miércoles, 30 de julio de 2008

Creplato, el Oso, el Cuervo y los otros

El título suena a cuento infantil y en determinada forma lo es. El que primero llegó a anexarse a la gente de la esquina fue el Careplato. Antes lo llamaban Carecuchillo y, como era mayor que los demás, se divertía azotando con sus maldades al que primero veía. Por ejemplo, se trepaba en los columpios del parque, atrapando en sus piernas a cualquiera que tuviera la suerte de mecerse, y lo llevaba por las alturas haciéndolo temblar de miedo. A veces andaba jodiendo con otros desaforados. Pero una noche en que estábamos en la esquina, se apareció callado y se paró a poca distancia. Era un escena rara porque lo veíamos y nadie decía nada porque nadie sabía qué mismo quería el temido Carecuchillo. Luego alguien le dirigió la palabra, creo que le preguntaron si quería parar en la esquina y dijo que sí. Era conmovedor que alguien tan malo se pegara a nosotros, que no éramos precisamente unos niños obedientes pero tampoco llegábamos a los extremos del nuevo invitado. Así, Carecuchillo fue debidamente rebautizado como Careplato y, a insistencia de él, pues afirmaba que era aniñado de fina estampa, rebautizado otra vez como Baby Careplato, o Julito Leoncito Ronquillito, como nos haría repetir en voz alta y palo en mano poco tiempo después.

Baby Topla no jubaba pelota ni andaba metido en los deportes como los demás, pero asumía las funciones de representante del grupo en las ligas interbarriales. Allí se sentía a gusto: gritaba, reclamaba, vociferaba y peleaba, al mejor estilo de su pasado carecuchillil. Organizaba también a los grupos para ir a tirar camaretas a las casas a fin de año, armar peleas por puro encame y hacer las bromas más crueles. En esos asuntos llevaba un mano-a-mano permanente con Rey, el Salvaje Machucagente. Al Baby Topla tampoco se le escapaban ni los amigos del mismo sexo ni los animales que anduvieran perdidos por allí: todos marchaban al calor de su incontenible apetito sexual.

Pero no era eso lo único ni lo mejor de él. Careplato era también el mejor bailarín del barrio: Llegaba con la ropa de última moda y se ponía a bailar todo lo que fuera Motown y la naciente música disco. Sin problema, se paraba en media calle mientras lo veíamos riéndonos con envidia y hacía los pasos que había aprendido en la discoteca o la televisión. Con una disciplina casi religiosa estaba a la misma hora que los demás para reírse de la vida y pelearse con quien fuera. Los días de diciembre iría también al Guasmo a tumbar el árbol de navidad de la esquina, recogería dinero para las luces, montaría guardia para que no se robaran nada del Nacimiento. Con Monín, Manuelón, Pinina o el Salvaje Machucagente, inventaría las bromas más demenciales y un día escribiría con cal en los muros del colegio Eloy Alfaro un gran corazón flechado que decía: “Sopa de queso y Ginger se aman”, en referencia al loco Huguito y su loco amor. Huguito era sólo un flaquito cabezón que andaba enamorado y, como todos, se reía de las locuras de Baby Topla.

A éste, todo le habría ido viento en popa si un día no se hubiera aparecido el Oso, un peludísimo muchacho quien, con su delgada figura y educado comportamiento, vestido con ropa de hombre viejo, se paró en media calle, donde siempre lo hacía Baby Topla, y se puso a bailar como John Travolta en Saturday Night Fever, cosa que hizo que la gente aplaudiera y Topla se muriera de envidia y rabia. Más aún, cuando el Oso se descubrió como un excelente diseñador y pintor, habilidad totalmente desconocida para nosotros. En la misma esquina del barrio agarraba carbones y tizas y se ponía a dibujar tiras cómicas, mujeres encantadoras y cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. El remate fue cuando hizo los diseños de los equipos de fútbol. Como un fino modisto traía muestras y nosotros las comentábamos para nuevos cambios. El Oso, su hermano Pastora (Chabaco) y Padre Bazurco, venían de dos callejones atrás y estaban entre los menores del barrio. Baby Topla era el más viejo.

El último que llegó al barrio fue el Cuervo, que en esa época era un muchacho tímido, bajado a látigo de Bucay, que no pateaba pelota ni en sueños. El Cuervo era el primo del cholo Cepeda y su familia se había venido a vivir a Guayaquil. Como todos, fue acogido por la gallada pero su mirada estaba en otro mundo, ya de gente más vieja y seria que pensaba en trabajo y familia. De ellos quedan los recuerdos de cómo fueron y las noticias que de repente nos llegan desde lejos o gracias a la coincidencia de un encuentro en alguna calle de Guayaquil. En la memoria, sin embargo, Careplato y el Oso aún siguen en ese mano-a-mano de baile llevado a cabo en la calle, frente a todos, mientras el Cuervo los mira incrédulos diciendo que esos pasos son muy difíciles para él, que el man es salsero, que mejor se va donde Cortijo, al Barrio Cuba, y se trepa en su flamante Cóndor mientras pone un casette donde se oye a Andy Montañez que dice “Yo soy el alma de un cantante errante/ que vaga por el mundo entero”.