martes, 26 de febrero de 2008

Eres cucarachita cucarachón

Después del lanzamiento Iturburu se quedó en Guayaquil. Contrario siempre a la corriente popular, el vate había renunciado a la estabilidad laboral magistérica yoni en pro de la renovación de las letras nacionales, según él. Dijo eso y eso era un decir, pues, a más de escribir el libro Crónicas del Barrio, centrado en episodios autobiográficos y las pecaminosas labores de las mujeres del Cartel de la 9 de Octubre, con el cual esperaba salir del anonimato escritoril, Iturburu andaba metiéndose poco a poco en un dato medio tranfuguero, como tirando a jefe mafioso. Al menos, así decían las malas lenguas, las mismas que, voraces por el desprestigio, regaron también la bola de que al vate le entraba agua por la canoa, que pateaba con las dos piernas. Otros añadían que nada de eso, que en realidad por las calles se lo veía portando pistola, cadena de oro, camisa desabotonada y acompañado de las féminas de dicha organización, a las cuales les grababa todos los recuerdos habidos y por haber que ellas le contaban. También decían las triperinas combatientes lenguas del achaque que se lo había visto acompañado un par de veces del Comandante Duro y figuraba como asesor de la recientemente inaugurada Fundación Macario Briones, dizque orientada a la rehabilitación de ex-presidiarios. Para colmo, se rumoraba insistentemente que estaba a las puertas de comprar la temible cantina Bruca Manigua, ubicada en el corazón de la isla Trinitaria. El vate, decían, no iba solo en sus andanzas, pues había hecho de sus sobrinos, los ya mentados la Roca y Germán, guardespaldas a tiempo completo. Para lo que le quedó ser tío, me decía a mis adentros.

Pero la cosa iba por otro lado. Así, al principio con sorpresa y luego con tristeza, supe que su cambio de vida había venido con excesos chuperiles. Los médicos les habían dado al vate y sus acólitos el ultimatum de paran o se van al hueco, de los cuales el más opcionado en escuchar la llamada de la calva fue Capulina Páez, seguido del Conde de Montecristi y la Condesa de los Reales Tamarindos, por inmisericordes con el trago. ¿Por qué la gente chupa tanto en Guayaquil? ¿Qué gusto se puede encontrar en saborear menjunjes de última calaña como Trópico Seco, Patito y Caña Manabita? Una respuesta certera y convincente a estas profundas interrogantes sólo podía salir de labios de la gran Guga Ayala, eterna magnate de las profecías, o de cualquier ama de casa, cansada de gritos o maltratos y la chirez a la cual el borrachín marido la habría condenado. La verdad estaba también en que, dada la falta de empleo y oportunidades, luego de consumir semejantes manjares alcohólicos, era fácil para los pobres bebedores creerse rama o foco y colgarse de cualquier árbol o viga para asegurarse una anticipada visita a la ciudad de los mudos.

Aumentaba el consumo de alcohol por un lado, mientras por otro, en toda esta maraña de sucesos en la cual los ecuatorianos emigraban por centenas de miles a España e Italia, Guayaquil florecía como ciudad turística. Reconstruían su centro y los barrios aniñados, se multiplicaban los pasos a desnivel y los malls. Los viejos mercados eran transformados en animados centros de sano disfrute, como el Mercado del Oeste, lugar favorito para comer mariscos de algunos guayaquileños, aún con guango en el bolsillo. Por esta explosión comercial, en pocos años construyeron Malecón 2000 y adecentaron el Estero Salado. A la ciudad llegaban visitantes de todo el mundo a disfrutar de una nueva y orgullosa ciudad. Pero mientras el Puerto Principal vencía las trabas del odio centralista y de sus propios temores, y salía adelante como un fuerte navío en medio mar, en sus mismas calles se seguían escribiendo las pequeñas y anónimas historias de la gente pobre, de los que no pudieron huir de la miseria y de los que bregaban día a día por llevar unos cuantos dólares a casa. Y detrás de ese nuevo Guayaquil estaba, más fuerte que nunca, la amenaza de que la corrupción se terminaría de llevar lo que quedaba de Ecuador, un país en el que los militares ejercían un poder absoluto y el capitalismo no traía beneficio sino que arrojaba sólo lo más negativo en forma de desfalco social y cretinismo gubernamental. Ecuador era un país en donde las huelgas de indios botaban a presidentes y la globalización arruinaba la agricultura, un país en el cual ya nadie hablaba con nadie y cada uno llevaba agua sólo a su molino. En esa ciudad y en ese país el tiempo apremiaba y yo seguía solo y sin trabajo.

Así andaban las cosas por esa época. Arrojado a la calle por la eterna chirez, salí nuevamente a buscar a Gutiérrez, quien me había dejado un mensaje para que presto lo contactara.