domingo, 17 de febrero de 2008

El Cholo Cepeda ataca de nuevo

Después de mi accidentado regreso de Nueva York tuve que pasar unos días en recuperación. La razón no era sólo que las heridas debían cicatrizar, sino también que mi Mulata Peligrosa se prodigaba de lo lindo en sus cuidados y me tenía mimado en el campo de batalla, con su atención y cuerpo totalmente puestos sobre mí. Y sólo un tonto puede renunciar a esos cariñitos. Un tonto o un militante de las filas maradónicas, renunciador a las maromas jebiles y acatador del código chefil, que era el motivo por el cual el ex de mi mulata no se aplicaba a la lucha cuerpo a cuerpo con ella. Pero se presentó un caso inesperado y extraño.

Todos sabemos que la exportación de flores es muy importante para la economía nacional, y que se caracteriza por un auge que permite aliviar el golpeado bolsillo de algunos contribuyentes, sobre todo los de la zona norte de la sierra ecuatoriana. A raíz de su innegable calidad y el éxito comercial en el exterior, se había abierto una línea de envíos a Cuba, la bella y bloqueada isla del Caribe, desde donde se comerciaba a Europa. Pero el hampa, que nunca se duerme en los laureles, atacaba también por ese frente. En uno de los más importantes envíos, la policía cubana había detectado una considerable cantidad de cocaína. Dada la depresión que se vivía en la isla, estaba claro que no se trataba de consumo interno. La mercancía debía llegar a Europa, a través de los miles de turistas que visitaban Cuba y/o ser enviada clandestinamente a Miami, desde cuyas playas sería recogida en veloces lanchas.

La introducción a este baterroyal la había hecho mi colaborador Kuerisnai, quien también quería saber si estaba dispuesto a trabajar con la policía secreta de Cuba. Viniendo la información de Omar Cueranguinha tenía mis dudas, aunque le debía en parte el que Los Nañitos no me hayan matado en la Operación Quédate Frío, de la que fui víctima en Roosevelt y la 90, en Queens, por más señas, allá en la Gran Manzana. (Situación peligrosa que aparece detallada en otra parte de este pasquín, el mismo que, por caprichos del autor –conocido como el loco Huguito, Cabeza de Foco o el Perturbado del Guayas- fue titulado sin mi consentimiento "El Cholo Cepeda, investigador privado" y que, sin que aun haya salido a la publicidad, ya aparece plagiado en el culto medio guayaquileño. Plagio que, como el verdadero Don Quijote lo advierte, no superará a este cholo bacano del Guayas. Digo y termino).

Por otra parte, las últimas medidas económicas del gobierno me obligaban a trabajar en los más inverosímiles roles que la suerte podía depararle a un servidor del bien común, o sea yo, su personaje favorito. Los posibles riesgos de esta misión eran: mi muerte a manos de sicarios, la revocatoria de mi visa por parte del gobierno del norte, el encarcelamiento del gobierno de Quito, o la buena puteada y el inevitable vikingueo de mi mulata porque, como dicen en el barrio: no hay mujer que aguante a un hombre chiro; hombre sin camello: cachudo seguro. Ante lo irremediable, frenteo sin barajo. Por lo tanto, acepté el trato.

Lo primero que tenía que hacer era trasladarme al lugar de los hechos y verificar algunos datos. Como ya me había partido la espalda muchas veces en los largos viajes en bus hacia la sierra, esta vez, y a insistencia de la susodicha dama que destendía las sábanas de mi cuarto, subí en un avión del recién instalado Puente Aéreo Guayaquil-Quito, el mismo que no era puente y cada vez perdía más altura y aviones. Una vez en la capital, tomé presto un taxi y llegué hasta Flota Imbabura. En la esquina leí un graffiti que decía: Alicia, muéstrame el país de tus maravillas; y junto a la leyenda, una anciana vendiendo cigarrillos y chocolatines en un charol. A un lado de ésta, en una clara muestra de la mezcla de fin de siglo, había un indio karateka de dos metros, con el cuerpo descubierto, abierto de patas, con las pelotas tocando el piso y una espada inmensa y reluciente en sus manos. Eso me recordaba que la pobreza y la guacharnaquería ya habían hecho sus reales en la antigua sucursal de los incas.

Como el bus demoraría unas horas en salir, decidí trasladarme hasta el mercado Santa Clara (querido lector, no tomes taxis en Quito, son muy caros, aunque tienen buena música). En mis años mozos, en compañía de los guitarristas lagarteros Colorado Minguche, Héctor Napolitano y Juan Carlos González, solía trasladarme a este lugar para matar el chuchaqui gracias a los suculentos platos de hornado, después de los serenos y las borracheras. Te acordás cholito, qué tiempos aquellos, veintiún septiembres que no volverán. En esa época vivía entre el viejo mercado de Santa Clara y la empedrada plaza de Guápulo, sencillo, alegre y mortal, como un indio que baila enmascarado en la fiesta del pueblo.

El lugar ahora estaba igual de festivo, abarrotado de mujeres que vendían platos con carne de cerdo, condimentos y cerveza fría. La gente hablaba desenfadadamente, todos se reían, se llenaban la boca de comida, se hacían bromas e insultaban las últimas decisiones del presidente y los congresistas. En la radio sonaban sanjuanitos, cachullapis, endechas. De terciopelo negro, guambrita, tengo cortinas/ para enlutar mi pecho guambrita, si tú me olvidas/ Si tú me olvidas, blanca azucena/ Si tú me olvidas, blanca azucena/ Si la azucena es blanca, guambrita/ Tú eres morena. Me da una porción y una Pílsener, por favor. A mi lado, dos viejos bebían shumir y discutían del centralismo y la pugna regionalista y que, de seguir así, todos los ecuatorianos terminaríamos matándonos. Y también comentaban los partidos de Liga y Aucas, la goleada que le habían dado al Emelec y el fin del reinado del Barcelona. Yo escuchaba atento y tenía ganas de meterme en la colada. Encantado con esos decires, reafirmaba que si Quito era Luz de América, este mercado era el amperio de esa luz. O, como lo repite Márgara Lasso: ¿Cómo dicen que no se goza? Pero había que salir al norte.

El viaje a Otavalo fue excelente. Sabía que estaba entrando a otro mundo. Desde el primer asiento podía distinguir las formas redondas de las montañas, sus sembríos hechos como de retazos, el sol brillante saliendo y ocultándose detrás de cada nube con un profundo cielo azul de fondo, los vendedores de ayuyas y quesos de hoja, las faldas multicolores de las indias, sus sombreros verdes y azules, sus collares y pulseras rojas de piedras diminutas, el silencio y la arquitectura de los pueblos, todo lo que veía justificaba plenamente el traslado. Sí, era otro mundo. Para completar la fiesta sólo faltaba ella, mi Mulata Jugosa, mi panalito, mi mango maduro. Cuando el bus se detuvo el cobrador gritó: Otavalo, los que se quedan en Otavalo. Y me bajé.

Como recordaba muy bien la ciudad no tuve problemas en llegar a un hotel apropiado a mi bolsillo. Me di una ducha y salí. En el lobby una mujer se me acercó y me dio una carta que confirmaba mis sospechas: era del puño y letra del espía Cuerisnai Kit Kuero: “Cholo, colabora con ella. Suerte”. La vi y noté que detrás del largo abrigo se ocultaban unas inmensas caderas y unos difícilmente olvidables senos. Tenía ojos negros muy grandes. Mi nombre es Isabel Martínez Arredondo, tú debes ser Cepeda. Sí, respondí, el que viste y calza. Su pelo lacio le llegaba hasta la parte en donde la espalda pierde su nombre y comienza a configurar el paraíso. Con tono firme siguió diciendo: no tenemos mucho tiempo, así que definamos el programa de trabajo.

Fiel a la disciplina partidaria, ella delineó las acciones a emprender, las tácticas y estrategias y me dijo lo que me tocaba. También me informó que el objetivo no era matar ni interrogar a nadie, sólo asegurarnos de establecer el enlace y obtener datos precisos. Me dijo que se había montado una operación internacional entre el DEA, la policía cubana y la Interpol europea. Le pregunté por qué no coordinaban actividades con la policía nacional. Después del asesinato del congresista Hurtado se evidenció que todos los organismos militares y judiciales estaban infiltrados por los narcos y resolvimos hacerlo sólo con gente cien por cien confiable, afirmó ella sin rodeos. Y añadió inmediatamente: no chico, si este país tuyo está mal. Si ustedes no aprenden a resolver sus problemas ¿cómo quieren que los tomen en serio? La camarada Isabel, según veía, estaba enterada del centralismo propiciado por los latifundistas, el pacto del gobierno norro y los banqueros guayaquiteños (en claro ejemplo de alianza burro-monil) y la debacle económica que se cernía sobre el país. Luego resumió el plan de trabajo y me dijo que no me preocupara por la seguridad, que, para tranquilidad de ambos, estaríamos siempre resguardados. Yo me olía a que detrás de la coordinación internacional se barajaban también algunos importantes beneficios comerciales, dada la mundialmente conocida crisis bunderil que también azotaba a Cuba.

Fuimos a un banco y sacamos una fuerte suma de dinero. La cuenta estaba a su nombre, nacionalidad: colombo-cubano-estadounidense, nacida en Barranquilla en 1968, criada en Cienfuegos y residente en Miami. Ahora había que encontrar el local de venta de flores y hacer el pedido. No, dijo ella, primero debemos finiquitar un par de detalles: la que habla soy yo, tú no dices ni pío chico, ni pío. Tú la haces de guardaespaldas. ¿Estamos? Sí, contesté, impresionado de su determinación. Tiene que ser arrechísima para el folle, pensaba. Pero cholo enamorado es cangrejo de un solo hueco, estaba claro. Luego entramos a la florería que había sido pillada en el dato ilícito.

El administrador era bajo, un poco gordo y blanco como la leche. La cubana hizo la presentación y el pedido. No hubo preguntas ni respuestas que no estuvieran estrictamente relacionadas con la compra-venta de flores, salvo el dejarle saber que, si todo saliese bien, posiblemente los pedidos se ampliarían a Europa y algunos países árabes. La otra parte del dinero le llegará a su cuenta, en un depósito que haremos desde Miami. Tendrá el pago final cuando nos llegue la mercadería. Mientras la cubana hablaba, el gordito adivinaba la forma de la pistola que yo llevaba bajo la leva.

Luego nos hizo pasar a una habitación trasera y alegremente nos invitó a reconocer calidades y variedades de flores: gardenias, lirios, amapolas, geranios, orquídeas, claveles, alelíes, girasoles, azucenas. Son todas multicolores y muy olorosas, dijo en un tono damiselo que nos sorprendió a ambos. Esta representa el amor, esta la amistad, esta es para conquistar a alguien. Las flores hablan más que los humanos: pasión, hermandad, ternura, hasta odio, ellas todo lo pueden decir. Y las partes más delicadas son el cáliz y la corola, el pistilo es esencial para una buena presentación. Isabel Martínez Arredondo de repente estaba acariciando pétalos y escuchando muy interesada las explicaciones. Había dejado su vulnerabilidad femenina también expuesta y miraba extasiada las flores. Faltaba que yo también entrara en la colada para completar el triángulo del nuevo milenio. ¿Por qué los hombres les regalan flores a las mujeres? ¿Porque a ellas les gustan o porque no saben hablar? preguntó Isabel al aire. No sé, dije, debe ser como enterarse de porqué el uno se llama uno, el dos dos y el tres tres, en vez de llamarse el primero tres o el cuarto cinco. Los dos se quedaron extrañados, se miraron y pusieron cara de qué imbécil eres. Luego de la despedida salimos a un restaurante.

En el trayecto, la cubana me puteó dos veces por haber abierto el pico: te dije que no hablaras ni pío, chico, ni pío. ¿No te diste cuenta que quería ganarme su confianza? Ahora tendremos que regresar después del almuerzo. Esta vez te quedas afuera.

Por las calles empedradas pasaban lentamente los carros. En el Parque Central una multitud seguía con atención los movimientos de un malabarista. Hacía un sol radiante que quemaba más que en la Costa y el lugar estaba lleno de transeúntes y estudiantes colegiales. Entramos a un restaurante que anunciaba varias delicias vegetarianas y luego volvimos al almacén.

Me quedé afuera y ella entró. Pero esta vez ya no estaba el gordito, sino otro hombre, alto, callado, de aspecto un tanto siniestro. Haciendo uso de los regalos que Dios (o la naturaleza, para los ateos) le había dado, la cubana comenzó a pasearse lentamente por la oficina, dejando ver sus anchas caderas y su espléndido trasero, echándose el pelo hacia adelante y sacudiéndoselo hacia atrás, remojando sus labios con la lengua, preguntando por los precios como niña queriendo comprar muñecas. A los pocos minutos estaban de tú y vos y ella le tocaba el brazo cada vez que se reía o le preguntaba algo.

A la salida me dijo ya cayó este comemierda, éste es el enlace. ¿Y ahora qué viene? Quedamos en vernos otro día: me lo llevo a la cama, me lo como y lo dejo enamorado. Lo demás cae por su propio peso, concluyó. Como yo estaba enamorado de mi Mulata Milagrosa, sus confesiones abiertas no podían hacer mella ni en mi otrora desgarrado y resentido corazón, ni en mi ofendido orgullo machuchín. Y así, nos fuimos al hotel. Ven a mi habitación, dijo ella, tengo una botella faja dorada de ron Habana que podemos abrir para celebrar en privado, porque esta tarea ya está terminada.

En la habitación, al calor del sol que entraba por el balcón y las ventanas, me contó con franqueza los problemas de Cuba: Fidel es Fidel y el pueblo lo apoya, pero vivimos en la mierda, la putería, que en los primeros años de la revolución era decisión personal, ahora es necesidad social para las mujeres, cuestión de supervivencia. Si algún día vas para Cuba y quieres pasarla bien, sólo lleva dólares, o zapatos tenis o bluejeans desteñidos. Con eso te puedes mantener por varias semanas, te dan lo que pidas, y las mujeres sobre todo eso. El país está pobre, pero no la conciencia revolucionaria. Luego me confesó cosas de su trabajo -que lastimosamente no puedo reproducir en estas páginas por ser información seguridad nacional- y de cómo el servicio de contraespionaje se había desarrollado durante los últimos años. También comentó lo que había ocurrido después de Mariel, cómo se bajaron las dos avionetas en aguas internacionales y la propaganda que desde Miami hacía la contrarrevolución. Esos comemierdas de Miami no nos van a ganar nunca, burgueses reaccionarios y corrompidos, no quieren aceptar la derrota de Girón ni la dialéctica de la historia.

Oye chico, ¿y desde cuándo conoces a Omar? Desde hace muchos años le dije, estudiamos juntos y vivimos en el mismo barrio. ¿Sabes que se va a vivir a Puerto Rico? ¿No? Me lo dijo la última vez que nos vimos. Me confesó que el sueño de su vida era tener un bar de salsa. ¿Te lo puedes imaginar? Un bar de salsa, otra veleidad de los pequeño-burgueses. Omar me dijo que lo demás no le atraía y que la vida era muy corta para vivir tan serio, que ya tenía alquilado el local y estaba en el decorado, y que su traslado a San Juan era inminente. Es verdad chico, esto que te cuento. Yo, medio entrado ya en tragos, le dije que sea lo que Kit Kuero Kiere. ¿Kit qué? preguntó sorprendida. Kit Kuero, Cueranginha Omar do Cueranga, le dije, los nombres del submundo. ¿Y a ti cómo te dicen? preguntó medio ebrionga. Yo soy Cepeda 007, al servicio de Su Majestad. ¿Y tú? Se quedó pensando un rato, me miró y triunfante gritó: a mí me dicen Chelita la Caimana. Se puso los puños en la cintura y se dio un meneito desafiante: Chelita la Caimana, Chelita la Caimana, repitió y se tiró de espaldas sobre la cama, como Condorito. ¿Y esa chapa? Eso chico, eso se lo debo a los camaradas de El Caimán Barbudo. Yo le dije que, más bien, era porque ella se transformaba en lagarta, una vez apagada la luz, o por su pésimo gusto, a juzgar por el siniestro floro-cocaíno con quien se encontraría luego. Esos son deberes a los que nos obliga la revolución, contraatacó Chelita la Caimana.

Bueno chico, hasta aquí llegó esta rumba. Acto seguido se volteó y, sin perder más tiempo, empezó a dormir. Yo, recuperado de la juma y ganado por mi espíritu de caballerosidad, simplemente le puse una colcha encima y me aseguré de cerrar su puerta por dentro.

Tres días más estuvimos juntos, caminando y visitando otras exportadoras de flores. Al segundo día ella se vio con Caremuerto (el de la florería) y aseguró lo que quería. Dijo Chelita: de lo enamorado que lo dejé, me auguró que si los negocios salían bien, podríamos pasar a inversiones más productivas y exportar flores y otros productos a Europa y EEUU, como socios. Quedamos en que nos veríamos en Miami en dos semanas. Es que, chico, no hay polvo que no se alborote con el paso de Chelita la Caimana, proclamaba triunfal, mientras ponía nuevamente los puños en su cintura y hacía otro rápido meneito, a lo Tongolele. Así debe ser, confirmé.

A las pocas semanas de regreso a Guayaquil recibí en mi oficina una caja de madera que decía Embajada de Cuba. Contenía dos docenas de ron Habana, cien paquetes surtidos de los más finos cigarros, una colección de CDs de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Beny Moré, Bola de Nieve, Ernesto Lecuona, La Lupe y Bobby Capó. También había videos de las películas Memorias del subdesarrollo, El hombre de Maicinicú, Los días del agua y Fresa y Chocolate, autografiadas por sus directores. Habían incluido, además, subscripciones de la Serie Policial, la revista Bohemia, el periódico Granma y, para rematar, las Obras Completas de José Martí, con dos líneas escritas por el mismo Fidel Castro: “Para el compañero revolucionario Luis “Cholo” Cepeda”. Era un honor, sin duda, pero prefería la de mi colega, ésta venía en sobre cerrado y decía: “La revolución no tiene dinero para pagar, pero sí arte y cultura para gente como tú. Gracias por todo. Hasta siempre compañero. Patria o muerte, venceremos. Firma: Isabel Martínez Arredondo (o Chelita la Caimana, si te va mejor)”. El pago por mis labores era simbólico, aunque de buen gusto. Ahora sólo tenía que vender el ron y los cigarros para sacar un guisín y convencer a mi Mulata Bella de que muy pronto llevaría dinero a casa. Y confiar en que el gobierno nos sacara del hoyo en que nos había metido, la mismísima damier, como acotan en el barrio.