jueves, 2 de octubre de 2008

Alma inquieta de gorrión sentimental



El que llegó primero fue Chinto Ness, el mismo que, apenas vio al poeta le gritó ¿bebéis o no bebéis? -¿Por qué le hablas así?- interrogué sorprendido. A lo cual el Chinto respondió que era por respeto a Iturburu ya que, al ser poeta, él no podía preguntarle en términos vulgares chupas o no chupas, como si fuera un borrachito cualquiera. No. Había que preguntarle con elegancia: bebéis o no bebéis, o el poeta no respondería. Le decíamos Chinto Ness porque, una lejana noche, en la esquina del barrio, se había puesto a imitar al narrador de Los Intocables para contar los chismes de la gente. Era de allí que el vate Iturburu había sacado la idea de escribir literatura policial, no de los libros, como él quería que creyéramos. Lo digo yo y lo certifico, pues fui yo quien tuve la grabadora en mi mano mientras el Chinto se explayaba en detalles de la parodia. Y fui yo quien escribió el libreto, lo hicimos con Cocojox y La Garra. Luego empezaron a llegar los demás. Allí estaban, tal como lo habían augurado, Pollo Enano y Camachiño, el Cuervo, el doctor Bonilla y el loco Villacís. Más tarde llegarían Kukuku, Gorila y el gordo Lucho. Aparecieron Frejolito, los Pilones, el Oso Yogui, Mente Enferma, Petete, Salomón el Niño, Guarulo, el negro Bermeo y el Amigo. Lechuga llegó solo pero con unos cds de música de los 70. También llegaron las mujeres del Cartel y hasta la familia Cabrera, los gitanos del barrio, quienes sacaron sus guitarras y se pusieron a tocar interminables pasillos seguidos en coro por todos nosotros tú eres mi amor/ mi dicha y mi tesoro/ mi sólo encanto y miiiilusión/ ven a calmar mis males/ mujer, no seas tan inconstante. Y, la plena sea dicha, como en los viejos tiempos, la pasamos bacansísimo, pues luego nos tiramos al ruedo y nos fuimos de salsa, disco, boleros y otros ritmos debidamente rastrillados en el roce de piernas y demás toqueteos, fundamentales todos en la lucha cuerpo a cuerpo.

En una de esas pregunté por los que no estaban presentes: Cachato, don Perry, Magucito, la Huasa y Papa Chola. ¿No sabes? me preguntaron al unísono, se hicieron hermanitos, han dedicado su vida a predicar el evangelio según los Testigos de Jehová. Yo, tirándome para atrás como Condorito, me dije el tiempo todo lo cambia, mientras, para variar y de puro jodido, puse una canción de los Beatles que decía Miiiiicheeeelle, these are words that go together well/ ma Michele/ Miiiiichelle ma belle/ sont les mots qui vont trés bien ensemble/ trés bien ensemble. Esa es la plena cholo, la plena de verdad, gritaba entusiasmado el ya ebriongo poeta.

¿Y qué hay de La Sombra? comenzaron a preguntarse. (Por si la lectora no recuerda, o no ha leído mi novela, La Sombra es el alias con el que el pueblo bautizó a un personaje real, o de su fantasía, nunca se supo, que ajusticiaba a criminales). En los últimos días se había vuelto a hablar del tema, pues habían encontrado cadáveres en las carreteras, barrios bravos y vías marginales, y la mayoría de ellos tenía una S en el pecho, claramente realizada con un cuchillo, y un hueco en la frente. No, no es La Sombra, comentó Iturburu. Está claro por el estilo, los lugares y los muertos. Es sólo la violencia diaria, la de siempre, esa que ya a nadie le importa, terminó diciendo, mientras unos reafirmaban que eso era lo que se necesitaba: orden para el progreso, y otros decían que, de todos modos, La Sombra actuaba fuera de la ley y eso no era bueno para la democracia. Democracia, alguien replicó, cuál democracia, mientras seguíamos con música y cerveza.

El sábado ya era propiedad de la noche y se adornaba de los últimos cantos de grillos, sapos y picadas de mosquitos, todos los cuales se batieron en abrupta retirada cuando el solícito Pepe Norro hizo que el humo de palosanto invadiera la terraza. Ya estábamos en pasillos de Olimpo Cárdenas, valses de JJ y boleros de Patricia González. Ya habíamos bajado algunas jabas y por enésima vez me preguntaba de dónde salía plata para la cerveza y si acaso el destino de los machos del Guayas era simplemente vegetar y emborracharse.

Preparamos luego unas carnes en palito y unos chinchulines y revivimos entre todos el pasado absoluto y recordamos que el tiempo era el implacable aliado que algún día nos llevaría en su canoa hacia el mar abierto del silencio que es la muerte. Esa noche, nuestros muertos estuvieron con nosotros: Carlos Ríos, Memo, el Chugo, Monín, la esposa de Don Tenén, Don Absalón, Salomón el Viejo, y tantos más a los que, junto a Cheo Feliciano, les decíamos buen viaje mi gente/ buen viaje. Y así, con prodigio reconstruímos por enésima vez nuestra juventud.

Fue entonces que se me cruzó la idea de que no era sólo la impunidad de los crímenes lo que le fastidiaba a Iturburu, ni siquiera el creer que no se podían decir cosas nuevas. No. Lo molestaba algo que sabía amargo, a dolor antiguo y secreto, de esos que cuando salen van llevándose todo lo que encuentran a su paso y que se fundan en las derrotas. Quizá, para él, escribir esas derrotas era una manera de olvidarlas y dejarlas muertas en el basurero de la memoria. Yo sabía de algunas y las imaginaba añadiéndose a la violencia de Guayaquil, al desempleo y la emigración. A pesar de las risas y las chácharas con la gente, Iturburu llevaba un silencio y una tristeza dentro de sí de la cual nunca habló: su madre había muerto y ese sería su dolor interminable. Había también otros dolores, menores aunque agudos, otras muertes de seres queridos, pero la muerte de una madre lo colma todo. ¿Quién no había muerto ya en Guayaquil? A simple vista se notaba que lo enfermaban la mediocridad, el arribismo, la estafa, el juego político, el doble discurso, la corrupción y los militares. En parte yo lo comprendía, en parte digo por ser honesto, porque hay cosas que ni aún comprendiéndolas las hacemos nuestras.

La noche había caído y ninguno se había emborrachado como años antes. Estábamos casi intactos, felices de haber dado un gran paso en nuestras vidas, ese paso que diferencia al hombre del adolescente, al soltero del padre de familia (que cumple como padre de familia, valga la redundancia porque, como dice el lema: para ser padre no hay que ser macho sino hombre). Iturburu tenía la misma locura y, como todos, en sus ojos el brillo de siempre. Al salir me volvió a pedir que leyera sus manuscritos. No son detectivescos, repitió, son otra cosa, como una autobiografía, otra cosa, ya vas a ver. ¿Qué mismo tendría yo que ver en esa ceremonia de exorcismo? Esto sólo al final lo sabría.

Nos despedimos todos con un abrazo. Bajé la escalera y caminé una vez más por el mismo viejo callejón que tanto sabía de mí. Vi nuevamente y por última vez a los amigos con los que había crecido, por última vez también a Iturburu, al menos a ese Iturburu. Esto es como el final de un tango, me dije. Y mientras dejaba los parterres y las calles oscuras y destruídas de la Ciudadela 9 de Octubre, recordaba la voz de Goyeneche cantando vuelvo al sur/ como se vuelve siempre al amor/ vuelvo a vos/ con mi deseo con mi temor/ soy del sur/ inmensa luna, cielo al revés/ busco el sur.