viernes, 28 de marzo de 2008

Stormy Weather en Chicago

Muchas cosas pueden pasar mientras se viaja en un tren. Cada pasajero es un mundo y cada mundo es muchos universos. Dejé Portland como se deja a una persona desconocida, rumbo a Nueva York. Desde la ventana veía los pueblos, el hermoso río Columbia dividiendo Estados Unidos y Canadá, y la gente que salía a saludar a los desconocidos del tren que pasaba veloz frente a ellos. De alguna manera, era el mismo tren que cruzaba el litoral ecuatoriano. Sin embargo, estaba en la otra América, la desconocida, a la que ya estaba empezando a querer. Las ataduras sólo pueden ser fuertes cuando ha existido un gran amor, me dije. Nunca supe cuán grande fue el amor de Marla Thompson, si sólo era una aventura más, de esas que se visten de pasión y utopía, o un amor cobarde que desaparece con el tiempo. O si acaso era algo más fuerte, algo que debería considerar una pérdida real permanente. Nunca lo sabría. Recordando el viaje del tren, ahora que escribo estas páginas, he vuelto a recordar el amor por ella y el tiempo ido. Hoy, en mi pequeño libro de zen, leo: “Apaga la luz/ baja el sonido/ respira/ encuentra el perfume de tu amante/ nunca olvides ese olor”.

Un viaje es también el tiempo para pensar en la vida y darse cuenta las cosas que hay que cambiar. Pero mi dolor y yo estaríamos un buen tiempo más juntos, aunque regodearse en ese dolor fuera un lujo inmerecido. Estaba en ese momento de observación, reponiendo fuerzas en el silencio mientras el veloz tren cruzaba los estados del norte y las planicies se agigantaban por horas de horas, hasta que recibí un telegrama que decía espera por mi llamada telefónica mañana, a la misma hora, en el restaurante del tren.



Día siguiente. Me había sentado cómodamente mientras el mesero se explayaba en explicaciones del menú, los ingredientes que usaban y las calorías que cada plato llevaba, garantizando que todos los productos eran del día, pues se los adquiría en cada parada. Pedí una ensalada de vegetales, un bistec, una copa de vino rojo y, para terminar, flan. Después del almuerzo pedí un doble espresso y esperé la llamada telefónica. El mesero me dijo que podía contestar desde la cabina central. Del otro lado de la línea me dijeron secamente busca entre las concursantes de belleza a una niña desaparecida y aisla a los estudiantes. Colgaron. Le di una propina al mesero y me fui a mi compartimento. Recordaba que, en mi inspección inicial de los vagones, había visto con curiosidad a unas niñitas preciosas que, acompañadas de sus padres, vestían elegantemente como adultas. Supuse que se trataba de un evento menor, de esos que aparecen en los pueblos de la profunda América. Era el único concurso que podía imaginarme. ¿Estudiantes? Eso era más difícil, pues todos los pasajeros jóvenes entraban en esa categoría.

Seguía el tren su rumbo. Ya habíamos pasado Montana y estábamos en Dakota. Los majestuosos búfalos copaban las hectáreas de terreno y pasto. Organicé un programa de trabajo. Los resultados, fueren cuales fueren, tendrían de darse pronto ya que llegaría a Nueva York en sólo a dos días. Durante la noche las cosas empezaron a cambiar. Volví al restaurante a la hora de la cena, pero esta vez sólo bebí un café negro y conversé con el mesero. Este, ya familiarizado conmigo, comenzó con un interrogatorio velado, que era más o menos lo que todos los empleados públicos tenían que hacer luego del famoso 11 de Septiembre. La alerta nacional cambiaba de color a diario y, a veces, esto dejaba entrever síntomas de paranoia en la gente. Por ejemplo, si la elevaban a color anaranjado, los supermercados y los almacenes de construcción inmediatamente se llenaban de clientes que compraban herramientas y material para transformar sus casas en fortalezas, puesto que asumían un ataque terrorista inminente. Los primeros productos en acabarse eran siempre las cintas de empaque, ya que creían que poniéndola en los bordes de las ventanas el supuesto gas venenoso sería detenido. Luego de responder a las preguntas del mesero cambiamos de roles y logré sonsacarle quiénes eran las niñas de los concursos. Ah, esos concursos son muy populares por estos lugares. Los padres son los organizadores de los eventos. Los premios no son muy altos pero, dada la frecuencia con que se realizan los concursos, las ganancias anuales pueden ser muy jugosas. La gran final se lleva a cabo en diciembre, en Las Vegas. Para ellos tren es el mejor medio de transporte, pues les permite establecer relaciones con otras concursantes y descansar en cualquier pueblo, según lo deseen.

Esta modalidad de vida, que parecía más bien itinerario de gitanos, estaba directamente asociada a la prostitución infantil, pues en los concursos, muchas veces se debía firmar contratos de publicidad que exigían sesiones de fotos de las niñas, las mismas que luego serían exhibidas en páginas pornográficas del internet. Sin embargo, ese no era el problema, ya que dichas transacciones estaban apoyadas por la ley. La pieza que me faltaba para completar el cuadro era una foto de la niña desaparecida. Pero antes era necesario establecer vínculos con ellos. Luego de conversar con el mesero, éste me indicó en qué lugar podía encontrar a los organizadores. Y hacia ellos fui.

Me presenté como en ocasiones anteriores, diciéndoles estar interesado en su trabajo, pues en México queríamos reproducir sus concursos, obviamente, pagando los derechos de propiedad intelectual. Les dije también que, más aún, habría buenas posibilidades de organizar uno de carácter binacional y luego de las tres Américas. Vi cómo los ojos de los organizadores se fueron agrandando para responder entusiastamente. Me pidieron que me sentara con ellos, me invitaron luego al bar, me ofrecieron un fino cigarro de Cuba y abrieron una botella de champagne y otra de burbón. A los pocos minutos ya tenía una idea precisa de cuántos iban en el tren y en qué pueblos se detendrían. También logré que me contaran sobre la parte más oscura del negocio, la que tenía que ver con secuestro y prostitución infantil.

Al día siguiente, ya en Minessota, recibí un sobre de la Maestra. Al abrirlo encontré la foto de la niña desaparecida. Volví a reunirme con los organizadores y obtuve detalles de la infraestructura que requerían en la organización, así como una lista de contactos. Esta vez, además, los convencí para que me dejaran entrar a uno de los ensayos del desfile en un vagón que habían adecuado para dicho efecto. Así, nos dirigimos a los compartimentos en donde ellas y sus padres se encontraban. Vi a la niñas. Eran muñequitas vestidas perversamente, por el maquillaje lucían casi repugnantes, como mujeres en miniatura, con faldas cortas de colores llamativos, tacos altos, pelo rubio, cejas, boca y pestañas pintadas. No eran niñas ya sino indefensos seres vapuleados por unos cuantos dólares. En sus rostros se reflejaba el desaforado afán de enriquecimiento rápido de los padres, así como los deseados quince minutos de fama en la televisión. Tuve que esforzarme mucho para descubrir si entre ellas se encontraba la niña de la foto. Por suerte allí estaba. Hablé cortésmente con sus padres quienes se mostraron muy solícitos conmigo, quizá demasiado para la ocasión. La niña no hablaba, simplemente decía sí o no con la cabeza. Al día siguiente, al bajarse en Wisconsin, intercambiamos tarjetas de presentación y quedamos en que nos veríamos en diciembre en Las Vegas y que, desde Nueva York, iría posiblemente acompañado de otros empresarios.

Tal como me lo había imaginado, la Maestra se comunicó nuevamente por teléfono. A su pregunta contesté afirmativo. Con eso era suficiente. Estaba claro que les estaban siguiendo la pista y sólo necesitaban una confirmación in situ del secuestro. Uno de mis trabajos estaba terminado, faltaba el de los estudiantes. Como la clave dada era muy general me aseguré de tener una idea clara de quiénes parecían sospechosos, en qué partes estaban y qué acceso tendrían a los vagones de carga, servicios higiénicos, sistema de aire acondicionado o cuarto de maquinarias. Para mi sorpresa, no había grupo o pareja que reuniera condiciones que levantaran mis sospechas, aunque sí alguno que otro cromo difícil. Como es notorio, en casos similares, sabuesos como yo siempre ponen a funcionar el sexto sentido, y eso mismo fue lo que hice. Presto me di cuenta que se abría la posibilidad de que no se tratara de una persona sino de un pequeño grupo, posiblemente organizado e incisivo, que entraría a funcionar a una hora concreta. La confirmación de mis sospechas se dió cuando logré entrar al cuarto de control de tickets y equipaje y leer en las tarjetas que tres de ellos se habían embarcado en tres distintos puntos pero de manera seguida, y ocupado la partes cercanas a los baños y el sistema de ventilación.

Estaba claro que lo que pensaban hacer ocurriría en el tren. No había posibilidad de que lo secuestraran, pues eran sólo tres, estaba seguro de eso. Tampoco tendrían interés en provocar un accidente en las vías, ya que era imposible tener acceso a las selladas áreas de conducción. Sólo quedaba la posibilidad de que trataran de regar algún virus por el sistema de ventilación, o en las cisternas de agua. Como este caso requería no sólo de extremo cuidado sino también de una fuerte convicción o radical fanatismo religioso, temí verme en desventaja y poner en peligro a los pasajeros. O, en caso de que mi mente simplemente hubiera visto espejismos, hacer el ridículo frente a todos. ¿Cuándo y cómo actuar? Esas eran las preguntas. Al final, poco importaba lo que pensaran de mí, pues en ese tren nadie me conocía. Pero no estaba tampoco como dar explicaciones a los policías, los mismos que, en caso de haber me equivocado, me tomarían a mí por sospechoso y no a los terroristas. Debía encontrar una prueba más segura.

Hay veces en que no hay que jugarse el todo por el todo, al menos si uno quiere salir intacto. Pero de que hay que dar un paso adelante, hay que darlo. Así, casi a la ciega, esperé el momento en que uno de los terroristas hiciera un movimiento en falso para atacar. Me puse en el vagón que estaba más cerca de la maquinaria principal. Desde allí se controlaba tanto el sistema de ventilación como el servicio de agua y luz. Había descartado la cocina porque no era realmente un punto de ataque. Sentado, como si leyera un libro o mirara distraídamente el paisaje, noté que uno de los terroristas se acercó al baño. Llevaba en su mano una maleta pequeña. Luego de que entró al baño entré yo. Se sorprendió al verme y quiso reaccionar, pero ya era muy tarde. Como no estaba para piruetas ni peleitas cojudas, le di un golpe en la tráquea y cayó al suelo ahogándose. Puse el maletín a un lado y esperé por los otros. Lleg ó el segundo. Lo dejé entrar al baño. Al ver a su cómplice en el suelo quiso reaccionar pero ya era tarde: una patada en los güevos y un golpe en la nuca fueron suficiente para mandarlo a soñar con pajaritos. Al tercero no lo esperé, fui a su encuentro, pues el baño no era buen lugar para otro enfrentamiento. Además, la gente había escuchado un forcejeo y empezaba a incomodarse. El tercero entendió que algo ocurría y se lanzó hacia mí. Esquivé su golpe, le agarré el brazo derecho y se lo partí a la altura del codo (Lector, esto no fue nada difícil para mí, dada mi preparación marcial -de la cual no hago gala porque eso no es cosa de hombres- pero te aconsejo que no trates de hacer lo mismo sin asesoramiento de tu instructor, o del mío, el callado Maestro Wu). Como la adrenalina hace que uno no sienta los golpes y se crea my bacán, no me quedó más que suavizar al tercero a punta de patadas hasta romperle un par de costillas y también doblarle el tobillo para que no pudiera caminar. Ahora sí, la gente empezó a gritar. Alguien quiso meterse en la pelea en son de héroe, pero les dije a todos que se calmaran, que todo estaba bajo control y que fueran a avisar a los agentes de seguridad del tren. Y así lo hicieron.

El tren se detuvo poco antes de llegar a Chicago. Vinieron los guardias. Sin entrar en detalles les expliqué lo que había sospechado y les entregué el maletín, el mismo que contenía unas pequeñas dosis de veneno que iban a ser depositadas en la cisterna. También encontraron un polvo que parecía antrax. Nos detuvieron e interrogaron a todos. Hice las declaraciones respectivas y les dije que, camino a Nueva York en mi gira de negocios, había notado la presencia sospechosa de los terroristas y que no tuve tiempo de avisar a las autoridades. No sé si los convencí del todo, pero sí les gustó mucho mi “decidida cooperación ciudadana”, como la llamaron, a más de una llamadita telefónica desde arriba para que no me hicieran más preguntas. La televisión local se había enterado del caso y todo el mundo estaba sobre aviso. Como un favor especial le pedí a la policía y a los federales que me permitieran escabullirme de la prensa, pues recordaba que por culpa y maniobra de Carecamiónchocado había tenido que dejar Guayaquil. Ellos me dijeron que lo entendían y, como forma de agradecimiento, me dejaron volver al tren sin contratiempos.

Los medios de comunicación, implacables cuando el silencio oficial reina, tratarían de localizarme por su cuenta, pues la historia tenía todos los visos de folklorismo de guerra y auguraba el aumento de la sintonía. Pero algo gracioso ocurrió. A los agentes se les ocurrió fabricar la historia y la identidad de los involucrados, resaltando que todo salió bien gracias a la decidida participación de los pasajeros del tren, quienes, al notar que los terroristas hablaban árabe (cosa que no me consta) y llevaban largas barbas (lo cual tampoco fue así) y una maleta llena de explosivos, se juntaron para atacarlos exitosamente. Siempre me he dicho que entre las peores cosas que tiene un hombre está la vanidad, el afán de convertirse en centro de atracción, pues eso demuestra debilidad de carácter, inseguridad personal y poca varonilidad o, simplemente, falta de güevas, como dirían en el barrio. Así, me quedé frío. Un hombre duro hace las cosas callada y eficazmente, nada de grititos ni berrinches, como hacen los imbéciles jefes de empresas en Guayaquil, esos aniñaditos al güevo. Lo que menos le interesa a un hombre hecho y derecho es el reconocimiento público.

Estúpidos terroristas, creen que matando gente van a llegar rápido a Dios. Débiles mentales que se dejan lavar el cerebro con plegarias y amenazas, eso es lo que eran en el fondo. El fanatismo religioso es una de las peores y más violentas lacras del nuevo milenio. Hay que ser imbécil, estar mal de la cabeza o tener profundos traumas para transformarse en terrorista. En Ecuador ya me había familiarizado con las excusas que daban estos criminales: la libertad, Dios, la igualdad, las “amenazas externas”, el imperialismo yanqui y no sé qué estúpida teoría de la predestinación. Había visto de cerca cómo el terrorismo, la violencia y la corrupción habían destruido Colombia y Perú. Destrucción total e irrecuperable, valga el acote. En medio de las polémicas de los millonarios y burócratas que se repartían el mundo y sus riquezas, me daba cuenta que sólo quedaban los indefensos y los pobres, más pobres e indefensos que antes, más en la mierda que antes. Yo no tenía ningún amor patriótico, ninguna ideología política, tampoco tenía necesidad de volver mi vida “emocionante”, pues con los problemas del desempleo tenía suficiente razón para trabajar de lo que fuera en cualquier parte. Con tristeza o estoicismo debía aceptar que la vida me había llevado por varios caminos. Pero en todo este viaje, me daba cuenta, también de que por lo menos algo tenía que sostener como principio de vida.

Ese algo era tratar de hacer el bien. Así de simple, sin entrar en análisis interminables. Verme metido en el tren, lidiando con el peligro en una tierra que no era la mía, ya no importaba. Mi tierra es la tierra en donde respiro, mi país es el presente, mi nacionalidad es el momento en el que vivo o muero. Así de sencillo, cavilaba yo mientras el tren dejaba la ciudad de los vientos.

Luego de varias horas de bordear el Mississippi y de transcurrir en el anonimato de la noche, por fin llegué a la ciudad de los rascacielos. Llegado a Nueva York, en un puesto de revistas de Penn Station, escuché con gusto la voz de Willie Colón que cantaba Nueva York, paisaje de cielo/ mágica ciudadela de sueños dorados/ capital de desiluciones/ No sé cómo ni por que me lleva embrujado/ por las noches hasta sueño con Nueva York. Al salir, caminando por la Avenida 8va, llegué a la calle 39. Allí encontré un hotel pequeño, feo pero discreto. Abrí por enésima vez mi correo electrónico y encontré un mensaje que decía felicitaciones, ahora busca remedios para el insomnio en la Botica Tia Delcha (Alto Manhattan). La Maestra.