jueves, 30 de octubre de 2008

Alausí-Riobamba ida y vuelta

La primera vez no la recuerdo bien, pero la segunda vez sí. Salimos muy temprano por la mañana a Durán en gabarra. Llegamos a la estación del tren en Durán y nos fuimos para Alausí, el pueblo más hermoso que uno pueda encontrar rumbo a las montañas andinas. El tren avanzaba veloz y yo iba junto a mi madre. En los demás asientos viajaban mis hermanos y mi padre. Pasamos dos túneles y luego la Nariz del Diablo, una montaña que el tren sólo puede cruzar en movimiento zig-zag. Luego llegamos a Huigra y tomamos caldo de pollo. El frío de la mañana entraba por todos lados. Hacia el mediodía estábamos ya en Alausí.



Bajamos las maletas mientras el tren se despedía rumbo a Riobamba. En Alausí pronto fuimos a casa de doña Luz, la dueña del viejo piso que mi padre había rentado. Hicieron los papeleos del caso y avanzamos con carretas llevando las pertenencias de la familia. Subimos y nos instalamos. Era un piso de madera cuyas ventanas daban al patio trasero y a la calle. Al abrirlas quedaba una hermosa plaza que tenía como fondo dos escaleras de piedra que llevaban a una iglesia. La plaza era el lugar de juego, de los paseos en bicicleta, de los correteos con mi hermana Elsa. Pero también se transformaba en un vistoso mercado cada martes y jueves, cuando los indios bajaban de las montañas trayendo frutas, tejidos y artesanías. La magia del trópico, que tanto extrañaba, así como el recuerdo de mis amigos, se conjugaba ahora con las formas de las nubes, las verdes montañas, la neblina que lentamente bajaba cada tarde y se quedaba reposando toda la noche y la madrugada para, a la mañana siguiente, dar paso a un alto y brillante sol que quemaba mucho más que el de la costa. Con la llegada del viejo sol, el Inti, llegaban también los indios y sus ferias.

Era muy chico, pero perseguía con entusiasmo a las mellizas de al lado de la casa. Ellas salían uniformadas muy temprano, cruzaban la plaza, subían las escaleras de piedra y se perdían en las callejuelas que quedaban detrás. Yo las buscaba pero ellas siempre desaparecían. Estudiaban en una escuela que nunca logré encontrar pero que imaginaba era el viejo edificio de piedra y tejas. Derrotado en mi empeño, corría hacia la estación del tren, me montaba en una de las carretas dispuestas sobre las rieles, y daba manivela hasta rodarla hacia la parte baja de la ladera. O bajaba la calle que conducía de mi casa a la plaza del pueblo.

Pasaron los días y regresamos a Guayaquil de la misma manera: mis hermanos tirándose y tirándome cáscaras de guineo cuando pasábamos los túneles en el tren, maravillándonos de La Nariz del Diablo y preocupados porque, una vez más, la gabarra que cruzaba el Guayas no sucumbiera en medio río y nos tragara lodazal adentro.

Cuando los años pasaron y me di cuenta de que los patriotas del sur eran una realidad en mi vida y en la de los demás, volví a Alausí.



¿Qué había cambiado y por qué volvía? Para recuperar el pasado y quizá para transformarlo. Para encontrarme el otro que fui y que, como mis amigos, se había perdido en el futuro. Repetí el rito de mi infancia pero ya no había gabarra que cruzara el Guayas ni los vagones tampoco eran transportados desde Guayaquil. Tomé el tren esta vez solo, sin nadie ya a mi lado. Recordaba con detalle y triste entusiasmo el trayecto, los túneles y la Nariz del Diablo. Cuando llegué a Alausí busqué afanosamente mi pasado, mi casa, mis calles. La vieja plaza de ferias había sido torpemente suplantada por un mercado inútil y oscuro, pero las vecinas aún se quedaban conversando en los marcos de las puertas, vestidas de negro, con las manos debajo de los ponchos. Con cierta dificultad logré identificar el lugar donde viví y entré tímidamente por el pasillo. Imaginé o creí reconstruir la vieja casa, su patio, las escaleras al segundo piso. Recordé con inútil énfasis los fríos aguaceros y los cables de luz meciéndose con el viento. Así, a medio talle entre el recuerdo y el silencio, dejé Alausí porque esta vez era necesario hacer lo que nunca hice de niño: avanzar.

Tomé un pequeño bus que me condujo a otro pueblo, más arriba. Pero todo empezaba a volverse hermoso, trágico y extraño. En este pueblo, justo antes de llegar al Desierto de Palmira, vi una plaza pequeña, hermosa, limpia y vacía. Las puertas de la iglesia estaban cerradas. Había un sol espectacular y el cielo estaba azul. Me senté a descansar y, de pronto, como si fuera la escena de una rara película que, sin embargo, me resultaba muy familiar, apareció un grupo de indios. Habrá sido una veintena. Me miraron, hablaron entre ellos y se acercaron a mí. Me preguntaron que quién era, qué hacía, cuánto tiempo estaría allí, todo con un aire de desconfianza, de esas que tienen las personas cuando han sufrido mucho. Al final me indicaron el camino al Desierto de Palmira, pero me dijeron que no me aventurara a pié porque no tenía sentido y era hasta peligroso. Tomé esta vez el tren.



Y allí estaba. Una gran extensión de arena y montículos por todos lados. Al fondo, la neblina que dejaba ver unas figuras de hombres a caballo. El paso por Palmira fue como un sueño, como una una secuencia de fotos que se ve lentamente tratando de encontrarles diferencias. Palmira existía, lo había visto, era la prolongación geográfica de mi vida inconclusa. El tren llegaba a Riobamba que me recibía con carros que cruzaban sus empedradas calles, veredas con plantas muy verdes, pequeñas casas acogedoras detrás de las cuales se veía imponente el Chimborazo.



En Riobamba me sentí como hipnotizado. Caminaba sus calles una y otra vez, como un maniático. Iba por un lado de la acera hasta el confín de la calle y regresaba por la otra acera de la misma calle hasta llegar nuevamente a su extremo, en un ridículo esfuerzo por concluir una distancia. Pero la distancia simplemente se prolongaba cuando reconocía que había otras calles y que necesitaba más tiempo para hacerlo. Fui al mercado, a la estación de tren, a las panaderías y bares que mostraban sus productos en charoles y vitrinas. El hotel era pequeño y estaba lleno de la más rara fauna de turistas. Unos eran alegres, desenfadados, amigables. Otros se comportaban como perfectos patanes racistas, cosa que en mi barrio se habría arreglado de manera no muy caballerosa. ¿Y mi barrio?

Dejé Riobamba una mañana, muy temprano, junto con el tren. Mi regreso a la costa fue aleccionador: Había constatado que el pasado es recuperable pero también que el presente puede arruinar muchas cosas y ofrecer otras. Nunca vi paisaje más hermoso ni estremecedor, ni campos más verdes ni montañas más grandes. El tren bajaba veloz y yo podía sentir también, al pasar nuevamente por los mismos lugares, que algo de mi remoto pasado y del futuro viajaban dentro de mí. Luego de muchas horas de sol, polvo, ventisca y cansancio llegamos a Durán, el inicio de mi búsqueda. Tomé una lancha para cruzar el río y vi con la caída de la tarde nuevamente el eterno sur, las lucecitas del Cerro Santa Ana donde había nacido y al fondo, como en una prolongación de un Nacimiento navideño, las torres de la Harinera y la Ciudadela 9 de Octubre. Al igual que en mi primer paseo en bicicleta soñé con regresar a mi casa, a abrazar a mi madre y ver a mis hermanos. Desde la lancha que cruzaba el Guayas imaginé que estaba en mi barrio, en la esquina, saludando efusivamente a Baby Topla, el cholo, Monín, Manuelón, el Cuervo, el Salvaje y a todos mis queridos patriotas del sur.