miércoles, 9 de julio de 2008

De quién era "Rockolita"

Era de otro barrio, de la zona que llamamos El Rodillo. Era también mayor que nosotros, más de la generación de nuestros hermanos. Jugaba índor que daba miedo y tenía el pelo medio casquillo, un poco claro. Después de una noche desaforada de trago y serenata, cuando llegaba la mañana, Rockolita aun tenía garganta para unas diez canciones más. La noche, alumbrada de luna y sacudida por el viento del verano, había sido un festival de antologías de boleros, rumbas, cha-cha-chás, valses y pasillos montuvios, aunque las que mejor le salían eran las de Nelson Pinedo y Lucho Barrios. Sin embargo, cuando llegó la mañana con su inevitable tibieza, con la magia de diez minutos que se viven cada día mientras el cielo azul oscuro cambia a celeste, Rockolita, como un pájaro cantor parado en una rama que mira la ventana de su amor imaginario, gritó desde el corazón Amada mía/ grata sorpresa la que me has dado/ yo necesitaba un amor/ y me has enamorado, mientras todos lo mirábamos sabiendo que en su voz se iba también nuestro amor junto con el tiempo. Amada mía/ mis lares claman tu presencia, seguía, mientras la guitarra sonaba y acercaba con su mano izquierda la botella de aguardiente. Con guitarra o sin ella, Rockolita siempre se lanzaba a voz pelada, solito, a encajar con sus canciones la circunstancia del momento, la historia que alguien le había contado, con el interminable repertorio que giraba en su cabeza como viejos discos en una rockola. Así, escuchaba las historias de amor frustrado de los demás y cantaba según el caso, mientras con su mano derecha dibujaba gestos que buscaban darle forma a las letras de las canciones.

De pequeño, entre pases de índor fútbol, de alguna baja calificación en el colegio y los problemas de casa, Rockolita había afianzado la herencia que le había dejado su padre, el Gran Rockola: La prodigiosa memoria con la cual podría construir el marco musical y sentimental de nuestras derrotas y peleas. El Gran Rockola era un manaba flaco, casi pellejudo, pelo lacio, claro. Eso sí, buen puñete, noqueador deúna. Sólo él podía levantarse por el aire en una chalaca a la quijada, o sacar una patada que tendría como destino fijo los huevos del rival. Sólo la muerte, la que aparecía por los callejones de la Ciudadela cada año, casi religiosamente en Julio, sólo la muerte podía ganarle una pelea al Gran Rockola. Y así ocurrió.

El repertorio era de su padre pero también de su madre, una mulata de Esmeraldas que canturreaba canciones mientras regaba las plantas de su casa. Rockolita había aprendido de ambos las canciones de Los Panchos, Lucho Gatica, Alfredo Sadel y Hugo Romani, Gregorio Barrios, Genaro Salinas, Fernando Torres, Nat King Cole y Leo Marini. Su padre, armado de un archivo musical en su cabeza, cada día de los enamorados, de las madres y del cumpleaños, se paraba frente a la ventana de su esposa a cantarle Ansiedad, de tenerte en mis brazos/ musitando, palabras de amor/ ansiedad, de tener tus encantos/ y en la boca volverte a desear. O decía más cálidamente No sé mi negrita linda/ qué es lo que tengo en el corazón/ que ya no como ni duermo/ vivo pensando sólo en tu amor. Para rematar, fervoroso de pasión, el viejo entonaba Estas son las mañanitas/ que cantaba el rey David/ y hoy como es día de tu santo/ te las cantamos a ti/ despierta mi bien despierta/ mira que ya amaneció, mientras ella abría la puerta lentamente, lo miraba, le sonreía levemente, le decía algo al oído y lo entraba a casa.

Cuando murió el Gran Rockola fue como si hubiera habido un terremoto. Un día cayó fulminado en pleno trabajo. Así, aprendimos que los hombres bravos son mortales si llevan un corazón tierno. Cuando lo enterraron, la gente chupó como condenada a muerte, como si un Gran Lengua de las tribus africanas hubiera desaparecido, como si un chamán amazónico abandonara a su gente para siempre. Durante el entierro, las personas se acercaban al ataúd a darle el último adiós. A pesar de su tristeza, Rockolita ponía mucho énfasis y diligencia a lo que pasaba o lo que le tocaba hacer. Pero a ratos estaba callado y pensativo, quizá porque se encontraba en la cueva espiritual a la cual todos entramos a reponernos. Había descubierto que en la oscuridad y el silencio se podía recuperar fuerza y entendimiento.

La adopción de la memoria musical y la destreza física de su padre se dieron como una revelación, fue un sábado. Estábamos sucios de sudor por el partido y el sol de la tarde caía con fuerza sobre nosotros. Mientras los jugadores pedían las primeras cervezas se armó una bronca y Rockolita quiso mediar pero de la confusión se pasó al insulto y de allí a los golpes. El desafío fue respondido con un fuerte puntapié al interior de la rodilla que paralizó al rival. No es bueno que insultes a la gente por las huevas, dijo Rockolita, y menos que te metas con mi madre continuó, mientras el otro se revolcaba en el piso con la rodilla dislocada. Se sentó y dijo ¿y mi cerveza? Nosotros, que estábamos en otra parte de la calle, no salíamos del asombro por su fría tranquilidad. Luego que pasó la sorpresa nos animamos y, mientras conversábamos de política, escuchábamos unos cassettes viejos de Los Brillantes Deja que me duerma en tu seno de armiño/y arrúllame con besos/ como si fuera un niño, hasta que Rockolita, casi de la nada, o a lo mejor porque ya se había animado con los tragos, empezó a desgranar emocionado un vals de los hermanos Montecel que dice: Yo quisiera llorar y llorar tanto/ y humedecer en llanto mis dolores/ apagar con mis lágrimas tu canto/ con lágrimas decirte mis amores. Inmediatamente alguien trajo una guitarra, afinó las cuerdas y siguió diciendo linda pequeñita/ atiéndeme mi ruego/ que una honda pena/ te quiero contar. Y luego mandó el bolero Temeridad, en el mejor estilo de Olimpito Cárdenas: Los dos estamos ahora frente a frente/ los dos sabemos lo que el alma siente...Yo sé que tú también dirás lo mismo/Aunque se te destroce el corazón... Y así, con el aplauso de los que lo escuchábamos, se lanzó todo el repertorio de lo más clásico de la música nacional. La apoteosis llegó en las primeras horas de la madrugada cuando, luego de complacer decenas de peticiones, se puso a cantar las mismas canciones que su padre, con el mismo timbre, la misma voz, el mismo énfasis y tono.

Al oirlo, algunas luces se prendieron y alguna gente comenzó a asomarse a las ventanas, sólo para comprobar que la voz había desafiado la muerte. Al llegar el día, Rockolita cantó Las Mañanitas, pero terminó llorando. Toda la gente también lloraba con él y él ya no cantaba, sólo decía mi viejo, mi viejo, dónde está mi viejo, hasta que salió su madre, también llorosa y se lo llevó borracho a la casa.

A partir de ese día Rockolita se consagró como el hombre fuerte de la serenata, y del quiño, valga el acote. Cada viernes, guitarra en mano, la generación de mis hermanos buscaría en sus amores tormentosos la excusa para la tertulia, y cantaría a las mujeres como en escenas de películas mexicanas, mientras le harían el coro a Rockolita cantando cuando la luz del sol se esté apagando/ y te sientas cansada de vagar/ piensa que yo por ti estaré esperando/ hasta que tú decidas regresar...(todos juntos) hasta que tú decidas, regresaaaaar.

Y así aparecieron amores a millares surgir. Pero esa y otras canciones las contaremos en otra crónica, pues de canto en canto, con seguridad, querido lector butino y borrachín, ya se te habrá abierto el apetito bielero. Y ahora, como lo habríamos dicho en otra parte, cierra este libro y tómate unas cervezas o unos guarisnais con tus panas de la esquina, que estas crónicas del barrio también tienen pretensiones de Manual del Buen Bebedor.