viernes, 22 de febrero de 2008

Nocturno de celaje deslumbrante

Volvamos a la noche del lanzamiento del libro El Cholo Cepeda, investigador privado. (Por si acaso, amiga lectora, un lanzamiento de libro no debe de ser interpretado literalmente, pues estos nobles objetos no llegan a convertirse en pájaros nocturnos ni cosa parecida). Con la crisis guisil, la globalización, la dolarización de la economía ecuatoriana y los desaciertos del presidente de turno, el lanzamiento es la única oportunidad para vender un libro recién publicado: alguien habla un par de cosas, la gente compra el libro, se dan autógrafos y se hace un brindis. Libro que no se vende el día del lanzamiento será carne de polillas, o éxito de bodega, como acotaría el Conde de Montecristi.

Estamos en las calles Antepara y 9 de Octubre. Museo Antropológico del Banco Central de Guayaquil. Enero 15 del 2002, 7 pm con calor augurando lluvia. En los bajos del edificio la gente se arremolinaba en largas colas, en medio de gritos de los guardias, vendedoras de morocho, carnes en palito y agua de manzanilla, amigos y parientes del autor, personal de la Universidad Católica, gente del barrio, estudiantes del Colegio Eloy Alfaro y público en general. Las colas eran tan largas que se habría pensado eran de jubilados del Seguro Social o para pedir visa y viajar a un país extrajero. Caso nunca antes visto. En el cielo se seguían amontonando nubarrones que pronto se convertirían en un fuerte aguacero. Súbitamente, el pequeño salón de actos del edificio se vio repleto de las colegialas más bellas de la ciudad. Iturburu, que se afanaba en exibirse frente a las damitas, hizo un recordatorio de cómo había escrito el libro y agradec ió a los auspiciadores. Una de ellos, culta y bella venus del manglar, después de achacar el libro frente al público, le dijo riéndose en corto al poeta: “esa parte del libro que dice estirarte las estrías del ortensio no la había escuchado nunca”. Iturburu, para terminar el acto y en otra de sus ocurrencias, me abrazó frente a las muchachas diciendo “éste es el personaje del libro, mi pana, el cholo Cepeda”. Cosa que, valga el acote, no me gustó nadita, pues inmediatemente las jovenzuelas pensaron que entre autor y personaje había algo que flotaba sobre el water. Y ese oficio no me gusta, man-tan-tiru-tiru-lá.

Terminado el evento entró el editor precedido de su voluminosa barriga y educadamente le dijo al público que había que desocupar la sala porque afuera más gente quería que repitieran el acto. Sí amiga lectora, repetir el acto, como si se tratara de una función de teatro o cine continuo. Y otra vez se llenó el salón y otra vez se dijeron las mismas palabras. Y todo ocurrió como si viéramos dos veces la misma película. Y otra vez salió el editor y hablaba de volver a repetirlo hasta que uno de los duros de la editorial, Miguel Donoso Pareja, dijo no chucha, ya no hablo más esta noche. Ante tan firme negativa de questo afamado caballero, gurú de los jóvenes escritores, el editor de la voluminosa barriga dijo rápidamente al ya renovado público están todos invitados al brindis. Y allí, al calor de unos vinillos, se congregaron la gente del barrio, las colegialas, y un grupo de mujeres conocido en los bajos fondos como el Cartel de la 9 de Octubre, formado por la negra Linda Arias, la Chocota, la Condesa de los Reales Tamarindos, Gina Portaluppi, la negra Sonia, Nina Pacari y Shirley Temple. Estas últimas, aprovechando que Iturburu no sabía decir que no, se le acercaron al oído y le dijeron discretamente escribe un libro sobre nosotras porque fuimos nosotras quienes le dimos vida al barrio. Nosotras somos las bacanas, sentenciaron. Yo, desde una esquinita de la sala las escuchaba hecho el gil. Iturburu, riéndose, sólo seguía firmando autógrafos.
Hora de cerrar, nos dice el guardia. No importa, replicaron todos, pues el vino hace rato que se acabó. Vámonos a seguirla al Montreal. Sí, vamos allá, allá está la gallada.

Ya en la esquina de Machala y 9 de Octubre, en medio de los puestos de comida noctura y junto a las primeras gotas de la noche, el poeta fue llamado por los vientos del destino que esta vez correspondían a Filomeno Barbuchetti, patagonio profesor universitario quien, de manera sincera y tranquila, mientras miraba pasar los carros, le dijo me gusta tu libro ché, ya lo he leído dos veces. Me gusta porque es como Guayaquil, porque en Guayaquil ché, aquí no pasa nada, aquí los problemas sociales nunca se resuelven. A lo que educadamente el poeta agradeció con un abrazo y la promesa de que lo buscaría en los próximos días. Y seguimos rumbo al mentado Montreal.

Llegados e instalados cómodamente en las afueras del bar, cobijados del ya torrencial aguacero que se había cebado sobre el pobre Guayaquil, nos unimos al Conde de Montecristi y su consorte la Condesa los Reales Tamarindos. Estaban también Capulina Páez, el Cabo Maruri, el super agente Cerebro (o Johnny Brown, como dice que le dicen en el Manhattan), de paso fugaz por la ciudad huancavilca, y el avaro Gutiérrez quienes, como el educado lector recordará, aparecen en el libelo detectivesco del cual éste es la continuación. Luego llegarían dos sobrinos del poeta, Germán y la Roca, a quienes las preciosas damitas del pensil guayaquileño pueden localizar en el salón Cofradía del Bolero, pues los muchachos son sus nuevos propietarios, aunque también pueden encontrarlos en cualquier calle o barrio marginal, ya que siguen fielmente la tradición de giróvagos medievales, lo cual traducido significa que andan vagando a pata por ahí, jodiendo la vida, como para matar el tiempo. Todo iba bien hasta que Iturburu abrió el pico y se puso a hablar de literatura policíaca. Lo que dijo en el Montreal debe considerarse un craneo de los principios macho-guayacos o un ejemplo del divino hablar guevadas, según el color del cristal con se mira.

Nos dijo el poeta, mientras unos lo miraban atentamente y otros se le reían en cortijo: en el siglo XIX había detectives ingleses quienes, como por arte de magia, como si fueran el gran cacao, resolvían los casos sin levantarse de su asiento, como Sherlock Holmes y Poirot, el de Agata Christie. Algunos por aquí creen que esa es la escuela a seguir. Pero eso es paja porque no existe. La realidad no funciona así, nadie puede hacer eso. También encuentras a otros detectives, gringos sobre todo, de los años 30, que andaban medio a la deriva en la vida, odiaban a las mujeres y al final todo les salía mal, pero resolvían el puto misterio, descubrían quién había matado a quién, los móviles y el botín y se desaparecían en la oscuridad de la noche. Claro, estaban más pegados a la vida, no andaban con guevaditas cerebrales como los ingleses, pero también se las arreglaban para terminar siendo los bacanes de la película. Eran como enciclopedias ambulantes y creían que el mundo siempre estaba contra ellos. Eso ya es esquizofrenia. Les encantaba ser anti-héroes y jugar a ser marginales, como esos jóvenes que escriben pendejadas y se auto-denominan poetas malditos, aunque, como bien dice el Conde de Montecristi, deberían llamarse poetas malitos dada la poca calidad de sus textos. No conocen la vida y nos quieren dar lecciones de la vida. Pajeros todos ellos.

Y continuó el vate: también hay otros ejemplos, un poco a medio camino entre la aventura, el despelote y la vida diaria, como la que llevamos aquí en Ecuador, o donde sea, porque ya todo es lo mismo con la globalización. A veces los detectives son violentos, sobre todo en España y América Latina, y se meten en mil guevadas, como Mandrake, Pepe Carvallo o el detective loco de Eduardo Mendoza. Por allí, a veces sale un tal Belascuarán, de México, turrísimo, tirado a que vive bordeando la muerte cuando lo que tiene es sólo un inocultable afán de protagonismo. Ahora la moda es un tal Piglia con una novelita que no tiene ni misterio ni nada, en donde unos pandilleros mecos asaltan un banco, escapan y mueren en el tiroteo. Gran guevada. ¿Dónde está el misterio? ¿Quién les dice a los Piglia que resuelvan algún caso? Nadie. No hay nada que resolver y quizá mucho de qué entristecerse, pero todos leen y celebran la novel a. A escritor turro lectores turros. Lo mismo ocurre con la novela El crimen perfecto, que hasta ganó un premio internacional: cinco cojudos se encierran a imaginar el crímen perfecto. ¡Pendejos! ¿Qué crimen más perfecto que la perfecta usura con la que funciona el pago de la deuda externa? ¿Qué mayor robo que las cuentas secretas de los banqueros y sus ministros de Economía? Perfectas son las medidas que éste y todos los gobiernos asestan a los pobres a través de impuestos y reajustes económicos. Perfecta es la excusa para las guerras que se inventan los millonarios y dictadores para tener aún más dinero. ¿El crimen perfecto? Guevadas, dijo casi anárquicamente el vate. El poeta estaba por seguir cuando, de pronto, se oyó un trueno ensordecedor y se vio un rayo que no cayó muy lejos, para susto de todos.

Los buses y taxis seguían pasando frente a nosotros y la gente se mostraba muy animada. Ya había empezado el invierno y todo sería propiedad de inundaciones, mosquitos y pestes, además de los diarios choreos a los que nos había acostumbrado la delincuencia. Aprovechando el trueno, Capulina Páez miró al poeta, se le pegó una sonora carcajada y le dijo chupa y déjate de hablar güevadas que aún la noche en niña. Yo, apoyado por esta última descarga y en tono medio conciliador miré también a Iturburu y con una señal trompil también le dije chupa. El man entendió, se bebió un vaso de cerveza y raudo quiso continuar la segunda parte de su oratoria, pero en ese momento los otros dijeron nones, a más de escucharse nuevos truenos y caer más rayos.

Medio entrando en calor chuperil me fui a hacer agua y, de regreso, puse unas baladitas en la rockola. Nuevamente sonaba Emmanuel, diciendo yo quiero dormir cansado, para no pensaren ti/ quiero dormir eternamente/ y no despertar llorando, con la pena de no verte. El Montreal se estaba llenando y ya habíamos agotado el repertorio de Pancho Canaro y Lucho Barrios. Había que avanzar a qué lugar si no al tantas veces mentado Cabo Rojeño. Y hacia allá nos enrumbamos.

Entrados al local nos dimos cuenta de que los dueños también festejaban la publicación del libro. Les gustaba ver allí sus nombres, sobre todo a Galo, Yoyo y Pajarito Bayona. Pero, como siempre, había algunos descontentos: Marino, Camareta y Kaviedes. No bien entramos, los tres se le tiraron al vate y le preguntaron en son de reclamo ¿por qué no nos pusiste a nosotros en el libro? Oye loco, decía Camareta, escribe sobre mí, yo te puedo contar muchas historias. Eres turro, metes a esos manes que no te acolitan música pero no a nosotros, seguían Marino y Kaviedes. El poeta trataba de calmar los reclamos de la hinchada mientras el Gran Combo decía no hay cama pa’ tanta gente. Pero el Cabo Rojeño estaba a full y, como de costumbre, no se podía cruzar palabra por la bulla. Ergo, decidimos irnos a la Cofradía del Bolero, aún en el centro de la ciudad, por invitación de Germán y la Roca.

Itinerantes y medio jumos, llegamos al susodicho local. Allí, por suerte, había buena música y, contrario al Cabo, estaba lleno de bellas y apetecibles representantes del género femenino. Detrás del local se notaba un cuarto lleno de distintas mercaderías, lo cual me hizo pensar que los muchachos también se habían hecho menestreros o matuteros, que es lo mismo. Camello es camello. Sin embargo, en la lógica del pueblo es mejor no hablar mal de quienes te dan de comer. Estaba la noche animada con boleritos de Hugo Romani y tangos de Mercedes Simone cuando vi en una mesa a la bella Miriam Matilde, la deseada periodista del Crónica Roja, asediada por su jefe, el ya mentado Carecamiónchocado. Dada la voluptuosidad de la que hacía gala al caminar, prontamente me la imaginé teniéndola desnuda, patas al hombro, filo de cama, trípode y cabeza al piso, jineteando. Y, así, sentí que el instrumento del placer se me ponía como pata de perro envenenado. En la Cofradía del Bolero también estaba Jorge Velasco quien, profundamente cabreado por la manera en la cual Iturburu lo había descrito en su último libro, y aprovechando un momento en que el susodicho se fue a hacer agua, se acercó a nosotros y nos gritó ese libro es un engendro, es una porquería, yo no escribo tan mal, Iturburu sí, ¡ay! quítense que vomito. A lo cual Capulina Páez, nuevamente con una carcajada, intevino diciéndole no hables así de Iturburu que igual dice te quiere como eres, loca y borracha, ocurrencia que las damitas de la mesa festejaron mientras el poeta regresaba del baño y Velasco se perdía salón adentro.

La noche no terminó mejor porque Gutiérrez y el poeta -exacerbados en celos ante la sincera acogida a mi persona por parte del género jebil, pues, como ya dije, el espesor de mi cejas sugería un irremediable parecido con el Puma José Luis Rodríguez- insistió en que me fuera, con la excusa de que no valía que me foqueara más, después de todo, yo debía mantener de alguna manera un principio de clandestinidad. Como los manes eran los del billete opté serenamente por retirarme, no sin antes hacerle una guiñadita de ojo a Miriam Matilde, despedirme de la concurrencia y de los dueños del local, los mismos que me dijeron cholo cae por aquí cuando quieras, aquí te fiamos unas bielas. Salido de la Cofradía del Bolero me iba diciendo, junto a Leonardo Favio, otra vez será/ tierno amanecer/ sé que nunca más.

Después de una fiesta, lo peor es regresar solo a casa, señal de derrota segura. Pero me ya me había medio acostumbrado a este ejercicio de soltero. Eso sí, al braveo, valga el acote. Mi mulata hacía mucho había emigrado a España y su ausencia se me había vuelto un vacío nada fácil de llenar. Ni siquiera pensar en las anchas proporciones de Miriam Matilde me hacía olvidar a mi mulata, a esas horas, posiblemente bailando flamenco quién sabe en qué mesa de qué cantina de la Madre Patria. Caminando solo rumbo a la Ferroviaria me metí por las pequeñas veredas, las calles en reconstrucción y los altos edificios de P. Icaza y Córdoba. Mientras compraba la edición nocturna del Crónica Roja recordaba la voz de Julio Jaramillo que inmortal canta nocturno de celaje deslumbrante/ tu encanto rememoro a cada instante/ romance del momento en que viviera/ con el alma iluminada, descubriendo en tu mirada/ un amor que nadie tuvo para mí/ aunque aciago el destino/ dividió nuestro camino/ y angustiado para siempre te perdí.



Camino a la Ferroviaria dije, previo un vaso de morocho y pan con queso. Esmeraldas y 9 de Octubre otra vez y siempre. Me di tiempo para leer el Crónica Roja. En primera plana aparecían los acostumbrados cuerpos descuartizados, últimas víctimas de la violencia urbana o rural, daba lo mismo. Pero, esta vez, había algo extraño en ellos: todos habían sido ajusticiados de un balazo en la frente y les habían cortado la oreja derecha, siguiendo la última moda del sicariato local; y mi séptimo sentido me decía que ahora se trataba de algo más. Terminado mi pan y morocho fui directo a casa, no sin antes sortear mendigos, arrancharelojes, estudiantes, borrachitos callejeros y alguna que otra dama de nocturno camellar. La lluvia había pasado pero la humedad de las calles me recordaba que detrás de esta noche vendrían otras como ésta y luego el verano y luego diciembre y las fiestas navideñas y así otro año y luego otro más y otro más hasta que llegara la hora de partir sin rumbo cierto de esta ciudad que llevaba en el corazón.