martes, 12 de febrero de 2008

Reloj, no marques las horas

Jiménez tenía unos cuarenta años. Vestía una leva café oscura y un sombrero de paja, por suerte no escandaloso. Llevaba también una camisa habana y zapatos de cuero puntiagudos. ¿Así que tú eres Cepeda? me preguntó. Voy a enseñarte un poco de este asunto. Vengo haciendo un curso en Brasil, en una ciudad del interior, nada mal la ciudad, nada mal sus mujeres tampoco. Pero tan pronto como te descuidas, zás, un tajo de cuchillo viene y te marca la cara. Mientras Jiménez empezaba a hilvanar sus historias, yo me preguntaba si este cuentero era el más indicado para resolver el caso del robo del Museo de Oro de la Casa de la Cultura.

Déjame terminar esta historia. Vas por una calle del centro de esta ciudad, no, cambiemos de ciudad, vámonos a Rio de Janeiro, la belleza carioca. Vas por Rio, musiquita por aquí, musiquita por acá, las garotas con unos traseros despampanantes, los muchachos persiguiéndote para que les regales unas monedas. De repente, un tiro, una ráfaga de metralla, las sirenas que suenan y la gente que corre. De fondo musical, un samba con fuerte batuqueada. En la esquina, un hombre compra los periódicos vespertinos para leer la crónica roja, fuma un cigarrillo, cae una ligera llovizna. Oka, le digo a Jiménez, hora de empezar el trabajo, luego me cuentas la segunda parte.

Aún no estaba seguro de la razón por la cual la Interpol me había mandado a esta maravilla; tenía sospechas de que buscaba sonsacarme alguna información personal. Nos apeamos a la Casa de la Cultura por la calle Santa Elena. A Jiménez se le ocurrió darse una vueltita de reconocimiento por el Mercado Central. Nunca era extraño ver el bulluco de zapatos de índor, correas, libros viejos, ropa de segunda, funditas de choclo y atados de cangrejos. Todo a la interperie, bajo el azote del sol de Guayaquil. Cruzamos 6 de Marzo y Jiménez me obliga a meterme a un pasaje interior. Vamos donde El Colorado. ¿Qué Colorado? le pregunto ingenuo. El Colorado es el dueño de esta librería, la más barata y mejor surtida de la ciudad. Una antología y paraíso para el lector, me dijo en claro afán de propaganda. Cuando entramos saludamos al Colorado. Se dieron abrazos y todo, me lo presentó y pidió permiso para subir al entrepiso. ¡Vamos, con confianza! me animó Jiménez. Allí estaban las Obras Completas de Sir Conan Doyle, algunas de las cuales ya había releído. Vi también una colección de literatura universal finamente empastada que, a la postre, resultó ser el plato fuerte de Jiménez. Ya teníamos más de una hora husmeando entre las revistas y los libros viejos, ya Jiménez tenía su pilo de libros metido en una funda plástica y ya se nos estaba haciendo tarde para llegar a la Casa de la Cultura. Es hora de irnos, le dije en tono casi enérgico. El no replicó nada, simplemente bajó las escaleras. El Colorado le hizo un buen descuento y lo despidió con un franco aunque sorpresivo “adiós poeta”. Ni adiós ni poeta, me dije, esas son palabras que nadie dice por estos lares.

Seguimos directo por la 6 de Marzo. Cruzamos el Parque Centenario, tomado ya por testigos de Jehová, evangelistas, bautistas, luteranos, pentecostales, malabaristas, teatreros, vendedores de canguil, morocho, mote, sánduches de chancho y otras variedades de la cocina ecuatoriana. Son las cuatro en punto y a esta hora el presidente debe estar esperándonos, dijo, para mi sorpresa, Jiménez. No sabía que teníamos una cita, manifesté. Obviamente que no lo sabías, porque no te lo había dicho. Ni lugares, ni fechas, peor horas de citas, deben comunicarse jamás A NADIE, terminó la frase en voz alta. Eso lo aprendí en mi curso en Brasil, ya sabes.

Subimos las escaleras y del fondo de una oficina salió un veterano alto, de piel quemada por el sol, con barba blanca, lentes gruesos y una barriga que le hacía quimbas a cualquier dieta. Igualito al que aparece en la propaganda de Kentucky Fried Chicken, me dije. Se acercó y muy educadamente nos invitó a pasar. En la oficina, Jiménez le pidió una lista completa de los empleados y sus puestos de trabajo. El ladrón está entre nosotros, afirmó con seguridad el presidente, no sólo el instinto sino también el informe del Cuerpo de Bomberos lo sugiere así. Nosotros ya conocíamos el informe, pero una secreta corazonada me decía que a Jiménez le interesaba no sólo encontrar al culpable del incendio y robo del Museo de Oro, sino también lavar alguna culpa, limpiar la imagen de algún implicado. Por otra parte, el trato familiar con el Colorado (no se diga la rebaja en la compra) me daba la pauta para pensar que estaba guardando una carta bajo la manga. Era sólo de esperar que él mismo me diera las pistas. Por experiencia propia sabía que cuando uno se hace el callado y misterioso es porque, en el fondo, lo que tiene son unas ganas inmensas de salir corriendo y gritar el secreto voz en cuello a todo el mundo.

A la salida de la Casa de la Cultura Jiménez me invitó a beber unas cervezas. Con el fin de la tarde y las primeras brisas de la noche ambos teníamos la boca sedienta. Ergo: acepté presto. Ibamos por Pedro Moncayo y poco antes de llegar a 1ro de Mayo nos detuvimos en el Montreal. Nos sentamos en la parte externa y pedimos dos bien heladas. Ya lo tengo, me dijo Jiménez, esto está más claro que el agua; ya sé por dónde va la cosa. ¿Y te importaría decírmelo o es algo que también aprendiste en Brasil? La verdad es que sí a las dos cosas; pero no lo tomes a pecho. Finalmente, tu trabajo consiste en reportarle a la familia del fundador del Museo lo que verdaderamente ocurrió, lo mío tiene que ver con la información policial internacional. Pero no te preocupes, la cosa va bien. En esas estábamos cuando se aparecieron dos pintas, pasaditos ya de los cincuenta, bajos de estatura, barrigones. El uno cholo con el pelo largo, el otro medio amulatado. Te presento a mis amigos Jorge Velasco y Miguel Castillo. Poetas, éste es el detective Luis Cepeda Cortéz, pero pueden llamarlo simplemente Cholo Cepeda. Los vates se sentaron sin esperar la invitación y pidieron unas cervezas. Acto seguido preguntaron sobre el robo y escucharon con mucha atención cada palabra de Jiménez. Para mi asombro, éste se explayaba en detalles inverosímiles, como decir que habían recuperado una mascarilla de oro y reconocido dos tipos de huellas que eran de famosos ladrones internacionales, así como una substancia química cuya patente la tenía sólo una empresa en la ciudad. O era verdad y yo no lo sabía, o Jiménez se los estaba comiendo al cuento de lo lindo.

Las cervezas ya formaban un bosque de botellas sobre nuestra mesa, hecho que nos hizo reflexionar y decidir que era hora de cruzar la calle y llegar al Mesón Comíofri, para servirnos unas suculentas chuletas. Velasco y Castillo, que ya estaban más del lado de allá que del de acá, me abombaban contándome los argumentos de sus cuentos. Oye Cholo Cepeda, decía Velasco, yo soy amigo de Mario Vargas Llosa. Oye, a mí me gusta Juan Rulfo pero, modestia aparte, muchos confiesan que mis cuentos son mejores que los suyos. Sí, es verdad, apoyaba Castillo, porque Vargas Llosas y Rulfos puede haber muchos, pero sólo hay un Jorge Velasco, sólo uno y sólo uno. Yo me estaba aburriendo más de lo soportable, lo cual contrastaba con Jiménez, que había llamado a tres lagarteros para que tocaran boleros y pasillos. Entrado ya en la maratón alcohólica, Jiménez les insistía en que cantaran una canción brasileña, a lo cual los lagarteros respondieron con un soberbio repertorio de Miltinho y Altemar Dutra.

Al día siguiente, con la excusa de no tener nada que hacer y para reponerme del chuchaqui, decidí quedarme en casa. Hacía tiempo que no veía televisión y quería estar al tanto del campeonato de fútbol. Estaba preocupado porque decían que Capurro se iba al Racing de Avellaneda, un Hurtado a Los Angeles, otro Hurtado al Celaya de México y el otro Hurtado al Vasco da Gama. En otras palabras, la defensa de Emelec, mi equipo (esto hay que ponerlo con mayúsculas) La Gloriosa Celeste, se iba a ir a la mierda. Túc túc, tocan la puerta. Tocan otra vez pero más levemente. Abro y, como dice la canción, un ángel bajó del cielo para hacerme una visita. ¿Cómo estás querida? Por favor, entra.

Estaba preciosa. Tenía un sombrerito que le hacía juego con la blusa, sonreía de lo lindo. ¿Cómo encontró mi dirección? Gran misterio. Después del combate amoroso en la oficina no la había vuelto a ver, pero especulaciones sobraban en ese momento. Caminaba pausadamente observando los cuadritos de la sala, los viejos discos, los libros de mi biblioteca, las revistas. Yo, en la gloria. Algo dije sobre el clima o las noticias del día, pero ella no hizo ningún comentario. Se acercó, puso sus brazos alrededor de mi cuello, su cuerpo junto al mío y, como diría Chivirico en un bolero, me besó con un beso como nunca me habían dado. Había en ella un encanto, una magia que venía del pasado, el temor y temblor del primer beso, un aliento a miel y agua fresca. Pasamos juntos todo el día, la tarde y las primeras horas de la noche, haciendo el amor y riéndonos de los apodos que me habían puesto en el barrio y en el colegio Eloy Alfaro. Lo intuído y lo deseado repentinamente estaba frente a mí: la amiga esperada. Era más hermosa en la penumbra de la noche, con la magnífica silueta de sus senos, su amplia y oscura cadera, de perfil nítido mientras pasaba de un lado a otro de la cama y los cuartos.

Pero, como la alegría dura poco en la casa del pobre, al día siguiente tuve que reincorporarme a las labores anti-choretriles. Me vi otra vez con Jiménez y visitamos nuevamente la Casa de la Cultura. El presidente se me parecía más y más al de Pollitos Kentucky. Jiménez fue al grano y le preguntó qué tanto conocía a la gente del Sindicato. A esto el increpado respondió que poco o nada, sólo lo que suponen las relaciones obrero-patronales. Lo tenemos en la cárcel ahora. Anoche hicimos varios operativos, no localizamos a todos pero allanamos varias casas y encontramos algunas piezas quemadas del museo. Luego interrogamos a los detenidos y comenzaron a abrirse como, disculpe usted el símil, pero se abrieron como libro viejo. Mirándome fijamente y en un tono de franca reprimenda continuó: mientras algunos dormían el sueño del justo, o se dedicaban a otros quehaceres, la Interpol, que trabaja las veinticuatro horas del día, cumplía su labor exitosamente. Lo único que falta ahora es que usted, como autoridad máxima, haga la acusación correspondiente. Los haremos que se pudran en la penitenciaría. ¡Perfecto! exclamó el presidente.

Nos despedimos de manera educada, no sin antes recibir cada uno un ejemplar de la novela La puerta se cerró detrás de ti, autografiada por el autor. A la salida, Jiménez me mostró la dedicatoria y, guiñándome el ojo, dijo: esta novela ya la he leído, me la envió Fernando Nieto, un colega de la Interpol que vive en México. Lo que quería era el autógrafo, así lo pongo en mi colección. Uno nunca sabe, quizá pueda venderlo más adelante. Y, cambiando de tema, añadió: tú deberías de hacer también un cursito por las selvas brasileñas. Vale la pena, se aclaran las cosas. Hasta aprendes a leer porque -como dijo mi colega, la Sargenta Violeta Cunha- sólo en el interior puedes apreciar la literatura detectivesca y a escritores como Rubem Fonseca. Mi colega, ¿qué será de ella? preguntó nostálgico Jiménez. Yo, como que ni oia. Sus divagaciones me cansaban.

De regreso a la oficina para escribir el informe encontré dos notas: una era de Gutiérrez y me preguntaba dónde chucha te has metido. La otra no tenía nombre, sólo decía te visitaré pronto, un beso. Pocas veces las cosas me salían así, pocas veces.