miércoles, 30 de julio de 2008

Los peripatéticos del barrio

La primera vez que leí sobre Aristóteles me enteré de que era un filósofo griego que tenía, entre otras mañas, enseñar mientras caminaba. A este estilo pedagógico lo denominaron "peripatético”. Al mismo Aris¬tóteles a veces también lo llaman así: Peripatético. Claro que eso de peri suena a pera, y lo de patético a pata, y todo junto a paro patético, también suena a “andar a pata”, o sea a caminar pura y simplemente por la calle. Pues bien, sin saber tanta vaina, sin haber estudiado mucho para saber todo eso, en mi barrio también teníamos nuestros Aristóteles: el Baby Juancho (Careplato), Manuelón y Ceviche de Concha. Los tres podrían haber dado mucho celo a toda la gama de filósofos griegos que tanto ha estudiado la humanidad. Veamos por qué.

En las tardes de invierno, cuando arreciaba la lluvia y el verdor de las plantas era refugio de insectos y chapuletes, nos íbamos a caminar por la Ciudadela. Había mucho de mágico y ritual en esas caminatas: Espíritu de equipo, solidaridad y hermandad no enunciada. Por la noche también íbamos por las casas viendo sus detalles, a la pesca de algun evento extraño.

Una de esas, después del torrencial aguacero de la tarde, pasamos por una de las villas grandes y escuchamos llantos y gritos. Desde detrás de la verja nos acercamos silenciosos hacia la ventana de la sala y luego a la de un cuarto, y vimos claramente la sombra de un padre azotando a su hijo en la espalda. No recuerdo si era un látigo o una correa, pero le daban duro, pausadamente, como en una violenta ceremonia de castigo, mientras una muchacha lloraba amargamente e imploraba: no le peguen a mi ñaño, no le peguen a mi ñaño. Nos quedamos un rato callados, todos allí, pegados a la verja de la casa, ocultos entre las plantas, hipnotizados por los golpes, diciendo “le están pegando al Colorado Borja, el viejo le está pegando al Colorado Borja”. Aún recuerdo ese momento de salvajismo y ceguera de un padre, que es la misma maldita ceguera y salvajismo de todos los padres que no aman a sus hijos. Con los años volví a ver una vez más al Colorado Borja, caminando por la calle, gordo, serio. Pero en realidad a quien veía era al mismo niño que golpeaban esa noche, lejos de mi barrio, en esas casas grandes de esquinas oscuras por las que aprendíamos caminando.

Esas noches nos internábamos en otros barrios, territorio apache. A veces un hombre extraviado y encontrado en la noche aparecía en busca del amor, y lo asaltábamos entre todos. "Pero de uno en uno", decía. Caretopla, Manuelón y Ceviche, los peripatéticos, no aguantaban paro y eran los primeros en la fila. ¿De qué hablábamos? Eran chismes, historias viejas, leyendas de los Rey del Moco por ejemplo.
Rey del Moco era un muchacho medio enano y gordito que vivía en la hacienda el Guasmo. A su hermano le decían Príncipe del Moco y a su hermana Princesa del Moco. A veces los tres aparecían montados a caballo y, látigo en mano, nos correteaban por las calles y callejones del barrio, con sus caras pegoteadas de moco en las mejillas y las orejas.

A veces, Galleta también se juntaba a los filósofos griegos del barrio. Si Aristóteles era un pendejo al lado de los peripatéticos del barrio, Galleta le hacía un toque a Saussure y lingüistas de académica ralea. ¿A quién? A Saussure: Lingüista suizo que dijo que las palabras no tenían relación con las cosas. Galleta, sin leer a Saussure ni a nadie por el estilo, les preguntaba a los peripatéticos por qué al uno se le dice uno y al dos dos y al tres tres. Y por qué el uno va antes del dos y no del cinco. ¿Es que alguien me puede explicar eso? gritaba. Ante el silencio añadía: Valen verga ¿No dicen que están en el colegio? ¿Para qué van al colegio si no pueden responderle al Gran Galleta? Y ellos le gritaban ya cállate Galleta, déjate de fumar esa huevada, esa mierda de burro te está dañando el cerebro, te dejó loco el loco Taboada. Pero nadie en realidad sabía la respuesta. Es más, nadie entendía la pregunta. ¿Quién se imaginaba que setenta años antes, en otra parte del mundo, alguien habría dicho lo mismo pero de otra manera, frente a un auditorio de viejos ciegos de conocimiento? ¿Quién habría imaginado que el dorado sueño de Aristóteles cruzaba por la mente y la boca de la gente del barrio?

Los peripatéticos una vez se aparecieron con un pupitre robado del Eloy Alfaro. Se habían metido por un hueco de la cancha de fútbol y, haciendo gala de un inusitado espíritu choretril que ya presagiaba el pandillerismo, decidieron agarrar el pupitre verde, cargarlo y ponerlo de adorno en la esquina. Y allí estaba ese mueble monstruito para asombro de todos. No teníamos donde sentarnos, fue lo único que dijeron como excusa. Semanas más tarde, ante el evidente deterioro del asiento, fueron más lejos: robaron del fondo de la zona de los aniñados un banco de cemento. No les dio pereza traerlo desde tan lejos. Lo pusieron junto al poste a la voz de ahora sí ya tenemos donde sentarnos. Oye, si quieres vamos a ver otro, que esos aniñados de La Favorita son ahuevados.

Pero no era así, no necesariamente. Eso quedó evidenciado cuando Maranata, un loco de la última calle de la Ciudadela, medio amigo de la Huasa, del otro lado del parque, paseaba en bicicleta por zona aniñada. Tuvo un medio accidente sin importancia pero decidió putear a los aniñados quienes se quedaron callados pero, una vez lejos, le gritaron al unísono “Baja la válvula”. Cosa que, sin mediar más, hizo que Maranata fuera veloz a su casa en busca de un machete, para dejar en claro quién era el man. Pero como la pica era grande, la gente decidió unirse a otros grupos y en masa nos fuimos a la zona de los aniñados quienes, ni cojudos, también habían hecho su bulluquito de gente. De eso sabe mucho Tanano, el hermano de la Huasa, quien había decidido irse a parar con ellos, dando muestra de seria afrenta y traición a la gente del barrio, la de la tienda “La Gloria”, como se identificaban por ese entonces. La puñetiza en masa quedó en suspenso cuando el perro Bolivín se trancó a puñete con un aniñado que quería bajarle la pinta. La gente hizo barra, conatos de bronca más grande pero de allí todo quedó en veremos. Ánimos calmados, iniciamos el regreso a nuestra esquina. Quién iba a saber que ese era sólo el principio de un odio que se vería con más fuerza en los partidos de índor y algunas fiestas.

Así ocurrían las cosas en las noches de invierno, cuando los peripatéticos del barrio se lanzaban a aprender algunos asuntos de la vida.