domingo, 17 de febrero de 2008

Calle Luna, Calle Sol: Historias de Lorenzo



I. ESTACA DE GUAYACAN

Cuando llegué, las cosas no habían cambiado. Sólo mi muchachita lo había hecho: ya no era virgen, la muy puta. Colegiala aún, le gustaba que la arrimaran al parque. La muy puta. Y pensar que a mí no me dejó pasar de un serruchito. Cuando regresé me traje también el uniforme y una recortada, algún oficio habría de encontrar para usarlos. Era temprano, golpe de 6 de la mañana y rúc, veo al Chino. Habla nochi, chino cacorro, le dije. Hola guapa, él me contestó, qué bien te queda el arete y el uniforme. Con la cabeza pelada te pareces a esas roqueras lésbicas yoni, toma esto. Y sacó una pañoleta verde que rápido me puse en la cabeza, tiro pandillero de Los Angeles. Nos dimos un apretón de manos, un abrazo, qué fue pana, a los tiempos. Después nos pegamos unas cervezas en el parque y de puro manichos nos fuimos de bum bum, a darle bala a la casa de la muchachita. El chino me contó todo, sapo el hijueputa, qué chucha. Yo estaba futre con la cachina, el arete, la recortada, el uniforme y de remate la pañoleta.

Después de unos días vine al almacén. Tienes que ayudar a tu hermano, que estos maldecidos cuando lo vieron jodido se le desaparecieron. ¡Esos son sus amigos! Tienes que ayudarlo. Y yo, claro veterano, con mucho gusto. Y allí me instalé. Me dejé el pelo como lo había traído del cuartel, bien chiquito. El puto almacén era un infiernillo, aunque nada que ver con el calor de Arenillas. Arenillas, Arenillas es el culo del mundo. Sólo calor y tierra seca y la maldición de que te caigan los peruanos en cualquier momento. Arenillas Guevadillas. Debes estar mosca en Arenillas, o te revientan el trasero de un disparo.

La gente entra al almacén como en procesión: marejadas de mujeres metiendo la cabeza para escarbar zapatos. Estaban siempre ahí, como en un hormiguero en corto. Las muy putas, me decía yo, cómo les ha de apestar la concha. Por aquí a veces cae el Conde, golpe de temprano en la noche para ir al Cabo Rojeño. Cabo Rojeño, gran verga. Una barrita chancreta de salsa, con un volumen del hijue que no deja conversar y un montón de maricones en carnaval cuando se ajuman. Las bielas, eso sí, están siempre bien heladas. Ya me he dicho varias veces que uno de estos días en que se me pelen los cables, me pongo la cachina del cuartel y les incendio la mierda esa, a ver qué hacen. Barrita chacreta. A ver dónde se meten.

El cuartel dije, el cuartel, otra gran guevada. Tres veces han venido por el almacén los policías y los milicos (hasta policías privados y soplones, que son los que más verga valen porque ni siquiera saben que valen verga) vienen los hijueputas a sorprender con sus credenciales y placas cagonas. Que les bajen los precios de los zapatos, que ellos son panas y que están a la disposición. A la deposición debe ser, a la deposición de la puta que los parió. Un día vino un marino, un flaquito pantalón corto y chancletas, medio legañiento, camiseta como carpa de circo y una gorrita medio sucia. Avión también, el hijueputa. Después de haberse probado unos diez pares de zapatos me le tiré deúna: ¿vas a comprar alguno o piensas probarte los que quedan en el almacén? Se levantó la camiseta y me mostró en silencio una ametralladora. Me quedé frío un instante pero reaccioné: ¿ves esa oficina que está allá arriba? Allá tengo una más grande que esa, le dije. Y se rió, el muy maricón. Eres sabido pelado, afirmó. Y como que ya me daba plomo. Pero no. Hazme la factura, me dijo, y se fue a pagar a la caja. Sacó el guiso y pagó los zapatos que tenía puestos. Y se fue, medio mirándome de refilón en la retirada.

Otro día vino un serranito, chapudo y todo, con lentes redondos, hecho el tierno, el muy educado. De entrada mordí que se hacía el pendejo, el muy zanahoria. Dale la espalda a un serrano y vas a ver lo que te pasa: el careperro que lleva dentro salta y te pega una cuchillada. Eso lo aprendí en el cuartel, aguantando golpe de esos suboficiales lameverga. A ver, mono hijueputa, cincuenta más de pecho, mono ladrón. Todos eran igualitos en el cuartel. Este serranito me vino a preguntar el precio de unas botas. ¿El precio? El precio, está frente a tus ojos, ahí escrito. Son sesenta lucas. Se quejó de que yo me ponía bravo por gusto y se fue. Al rato regresó y me dijo que él era muy educado y que yo lo había tratado mal y cuidadito porque él era segundo dan en karate. Tienes un nombre muy bonito, le dije: Segundo Dan. ¿No eres pariente de Leo Dan? ¿Ahora qué quieres? ¿Que salga corriendo, te pida disculpas o te saque la chucha? Ya me veía en el suelo, pero al avasallo avasallo. Te la doy, me la das o nos la damos Segundo Dan, le dije. Me miró, se quedó frío y rompió frente a mi cara la factura en mil pedacitos y los tiró por el aire, como en una escena de desfile por la calle. Mientras salía algo dijo, pero no entendí, quizá porque habló en norro, que es el idioma de estos serranos hijueputas. Gesto de resignación, diría el Conde. Este serranito karateka, medio loco también, el muy hijueputa. Te puteo, te pateo y te culeo, decía yo para mis adentros.

Otras veces entran los choros. Choritos al guevo. Cuando los agarran llaman a la mamá, a la virgencita, estos maricones. Venían a cambiarse los zapatos. En grupos de a cinco o de a seis. Como siempre, en gallada los sobaverga. Los veía que entraban y por ahí mismo mandaba a una de las empleadas a que los siguiera. O yo mismo iba: pinta o te vas. Y se iban los maricones, sin decir nada. Uno de esos días, un choro, a lo que iba saliendo, picado, me dijo te queda bien el arete. Y bum, lo mandé de culo de un puñete. Hasta ahí le llegó el chiste. Había una cholita en el almacén, camelladora, buen culo, que me quedaba mirando a lo que pasaba. Ya vas a ver la que te espera por mirarme así, virola te voy a dejar. Pero no le he dado aún su debida retreta. Mejor, después se alzan. Buen culo la cholita, eso sí.

¿Los chamberos? Chamberos rascabolsas, joden más que las mujeres. Con ese tonito y shá que tienen para hablar, medio grifo, medio como que les faltan los dientes. Pero eso sí, se llevan sus zapatitos, viejos y sucios pero se los llevan a revenderlos en la cachinería. Camello es camello. Los llevan, los limpian y se hacen su vento. Llega el Conde. Como siempre, se había escapado de la Redacción del Crónica Roja.

¿Y quién chucha es el Conde? Mi pana, mi bróder. Cuchitril que ve cuchitril donde se mete. Devoto de la Narcisa de Jesús, las cachinerías, las cantinas indígenas de la calle Colón y de patios de carretas de carboneros. Fritanguería que ve y, zás, ya está sentado comiendo y tomándose una cerveza en un vaso enano y hediondo: porción de chancho, Pílsener helada y unas ayoras para la rockola y para de contar. Eso es la felicidad completa. ¿Qué chucha espera de la vida? Mejor no le hago esa pregunta. Tiene su dato cuando escribe en el periódico, aunque anda medio rayado y siempre repite la frase “el sol, como huevo reventado, se derretía en las calles de Guayaquil”. De la morgue a la computadora, de la computadora a la cantina. Vaya vidita. Picha con ají, eso sí, sin perderse un fin de semana. A veces pienso que sería bacán embarcarme también en ese dato, en esas averiguaciones. Le conté lo de Segundo Dan y se cagó de la risa. Me dijo que si yo fuera escritor o poeta podría trabajar en el periódico, que siempre había una pega. Medio careverga también el Conde con su comentario. Yo no quiero ser escritor ni poeta ni guevadas.

Escritores y poetas son esos maricones que caminan por la Casa de la Cultura y siempre andan chiros y se creen la gran mierda. Un poco de viejos borrachos que cruzan afeminadamente las piernas y nunca paran de hablar y son dueños de la razón. Yo lo que quiero es ser culeador, puñetero (que para eso fui al cuartel) tener billete y que la muchachita, la muy puta, por fin me de la cosita rica. ¿Ser escritor o poeta? ¿Yo, que veía en el colegio a una sarta de maricones lameculos que siempre andaban repartiendo las chuletas? ¿Yo, poeta, escritor? la verga.



II. LA ESENCIA DEL GUAGUANCO

¿No dije? Los choros son lacra tuseril. Llegó uno. No, era un trio. Se meten entre la gente. Yo estaba recibiendo carga de la bodega y lo veo a Bigote que sale embalado hacia la puerta y me llama: Lorenzo, vente. Bajo del camión y me las voy oliendo. A lo que me acerco el choro sale bacanote con unos churumeles newton. Bigote le pega un puñete en el pecho, de esos que sorprenden por el sonido. Lo agarra de la camisa y le dice pasa los zapatos chuchetumadre. Lo mete en el almacén mientras yo lo sigo. Lo lleva al fondo y lo hace sacárselos. Déjalos ahí maricón, te vas a pata. Lo agarra del pelo y a lo que lo iba sacando yo me arrecho de verlo todavía medio sobrado y fum, le hundo el culo de un sonoro patazo. Bigote le pega un puñete en la nuca, lo agarra de los hombros, le pone la pata en media espalda y lo lanza a la calle. En la próxima te damos plomo, afuera hijueputa. Afuera yo me le tiro y el muy meco se pone a rezar y me repite nunca más nunca más por diosito santo que nunca más robo. Lo veo y le digo corre maricón corre y me lo llevo a punta de patadas, brincando, unos treinta metros y luego dejé que se largara. De vuelta al almacén nos cagamos de la risa con Bigote. Lo que más me cabreó es que el muy avión dijo que era papaya chorearse los quesos aquí, eso dijo cuando yo pasaba llevando la carga, me contó Bigote. A mí me quedó en el cráneo la frase “la próxima te damos plomo”. Sonaba bonito: “la próxima vez te damos plomo”. Era como una plegaria si se la decía en voz baja: “la próxima te damos plomo, la próxima te damos plomo”. Era como un eco, como una voz que se venía acercando poco a poco desde un lugar muy distante, desconocido.

Ya no tenía el estilo media-peluca. Me había pelado a mate, de puro chucha. Algo estaba esperando, no sabía qué, quizá la voz lejana que dije antes. En esas cavilaciones estaba cuando se me acerca una chola buena, buen culo. Me dió la impresión de ser algo atávica, media salvaje y primitiva, de venir también de un tiempo remoto. Viene y me dice en corto esos de allá son ladrones. Yo no aguanto paro y me les tiro ¿compran o están de mirandinha? Sí, sólo estamos viendo. A ver pero a-fue-ra chu-cha, se van ahorita. Eran sólo dos pelados, de quince años a lo máximo. Salen y de refilón van cufeando a la chola soplona. Se paran en la esquina y me les boto otra vez, respaldado por Bigote y el Conde quien, como siempre, pasaba más tiempo en el almacén que en el Crónica Roja. Mira tú, colorado, y tú también negrito, yo conozco a toda la gente de la Boca del Pozo. La próxima vez les damos plomo. Y se quedaron callados. Al rato oí una voz que decía en tono damiselo ¿pero yo qué he hecho? Yo estoy aquí en la esquina esperando a mi papá que es taxista. Lo miré fijamente, tranquilo, éste no había estado en el almacén, era el campanero. Cuando venga tu papá, le dije, le voy a recomendar que te cuide mejor el culo antes de que te lo revienten como camareta navideña. Y ahora se largan chucha o los vuelo, dije, apuntándoles con mi recortada. Viernes, seis de la tarde en Guayaquil, último puerto del Caribe y primero del Infierno. La gente que estaba por allí, sapeando la jugada, se hizo humo tan pronto como saqué el arma.

Días después la plaga pandillera nos mandó otro emisario. A éste, sin alargar el cuento, Bigote lo agarró a la salida con unas chancletas turras bajo la camiseta. Lo metió al almacén. Yo le iba a dar con un bate de béisbol que me había conseguido para ocasiones como ésta. Bigote lo había visto desde la entrada y, como perro de caza, lo dejó que solito se pusiera la soga al cuello. Cuando se aseguró del choreo corrió desde la entrada, se fue al fondo y le pegó un puñetazo en las costillas: grandote chuchetumadre, con ese cuerpo de burro y andas choreando. Sácate el reloj, yo le dije, antes de darle el primer batatazo. Y ahí pagó el hijueputa, me lo dió de a guevas y lo lancé a un montón de zapatos viejos. Y pum, con el bate en las costillas. Ahora sácate los zapatos. No, no, me imploró, los zapatos no. Disculpe, cualquiera comete un error. ¿Un error? ¿Un error conchetumadre? ¿Por qué no llamas a tus panas para que te defiendan? ¿Un error? Vago hijueputa, un error es lo que cometió tu madre al parir un gusano como tú. Lárgate ahora. Y se fue, sobándose las costillas. Luego Bigote y yo otra vez nos cagamos de la risa. Maricón, le dije a Bigote, era de haberle quitado los Reebook que tenía y aquí mismo los vendíamos. Al final, acordamos mandar a los choros a pata pelada. Choro turro, el reloj que tenía no valía ni verga.

A pata pelada y así fue. Yo que entro a la oficina del almacén y Bigote me llama: Lorenzo, tengo a una chora en el baño, se iba llevando estos Dunlop. ¿La manadamos sin zapatos? Me quedo frío, lo pienso un chance y nos vamos al baño. Ahí estaba, sentadita en el trono, hecha la cojuda, como mirando pajaritos en el aire. A ver señora, déjeme ver los zapatos. Se los sacó muy delicadamente. Con Bigote la tomamos cada uno del brazo y de dimos el paseo de la verguenza por el almacén mientras la gente la miraba y comentaba. “Esta es la ladrona del día” decía el letrerito que le habíamos colgado en el cuello. La hicimos barrer y trapear todo el almacén. A lo que salió se fue para la esquina de la cuadra, tomó un taxi que la estaba esperando y, al pasar por el almacén, nos hacía yuca con el brazo. Con Bigote la miramos y nos reímos, resignados a tanta guevadilla que pasaba en el almacén. Pero la plaga seguiría su derrotero.

Al día siguiente, jueves en la mañana por más señas, nos cae una pandillita. Cromos difíciles todos, sucios y enchancletados. Bigote se tira a la puerta, yo agarro el bate. Los pandilleros adentro se organizan, se dividen en dos grupos para distraer a las empleadas. A la salida los paramos: en fila india todos, les digo. Tú primero, tú atrás. Fila india, chucha, les repito, aquí se va a hacer la inspección. Los sorprendimos a los rascadores. Y en fila, de uno en uno los revisamos: levantarse la camiseta y alzar los brazos. Y allí fueron saliendo, de uno en uno. ¿Y estos son los que azotan Guayaquil? me pregunté. ¿Estas guevadas de hombre? Choros y pandilleros me caían verga, por vagos y porque andaban jodiendo a la gente pobre, a sus propios vecinos. A las peladas que no les daban el culo a las buenas las violaban. Estos hijueputas, pocohombres, no sabían levantarse a una pelada. Maricones arranchadores de carteras a mujeres viejas, a ancianitas. Cada vez que los veía me volvía al cráneo la frase de Bigote: “en la próxima te damos plomo”. Plomo, golpe y candela. Indenciarlos vivos, meterles un palo en el culo, a ver si aprender a respetar. Estaba cabreado.

Pero otros días eran noteros. Entra un viejo podrido esperjeando puteadas a todo el mundo: unos 200 años de edad y con una cholaza a su lado que quería unos zapatos blancos. Se los doy, los paga, y en vez de largarse, de puro celo comienza a putear al personal de entrega. No hizo pito sino un pitazo. ¿Qué pasa? pregunto. Y el viejo dice que no me meta. Viejo hediondo a tusa de choclo, le digo, amargado al guevo, recoge tu compra y lárgate de aquí. Y se fue puteando a todo el mundo, a mí también como que me tocó la yapa de la retalía. ¿Noteros dije? Noteros pero bien jodidos. Entra un gogotero que quería unas botas porque decía que se parecía a Chayanne. ¿A Chayanne? Tú te pareces a tu mamá y al vecino, y a un karateka que conocí, un karateka cinturón flojo. No hay zapatos para ti, Chayanne del pantano, Chayanne al guevo.

Entra un maraco. Quiero saber en dónde está la sección de mujeres, me dice. ¿En dónde están los zapatos de taco? Me pregunta. Al fondo a la izquierda, señorita. Y el baño, al fondo a la derecha. Y la casa del gafitero, aquí nomás, a la vuelta, le respondo en seguidilla. Y el maraco me torció y se perdió almacén adentro, confundido entre la gente y los montones de zapatos, cual dama en fuga en una noche de tormenta. Se probó todo tipo de zapatos y en todos los colores: anaranjados, rojos, verdes, amarillos: maricón arcoiris. Después se puso felpas de dormir, con muñequitos, y una batona rosada media transparente: maricón soñoliento. Y siguió con unos mocasines con dibujos de las tortugas ninja. ¡Ninjas como yo! Exclamó de gusto, porque yo practico karate y estos me quedan I-de-al: maricón amansa-guevo. Después se despapayó por completo y se fue de caldo y se probó lo que más pudo, dejando todo desordenado: botas vaqueras, de camping y montaña, de baile. Quiero unas como las que usa Madonna o Xuxa: maricón coreógrafa, hombre y damisela. La loca llevaba unos diez pares de zapatos encima y yo atrás: señorita, ese zapatos ya está comprado, señorita, déjeme ayudarla, señorita, no puede meter la mano en ese baúl, señorita, no ensucie el zapato. Hasta que se cansó de oirme y me reclamó: ¡Ay, pero usted me persigue peor que marido en celo! Y zúc, me mandó la mano a la varenga. Saca la mano, maricón chuchetumadre, le dije. Y riéndose gritó la tiene chiquita, la tiene chiquita, la tiene chiquita. Bigote, que andaba cerca, oyó el avasallo y se fue de risa y sapada para foquearme. Después de un rato vino la cholita, ya al tanto del asunto, y me dijo ¿y con eso me quiere dejar virola? ¿con eso tan chiquito? Ese pipí esta bueno para comer gallina, remató heroica. Y se rió también. Te voy a poner de rodillas, le dije, te la voy a meter en la boca un par de horas para ver si la tienes como culo de gallina, le contesté.

Viernes por la noche, otra vez. Se aparece un disc-jockey, pelito largo, un tatuaje y el cuento de siempre: una rebaja de precios. Le expliqué muy cuidadosamente por qué no era posible hacerlo. Sacó un tuco de billetes de a 10 lucas y me tiró un verbo de que en la Yoni el cliente tiene la razón, de que tenemos la mente subdesarrollada, de que nunca más iba a volver al almacén y que le haga la factura. Mira, le dije, te he explicado educadamente por qué no puedo hacerlo y tú sales con lo que pasa en la Yoni. Y como en este almacén el que manda soy yo, te pido también con educación que salgas o te rompo el culo a patadas. Verde se puso el hijueputa, limpia-disco al guevo. Otro olla. Pero es que yo quiero los zapatos, disculpe y haga la factura y no se hable más. Que te la haga tu madre y lo agarré del moño notando, para mala suerte mía, que también usaba arete, y lo saqué del local. Bigote, al ver todo esto se quedó frío y se acercó con cautela para saber si era choro. No, le dije, es bailarín, y a lo que camina va tirando piedritas al abismo, porque trastrabilla y lo bordea. No me preguntes guevadas tú tampoco, Bigote a la verga. Y me volví arrecho al escritorio. ¿No será hora de que te vayas sacando el arete? Me preguntó para encamar. Primero me saco la verga, le contesté, y déjate de indirectas chucha. Estaba arrecho.

Era viernes dije, pero viernes negro. Golpe de quince minutos para el cierre se aparece el Chino y me dice: Lorenzo, la muchachita se casa. Me quedo frío. Te voy a dar plomo viernes negro. Cierro todo. Me salgo con el Chino y me enrumbo al Cabo Rojeño para hacerme funda. El Conde caería más tarde, seguramente.


III. LO TUYO ES MENTAL

Cuando íbamos a entrar veo a Pajarito Bayona, Maridueña y el Pibe Bolaños, conversando con Yoyo, afuera del Cabo Rojeño, tirando unas cervezas. Qué fue Lorenzo, me dicen ¿Te instalas deúna? Sí, les digo, golpeado por la infausta noticia que me dió el Chino. Malaguero este Chino también, malaguero malanoche. Entro y, como siempre, la música a full, alguien tocando las maracas y la canción de Tito Nieves que decía cada hora/ cada día/ siempre la misma agonía/ no se cómo la voy a olvidar. Chucha, comento, como que me la están dedicando. Nos sentamos en el mostrador (que allí llaman barra pero que más parece mesa de carnicero) y pedimos dos, bien heladas por siaca. Ya no quería hablar de los mismos temas. Se casa y se casa y frío y que tenga hijos y le pongan los cachos y se haga gorda, vieja y fea, a la mierda todo y ruás ruás, me bajo dos botellas de un solo tiro. Lalo, el hermano de Yoyo (nombres medio sospechosos también) se me acerca y me pregunta ¿Lorenzo, no sientes como olor a campo, como olor a establo, a vaca, a chivo? Calla careverga pon dos más, le respondo. Lo que usted diga, señor gato. Se caga de la risa y me pone la de Bobby Valentín que dice la boda de ella/ tiene que ser la mejor/ va a estar llena de maíz/ y también de mucho amor. Y así, poco a poco me voy al fondo, imaginando que todo iba a terminar en una furibunda borrachera de despecho. Ponme algo viejo Lalo, le pido, “Cunaviche adentro”, “Vuelve”, “Don Goyo”, algo para beber en bruto.

Miro hacia arriba y noto el ventilador con adornos de cristal; en la pared del fondo, junto a los parlantes, una estatuilla de la virgen acompañada de velitas y retratos de Cristo y otros santos. A un lado, colgando de un clavo, un tuco de hojas para espantar malos espiritus y unos rollos de cinta de empaque. A los costados de la barra hay fotos de quienes murieron, también imágenes y fotos de Emelec y Barcelona. Pero veintidós cojudos corriendo detrás de una pelotita no me podían hacer olvidar a la muchachita a quien, a esa hora, ya la tendrían patas al hombro sin mucho esfuerzo. Esa verguiza era como perder por goleada. No, no podía celebrar. El dolor era muy grande, como Héctor Lavoe yo estaba enamorado de un imposible y nada podía ya vencer la ardiente espera, resolver para siempre mis dilemas, definir si me salvo o si me pierdo. El Chino hacía rato que estaba pluto. Sólo un par de bielitas y ya le hacía falta un periqueo.

A mi derecha estaba una pareja haciéndose trapo a besos y toqueteos. La mujer era una mulata atractiva, ya mayor. El era un man bien entrado en los treinta, con el brazo enyesado y unas bendas en el pecho y la frente. Dios le da barba al que no tiene quijada, decía yo con envidia. Ella me vió triste y oí que comentó el muchacho tiene una pena de amor. El man me miró sin decir nada, pero pude notar que traía una pistola. Celia Cruz cantaba toromata yyyy toromaaata/ toromata y rumbambelo y toro mata/toro/torito/toro. Estaba borracho pero no en la antesala del vómito en la esquina. Mi mente alcanzaba el punto en el cual el alcohol vuelve más nítidas las cosas y todo se afina. El tiempo se transformaba en una pantalla en la que todo se resumía: el cuartel, el almacén, los ladrones, la policía, la muchachita, mensajes violentos, olores, sabores. La cerveza aumentaba la fidelidad del sonido. Yo captaba mejor los mensajes y veía como en cámara lenta los movimientos de borrachos bailando entre ellos. Y así también percibía las canciones: Oigo una voz que me dice, agúzate que te están velando/ Y yo pasaría de tonto si no supiera/ que uno tiene que andar mosca por donde quiera/ y es por eso que yo digo de esta manera/ que este individuo no sabe en qué se metió.

A mi lado la pareja seguía besándose. Ella lo miraba con ternura, le acariciaba el rostro, ponía su cabeza delicadamente sobre su hombro. El le decía algo en la oreja y los dos se reían. Lalo, desde el otro lado del mostrador, me dice esta es la última de la noche. Se calló, aplastó el botón y limpia y perfectamente se oyó otra vez la voz de la mujer más talentosa del Caribe, y me decía que pena me da tu caso/ lo tuyo es mental/ que pena me da tu caso/ lo tuyo es mental.


IV. PARA COMPONER UN SON

Voy al sur de la ciudad. Me viene a ver Bigote: Lorenzo, nos vamos a la bodega, hay relajo por allá. Después de las chupizas la imagen de la muchachita me atormentaba cada vez menos. Total, ya debía llevar algunos metros de varenga. Después de estos meses ya debe ser zaguán, me decía. Era casi mediodía y Guayaquil era el horno de siempre. Salgo del carro y exclamo qué chucha es esto. Había unas tres mil personas apelotonadas tratando de parear zapatos. Cinco refresqueros, dos panaderos, cuatro heladeros, un bollero, un cevichero, un venderos de frutas y ocho policías completaban el paisaje. A lo lejos, como en una visión, cientos de niños lombricientos luchaban por mezclarse con los demás, mientras otros policías los amenazaban. Venga por aquí joven Lorenzo, me dice un grandulón que tenía un tolete y una gorrita azul. Adentro de la bodega la gente se arremolinaba, insultaba y se peleaba por un zapatito brillante. Ese es mío, ese es mío gritaban. Como si se tratara de la gran verga, del eslabón perdido, del número mayor de la lotería. Al fondo vi a tres cholitos corte de pelo Yoni, cada uno con su respectiva mochila. A los pocos minutos había sólo dos mochilas. Tomé la recortada y me fui disparando a la parte de afuera, aún nadie había recogido la tercera mochila. Los tanteamos con Bigote y ellos seguían con cara de cojudos preguntando qué pasa, qué pasa. Qué pasa tu madre, les dije. Los pusimos contra la pared, brazos alzados y patas abiertas, dato operación comando. Abro las mochilas y encuentro zapatos de niños, dos Reebook y un Jordache. Me miran y me dicen nosotros somos pobres, por eso robamos. Sí, les dije, ustedes son pobres, pero pobres hijueputas es lo que son, pandilleros conchesumadre, cien sapitos cada uno. A saltar mamavergas, les decía mientras los arreaba. A todo esto, tres policías norros se cagaba de la risa. Hágalos trabajar Don Lorenzo, los muy muérganos. No les dije nada a los tombos, aunque con gusto les hubiera dado un cachazo a cada uno. A lo que voy saliendo del patio hacia la calle veo a otro tipo contando zapatos de un sólo pié. Alguna compañía de cojos, pensé y me reí para mis adentros. Total: diez lucas por todo y a ver qué coño hacen con esos zapatos chullos.

Veo otra vez a la gente aglomerándose, aumentando. Los vecinos temían un azote vandálico, de esos que hacen las muchedumbres hambrientas cuando topan fondo. Pero, sapos y aniñados como son, se habían instalado en los balcones, gozaban viendo a la gente pelearse y putearse por un par de zapatos. Circo es circo, me dije. De pronto, se me vino otra vez lo del casamiento de la muchachita. El sentimiento estaba como estaca en el corazón, y recordé la canción de Julito que dice el día que me olvides alma mía/ yo sé que existirás en mí penar/ al verme solo, triste y olvidado/ mi vida la haría arrancar. Me dieron unas ganas inusitadas de llorar, de tirarme a moco tendido en medio de toda esa puta gente. Si los lazos que nos unen/ se llegaran a romper/ que se acabe ahorita mismo/ la existencia de mi ser. Túc túc, siento dos golpes en el hombro. ¿Quiere tomarse un cristalito Don Lorenzo? me pregunta un viejo medio seco y pellejudo. No le contesto. Agarro el vaso y adentro te fuiste-guisky de caña. Y el viejo comienza a contarme que acaba de rematar su casita en el Guasmo, más al sur de la ciudad.

Yo trabajaba en la Cartonera Nacional, Don Lorenzo, luego el trabajo se acabó. No fue la huelga, no fue el patrón tampoco. Un día nos dijeron que la compañía había quebrado y que nos iban a liquidar con lo que se pudiera. No nos dieron nada y yo tuve que salir a vender cuero reventado y encebollado, que era lo único que podía vender. Fue duro al principio, ahora ya me tiré al dolor. Cuando uno es pobre se acostumbra rápido a la mala suerte. Yo lo miraba con cara de esta canción ya la conozco. El viejo se toma otro trago y me dice hágale usted también Don Lorenzo, hágale con confianza. Tomé otro y me senté en la vereda y ahí comenzamos un adúo de pasillos mientras en los balcones de las casas seguían los aniñados viéndonos con escándalo, pero disfrutando de que en el teatro de la vida a ellos no les hubiera tocado la parte trágica.

Llegando el atardecer, la caída del sol era el presagio a otro tiempo. Bigote ya se había ido. De la multitud sólo quedaban unos pocos, vagando sin hacer nada y sin tener nada que hacer. El mundo podía hundirse lentamente o ser destruido en un instante por un terremoto, poco importaba. El viejo seco, ya bastante entrado en la chupa me invitó al Guasmo, que es un poco el principio del fin del mundo. Lodo, pandillas, casas de caña y muertes y unas hembras que, lo sabía, podían provocar las más fuertes erecciones. ¿Qué esperas Lorenziux para vencer esos territorios? Y presto me fui con el viejo.

Llegamos a una chocita de majagua y caña. El viejo tenía una radio que funcionaba lo suficiente como para amenizar la noche y la canción decía amigo, por qué tomas tanto/esa mujer nunca te amó/ y se burlaba de ti cuantas queriiiiiíaaa. Era ya cerca de la medianoche. De pronto apareció un enano. Cortadito, lo llamaba el viejo. Se parecía al Tintín. Andaba en pantalón corto, chancletas y sin camisa. Yo estuve esta tarde en la bodega y quiero proponerte un negocito, empezó diciendo. Tengo un dinero por allí, podemos trabajar juntos, tú me das la merca a vaca y yo te cruzo unos meyocos tapiñados. Mi gallada trabaja en el golfo y quiere cambiar de oficio. Con los policías merodeando ya no es lo mismo. Además, la competencia es muy grande. Otros han entrado también en la jugada y las camaroneras no dan para todos. Hay una banda, Los Duendes. Les decimos así porque nadie los conoce, pero han cambiado el negocio. Asaltar es una cosa, matar otra. Imagínate que estás ahí, sentado en tu canoa en medio de la noche y de repente zuás, tu cabeza queda separada de tu cuerpo, rodando por el piso, carroña para tiburones. No le repliqué nada.
Solo tomé otro trago. ¿Hacemos o no el negocio? me preguntó. No le contesté, a mí no me gustaban los sapos. Había estado pensando en cómo moriría. ¿Cómo vas a morir Lorenziux? Una vez vi un cementerio más arriba de Montañita. En ese momento supe que quería ser enterrado en un cementerio chiquito, en un pueblo de pescadores. Y morir con mucho hielo sobre el pecho, mucho hielo, como un tiburón desgajado por cuchillos.

Cuando desperté no había rastro de Mochito ni del viejo pellejudo. La emisora decía son las cinco y cuarto de la mañana. Soplaba un viento fuerte que metía remolinos de tierra en la choza. En qué verga me he metido, en qué verga me he metido, me repetía lentamente, mientras buscaba una manera de salir del Guasmo. Por suerte pasó un bus, medio chacretolia pero funcionando. Me trepo al andar y a lo que me siento un tipo me queda mirando y me pregunta ¿no eres el del almacén? Yo siempre voy allá y tú trabajas allí. Sí, le digo, pero de a vaca porque eso es de mi bróder. De tu bróder, y que haces por el Guasmo. De todo hay que probar en esta vida, le digo. Bueno, casi de todo. Y ahí le corté nota porque no estaba para parlamentos.

El bus ya iba por el barrio Cuba. Estaba sucio, hediondo. ¡Qué chucha! me dije, en peores he estado. Me bajé y me fui a pegar un encebollado. Empecé a caminar por la Domingo Comín rumbo al centro. Paso por el Colegio Salesiano Cristobal Colón. ¡Tu madre! le digo al colegio y me pego una meadita aguardientosa en el muro. Un guardia me había estado viendo y me grita ey ey, borracho, anda a mear a tu casa. No puedo, le contesto, tu mujer dice que vas a llegar temprano. Y, luego de subirme el cierre, desaforado le grito ¡CHUCHETUMADRE! y pego la carrera. Debían de ser las seis y media o algo así. Las aniñadas de la Inmaculada pasaban veloces en sus buses escolares.

Me meto por la Zona Naval. Hace tiempo que no camino por aquí. La última vez estaba con un culito rico, digo medio nostálgico. El sol empezaba a salir y el calor ya se venía. Me fui al depósito de cerveza y compré una bien helada. Pedí un ceviche en uno de los quioscos y allí me senté, a ver pasar el agua chocolateada del río Guayas. Algo me hacía detestar la vida que llevaba. Mucho era tener que lidiar con todos esos hijueputas todos los días. Para lidiar así suficiente conmigo.
Dos mujeres trabajan en el quiosco, me ven y se rien. ¿Y usté tan temprano y ya bebiendo? Todavía estoy disfrutando el día de ayer, les dije. Una de ellas, la más joven, tenía una sonrisa amplia y hermosa, ojos negros piel canela/ que me llegan a desesperar. ¿Puede poner alguna música? Cualquier cosa, les pedí tímidamente. Puso 11Q, una emisora de música aniñada en inglés. No entendía nada y seguro que ella tampoco. Qué chucha dije, de todos modos me gustaba, y la negra estaba como mango. Después cambio a Rumba y sonaba morena de la tierra que me vió nacer/ para darle mi querer/ la quiero con ojos negros/ morena y que sea boricua. El sol estaba alcanzando lo alto. Llegaba más gente. Desde un rincón escuchaba sus conversaciones. Caminaba un par de cuadras, regresaba, conversaba con algunos muelleros y pescadores, y otra vez venía al quiosco por más cerveza. Y así me pasé toda la mañana. La magia del Barrio del Astillero estaba en mí. Era invencible, sabía que tenía un par de ideas en la cabeza, sólo me faltaba descubrirlas. Algo me decía que, después de todo, las cosas no podían ser tan aburridas o malas en la vida. Cuando uno empieza los veinte, eso que llaman la soledad, después de todo, no debe ser tan grave.