jueves, 16 de octubre de 2008

Elogio de la música



En esa época escuchábamos a Los Mitos, Formula V, Los Tíos Queridos, Los Náufragos, Safari, Banana, Sabú. Sandro era el amor ideal de todas las muchachas. Rafael concentraba al auditorio cuando empezaba “yo no he vuelto a encontrarla jamás/ desde aquel día...”. Las canciones del Festival de San Remo y de Adamo o Los Iracundos, eran cantadas en la hora social de los viernes en la escuela. “Juega a la ruleta/ ella te puede ayudar” decían los Hermanos Castro en México. ¿Quién iba a pensar que veinte años después, en el parque de St. George, en Staten Island, Ramón Morales, Jaime Franco y yo, rememoraríamos lúcidamente todas esas canciones?

Vivíamos en otra edad, en un tiempo dorado y lleno de luz. ¿Qué era el dinero real junto a las brillantes latas que recogíamos con Luis Cepeda al sur de la ciudad, en los lluviosos y fervientes días del invierno tropical? ¿Qué mejores películas de miedo que las leyendas contadas por los hermanos Baidal o los Paredes? ¿Qué podía ser más importante que los partidos de índor y fútbol en las tardes para Manuel Mendoza o Monín Tenén, si en cada jugada se iba un poco de la vida de los demás? Quedan las imágenes, los temores a “los aparecidos”, el Tintín, la Viuda del Tamarindo, las entradas y salidas triunfantes de Quevedo cuando visitaba damas solitarias.

¿Cómo olvidar las desaforadas persecuciones a las muchachas junto a Julio Ronquillo, Rey Arias y Joselo García? Ese «voyeur» que vivía en todos nosotros ¿aún espanta parejas en las noches? Las mañanas eran tranquilas y claras, un tiempo eterno que se prolongaba durante años y años.

Jugábamos al pepo, al burrito de San Andrés, al “estaba Don Juan”. O nos poníamos a saltar la cuerda con las vecinas del barrio. “Recordar”. Esa es la palabra mágica que nos conduce al temido y contundente pasado, a nuestras vidas anteriores. ¡Y qué mejor que la Ciudad de Hierro para hacerlo! Volver a ese tiempo desembarazado de responsabilidades utilitarias, volver a la infancia, es asumir a cada rato con mayor fuerza la vida de los otros. Basta sintonizar una emisora cualquiera. Poco a poco la voz de Nat King Cole (esta vez en inglés) va llenando la habitación. Palabras, melodías que buscan Junction Boulevard, las calles de Corona. Luego viene algo de Billie Hollyday, de James Taylor y de Steely Dan, el primer conjunto de rock que recuerdo con cariño porque compré y escuché el disco hasta rayarlo: Do it again, Midnight Cruiser, Only a Fool, Reeling on the Years. Luego ya es necesario dejar la escuela, los amigos, comenzar a pensar en la universidad y cosas así.

Ahora, en la radio, Charlie Parker toca Autumn in New York. Charlie Parker es el último de los cronopios. Ray Barreto nos vuelve a esos lugares ya inexistentes de La Molienda, el legendario El Charro, los frondosos almendros que nos cubrían mientras bebíamos unas cervezas en casa de Doña Meche. New York es el paraíso del melómano, el reino de su única libertad. Sólo la música une a la gente. Significantes, codigos, números que no poseen un sentido exacto. Charlie Palmieri cuenta cómo conoció a Tito Puente, en inglés del Bronx, y al volver sobre la autobiografia es como si expusiera la vida de cualquier hombre, la de un sencillo hombre del sur.