jueves, 4 de septiembre de 2008

De la bronca en el colegio y el inicio del amor

En 1976, Jorge Martillo y yo fuimos compañeros de aula por primera vez, (5to Curso Sociales, Colegio Nacional Eloy Alfaro). El año anterior habíamos sido enconados rivales, pues ambos pertenecíamos a dos secciones diferentes. Recuerdo que durante los primeros días tácitamente dividimos la clase en dos zonas: a la izquierda los de 4to A, a la derecha los de 4to B. En cada problema que había un grupo le echaba la culpa al otro, en cada triunfo, un grupo se enorgullecía arrogantemente frente al otro. Así, durante las semanas iniciales vivimos en el franco y obtuso pasado de un 4to año que ya no existía. La convivencia no era grata, pues el odio, la envidia y las disputas iban creciendo y llegaban a fuertes insultos y peleas. Era una manera muy rústica y frecuente de “hacerse hombre”. Nosotros, poseídos del deseo de no aceptar nuestros errores, mezquinos y “centralizados” cada uno en los caprichos, no veíamos más allá del triunfo pasajero.

José Hidrovo Peñaherrera, nuestro querido profesor de Geografía (manabita, hermano del poeta) era el dirigente de curso. Él, junto a los demás miembros del cuerpo docente, sabían cuál era la solución. Un día nos impuso un campeonato interno de índor fútbol: la condición básica era formar equipos que estuvieran constituídos obligatoria y equitativamente (50% y 50%) por miembros de cada bando. Cuando llegó el sábado realizamos el campeonato. Nuestro equipo se llamaba Locura y lo formábamos Jorge Martillo, el loco Mora, el negro Hurtado, el negro Bermeo, el Chugo Marshall, el loco Cocky Saona, el loco Vivar y yo. Cuando escuchamos el pitazo inicial teníamos un sólo objetivo: ganar. Con el paso de los minutos, aprendimos a conocernos mejor, a cubrirnos las espaldas, a confiar en la capacidad de los otros. Aprendimos cuáles eran los puntos fuertes y débiles de cada uno. Al final, quedamos en primer lugar. Por la noche, celebramos todos con una sonora fiesta en mi casa.

Antes de la fiesta no existía ya ni el más leve recuerdo de las divisiones y enfrentamientos previos. Habíamos dado un salto inmenso: teníamos una actitud nueva, real, solidaria y equitativa.

Celebramos las canciones de la Motown, la música disco y las cumbias de Nelson y Sus Estrellas. Las chicas invitadas dieron la magia que necesitábamos, mientras las luces negras y rojas nos convertían en diestros bailadores. Terminada la fiesta, formamos un círculo que convirtió la cerveza en la chicha de la hermandad. Durante ese año varias veces repetimos el rito, pero esa noche había algo más fuerte que nos unía, un brillo de felicidad y tranquilidad en los ojos de todos. Sentíamos que estábamos creciendo, practicando el respeto al prójimo, que es el centro de la vida.
La verdad es, por lo general, sencilla y transparente. Sin embargo, reconocerla y aceptarla no es fácil, porque nos cuestiona, nos llama al cambio y a entrar en un silencio personal, en un diálogo y autocrítica con nosotros mismos. Nuestra verdad es el reto a compartir equitativamente. El Ecuador de hoy no ha encontrado aún su profesor Hidrovo ni su cuerpo docente que, con la sabiduría de los viejos y la experiencia que da el tiempo, nos ayuden a salir del odio mutuo, eso que llamamos regionalismo y centralismo. En 1976, nuestros profesores tuvieron la voluntad, la inteligencia y el tino para ayudarnos a salir poco a poco de la escabrosa adolescencia. Sin pasar horas y horas hablando en exceso, nos ayudaron a cruzar ese camino infernal, confuso y oscuro. Así, empezamos a dejar de ser ignorantes y a perder el temor al cambio.

Siempre hubo y habrá aquellos que boicoteen el encuentro de dos hermanos que desconfían de sí mismos (aunque se saben complementarios) porque perderán su influencia y sus privilegios, pero para la gran mayoría de nosotros fue la entrada a la vida real, al presente y futuro de nuestro tiempo.

Ese año empezaron mis febriles lecciones de inglés en el CEN. Mi viejo tenía un poco más de dinero y mis hermanos ayudaban con la economía casera. Ese año también escuché por primera vez música jazz a manos de las orquestas militares gringas, armamos un buen equipo de volleyball e íbamos a entrenar, cada viernes, como premio a nuestro esfuerzo semanal, a los colegios de las aniñadas porque teníamos el mismo entrenador, el gran Sebastián Alvarado, Don Sebas. En 1976 escribí mis primeros poemas de amor a un amor que ya nunca volvería, vi con delirio las películas francesas La Femme in bleu y Max et les ferrailleurs, solito, en el patio de la Alianza Francesa, hicimos una marcha contra la dictadura militar y contra el centralismo, organizamos una fiesta de curso cada mes, en mi casa, con una florescente medio quemada que yo había pintado de negro y le decía a todo el mundo que me la habían enviado de la Yoni, leí por primera vez Rayuela y otros clásicos de la literatura latinoamericana, me reunía los viernes por la noche con el cholo Cepeda a bajar una botella de licor superfino Cristal al calor de las canciones de Los Panchos, y me di cuenta de que el tiempo estaba pasando, que todos estábamos cambiando poco a poco y que el año siguiente sería el último de un ciclo que empezaba a vislumbrar sin los tormentos familiares que todos sentimos en los años previos. Y sentí también, por primera vez, la soledad y la tristeza del corazón enamorado.

Monín agarraba su vieja y grande radio, que más parecía caja de betunero, se trepaba semidesnudo al techo de su casa y, a vista de todos nosotros en la calle, subía el volumen y nos obligaba a escuchar cumbias y vallenatos o destempladas melodías de amor que iba a tararear una y otra vez. Estaba tan enamorado. Desde la esquina lo mirábamos esperando su próximo movimiento. Pero él, nada. Seguía con los ojos en el cielo, tirado sobre el techo, con la música en alto. En esos días, en los que el amor y el desamor cayó sobre nosotros, el cholo Cepeda se quedaba en una esquina, solito, bien borracho, a la voz de “yo la quiero loco, yo la quiero” y John Núñez, el pulmón del equipo, diría en las fiestas “esta man no me va a ver la cara de cojudo, loco”. Ese año llegó el amor, sin duda. Nos quedaba mucho tiempo más para aclarar las cosas, pero el tiempo, esa palabra...