martes, 26 de febrero de 2008

El secuestro de la periodista del New York Times

Cuando llegué a la Cofradía del Bolero encontré a Gutiérrez acompañado de Donald Maier, un gringo medio hippie que había visto tocando jazz en la Luna Amelcochada. Saludé con ambos y prontamente el primero se despidió dejando en claro que, desde ese momento, la cosa estaba totalmente en mis manos, y que mientras él menos supiera en qué me metía, mejor. El hippie no había resultado tal. Estaba a cargo de la seguridad del consulado de Estados Unidos, hablaba buen español, sonaba muy coherente y tenía un trabajo para mí. Era una misión riesgosa pero, de dar el resultado, podía ser la antesala de una contratación a largo plazo, según sus palabras.

¿Recuerdas lo que ocurrió con las estudiantes que llegaron de Nuevo México? me preguntó Maier. Sí, le dije, estuve enterado de todo y uno de mis contactos me contó que nunca lograron comprobar la culpabilidad de los policías implicados en el crimen, pues todos tenían buenas coartadas. Frustradas por el estancamiento de las averiguaciones, las familias de las víctimas pusieron una demanda en los tribunales internacionales contra los gobiernos de Estados Unidos y Ecuador, por negligencia y encubrimiento. A veces, me dijo Maier, me gustaría quedarme solo con los asesinos. En menos de cinco minutos los hago cantar. Claramente, Maier había tocado el fondo de su paciencia y hablaba desde la impotencia que provoca la impunidad.

Tenemos informes confiables de que los mismos policías están alistando otro golpe, continuó Maier, esta vez en confabulación con terroristas colombianos. Han planeado secuestrar a una periodista del New York Times que está cubriendo el tema de la narco-guerrilla. Ella está por llegar. Le estamos haciendo un seguimiento detallado de su trabajo. No nos gusta lo que dice ni lo que hace, pero ese no es el problema, pues siendo estadounidense y trabajando para dicho periódico es mejor que nos evitemos otro escándalo. Además, es parte del juego democrático respetar la opinión contraria. La periodista tiene un contacto entre los narcos, el mismo que se ha comprometido a darle el acceso que busca para una entrevista con uno de los jefes. El argumento de los narco-guerrilleros es que todo es culpa de Estados Unidos porque el consumo está allá y no en los campesinos que la cultivan. La periodista no lo sabe pero tenemos informes de que van a tratar de secuestrarla, pues el contacto que tiene es, en realidad, uno de los involucrados en el crimen de las estudiantes.

De aceptarlo, tu trabajo es asegurarte de que ella salga intacta de todo esto y descubrir cuál es la coartada que los policías implicados van a utilizar esta vez, así nos les adelantamos en la jugada. Luego los apresamos y extraditamos a Estados Unidos, pues está claro que en países como éste los pecadores nunca pagan. Además, estamos seguros de que ellos saben quiénes más trabajan para la narco-guerrilla.

Maier hizo una pausa y añadió: a los terroristas no les importa si causan desastres en Ecuador, Venezuela o Colombia, sólo les interesa enriquecerse destruyendo vidas de gente inocente, víctimas sociales o débiles de carácter. Guerrilleros o paramilitares da lo mismo, son criminales financiados por los narcotraficantes a través de organizaciones sociales fantasmas, donaciones o fundaciones. Lo sabemos a ciencia cierta y los tenemos en la mira, acotó saliéndose un tanto del tema central. ¿Aceptas el trabajo?

Yo lo había estado escuchando atentamente mientras calculaba la parte logística de la operación, así como el pago de una buena cantidad de dólares que, esperaba, me permitirían salir de mi precaria situación. Que sí me interesaba, le dije, y le pedí más detalles. La misión era de mucho riesgo pero la paga era buena. Antes de despedirme me enseñó un aparato electrónico pequeño. Esto es un GPS me dijo, lo vas a necesitar. ¿Cómo los que usan para rastrear a gente perdida? Exactamente, replicó. Sólo tienes que prenderlo y nosotros inmediatamente sabremos en dónde te encuentras.

En los próximos días te llegarán unas fotos y más datos sobre la periodista, también una cantidad de dinero para gastos extras. El pago se hace sólo al terminar la operación, es por seguridad. Tú te presentarás como asociado de la Municipalidad de Guayaquil y delegado del Círculo de Periodistas. El resto del plan es asunto tuyo, nosotros ni te conocemos y, si acaso hay alguna complicación de última hora, públicamente negaremos tener conocimiento de tu persona. Ok, le dije. Nos despedimos sin mayores contratiempos.

Días después recibí las fotos y los datos personales de la periodista. En mi plan estaba presentarle a alguna gente de profesión, pues se sentiría más cómoda rodeada de colegas. Cuando se está en esas, mientras más gente lo rodea a uno mejor. Mis fuentes en la policía, por unos nada despreciables dolarillos, me habían adelantado la posible fecha del secuestro y la manera en que lo harían.

Cuando llegó el avión pude ubicarla sin problemas. Tendría treinta y pico de años, era de mediana estatura, pelo y ojos negros y se la veía fuerte de carácter. Luego de los trámites de llegada y obtener el sello de inmigración me acerqué a ella y me presenté. Mucho gusto, me dijo en buen español y con una amplia y bella sonrisa, me llamo Victoria Weinberger. Encantado, respondí, dándole la mano mientras me aseguraba de que nadie nos estuviera siguiendo.

Con los días la llevé al Crónica Roja y le presenté a Miriam Matilde y al Conde de Montrecristi, el cronista del submundo guayaquileño, aprovechando que Carecamiónchocado, su jefe, no estaba por los alrededores. Allí todos se interesaron en saber más de ella. Al fin y al cabo, no se recibía a alguien del New York Times todos los días por esos lares. Victoria Weinberger me contó de sus viajes y antiguas experiencias en Centroamérica. Se había enamorado de Nicaragua, país que conocía al dedillo, así como a algunos de sus líderes políticos, incluyendo al temido Comandante Oscar Flores, alias “Oscarini”, terror de las huestes somocistas y sandinistas, de la Contra y la Recontra, y serio aspirante a la presidencia del diminuto y golpeado país de Rubén Darío. Tenía también un amplio conocimiento sobre las pandillas internacionales que operaban en Guatemala y Honduras, aunque menos de las redes de inmigración ilegal al país del norte, coordinadas desde El Salvador.

Me dijo con orgullo que era descendiente de sefarditas y que su familia había salido de España con destino a Polonia muchos siglos atrás, pero que tenían toda la documentación detallada para probarlo. Me informó además de la manera en que sus abuelos habían logrado escapar del holocausto nazi y llegado a las costas de Nueva York hacia fines de la segunda guerra mundial. Orgullosa de su pasado ibérico y judío, continuó describiéndome la sinagoga de Toledo y las buenas relaciones que alguna vez tuvieron con los árabes. Me dijo que tenía tanto derecho a considerarse española como cualquier ecuatoriano, detalle que me alegró, pues sabía que, a no ser por la reticencia de algunos imbéciles de la Madre Patria y la mentalidad pueblerina de otros, reclamarle la doble nacionalidad a España era lo mínimo que se podía hace r después de que ésta se enriqueció gracias al saqueo que hicieron del Nuevo Mundo.

Durante varios días la Weinberger se dedicó a dar charlas y conferencias en diversos lugares, todo lo cual había sido posible gracias a mi labor propagandística. Mis fuentes me informaron que ya había sido contactada por los secuestradores, me dieron la fecha y hora del secuestro y también me dijeron cómo pensaban hacerlo: ella debía llegar a una dirección pero sería interceptada y desviada de la ruta original. Sin embargo, había algo raro en los informantes, pues el exceso de detalles sugería que, posiblemente, habría un cambio radical a última hora. Victoria Weinberger, siguiendo con naturalidad la ingenuidad de las gringas que se las dan de independientes en tierra ajena, confíaba en que su nacionalidad sería suficiente para amedrentar a cualquiera. Yo sabía que era lo contrario.

Cuando salió al encuentro del supuesto guerrillero colombiano la seguí e inmediatamente corroboré que los planes no coincidían con mis fuentes. Valieron varenga y se me llevaron el billete, estaba claro, pero no era hora de entrar en distracciones. Había que concentrarse en lo que estaba por suceder. La Weinberger tomó un taxi que la estaba esperando y se bajó luego de varias cuadras sólo para tomar otro y repetir el amague dos veces más. Esto, que era obviamente parte del plan para despistarme, en realidad me estaba mareando y también cabreando. Yo la había seguido con dificultad en otro taxi que tuve que alquilar (a precio muy caro, debo añadir) el mismo que, para variar, no quiso continuar el trayecto. En el último cambio, ocurrido en la esquina de Aguirre y Tulcán, dos carros la interceptaron.

Rápidamente la subieron a un tercer vehículo que pasó veloz rumbo al sur mientras los otros se desaparecieron camino al norte. El que se llevaba a la Weinberger era un SUV Toyota negro con vidrios ahumados. Frente a dicha situación, y recordando que hay veces en que no queda más que lanzarse a la conquista de lo desconocido, me paré en media calle, saqué mi mágnum, detuve a un auto y le dije al chofer: te devolveré el carro en tres días, aquí mismo y a la misma hora, confía en mí y no te preocupes, ahora bájate chucha o te pego un tiro. El sorprendido chofer hizo nerviosamente lo que le exigí y presto me enfilé rumbo al sur detrás del Toyota.

Las calles, apoderadas plenamente por el quechuchismo de los conductores, se habían convertido en pistas de carrera. El Toyota tomó Los Ríos rumbo al sur. A la altura del Cangrejal de Ochipinte viró a la izquierda, hasta llegar a Machala y desplazarse raudo por la ancha avenida para tomar los pasos a desnivel de Antepara. Cruzábamos ya Francisco Segura y el Toyota devoraba camino. Fue sólo entonces que, esquivando una luz roja que amenazaba con hacerlos perder de vista, divisé a lo lejos que sacaban a Victoria Weiberger rápidamente del Toyota para subirla a otro SUV, un Ford blanco. El Ford arrancó violentamente hacia el Guasmo Central y el Toyota viró a la derecha y entró a Las Malvinas. Fue entonces que pensé que la plagiada no se encontraba en el Ford sino aún en el Toyota y que la mujer que había visto era una substituta. Además, deducción guayaca ante todo, Las Malvinas eran mejor santuario para una operación de ese tipo. Con la suerte echada y amarrándome los güevos del temor, decidí seguir el Toyota. Así, desde varias cuadras atrás, vi que se detuvieron a un lado de una bodega.

El sol caía meridianamente sobre mi cabeza. Paré y parqueé mi carro que, como se recordará, no era en realidad mío, a varias cuadras del Toyota. Observé claramente cómo la bajaban amordazada y la manera en que la secuestrada se resistía. La habían llevado tirada sobre el piso mientras le apuntaban a la cabeza. A pesar de que estábamos en una zona relativamente poblada, nadie se asomaba por las ventanas. Solamente un par de manes pasaron por allí con cara de este asunto no me incumbe. Yo, como sabía que no estaba para librar batalla desigual, opté por ponerme a resguardo en una tiendita sucia en la cual prendí el transmisor GPS, mientras me aseguraba que no se llevaran a la Weinberger a otro escondrijo y pedía una botella de agua mineral.

A los poquísimos minutos apareció un helicóptero del ejército sobrevolando la zona y, en franco plan de asalto, policías de la Brigada Anti-Secuestros o BASE, como les gusta llamarse, la misma que se había creado hacía poco con financiamiento y asesoría militar de Estados Unidos. Entre los que acordonaron el sitio estaba el agente Donald Maier quien, dicho sea de paso, se había afeitado y cortado el pelo. Ahora vestía camisa blanca, corbata, pantalón cafés y gafas negras. Su entrada en escena fue como de película, pues venía parado en la parte externa de una camioneta, dejando ver claramente el estuche de su pistola. Les dije dónde tenían a la Weinberger y enseguida se armó el coge-coge. Acordonaron el lugar y, megáfono en mano, les exigieron a los secuestradores que se rindieran.

Estos, lo primero que hicieron fue responder con varias ráfagas de metralla desde adentro, a la voz de vengan a sacarnos maricones. Siguiendo mi natural costumbre de protegerme ante el peligro, mi chola figura se lanzó deúna al suelo, ganándose de premio inmediato una revolcadera en el polvo de lo que llamaban calle pero que más tiraba a camino vecinal. A las ráfagas de los secuestradores sucedieron otras ráfagas de la policía, como diciendo aquí los que tienen los güevos más grandes somos nosotros.

Dentro de poco mi labor se volvería más importante de lo que hasta ahora había sido pues, y a pesar de la renuencia de Maier por aquello de que con los secuestradores Estados Unidos no negocia, decidieron enviar a un cojudo con una banderita blanca para establecer contacto con los delincuentes. El cojudo de la banderita era yo, obviamente, ya que era el único que no podía ser tomado como miembro de la BASE, pues no era serrano. Como los secuestradores exigían la presencia de un miembro de la Cruz Roja, me disfracé con una ropa que me autorizaba tal representación, llevando también un teléfono celular que facilitaría la comunicación entre los dos bandos. Así, prontamente llegué a la casucha. Lo primero era confirmar que Victoria Weinberger estuviera aún con vida.

Cuando entré me fijé que la habían puesto de escudo humano justo a la entrada, como para recibir las primeras balas. Los muy cobardes también le habían tapado la boca. Ella me reconoció inmediatamente y sólo abrió bien los ojos, como diciéndome qué carajo haces aquí. Los secuestradores se habían escondido detrás de unos barriles plásticos gigantes, de esos azules que, en digna mejor oportunidad de uso, son muy buenos para helar cerveza y colas. A lo que entro me caen dos, me lanzan al suelo y me revisan para asegurarse de que no estaba armado. El celular es para que se comuniquen con la policía, les dije. Me detallaron las condiciones de la entrega, los autos que querían, el lugar en el cual un helicóptero los recogería y la manera en que debían estar distribuídos los dólares del rescate. Me dijeron que sólo de esa manera tendríamos a la Weinberger con vida y que los de la brigada no se hicieran los bacanes porque a ellos morir tampoco les costaba nada. Y diles que no se demoren mucho o se la comenzamos a entregar de a pedazos, añadieron, mientras iba saliendo de la casucha. Toma, me dijo una voz cuando ya estaba afuera. Este no es de ella pero el próximo sí, dijeron, a la par que me lanzaban una pequeña caja. La abrí y encontré un dedo femenino con la uña pintada de rojo. La gaver, me dije mentalmente, esto puede terminar muy mal.

Regreso, les cuento a la gente de la BASE lo visto y oido y les entrego la caja con el dedo. Inmediatamente se pusieron a pelear entre ellos porque no estaban seguros de cuál de los planes debían seguir. Me di cuenta de que lo que menos les importaba era la vida de la periodista, pues cuando les informé de las ubicaciones exactas de los secuestradores y ella hicieron caso omiso. Maier no se opuso a sus planes. Para mí, estaba claro que la única manera de sacarla sana y salva era si yo mismo participaba en el asalto. Con este fin les mentí diciéndoles que los secuestradores exigían que fuera yo mismo quien les llevara el dinero y que eso no lo iban a negociar por celular ni nada. También les recordé que la opinión mundial y el gobierno del norte estaban pendientes de lo que ellos harían, después de todo, si una periodista internacional como Victoria Weinberger moría en el asalto, ni los políticos ni los policías mantendr ían sus puestos de trabajo. Así, planificaron el asalto, aunque yo me reservé el derecho de cambiar las cosas sobre la marcha. Me molestaba no saber si aún la tendrían de escudo o la habrían cambiado de lugar.

Las negociaciones seguían un lento y tortuoso camino, ir y venir, llamar aquí, conseguir permisos allá. Dicho en buen romance: una mierda. La noche había caído en Las Malvinas y, a varias cuadras del secuestro, las calles se habían transformado con las horas en feria de pueblo con palo encebado incluído. Los vecinos se amontonaban y ahora sí se asomaban en las ventanas y puertas de sus casas, los muchachos jugaban en la oscuridad al vale, la culebra, el pepo, las escondidas y hasta al Burrito de San Andrés. Los pandilleros de la zona habían decidido apertrecharse en sus esquinas, pensando quizá en que, al final, habría algún botín sobrante, digno de sus conciencias hieniles y retumbacas, de sus bajos deseos sirumeles. Había también vendedores de churrascos y hasta canelazos, bebida que hasta hacía poco sólo se encontraba en los pueblos andinos y no en la ciudad do manso lame el caudaloso Guayas. Al fondo de la cal le, en media vía pública, un cura seguido de decenas de feligreses, oficiaba una misa contra la violencia y en homenaje al Papa.

La poca luz que llegaba de las esquinas fue cortada por la policía. Me dieron un maletín con dinero pero no con la cantidad acordada. Es todo lo que pudimos reunir, me dijeron, de todos modos no van a tener tiempo para gastarla. Me puse un chaleco anti-balas y encima la camia de la Cruz Roja. Mi mágnum, les dije. Que no, contestaron, que eso podía poner en jaque (palabras textuales: “poner en jaque”) la operación. Se van a la puta que los parió, les grité, sin arma yo no entro. Ante tan inesperada y varonil expresión de mi parte tuvieron que acceder. Es hora de terminar de una vez por todas con esta charada (palabra también textual: “charada”) dijo Donald Maier.

Me acerqué nuevamente a la casa. Esta vez un paso en falso podía resultar funesto para la secuestrada y, obviamente, para este cholito servidor del bien común. Entré y, a pesar de la oscuridad, me di cuenta de que a la entrada habían puesto una lámina cóncava de acero. Aquí está el dinero, les dije, tirándoles la maleta abierta por el aire, sacando mi pistola y dándole un tiro en la barriga al que primero apareció. Esta avezada triple acción voladora culminaba con mi aparatosa caída sobre Victoria Weinberger, a quien, ya sin ninguna mediación caballeresca, la alcancé a tirar al piso halándola de los cabellos con silla y todo, para cubrirla con mi cuerpo. A la par que esto sucedía entraba en feroz jauría un número interminable de agentes de la BASE, los mismos que, sin aguantar paro, repartieron bala a diestra y siniestra, dejando una secuela de muerte y sangre en el piso. Una vez que se aseguraron de que lo s secuestradores estaban rumbo al más allá, la Weinberger y yo pudimos salir de la casa.

Afuera nos esperaban algunos periodistas del Crónica Roja, quienes se habían enterado de lo ocurrido a través de las transmisiones de radio de la policía, a la cual tenían acceso, y de las emisiones de la tv local afiliada a la CNN. Todos se alegraron de ver a su colega gringa intacta. Ella lloró un poco por lo fuerte de la experiencia pero se recuperó pronto. Empezó a hacer declaraciones a la prensa y hasta recibió una llamada por teléfono celular de su madre quien, desde Estados Unidos, había seguido la secuencia a través de la pantalla chica. Yo, como sé que en estos y otros casos el anonimato es preferible a la payasil fama televisada, opté por esconderme entre los vehículos mientras la gente aplaudía la operación y Maier y el capitán de la brigada se felicitaban junto a los demás policías. Victoria Weinberger se acercó y me dio un beso diciéndome gracias, eres mi héroe, has salvad o mi vida. De pronto apareció Miriam Matilde con cámara fotográfica en mano. Me pidieron que te tomara una foto, me dijo. No gracias, contesté, a lo mejor en otra ocasión. Cosa que no le gustó nada, pues se volteó inmediatamente y se fue sin decirme palabra. Pero qué grande y bella nalga tiene esta muchacha, me dije, arrepentido de haber rechazado su propuesta, sobre todo porque, de todos modos, uno de los perros de Carecamiónchocado ya me había tomado una foto al descuido. Dato que me costaría caro, como se verá posteriormente.

Durante los siguientes días la televisión no dejó de pasar secuencias del asalto. El capitán de la policía confirmó que los secuestradores, ninguno de los cuales quedó vivo, eran ex-elementos de su respetable institución y también los culpables de la muerte de las estudiantes universitarias de Nuevo México. Les veníamos siguiendo la pista desde hacía meses, concluyó. El consulado emitió un boletín felicitando a la policía y confirmando que el gobierno de los Estados Unidos seguiría ayudando al Ecuador en su lucha contra la corrupción y el narcotráfico y que, para demostrarlo, construirían próximamente una base militar en Manta. Yo, como lo prometí, al tercer día y a la misma hora, regresé a la esquina de Aguirre y Tulcán y le devolví el carro plagiado a su dueño quien, antes de partir, me dijo entre cabreado y resignado me enteré de todo por la televisión y preferí no denuncia rte, buen camello, pero la próxima vez cómprate un carro.

La última vez que vi a Victoria Weinberger fue poco antes de que partiera rumbo a Lima, ciudad en la cual habría de entrevistarse con uno de los sobrevivientes del asalto a la Embajada de Japón, a manos de Sendero Luminoso, otra de las lacras armadas que azotaban la tierra de los incas. Yo recibí el pago acordado con Maier y, sin que me dé pena confesarlo, pude pagar algunas cuentas atrasadas y poner el dinerito que sobró en mi colchón y en algunas partes del techo, pues ya no había banco confiable ni empleo estable en Ecuador. La crisis seguía su interminable torbellino de destrucción del bolsillo del pobre.