde, nos sentábamos en el balde de la camioneta de Don Absalón, el papá de Pinina.

La noche siempre callada era interrumpida por Pinina que, de la nada se ponía a cantar, imitando el twist de Rolando La Serie: “Mentirosa/ mentirosa/ si no vuelves conmigo/Di que alguna vez tú sufriste por mí/la mitad de lo que yo sufrí por ti”. Allí, sentados, casi en la oscuridad, nos reíamos de la gente que pasaba mientras les gritábamos apodos, hacíamos cháchara de cualquier cosa y decíamos que las candelillas eran mosquitos con linterna. De repente, nuevamente como de la nada, Pinina abría la boca y voz en cuello se lanzaba una de Ismael Rivera: “La otra noche/cuando pasé por tu casa/sabiendo que allí estabas/te negaste a contestar. Lo escuchábamos hasta que llegaba Don Absalón y nos dejaba quedarnos en el balde y partía rumbo al Guasmo que, por esos años, era sólo un terreno inmenso poblado por iguanas, bichos y culebras que salían del suelo cuarteado de tanto sol y lluvia.
Siempre me pareció extraño ese viaje, quizá porque no era un viaje de placer sino que iban a recoger al personal de fumigación. Así, dejábamos el territorio patrio e íbamos a otro barrio y luego hasta la Cartonera, ubicada kilómetros adentro del Guasmo. Si el infierno tenía varios caminos, ese por lo menos era uno de sus senderos, territorio de selva oscura, fango y humedad. Don Absalón recogía a dos empleados y ellos se bajaban en silencio, cargando pesados tanques de insecticidas, para salir horas después con lodo hasta las rodillas, terminada la jornada.

Por la noche hacíamos grandes grupos para jugar a la guerra. O encontrábamos, en terreno neutral, a gente de otro barrio y se armaba la pelea. O buscábamos el mismo amor. No sé si por miedo, inseguridad, rabia o rechazo a los días en que transcurríamos, lo cierto es que tampoco dejábamos pasar cualquier encuentro de bestialismo. Así, cualquier perra, gallina, vaca o burra llevaba las de perder.

Quizá nunca habría mencionado esto si no hubiera visto la gran y triste película Padre Padrone, de los hermanos Taviani. Quizá por esa película pude empezar a comprender la brutalidad de lo que yacía debajo de todos nosotros, los patriotas del sur. La violencia diaria era nuestra carta de presentación, nuestros amores negados sólo fueron posibles con amores con el hombre mayor que pasaba en un carro de lujo, un hombre que treinta años más tarde moriría asesinado a puñaladas por el odio de un amante enloquecido.

En la historia de los amores negados aparece La Caballo, una muchacha que trabajaba en una casa y por las noches salía de compras sólo para encontrarse con uno de nosotros y nos pegaba a la pared a darnos furiosos besos porque, de alguna manera, como nosotros, ella también vivía en la tristeza y la soledad de la adolescencia. El mismo amor también ocurría con el muchacho que quería besarnos y resistía el embate mientras caía la lluvia, como si el cielo mismo estuviera cayéndose a pedazos.

Son las 8 p.m., llega Mirada de Longo y nos dice que el sastre no le ha entregado el pantalón y que quiere que le demos una piedriza. Sin pensarlo dos veces nos armamos de las susodichas rústicas armas y dejamos el terreno patrio, nuestros callejones. Mirada de Longo entró firme a reclamar su pantalón mientras lo esperábamos en la esquina. Salió al rato con las manos vacías, diciéndonos que no había problema, que le darían el pantalón muy pronto, que ya estaba casi terminado. Pero los patriotas ya estaban armados y el ataque fue inevitable. Así, desde la esquina le dimos al techo del sastre una gloriosa piedriza mientras pegábamos la carrera porque la víctima, un veterano de metro y medio, machete en mano, iniciaba el contra-ataque, una cacería de patriotas, buscándonos por horas de horas por las calles y callejones.

Es noche nuevamente. La luna llena, grande y amarilla ha salido entre las nubes. El invierno pronto terminará. La luna grande y amarilla es cortada por las nubes como en una escena de Buñuel. La luna grande y amarilla está sobre el río Guayas que, pocos kilómetros más adelante, se abre al Pacífico. Una leve brisa llega del lejano estero. Estamos todos los patriotas sentados en los fierros, bancos y juegos infantiles del parque, callados, hipnotizados mirando la luna, como jaguares en descanso, como adivinando que esa luna ya es nuestra para siempre, así, inmensa y amarilla, como una preñada venus Huancavilca que dora las aguas del río que nos vio crecer.

Es de noche nuevamente y yo estoy nuevamente con los patriotas del sur.