miércoles, 30 de julio de 2008

Me llaman el hombre duro

No hay un bravo sino muchos bravos que, cuando se encuentran, terminan de aclarar las cosas a punta de puñete. Así lo vi un día de mi infancia en que Cucho y Caballón decidieron quién era quién. Recuerdo las fintas, los esquives, las trenzadas de puños y cabezasos, el código de honor de no darse en el suelo. Recuerdo todo como en una foto instantánea. Luego pasaron los años y Caballón se fue a Estados Unidos sólo para regresar una vez más. Tenía la misma sonrisa y los mismos ojos achinados, y era como si el tiempo hubiera pasado en balde. Cucho siguió cantando canciones de Leonardo Favio en las fiestas, tomaba la guitarra y arrancaba: “Ella/ella ya me olvidó/Yo/Yo la recuerdo ahora” y las luces rojas caían sobre su oscuro y duro rostro y las parejas bailaban lentas y apretadas.

En la vida muchas cosas sólo dan vueltas. Como todos, Cucho encontró un trabajo de guardespaldas o algo así. Estaba viejo aunque no lo sabía, o no quería saberlo. Sin embargo, tuvo que reconocerlo una tarde de naipes en el parque cuando no quiso pagar lo que había perdido hasta ese momento. Nunca es una buena idea tener cuentas pendientes, y menos en el barrio. Cabeza de Tarro, que ya no era un niño y tenía un cuerpo de tanque, le pidió dos veces que le pagara lo que debía. Cucho, siempre bravucón, le dijo que no y lo desafió sólo para terminar bien trompeado y pateado en la calle.

Cabeza de Tarro era malo y malcriado y sabía que iba a gozar algunos años el cetro de ser el mejor puñete del barrio. Como todo buscapleitos anduvo metiéndose en broncas por todo lado, y así también tuvo que recibir unas cuantas lecciones. La primera fue que él no era invencible, como parecía creerlo, y la segunda que la venganza siempre es resultado de un recuerdo no superado. Derrotado una vez en un avasallo, planificó la venganza y terminó incendiando una casa. Otra vez tuvo que aceptar una dura derrota a manos de Douglas Ronquillo, el sobrino de Careplato, quien a su vez debía cuidar a su hermano Nino, que también andaba de bronca en bronca. Y otro peleador bravo tuvo que aceptar otra derrota de Babita, y otro de Ernesto Medina, y otro del negro Bermeo (el Pío), y otro del negro Jim, y otro del negro Saint’Omer, todos de la Ciudadela. Gente que por lo general se mantenía a la zaga de problemas pero que había aprendido en silencio las destrezas de la pelea callejera. Y así, hasta entender que cada uno tiene su hora de salida y llegada. En otras palabras, y como dijo el enano: que en la vida no hay peleador pequeño. Eso lo sabían Galleta y Manuelón, que no eran muy altos pero que sólo les bastaba agarrar al rival por la cintura, elevarlo lo más alto posible mientras aguantaban un par de puñetes, y tirarlo al piso con la espalda partida para, allí sí, “estropearle la careta con las botas” como decía Galleta cuando se cabreaba.

En la mitología del barrio, el peleador callejero, de mano limpia o de cuchillo, siempre lleva un lugar destacado. Sólo merecieron el respeto de todos los que respetaron a sus rivales y a la vida. Uno de ellos es, al mismo tiempo, todos ellos. El barrio siempre fabrica peleadores, pero sólo recuerda con orgullo a aquellos que se sintieron nerviosos a la hora de la hora porque llegaron a percibir la eterna levedad del ser humano y abrazaron la idea de que todo acto heroico es también una derrota, que lo que ocurre en el presente ya ocurrió antes y sólo se repite en un nuevo acto, como bien lo señala Jorge Luis Borges.