miércoles, 30 de julio de 2008

Evocación del fabulador Carlos Medina

A finales del 60, la TV. en Guayaquil iba desde Batman, Cita con la muerte, Maverick, El Rebelde, Viaje a las estrellas, Los Intocables y La rubia peligrosa, hasta las tristes y unilaterales transmisiones de noticias en los informativos. Uno de los relax televisivos era Atardecer ye-yé. Ahora su nombre suena extraño, pero ¿no es también lo extraño un provocador de recuerdos? En el set al aire libre había un conjunto, quizá Los Errantes, los Corvets o Los Dragones y también una muchacha muy joven, casi una niña, que bailaba con botines negros y minifalda, y su pelo largo y rizado caía sobre sus hombros y espalda. Para Absalón Quiróz y yo, esa chica era nuestra futura novia. Ambos íbamos religiosamente todas las tardes de sábados a concentrarnos frente a la pantalla sólo por verla. No sé si Absalón -que sigue siendo uno de los cronopios más queridos del barrio y terminó sus estudios de medicina- alcanzó a verla personalmente, no creo que eso haya importado en esos años.

Absalón, así como Luis Cepeda, eran del mismo signo zodiacal mío. Este asunto no podría haber sido relevante si no hubiera aparecido el primer fabulador que conocí. Se llamaba Carlos Medina. Era un muchacho transparente, imbuído en enciclopedias, temeroso al sol de la tarde y con una radiante atracción por todo lo que fuera conocimiento, experimento de animales y rarezas afines. Carlos aparecía por el barrio cuando nosotros estábamos ya terminando el partido de índor. Vestía siempre con pantalón corto oscuro, zapatos y medias negras y una camisa blanca y limpia, planchada con paciencia de madre.

Antes de regresar a casa nos concentraba a todos con las últimas novedades que había leído. Nos contaba cómo se podía construir submarinos, barcos y aviones. Que era solamente cuestión de saber usar la balsa, poner o sacar la cantidad exacta de agua y cerrar algunos agujeros de ventilación, decía. Nos contaba de su abuelo que había sido pirata y había azotado durante años la cuenca del Guayas y la isla Puná. Nos relataba las increíbles historias de su tío, quien además de tener más de cien haciendas, secuestraba mujeres y las encadenaba. Nos decía que ese mismo lugar, esa calle en donde jugábamos pelota, era propiedad de su otro tío, dueño también de la Ciudadela.

Yo sabía que nuestra realidad de mocosos peloteros de clase media era mucho más brillante y versátil que la pantalla blanco y negro del televisor, mucho más que ese cadáver de terno y corbata que contaba con lujo de detalles cuántos muertos más habían caído en guerras lejanas. Pero sabía también que al lado de nuestro incipiente fantaseo, Carlos Medina era el portentoso resultado de una nueva imaginación que se formaba en el aislamienlo de ese lejano territorio, esa especie de "downunder", desértico y a la vez selvático, que era la Ciudadela 9 de Octubre, perdida en el sur de la ciudad. Ese lugar en donde todos estábamos condenados a ser inevitablemente jóvenes y no necesitábamos de nada ni de nadie; ese espacio en donde queríamos construir nuestro añorado kibbutz. Teníamos que contar sólo con eso para sobrevivir. Era nuestra propia guerra que estábamos librando, lejos del resto de la ciudad, pegados al río y al pantano.

De ese tiempo recuerdo a mis amigos, los tangos cantados por mi padre, a un maestro de escuela, la voz de tenor de Don Sebastián Paredes que aparecía al caer el sol llamando a sus hijos.

Nuestra vida era como el programa de la televisión: un atardecer de día sábado en el cual la gente bailaba y se divertía. Pero se representaba en una tierra diferente: la del imaginario espacio de los muchachos del sur.

Sé que Carlos Medina está en Connecticut ahora. El implacable destino, Dios o, sencillamente, la comedia humana, quisieron que también se transformara en un emigrante en busca de trabajo. No sé cómo localizarlo y tampoco si el encontrarlo haga que reaparezca ese extraordinario fabulador que nos enseñaba a construir descomunales transportes. Sin embargo, sé que en esa región perdida, eso que empobrecidamente llamamos recuerdo, él continúa con sus copiosas lecturas, con su eterno y casi hermitaño refugio en la biblioteca de su casa o en su cuarto, hasta que el implacable sol del trópico desaparezca. Él continúa en la escuela con nosotros y asiste muy temprano a las clases de Geografía y Ciencias Naturales, mientras los demás seguimos escuchando los inverosímiles recuentos de sus parientes.

Cuando Carlos Medina supo que Absalón Quiroz, Luis Cepeda y yo éramos del mismo signo zodiacal abrió las cartas y dijo: "el asunto es difícil porque los tres son iguales y porque siempre van a pelearse y a quererse, como hermanos. Y porque uno de ustedes será feliz “como Dios manda”, al otro lo perseguirá una mujer y un día también será feliz, y el tercero se perderá en el tiempo y recordará para siempre lo que he dicho". Y recogió nuevamente el tarot diciendo con tranquilidad: "¿Joselo, tú también quieres que te adivine la suerte?".

El inconmensurable tiempo hace que uno acuda intermitentemente al mundo de los fantasmas y a sus juegos. La televisión, un partido de índor, una canción, cualquier cosa provoca la agitación de la memoria. El resultado es un salto para volver a encontrarse en el oráculo del tarot y en la premonición de un fabulador de la infancia.