domingo, 17 de febrero de 2008

Final de cuento, con mambo de Pérez Prado y Machito

Dámaso Pérez Prado: "Mambo 5"


Estaba en el aeropuerto internacional Simón Bolívar listo para tomar el vuelo de American para Nueva York. Llevaba pasaporte en mano y una maleta pequeña. De pronto, por la puerta aparece ella, mi mulata peligrosa, acompañada de tres amigas con unos paquetes. Apenas me vio se acercó, me dio un beso largo, sonado y muy cálido, cosa que provocó una inmediata erección en mí. Te presento a Maribel, Cindy y Mercedes. Ellas quieren saber si les puedes llevar estos encargos, sólo tienes que llamar por teléfono y allá alguien los retira. Después de un beso así nadie puede decir que no. Claro, les dije, faltaba más. En eso escuché la llamada para abordar el avión. Ella me besó nuevamente y murmuró al oido algo que no se puede repetir en estas páginas. Al decirme adiós con la mano me recordó que estaría esperando mi llamada.

Entré por la puerta, hice el chequeo de mis papeles y me subí al avión. Iba pensando en dos cosas: qué carajo había en los paquetes y si Omar Kit Kuero me estaría esperando en el aeropuerto; después de todo, era la primera vez que visitaba la Gran Manzana. Quería resolver el caso lo más pronto posible. La verdad sea dicha: junto a la jodienda de la pobreza galopante, los cambios de gobiernos y el constante saqueo al bolsillo del pobre contribuyente, el hampa asestaba golpes cada vez más contundentes a la sociedad guayaquileña. Lo cual se traducía en el auge de robos de carros, asaltos a sucursales bancarias y casas particulares, y arranchones de alhajas en los autobuses. Esta situación social, declive de la civilización grecolatina, que podría ser aprovechada para un discurso lleno de puerilidades (de esos que siempre dicen los políticos), o como una declaración moral tirada a bacana en cualquier otro detective, a mí me había dado más clientes y ayudado a independizarme de la tiranía de Gutiérrez, quien, como debe recordar el avispado lector, era mi jefe en otros episodios de esta delicuencial saga a la zaga, de este libelo, su libelo favorito.

Efectivamente, Omar Kit Kuero, mi primer ayudante en asuntos internacionales, me estaba esperando en el aeropuerto La Guardia. Qué tal el vuelo, me preguntó. Normal, le dije, un poco cansado. ¿Tienes los datos? Algo mejor que eso: encontré al que hizo el robo. Dice que te conoce, que se vieron una vez en casa del Chugo, en la Ciudadela 9 de Octubre. No comentó nada más, que sólo hablará contigo. Salimos del aeropuerto, tomamos un taxi.

Cuando empezamos a hablar el conductor nos preguntó si éramos de Guayaquil. Afirmativo, le dijimos. ¡Vaya a la verga! Exclamó, yo soy de Manabí. Acto seguido nos mostró la colección completa en CD de los pasillos de Eduardo Brito. Y también tengo los de Olimpo Cárdenas, añadió, con una sonrisa de oreja a oreja. Así, cruzando velozmente calles y avenidas, con la voz en cuello de los cantantes lejanos, llegamos a Queens. Las casas eran pequeñas y frágiles. Había cientos de personas cargadas de bultos, fundas, ropa, cajas o abrigos. El comercio de la Roosevelt me recordaba las abarrotadas tiendas del Mercado Central y sus alrededores. Nos bajamos en una esquina. Por arriba de la calle pasaba ensordecedor el tren, llevando pasajeros a otros barrios hispanos. Nos apeamos y fuimos a la casa de la hermana de Omar Kit Kuero, lugar en el cual, dicho sea de paso y para dejar un claro precedente, tomé un baño reparador de unos cuarenta minutos. ¡Agua en la ducha! Eso no podía ocurrir en Guayaquil.

Kit Kuero me dio un papel con dirección completa y un número de teléfono, y me dijo aquí pasarás los días de tu visita, sólo trata de no tomarte mucha confianza con la gente. No le des tiro a mi cuñado, el pobre tiene sus rollos, vive amargado y cuando se emborracha se pone pendejísimo. No le des bola, ¿estamos? Está bien, le dije, un tanto molesto por el exceso de detalles. Necesito llamar al del robo. No, me cortó Kit Kuero, dijo que él te llamaría. Nos vidrio mañana.

Veía por la ventana a la gente multiplicarse prodigiosamente en las tiendas de negocios, cuando de repente sonó el teléfono. La hermana de Kuerisnai se acercó y me dijo alguien quiere hablar con usted. ¿Aló? pregunté, hecho medio el cojudo ¿quién habla? Cholo Cepeda, soy yo, Viejo Bello, el hermano de Mini Mini, nos conocimos una vez en casa del Chugo. ¿Te acuerdas? Me quedé pasmado. Viejo Bello estaba muerto, yo había visto las fotos en los periódicos después de la captura, la manera en que lo dejaron. Esto era una tomadura de pelo. Si tú eres Viejo Bello yo soy el Avispón Verde, le dije. Después de dos segundos de silencio escuché una sonora carcajada del otro lado de la linea y acto seguido una frase más familiar: Cholo careverga, soy yo, te espero en la 90. Fin de la llamada. ¿En dónde mierda estaba eso? Eso está a dos cuadras de aquí, dijo para mi sorpresa la hermana de Omar Kuerisnai, que había estado oyendo lo que yo hablaba. Perdón repliqué, no sabía que usted estaba cerca. No se preocupe, de todos modos ya conozco a los amigos de mi hermano. A propósito, inquirió ella ¿por qué le dicen Kit Kuero? Es una historia muy larga, otro día se la cuento, ahora debo salir.

Bajé del edificio en busca de la 90, mientras recordaba que a Kitkuero Kuerisnai también le decían Omar do Kueranga, Kueranginha o, simplemente, Kuerito. En la esquina de la 90 y Roosevelt estaban dos pintas esperándome. Uno se acercó y me dijo Viejo Bello lo espera, suba al auto por favor. El chofer pasó con mucha calma varias cuadras hasta llegar a una zona abandonada. Usted se baja aquí y espera. Obedecí, no había otra alternativa. A los pocos minutos llegó una limosina, abrieron la puerta del carro y del fondo salió el mismísimo Viejo Bello, vestido todo de blanco, corbata incluida, bien afeitado, como esos gánsters que uno sólo ve en las películas. Cholo, bróder, ¿cómo estás? Mi sorpresa me había hecho congelar la cajeta. Sí, era Viejo Bello, el que viste y calza. Dime la plena ¿cómo hiciste para volver del más allá? Se rió nuevamente y me dijo un tanto serio, esa historia también es larga y no te conviene saber los detalles. Por lo demás, está claro que cayetano contigo, ofri al cofri, come papaya y guineo o te sarandeo. Tú lo único que sabes es que me mataron en una persecusión. Y cambia esa cara. Sube, te voy a dar una vuelta por la ciudad. Primera vez en la Manzana ¿verdad? Sí, contesté, mientras subía a la limosina. ¡Limosina! Cholito, me dije, ¿en qué chucha te estás metiendo.

Convertido en franco guía turístico, Viejo Bello me decía aquí hay un poco de todo, más boricuas que en Borinquen y quisqueyanos que en Quisqueya. Ahora vamos por el puente de Brooklyn, y lo que ves al fondo es Manhattan. Me parecía ir en un carro con Madrake y Lotario al volante. Al poco rato, sin darme cuenta, tenía una Heinecken en mi mano y estaba escuchando a Henry Fiol. Tengo pena contigo/ tú dices que estás penando/ yo tengo pena contigo, sonaba en mis oídos. ¿Te acuerdas? Fiol llegó a la Quinta Patricia con la gente de la Sar All Stars, con El Caminante Roberto Torres, Charlie Rodríguez y Jorge Maldonado. Ahora la limosina cruzaba las calles de Manhattan con sus edificios queriendo babilónicamente llegar al cielo. Luego Madrake le habló a Lotario y le dijo llévanos a New Jersey. ¿Qué te parece la ciudad? Bacana le dije, mucho más grande de lo que me imaginaba. Cruzamos el río y llegamos a una boite llamada La Boquita de Rosita.

Lotario estacionó la limosina y, desde la atalaya que era el parqueadero, Viejo Bello continuó: acá viene la gente de la Ciudadela: Ronquillo Ronqui Moqui (se refería al legendario Baby Caretopla), Petete Medina, Monín Sir Dángala, los hermanos Machucagente y Juan Cerebro. Todos. Hablan, fuman, se toman mil cervezas y se ajuman hasta las patas. Quédate aquí si quieres, yo te mando a los muchachos para que te lleven de regreso a Queens, golpe de tres o cuatro de la mañana. Acto seguido, y sin esperar respuesta, me abrió la puerta, puso unos billetes en mi bolsillo, me dijo para los gastos, te llamo mañana y ahí hablamos del asunto. Cayetano contigo, ya sabes, yo estoy muerto, repitió. Eso de creerse muerto le encantaba.

Salí del carro y entré a la boite. La música era agradable, las meseras vestían trajes apretados y sus formas incitaban a los más bajos placeres ¿Qué toma Su Merced? Una Heinecken, le dije, mientras me sentaba sin saber exactamente lo que tenía que hacer allí. La gente llegaba y el ambiente empezaba a ponerse bacán. Las parejas bailaban las canciones de Oscar D’León, Luis Enrique y Marc Anthony. A la tercera cerveza pude reconocer a unos manes que estaban sentados cerca de la barra. Eran ellos, no había duda, a pesar de los años estaban iguales. Me acerqué. Se quedaron mirándome y casi al unísono me gritaron ¡¡CHOLO CEPEEEEDA!! y nos dimos un abrazo. Eran Petete, Juan Cerebro y mi compadre Caretopla ¿Cuándo llegaste?
Nos sentamos y mientras nos poníamos al tanto de los chismes les dije que había venido a encontrar información sobre el robo del testamento. Se quedaron callados y luego Petete exclamó: ¡ah! eso sí está jodido, se hizo una bomba del rollo, parece que hay mucho guiso metido en la colada. Fue una cosa de profesionales. Sí, les confirmé, hay millones de dólares de por medio. Silencio. Y entonces, ¿hasta cuándo te quedas? Calculo que en cinco días tendré la información que quiero.

Luego de ese diálogo medio infructuoso, entramos en borrachera, teniendo como fondo escénico a las damiselas, que caminaban en las pasarellas como Chuchito las trajo al mundo. Petete me mira con asombro y dice vaya a la verga, quién creyera, tú, cholito a la gaviria, detective, qué nota. Y yo que creía que te ibas a hacer abogado o profesor. Yo también lo creí, repliqué, pero en Ecuador hay muchos abogados, y los profesores son un montón de huelguistas malpagados. En cambio, ser detective es como actuar en una película, sólo que sí te puede salir el tiro por la culata. Me daba cuenta de que mi verbo se ponía guacharnaco y eso auguraba la hora de irse al sobre. Desde una esquina de la barra, los muchachos de Viejo Bello se me acercaron. Uno de ellos me dijo es hora de irnos Don Cepeda.

De regreso a casa, la hermana de Kuerito me tenía un mensaje: dice Omar que lo espere, que necesita hablar con usted. Muchas gracias señora, repliqué, y disculpe por llegar tan tarde. Tan temprano querrá decir, replicó molesta. Sólo un caldo de pata o un pescado frito con arroz donde los maricones (Guayaqil, Mercado del Sur, valga la propaganda) podían volverme a la vida. Ergo: extrañaba La Perla del Pacífico.

Al día siguiente hice las llamadas para que retiraran las encomiendas que había traído. Luego me dije ¿un detective como yo de recadero? Tenía que hablar con mi mulata sobre esto a mi regreso. Kuerito se apareció y empezó a preguntarme sobre lo que había ocurrido el día anterior. Debí inventarle una historia larga y aburrida. Cuando me encontraba en esas, lo que hacía era repetir algún caso anterior. Siempre funcionaba. Pero esta vez algo me decía que mi ayudante, el super agente Omar Kit Kuero, Kuerito do Kueranga, pensaba que yo, su otrora pana y ahora jefe, le estaba viendo la cara de pendejo.

Hacia el mediodía Viejo Bello llamó nuevamente y nos volvimos a ver en circunstancias similares. Estábamos en el corazón comercial de Queens. Había tanta gente que era difícil caminar con tranquilidad. Mucha gente igual choreo, esa era mi ecuación ¿Cuál era el puñetero gusto de comprar tanto? Gran misterio. Entramos a un restaurante, nos sentamos y ordenamos algo. Cholo, empezó a decir Viejo Bello, los detalles del robo no te los voy a dar, eso es secreto profesional. Viejo Bello tenía el cansancio en su voz y en su mirada. Sólo te voy a decir que nosotros lo único que hicimos fue apoderarnos del testamento y ponerlo en manos de quien nos contrató. Recuerda que en estos asuntos no puede haber intermediario. ¿A qué viene el consejo? le pregunté. Con una mirada de padre, molesto pero tranquilo, me dijo porque el que te contrató nos contrató también a nosotros para que te matáramos. Quiere dar la imagen de que su familia lo quiere marginar del reparto de la herencia. Sabe que el testamento no lo favorece. Te contrató para que vengas acá y nosotros te matemos, repitió un tanto ofuscado. Así, podrá decir que un investigador contratado por él, al descubrir la verdad, fue asesinado por sus enemigos. Me quedé pasmado. ¿Y cuándo me van a matar? le pregunté. No seas estúpido, gritó. De ser así no te hubiera invitado a comer. Vas a tener un accidente, sólo eso. Vas a regresar a Guayaquil bastante abollado. Igual, nosotros al cerrar el contrato lo convencimos de que matar a un detective, aunque sea de segunda como tú, no es algo que se le pueda pasar por alto a la policía newyorkina. Además, el chiste nos puede meter en problemas, ponernos en jaque y arruinarnos aquí el negocio. El hombre aceptó y ya sabe cómo hará público el atentado. Tú: cayetano contigo, no sabes nada más. Ahora come que eso se te va a enfriar. ¡Comer! Con semejante noticia el hambre se me había ido a los talones.

Cuando regresé a Queens ya habían retirado los encargos. Vinieron también dos hombres a buscarlo, me dijo la hermana de Kit Kuero. Omar dice que quiere hablar con usted, que regresa ahora y que lo espere. En esos momentos tocaron duro la puerta. Era mi cita con la muerte. Yo abro, le dije a la señora, usted siga haciendo sus cosas, debe ser para mí. Me acerqué sin hacer ruido, con la izquierda abro y con la derecha doy el primer tiro. Abrí. ¿Qué chucha haces con eso en la mano? gritó el super agente Kit Kuero ¡Te va a ver mi hermana, careverga! Se sentó y más tranquilo me dijo la cosa no está tan buena. Creo que debes irte pronto. Te están buscando, un par de sicarios te quieren matar ¿Qué mierda has hecho? Sólo dos días y ya te han visado al cielo. Aquí está tu boleto, te regresas porque te regresas. A esas alturas no iba a discutir nada. En la vida hay momentos en que es mejor callar, hacerse el cojudo y pegar la carrera, cubrirse el trasero y pegar la carrera. Estaba en terreno enemigo y los héroes habían muerto en la independencia. Ya habría manera de ajustar cuentas con el contratista.

Kit Kuero llamó a su hermana e hizo que nos despidiéramos. Ella sólo dijo en voz baja tenga cuidado, y se metió rápidamente al cuarto. ¡Su hermana! Ni siquiera había le preguntado su nombre. Cuando bajamos, un taxi nos esperaba (no era el manaba, por si acaso). De aquí al aeropuerto, rápido, sin parar ni mirar a nadie y con propina, le dijo Kit Kuero al conductor. Nos dimos un abrazo y quedamos en vernos en Guayaquil.

El taxi salió lento por las transitadas calles de Queens. Luego de varias cuadras se detuvo frente a la luz del semáforo. Yo llevaba el dedo en el gatillo, no pensaba irme solo en el viaje. “Bastante abollado”, como dijo Viejo Bello. Cuando el taxi se detuvo en otro semáforo, los sicarios se bajaron de otro carro. Disparamos juntos y todo se fue volviendo oscuro, oscuro y lejano.

Machito y sus afrocubanos: "El eco del tambor"