viernes, 8 de febrero de 2008

El hombre de Sintra

Era enero, un nuevo año estaba frente a mí. Las primeras lluvias del invierno tropical empezaban a aparecer. Guayaquil se volvía extrañamente gris. Digo “extrañamente” porque no se trataba de la melancolía del tiempo invadiéndolo todo, esa melancolía que existe en Quito o Cuenca. No. Esta sensación era aún más atávica, corría por la sangre de los peatones, aparecía en el rostro de los pandilleros y las muchachas de colegios. Con la lluvia venían también el calor, la humedad, los insectos y los mosquitos. Venía el temor de los derrumbes y las inundaciones, de las pestes y algún terremoto que destruiría casas de indios, allá, en las alturas de los Andes. Cuando uno es pobre esos temores se vuelven patentes, pero aprendemos a vivir con ellos. Sí, la lluvia nos iba a acompañar por cuatro largos meses. En esa entrada al infierno -que eso es lo que finalmente era el jodido invierno ecuatorial- había, sin embargo, intersticios de luz radiante, casi de felicidad. Poder caminar por el Barrio del Astillero era un ejemplo de esto.

Lastimosamente, el deseado paseo por sus calles no iba a ser el tranquilizador, relajante y merecido reencuentro con uno de mis barrios queridos. Gutiérrez, como de costumbre, me citó con caracter de urgente, así decía el papelito que me había mandado con un empleado de la oficina. Fui para allá y me puso al tanto de las cosas. Cholo, me dijo ¿cuánto tiempo hace que no te das un viajecito? Ya ni recuerdo, le contesté. Has oído hablar de Don Vilató Pereira? Me acaba de llamar, preguntó directamente por ti, dice que necesita un hombre de confianza.

Las veces que había pasado por donde los pesqueros portugueses eran suficientes para saber que tenían una buena entrada económica, que le daban trabajo a muchos de sus paisanos y que todos venían de un pueblito cerca de Lisboa. Emigrantes y trabajadores, ellos habían asegurado su dinero como Dios manda. Otras veces los había visto bebiendo al sur de la ciudad, en el Barrio Cuba, en el salón de Cortijo Bustamante. Hacía bastante tiempo de eso, vale acotar. Cuando fui a la cita me bajé varias cuadras antes de la Empacadora, no quería quedarme con las ganas de caminar y sentir el olor a rio y mar, ver a la gente trabajando, pedir un ceviche de corvina, tomarme una cerveza quizá. Cuando me hice anunciar, el mismo Don Vilató se acercó y me dijo entre a mi oficina Don Cepeda. Observé el elegante decorado de madera, los muebles cómodos, oscuros y solemnes, un bar con variedades de vinos, jereces, portos y cervezas, unos libros de Sá Carneiro y discos de Amalia Rodríguez, fotos seguramente de Portugal, de sus parientes, mapas, dos fragatas de madera, construídas con todo detalle. Vaya vidita la que se maneja, reflexioné con envidia, todo gracias a un puto bacalao.

Don Vilató reapareció por una puerta y me dijo no lo distraigo más, pedí que viniera personalmente porque hice mis averiguaciones sobre usted y sé que puedo confiar. Este es un trabajo simple, usted se va para Lisboa, entrega una carta y se regresa. El verdadero trabajo es asegurarse de que quien la recibe es la persona indicada. Es un pariente cercano, al cual no he visto en muchos años y de quien sólo tengo una foto casi destruída. El se llama Vilató, como yo, Vilató Pereira. Aquí están la dirección y todos los datos. Usted debe decir que es un socio mío que va a verificar el buen funcionamiento de la Empacadora que tenemos allá. No más detalles a nadie, no más información tampoco para usted, eso le evitará cualquier inconveniente en el futuro. ¿Cómo es eso del pasaje y alojamiento? le pregunté sin pensarlo dos veces. Aquí está todo lo que necesita, ya está arreglado, contestó. ¿Acepta? Haga de cuenta que la carta ya está entregada, le dije con seguridad y extendí mi mano para despedirme.

Cuando salí estaba tan contento que sentía ganas de correr. La que te espera por las europas cholito Cepeda, me decía. Ya me veía engafado, en pantalones cortos y camisa floreada, con una botellita caminera de porto y una cámara fotográfica. De regreso a la oficina pasé por la Biblioteca Municipal para buscar información sobre ese país misterioso y chiquito llamado Portugal. Lo único que sabía era que estaba pegado a España y que hacía siglos se le había llevado más de la mitad de sudamérica en el reparto, lo que ahora llaman Brasil. Pero, como de costumbre, la maldita Biblioteca no estaba atendiendo al público. No vencido, crucé hacia los quioscos del Correo Central y, finalmente, encontré una guía de turismo que incluía un vocabulario en portugués para viajeros. Cepedinha va in bora a Lisboa, Gutierrinho du traseiro fica. Primera lección. Entre los papeles que venían con el sobre se encontraban el pasaje ida y vuelta Guayaquil-Caracas-Lisboa, unos cheques viajeros y una lista de direcciones de hoteles, bares y parientes. Don Vilató había pensado en todo. El día en que salí, Gutiérrez, trompudo y muerto de envidia, me dejó en el aeropuerto, de mala gana. Hasta aquí nomás, que no hay donde parquear el carro; no te olvides de traerme un recuerdo para mi mujer. Nos vemos, le dije.

En el avión las cosas no fueron tan agradables como pensaba. Entre saltos en las nubes y los huecos de aire, mezclados con una selección de malas revistas y la tapadera de los oídos cada media hora, la cosa se fue volviendo una pesadilla. Felizmente, el cambio de nave en Caracas me permitió descansar un poco. Mirando hacia abajo me imaginaba qué parte de mí quedaría si el puto aparato se diera un sonoro planchazo. Eso de ir en la ventana de un avión que cruza el Océano Atlántico por horas y horas es una experiencia aterradora o divina, según la relación que uno tenga con los dioses o la vida. La mía, en ambos casos, no era muy óptima que dijéramos. Las manos y la frente me sudaban, pero a lo hecho pecho, y a lo pecho arrecho. Así me daba ánimo a miles de metros de altura.

Por fin Lisboa. Hago el papeleo de aduana, en la parte de Profesión puse Negocios de pesca. Pasé el control sin problemas, pero detuvieron a una pareja que se había subido en Caracas, los metieron a esos cuartitos donde a uno lo desnudan y le revisan hasta las estrías del ortensio. Saliendo del aeropuerto vi a un hombre bajito con un letrero inmenso colgándole sobre la barriga que decía con grandes letras negras Senhor Luiz Cepeda. Ese soy yo, me dije. Era un empleado de la Empacadora. Me llevó a un hotel un tanto viejo pero decente. Ya había leído en la guía de turismo que en Europa los hoteles eran pequeños y viejos, pero con deliciosa comida.

Al día siguiente, empezando a sentir el gustito de estar en un país extranjero, salí a caminar por el malecón. Lisboa me inspiraba confianza, era como si hubiera estado allí antes. Un gran puente cruzaba un brazo del mar, en las alturas de una montaña estaba el Palacio del Rey, los tranvías cruzaban las calles, mientras hombres y mujeres copaban las aceras. Todos vestían de negro o en tonalidades oscuras. Los hombres llevaban sombreros, caminaban lento y parecían cumplir un rito de silenciosa peregrinación. Las cervejerías y vitrinas de los almacenes revelaban vida, los sonidos que se articulan a las calles, todo, revelaba vida. Tenía aún una hora más para seguir merodeando por el centro de Lisboa. Entré a una tienda y compré unos cigarrillos, vi unos cassettes de Los Panchos y otros de un tal Vinicius de Moraes. Pensé en el regalo para la mujer de Gutiérrez, pero me distraje especulando porqué me había pedido aquello, total, yo no era amigo de su mujer. Y así, llegué al número al cual estaba citado: 324, Rua da Prata.

Cuando entré a la oficina me presenté con las instrucciones que me había dado Don Vilató. El decorado tradicional de esta oficina me recordó inmediatamente la que había visto en el Barrio del Astillero, a excepción de las fotos. Al poco rato aparecieron tres hombres: Vitorino da Silva, Ricardo Souza y, por fin, el buscado Vilató Pereira, extraordinariamente parecido a su homónimo, pero mucho más joven. Me hablaron con mucha educación, me explicaron el asunto de la producción y me invitaron a Sintra, pequeña ciudad vecina de Lisboa. Luego de esta y otras actividades de trabajo, visitaríamos un local para escuchar fados. No sabía qué era eso pero no iba a preguntarlo tampoco. Sí, les dije, con Don Vilató escuchamos mucho la música de Amalia Rodríguez, apelando al recuerdo de los discos que había visto en su oficina. Luiz Cepeda gosta do fado tambem? me preguntó Ricardo Souza. Sim, eu gosto muito, le contesté. Como nota de gentileza y diplomacia me invitaron a tomar el tranvía que va de la Estación Central hasta Sintra.

Me sentía en casa, escudriñaba rostros y calles que probablemente nunca volvería a ver pero que tenían un aire familiar. Los lisboetas hablaban rápidamente y yo no entendía un carajo. A ellos no les gustaba hablar español e insistían en que yo tratara de comunicarme en su lengua. Choliño Luiziño, estás jodidiño, me decía. En Sintra nos apeamos y fuimos al Morro, al museo marítimo, a varios parques y, finalmente, a la famosa Empacadora que tenía que visitar. Y efectivamente lo hice, poniendo cara de esto es muy interesante, haciendo comparaciones, apelando a mis instintos de comensal de mariscos callejeros, lamentando que el bacalao no fuera un pescado más popular en la costa ecuatoriana, cuando era vida, pasión, muerte y resurrección de los portugueses. No veía la hora de abordar al dueño de la carta, que para eso era que había cruzado medio mundo.

La jornada de trabajo ya estaba terminando y con los lisboetas acordamos encontrarnos más tarde. Me di una última vuelta por las calles que había caminado en la mañana, antes de volver al hotel, seguro de que por fin podría hacer llegar la carta de Don Vilató a Don Vilató. Era extraño esto de los dos nombre iguales.

Cuando llegaron yo los estaba esperando en la recepción del hotel, nos saludamos como viejos amigos y salimos hacia Bairro Alto. Subimos varias escaleras y llegamos a una plaza de restaurantes. Había uno muy curioso, con la estatua de un hombre sentado en una mesa, con su respectivo sombrero, bebiendo un café. O Fernando Pessoa, o mais grande poeta do mundo, creador das identidades, dijo Vitorino da Silva reverenciando la estatua del hombre sentado. Con más intuición que conocimiento, supuse que algo tenía que ver semejante elogio con algún patriotismo producto de los vinillos que previamente habíamos saboreado. Y así entramos a una Caixa do Fado.

Era un restaurant sencillo, limpio, muy bien ordenado, con un pequeño escenario al fondo. Mientras nos ubicaban en la mesa me acerqué a Don Vilató y le mencioné que tenía un encargo de Guayaquil, exclusivamente para él. Meu pae, dijo con una leve sonrisa. No estaba seguro del asunto, pero si este Vilató resultaba hijo del otro, la cosa se iba a poner complicada en cualquier momento. Comencé a cavilar para mis adentros diciéndome éste no es un hijo desconocido, porque tiene el nombre del padre. Pero si el padre no tiene fotos o noticias recientes suyas es porque hubo un distanciamiento y le perdió la pista. Si le manda una carta confidencial es porque quiere comunicarle algo relacionado con billete. En esas estaba cuando me llamaron a la mesa.

Ya habían pedido un vino verde, una variedad de aceitunas y bocadillos de peces, salamis y verduras. El maestro de ceremonias empezó el acto. Luegó salió un grupo de músicos vestidos de etiqueta, llevaban lentes y zapatos de charolina. Se sentaron en un semicírculo con sus guitarras y mandolinas. Después apareció una mujer de unos cincuenta años, se paró en el medio y empezó a cantar una canción llamada Ai mouraria, que parecía resumir todo el dolor del mundo, toda la tristeza sin fin, de la que también habla Miltinho en un bolero. Bebí un tanto confuso, aunque entusiasmado por el primer licor. Al cabo de varias canciones y conversaciones, por fin encontré el momento apropiado para entregar la carta. Souza y da Silva se habían ido a algún lado, una llamada telefónica, el baño, cualquiera de esas excusas que se inventan en las películas para hacer desaparecer a los protagonistas en momentos claves. Saqué de mi leva la carta y le dije Don Vilató, esto es para usted. El tomó el sobre, admiró la letra manuscrita con su nombre, lo abrió por un costado y leyó la carta. Sólo en ese momento pude notar que el mensaje era breve. El guardó nuevamente la carta en el sobre, me miró y dijo brigado. Luego volvió su rostro hacia la pista, en la cual la mujer cantaría nuevamente esas canciones tristes. Souza y da Silva reaparecieron, inexplicablemente sonrientes. Al tomar el micrófono la mujer nos miró, pidió un poco de silencio y dijo esta cancao é para o senhor Luiz Cepeda Cortez, na sua visita per a primeira veiz a Lisboa; dos amigos portugueises, com muito carinho: O homem de Sintra. Los tres aplaudieron, yo me conmoví, me paré e hice un brindis con la copa en alto. Me puse a pensar en quién sería yo para ellos y qué dirían si supieran lo que realmente hacía allí. Esa noche regresé al hotel un tanto apenado por la hospitalidad, y también por la soledad que se siente luego de la parranda. Al día siguiente tomaría el avión al infiernillo. Ya me veía otra vez en medio sangoloteo a causa de los huecos de aire, con el temor de que el maldito avión se diera un sonoro planchazo en el océano. Regresaría a Guayaquil, bajo la lluvia del invierno tropical, a mezclarme nuevamente con la gente, llevando las fisuras de lo desconocido, los fados portugueses, la estatua de ese poeta, sentado, bebiendo café eternamente. Volvería a escuchar a Gutiérrez, preguntándome porqué carajo no traje un maldito recuerdo para su esposa y cómo la convencería de que era él quien se había ido a Lisboa por una semana.