martes, 9 de septiembre de 2008

Cuenca en el corazón

A pesar de que mi viejo era un obrero de imprenta y mi vieja una ama de casa, con los sucres que mis hermanos comenzaron a traer a casa se hizo posible que nos fuéramos algunas veces de vacaciones, al menos los menores de la familia, durante los duros y calurosos meses de lluvia. En esos viajes, sin quererlo, fuimos en pos de la otra parte de lo que todos los ecuatorianos también somos. Así, huíamos a las alturas andinas, a Alausí o Cuenca, la adorable ciudad colonial.

El segundo y último viaje lo hicimos por Semeria, que era la única cooperativa de buses que aseguraba un viaje decente. Mi padre y mis hermanos mayores se quedaron en casa mientras Elsa, Iván y yo terminábamos de crecer. Vivimos a un lado del actual Hospital del Seguro. Hasta allí llegaba la ciudad. Al frente de la casa alquilaban y arreglaban autos. El hijo del dueño se llamaba Ricardo y era amigo de mi hermano. Arriba de mi casa vivía la niña más hermosa del mundo, blanca y rubia, de chispeantes ojos azules, como salida de una escena de The sound of Music.

Yo era un niño aún y vagaba de mi casa a la iglesia de San Blas, a correr por el parque y a comprar los exquisitos y olorosos panes que cada tarde ponían en unos fuertes canastos. Y a veces me aventuraba hasta el centro y llegaba al viejo edificio de la Oficina de Correos. En dirección opuesta a mi casa había filas de grandes eucaliptos, un riachuelo, un cementerio que a veces aparece en mis sueños y piedras redondas por doquier. Pasaban los días y el frío era combatido por la leche caliente que nos brindaba mi madre. Recuerdo las habitaciones de la casa, el piso de madera brillante y austera, el callado patio interior, una canción de Rafael que no dejaba de sonar en la radio y el éxito del Deportivo Cuenca. En esos meses me vi también con Monín, uno de los patriotas del sur, porque su familia era de Cuenca.

Monín murió como mueren los valientes del mundo: trabajando de inmigrante, en una construcción en Nueva York. Pero murió también de la manera más triste y brutal: recogiendo una herramienta sólo para caer desde los andamios de un piso alto.
Y luego pasaron los meses y fue hora del regreso. Empezaba el nuevo año lectivo.

Quizá por ese cambio, cuando dejé Cuenca, ya no era el mismo muchacho de antes, pues pronto dejaría la escuela para entrar al Eloy Alfaro. Así, el niño que aún era empezaba a despedirse de su infancia. Del regreso a Guayaquil recuerdo que tomamos un inmenso bus. Mi padre, mi madre y mi hermana iban sentados a mi lado, mientras me volteaba una vez más para ver cómo Cuenca desaparecía entre las montañas. Ahora sé que eso era en realidad voltear los ojos para ver algo hermoso de mi infancia.

Pasaron los años y sólo luego de terminar el colegio pude regresar a Cuenca, pero esta vez sin mi familia. Estaba ya en la universidad y me había dado cuenta de que necesitaba pisar sus calles, advirtiendo quizá que sería el inicio de un rito permanente. Los grandes camiones de Semeria eran ahora veloces furgonetas que comían las curvas de los Andes. Luego de dejar la Costa y empezar el ascenso de las montañas, luego de las maniobras en el camino y de la eterna neblina, por fin vi su río, más pequeño y correntoso que el Guayas, recibiéndome en cada recodo, el brillo de su agua violenta bajando al litoral.

Cuando llegué a Cuenca me ubiqué en el centro de la ciudad hasta encontrar mi amada iglesia de San Blas. Caminé nuevamente por el parque tratando de recordar cada rincón y verme en los niños que ahora andaban en bicicleta. Busqué inútilmente la panadería, los canastos surtidos de panes. Iba con un nudo en la garganta. Caminé más y encontré la que fue mi casa, ya cambiada, y la ciudad extendiéndose sobre los desaparecidos eucaliptos. Busqué a Ricardo en su casa y, al abrir la puerta y preguntar por él, la empleada me dijo que había muerto hacía seis meses, y que su familia vivía en el extranjero. Sorprendido y triste me despedí. Volví al parque y me senté a llorar por todo: el tiempo, la niña que ya no estaba y la muerte de Ricardo. Lloré en silencio sin importarme la gente.

El regreso a Guayaquil fue también mágico. De alguna manera la ciudad de mi infancia volvía conmigo al trópico, mientras la furgoneta bajaba veloz la carretera. Desde ese momento siempre fui y volví de Cuenca, pero de manera callada, sin ceremonias colectivas. Así lo decidí a fines de los 80, cuando en un encuentro de talleres del Banco Central se empecinaron en agotar a la audiencia con los mismos discursos “anti-imperialistas” de siempre. Cansado ya de esos simplismos, abandoné el congresillo para no volver a él nunca más. Salí, caminé en dirección al río y entré a una tienda pequeña, oscura y polvosa. Y nuevamente encontré la vida: tres viejos conversaban amigable y caballerosamente mientras bajaban una botella de shumir. Me senté a su lado, los saludé y me saludaron. Les rogué que aceptaran una botella en mi nombre y conversamos de Dios, del gobierno y de los hombres, del campeonato de fútbol y de los problemas laborales, haciéndose bromas mientras yo los escuchaba. En ese encuentro pude reconciliar mi infancia, mis frustraciones de esos años y lo que quería sentir con fuerza inusitada: ser nuevamente el muchacho del sur de la ciudad que regresaba a casa.

Desde ese entonces volver a Cuenca es inevitable. Allí el tiempo me interroga y soy felíz caminando por sus pequeñas y empedradas calles mientras respiro el aire frío de los Andes y el cielo azul se abre repentinamente con el sol después del granizo impredecible.