viernes, 21 de marzo de 2008

El caso de los coyoteros de Sonora

Orden de despegue. Había que dejar Juárez lo más pronto posible vía coyotil. Encontré al contacto y luego al coyote mismo. Son cinco mil dólares por el cruce, me dijo. Tres ahora y dos cuando lleguemos. No tengo tanto dinero pero necesito salir de aquí, respondí. El coyote, entendiendo que estaba en apuros y que, posiblemente, la policía también me estaría dando caza, aprovechó la oportunidad para una oferta. Tú no eres mexicano, de dónde eres, preguntó inquisitorial. Sí lo soy, repliqué. A mí no me engañas, tengo muchos años en esto. Vencido, le dije soy de Ecuador pero me hago pasar por mexicano para evitar problemas. El coyote, fiel a su instinto coyotístico, vio la luz de la oportunidad. Puedes cruzar gratis a cambio de llevar algo, me dijo. Ese algo que decía era droga, no podía ser de otra manera. Guacharnacos, tirilludos y cacharposos se encontraban en todas partes del mundo. Está bien, afirmé, dudando un poco de que mi destino estuviera en mis manos. ¿Tienes pasaporte? Preguntó. No, le dije, pero tengo una cédula mexicana. La vio y dijo es un muy buen trabajo. ¿Quién la hizo? En Veracruz la compré, contesté, que por allí me vine. Di mi cédula como parte del pago. En dos días nos encontramos aquí, a las diez de la noche. Trae un galón de agua, botas de trabajo y un sombrero para el sol. Yo me encargo del resto.

Cuando volví al hotelucho el dueño me dijo que habían andado preguntando por mí, que no sabía si eran policías pero que mejor me fuera, que él no quería problemas con nadie. Me quedaban solamente cuarenta y ocho horas antes de cruzar la frontera, pero era un tiempo demasiado largo en el que podían pasar muchas cosas. Opté por trasladarme a una localidad vecina desde la cual, sin darle mucho trámite, regresé al punto de encuentro dos días después, diez de la noche, como me había dicho el coyote.

Pero nada de pararme en la esquina acordada, que al enemigo no se le puede dar papaya. En vez de eso, me quedé dando vueltas a la distancia, con cara de yo no sé nada, yo llegué ahora mismo, si algo pasa yo no estaba ahí, como habría dicho el jefe Daniel Santos. De pronto aparece un carro y oigo que me gritan, ey güey, súbete. Era el coyote. ¿Y ahora? No preguntes, me dijo terminante, que eso no te importa, por qué no trajiste el agua, siguió cabrera. Por no llamar la atención, le dije, porque todo el mundo sabe que eso significa cruzar la frontera. Eso no significa nada, replicó el coyote, porque la gente igual se cruza sin ella, por el rio, a nado pelado. Los agarran siempre. Bueno, ya veremos. ¿A dónde vamos? inquirí, viendo que salíamos de Juárez. Te dije que no preguntaras, sólo arrecuéstate por allí que estaremos por algunas horas en la carretera. Y así fue.

Prontamente dejamos el estado de Chihuahua rumbo al mítico Sinaloa. Rompiendo el códido de discreción, el coyote abrió la secreta del carro y sacó un cassette que puso a alto volumen mientras devoraba con avidez la nocturna carretera. Eran nuevamente los legendarios Tigres del Norte que decían esta vez nomás por ser sinaloense/ yo me siento afortunado/ porque he nacido en la tierra/ donde se dan los pesados/ que viva mi Sinaloa tierra de gallos jugadooooos. Mientras yo luchaba contra el sueño, a eso de las dos de la mañana y ya habiendo memorizado algunos corridos, el coyote siguió con una selección música grupera, quebraditas y rock en español, el mismo que iba desde la banda El Recodo, pasando por La Barranca y del grupo Tranzas, de enorme popularidad en tierra mezcalita. Pinches mexicanos, son más musiqueros que nadie iba pensando. A eso de las cinco de la mañana el carro se detuvo en medio de la carretera.

Y ahora qué, le dije. Ahora esperamos, contestó el coyote mientras en el cielo azul se adivinaban las primeras luces. A los pocos minutos llegó una furgoneta. Nos subimos y otra persona se llevó el carro que habíamos usado hasta ese momento. Continuamos el viaje. Pueden dormir en los asientos de atrás, dijo en nuevo chofer, a la par que se desmandaba nuevos corridos, esta vez de Chelino Sánchez y Pedro Infante, combinados con canciones de Los Bukis, los cuales me hicieron pensar casi con nostalgia en la ya desaparecida Princesa Tamaulipas, chapeteada también por mi persona como la Malinche. El sueño vencía a la adrenalina y mis párpados pesaban diez libras cada uno. Cuando me desperté no estaban ni el chofer ni el coyote. La furgoneta había sido estacionada en la parte trasera de una hacienda inmensa y elegante. Desde allí podía ver sembríos, piscinas, establos y la mansión resguardada por gente con cuernos de chivo. ¿Estaba acaso en Sinaloa? Sinaloa era el estado bravo de donde salía la mayor cantidad de cocaína para abastecer la demanda gringa. Era también la cuna de los mejores narcocorridistas y de vates populares que contaban historias de muerte, violencia y venganza. Tanta era su fama que hasta un españolito, de esos que se aprovechan del trabajo de otros, escribió una novela sobre Sinaloa sin ser pan de pedazo de las tierras sinaloenses. (Ya me imagino lo que habría dicho el poeta Iturburu de este ibérico oportunista).

Por la noche me llevaron a comer a uno de los establos. Entré y vi un laboratorio de procesamiento, gente trabajando con el rostro cubierto y mandiles blancos, haciendo una labor perfecta de refinado en el más grande silencio. Sólo se escuchaba el sonido del fuego y los instrumentos. Ven, me dijeron, come algo pero no te empipes que no es bueno. Y así, devoré unas carnitas con sus respectivos chiles. Suficiente con eso. Luego me llevaron a otro cuarto y procedieron a poner alrededor de mi cintura paquetes de cocaína. Aquí van unas cinco libras, me dije mentalmente, sintiendo como un extraño poder. Cuando terminaron me regresaron a la furgoneta, esperé un rato más y luego regresó el coyote.

Salimos nuevamente en medio de la noche, dejando atrás la hacienda y el estado de Sinaloa. Rumbo al norte. Estaba claro que debía cruzar el tan mentado estado de Sonora. Paramos un par de veces para cambiar de vehículo y recoger a dos pasajeros más, quienes, posiblemente, viajaban en condiciones similares a las mías.
Cuando llegamos a la frontera dejamos la furgoneta y nos unimos a un grupo de unas treinta personas que nos estaban esperando. El coyote fue muy claro: me siguen y de mí no se despegan, si lo hacen no griten ni nada que yo los encontraré. Los rangers tienen sistemas de vigilancia que les permiten ver por la noche. Si escuchan un helicóptero o patrulla de caminos se meten debajo de un árbol o detrás de un arbusto, así no los detectan. Nadie dijo nada, pero todos tenían la decisión de llegar al norte en la mirada, aunque sus rostros mostraban cansancio. La noche, oscura y eterna, era la entrada a una caverna en la cual, de alguna manera, todos los que estábamos allí ya habíamos entrado antes. Frente a nosotros aparecía el gran desierto de Sonora y así, en fila india, empezamos a caminar. En un descuido del grupo noté que el coyote metía en su mochila lentes de visión nocturna.

En el camino había recovecos, montículos y animales que debíamos evitar. ¿Cuánto caminamos durante la noche? Quizá veinte o treinta kilómetros. Ya habíamos cruzado la frontera. Alguien dijo que era la segunda vez que lo hacía y que Nogales, el primer pueblo fronterizo del lado gringo, había quedado atrás. No hubo amanecer más hermoso y trágico que ese. Cuando empezaba a romper la luz del día pude apreciar las siluetas de los gigantescos cactus que miraban hacia lo alto, como adorando a Dios con sus brazos de espinas, mientras rayas de nubes cortaban el rosado-azul del cielo. La mañana empezaba en el desierto y el frescor cedía al calor del día. Miré a mi alrededor y me di cuenta que solamente estábamos el coyote, los tres de la furgoneta y yo. ¿Qué pasó con los demás? pregunté. Tenían que montar en un trailer rumbo a California. Bebí un trago de agua y el coyote me dijo no te llenes, todavía falta mucho.

Hacía demasiado calor y estábamos sofocándonos de muerte en plena tarde. ¿Cómo ocurriría mi muerte en el desierto? Posiblemente sin dolor, apenas sed y alucinaciones. Primero uno siente la fatiga de la caminata, luego le entra sueño, cree que lo llaman de algún lado, se imagina que ve amigos, gente conocida, y así, poco a poco, con la boca abierta y el cuerpo secándose, como si lo chuparan desde adentro, el último suspiro de vida se va. Y si hay alma, pues el alma también se va, porque en el desierto no hay alma que quede intacta bajo el fuego del sol. Al final, huesos y pellejo serían alimento de zopilotes. Sí, dije huesos, clarito y lo repito, huesos, porque aquí los zopilotes en vez de pico tienen colmillos y van tirando a perros. Al adentrarnos en la coyotera ruta para llegar al sueño del país dorado, en medio de arañas venenosas, lagartijas y culebras, nos fuimos encontrando con esqueletos tirados por todos lados, como si se tratara de un gigantesco y caótico cementerio, una residencia macabra y silenciosa.

¿Qué sería de la gente de mi barrio? ¿Por qué se habrán convertido a la religión? ¿Qué habrá escrito Iturburu en estos días? Pinche gringo Donald, espía y tocando jazz, como si nada. ¿Dónde estaría la Princesa Tamaulipas? ¿Dónde estarían Don Capu, el Conde y la Condesa? En eso divagaba cuando siento agua cayéndome por la cabeza y la voz del coyote que dice debemos seguir, ya falta poco. Mis piernas se movían como siguiendo una lejana seña mental. ¿Cuánto tiempo había pasado? Ni idea. Lo cierto es que estaba oscuro nuevamente y, de repente, nos detuvimos cerca de una carretera. Un camión paró, hizo seña con las luces y salimos a su encuentro. Subimos a la parte de atrás y rápidamente nos sacaron la droga. El coyote también había llevado su parte. El camión seguía veloz y, cual mulas en desuso, nos fueron botando a cada uno en distintos lugares. Cuando llegó mi turno escuché claramente que el coyote dijo esto es para los primeros días, poniendo un fajillo de dólares en mi bolsillo. No me conoces no te conozco, si te veo de nuevo te mato ¿Está claro? Abrió la puerta y me tiró al andar. Era temprano en la mañana y me habían dejado en las afueras de Tucson.

Caminé sucio y maltrecho, haciendo lo posible por no levantar sospechas mientras los carros cruzaban veloces. Así, encontré un motelillo de mala muerte. Entré, me quedaron viendo pero no dijeron nada. Los gringos son así, la cultura les prohibe comentar en voz alta lo que piensan de los demás, a no ser que se trate de algún obrero o desempleado, de esos cuya ignorancia o rencor los hace hablar más de la cuenta y que llaman red neck. Entré al motelillo, les pregunté si tenían cuarto disponible y les dije que me quedaría por dos días, que estaba de paso y que iba a trabajar en la mina. Si me creían o no no me importaba, necesitaba darme un baño y dormir, dormir para siempre.