jueves, 24 de julio de 2008

Rodi Carabalí y Rodolfo "El Zorro" Baidal

Por las noches, cuando habíamos terminado las tareas de la escuela y los demás regresaban del trabajo, nos sentábamos frente al televisor. Con la ceremonia del que llega al cine, veíamos Dimensión Desconocida o Viaje a las Estrellas. Y todas la noches, religiosamente, a las ocho en punto, Rodi Carabalí tocaba con educación y lo invitábamos a sentarse con nosotros. Por esa época, él ya andaba por el metro ochenta. Junto a su juvenil y alta figura se notaba una almohada grande bajo su brazo. Escogía, como todos los del barrio, un rincón en el suelo y allí se sepultaba a ver los programas. A veces traía una colcha para protegerse del viento veraniego.

Por nuestros ojos desfilaban las películas en blanco y negro, cortadas intermitentemente por propagandas y propicias para la glosa, ir al baño, contar un chiste o rasquetear el cocolón de la olla. O para que El Zorro Baidal apareciera.

Era durante ese lapso que el Zorro salía de su casa y en el silencio y la oscuridad del callejón, a cuello pelado gritaba “el zoooooorroooooo”, y golpeándose el trasero con la mano, como si fuera caballo de sí mismo, corría veloz a la tienda de la esquina, a comprarle un cigarrillo a su padre. A veces era también Cruz Diablo o los personajes que salían en Jim West. Rodolfo Baidal, alias Gurofo, era verdaderamente el Zorro. No se tomaba en serio ningún papel, simplemente vivía a plenitud su desdoblamiento, como todos, mientras corría, y la gente en las casas se reía de verlo tan inocente. Una noche, sentados en los fierros del parque mientras soplaba el viento, el Zorro se puso a contar historias del Tintín traídas del campo por sus abuelos: “Dice Mamá Dora que andaba con mi abuelo perdida en el campo y llegaron a una loma. En la cima oyeron los llantos de un niño y se aproximaron a la criatura que lloraba. Lo tomaron en sus brazos y mientras lo calmaban ella dijo: ‘Mira que chiquito es, aún no tiene ni dientes’ a lo cual el niño respondió: ‘Sí tengo, míralos bien’ y mostró toditos los dientes y se reía a carcajadas y después se hizo humo”. Todos nos quedamos con el pico abierto, atemorizados.

A esa siguieron otras historias más hasta que se fue haciendo tarde. El viento soplaba con más fuerza pero nadie quería regresar a casa por el temor de encontrarse con los aparecidos de esos cuentos que fluían con simple precisión de la boca del Zorro.

Con los años, el Zorro se hizo buen pelotero, un hombre de amplia y sincera sonrisa, amable al trato, como su hermano Salomón “El Niño” Baidal, compañero en el Alfaro, igual que su padre el viejo Salomón, que en paz descanse. Vivían al lado de mi casa. Al frente, estaba la casa de los Carabalí, de Rodi Carabalí.

Rodi estudiaba en la escuela fiscal y practicaba todos los deportes habidos y por haber, y en todos era seleccionado del equipo, lo cual, modestia aparte, no impidió que una tarde invernal, a mediados de los setentas, el autor de este libelo le hiciera un gol por la galleta, aunque no alcanzara a esquivar el refilón de chancleta del que fue víctima por parte del ya mentado moreno caballero.

Lo vi jugar basketball y cumplir una buena labor en los intercolegiales, sobre todo contra los aniñados de las villas grandes. También lo vi pararse tieso en la defensa de los partidos de fútbol interbarrial, en los cuales, por su testarudez, aplicaba a rajatabla el principio de pasa la bola pero no el jugador. Ya bordeando los dos metros, por lo inevitablemente flaco de su figura, le decían Cigarrillos More. Lo conocían en todas partes y en todas era bien recibido, con chacota, aguardiente, mala palabra y, si había cómo, una tamuguita de ya-ja-já.

Cuando comenzó a trabajar le fuimos perdiendo la pista. Hablábamos muy poco, a excepción de algunos domingos de sol, cerveza helada y ceviche de corvina. O cuando hacía de árbitro en algún campeonato del barrio. La última vez que lo vimos nos conversó que un taxista lo había asaltado. A eso de las once de la noche, por la calle Quito, llegando al barrio, paró el taxi, sacó una pistola y le pidió todo lo que tenía. De su maletín de trabajo Rodi tuvo que sacar los cheques certificados del banco para el que trabajaba. Los cheques los hice anular, nos contó. Lo peor fue que, como nunca, no había nadie en el barrio. Siempre los vagos están aquí menos esa noche. Mala suerte, dijo Rodi. Terminamos la conversación con un nos vemos bróder y se marchó a su casa.

Lo último que supimos de él fue que, como miles de ecuatorianos, emigró a Italia, como lo hizo su hermana Zoila años antes, como lo hizo su hermano Chacho otro caballero que tomó rumbo a Venezuela para nunca más volver.