viernes, 7 de marzo de 2008

Agúzate que te están velando

Cada vez que cruzaba el puente del Estero Salado y entraba al centro de la ciudad tenía la impresión de caminar también hacia un pasado que se mostraba sólo en pedazos, como retazos de sueños y no como una cadena de recuerdos. Así, aparecía la imagen de cuando nos bañábamos en sus aguas, remábamos botes o paseábamos por sus orillas. Desde el puente 5 de Junio uno se tiraba al agua, y por el mismo puente se llegaba a Daule, a la playa, al campo del Litoral, verde, misterioso y lleno de leyendas. Una breve brisa calmaba el calor del invierno y mecía las finas hojas de acacias y palmeras. La mañana continuaba marcada por el sol, los vehículos que se amontonaban por algún accidente y los peatones que querían ganar rápido su destino.

Luego de pedir un café negro y una humita, desdoblé el Crónica Roja y con nueva sorpresa pude ver que habían sacado unas fotos muy parecidas a las de la noche del lanzamiento del libro: cinco cuerpos con tiros de gracia en media frente, arrodillados, todos uniformados de policía pero con nombres e insignias arrancados.

Al abrir las páginas para encontrar los detalles del ajusticiamiento noté, en fotos tomadas desde otros ángulos, un detalle casi imperceptible: una sombra humana aparecía detrás de los ajusticiados. ¿Cómo había llegado allí? ¿Era otro truco de fotografía del Crónica Roja? ¿Tendría Miriam Matilde algo que ver en esto? Llamé inmediatamente al Conde de Montecristi pero contestó la bella y, luego de un breve gargareo y una invitación a salir, le pregunté por el Conde. Se fue a hacer un reportaje, que regresa al caer la tarde dijo. ¿Llamas por las fotos verdad? ¿Qué fotos? repliqué. Vana acción, pues la negra era pilas y medio molesta me contestó no te hagas el idiota que bien sabes que hablo de las fotos que publicamos. El Conde sabía que ibas a llamar, que se encuentren en la Cofradía del Bolero, que tiene otras fotos para ti. ¿Se van a beber? preguntó con curiosidad damil. A lo mejor, le dije. Ajá. Me les uno si no hay inconveniente porque quiero celebrar mi viaje a España. ¿También emigras? le pregunté, recordando a mi ex-mulata. Voy por motivos de trabajo, contestó, aunque quedarme por allá tampoco se descarta. Ya, le dije, veámonos con el Conde a eso de las ocho, dile que invite a la Condesa de los Reales Tamarindos, así hacemos gajo de a cuatro. Buena idea, dijo ella, a las ocho entonces.

Fiel a mi rutina de semiempleado, aproveché para meterme como siempre al cine. Anunciaban con bombos y platillos The Matrix Reloaded y quería ver hasta dónde Hollywood había avanzado en tecnología y avispaduras. Así que por allá me enrumbé, consciente, sin embargo, de que el billete del contrato con Maier no duraría por mucho tiempo más. Llego al cine y, oh sorpresa, veo haciendo cola a Capulina Páez. Qué tal, le dije educadamente, ya que la confianza no era mucha. Inútil intento de respeto, pues Don Capu inmediatamente me contestó qué dice cholo, pareces raya con esas gafas, cómo anda la cosa. Ahí nomás, respondí, matando tiempo. Yo también, dijo el gordo, y sorpresivamente añadió ahí nos vemos. Ahí nos vemos, contesté. (Lector, la plena, no hay mucho que decir en esta parte, así que mejor terminemos este párrafo). Y sin más entré y me senté a ver la película, la mism a que hacía exagerada gala de tecnología aplicada al cine, además de tener un libreto cojudísimo.

Ocho de la noche en punto y, desde mi atalaya afuera de la Cofradía del Bolero, veo al Conde que viene riéndose y abrazado con la Condesa. De qué habrán venido hablando, o de quién. Mejor no pregunto, a veces es mejor ser ignorante. Saludan, se sientan, piden dos bielas y el Conde me enseña varias fotos del mismo crimen mientras su real dama calma su sed bielera. Después de un gran sorbo dice éstas no las sacamos porque no hay que publicar toda la información deúna, hay que hacerlo poco a poco, de manera dosificada. Además, Carecamiónchocado dice que si lo hacemos así aumentaremos las ventas y hasta podríamos recibir un dinerito extra de los dueños del periódico. Carecamiónchocado nos ha dicho que leamos el libro A Sangre fría de Truman Capote, que así aprenderemos a escribir como periodistas. Me reí del acote diciéndome pobre imbécil este Carecamioncitochocado, tantos años en G uayaquil y aún no se ubica en la urbe, buscando en los libros lo que la vida del puerto ofrece cada día. Evitando que prosiguiera pregunté ¿Y Miriam Matilde? Que la esperemos, llega pronto. En las fotos que me enseñó el Conde, la sombra, que apenas se notaba en la edición impresa, aparecía perfectamente perfilada gracias a un buen trabajo de laboratorio y revelado. Eso lo inventaron ustedes, le dije cabreado. No, la verdad que no. La sombra estaba allí, como si fuera un fantasma al cual sólo el lente de la cámara pudo captar. Sin importarle lo ridículo de su afirmación, y menos aún mi incredulidad, el Conde ya hasta había ideado una serie policial basada en las fotos. La llamaremos Galería de la Sombra, dijo, y en ella inventaremos argumentos, nombres, apodos, anécdotas, leyendas y lugares en los cuáles ocurrirán los asesinatos. ¿Cuáles? pregunté. Los que sin duda ocurrirán, dijo mientras alzaba su vaso, porque, la verdad sea dicha, sí hubo ajusticiamiento dentro de la policía. Y continuó el Conde de Montecristi diciendo todo parece que un nuevo héroe se avecina a la urbe huancavilca, a la par que pedía tres bielas más. ¿Y Miriam Matilde? Nanay.

Todo habría quedado en una pintoresca anécdota si el Crónica Roja no hubiera publicado las fotos bajo el título antes mencionado y nuevos episodios de lo que se fue transformando en entrega semanal, subtitulados a manera de capítulos con frases como “La Sombra: ¿Criminal o Justiciero?”, “La esperanza de los pobres”, “La Sombra de la imparcial balanza”, “La Sombra ataca nuevamente” y hasta “El machete de los pobres”. Lo del machete venía a que un par de crímenes se habían llevado a cabo gracias al uso de la indicada arma montuna. Al poco tiempo, el Crónica Roja abrió una sección de cartas dirigidas a La Sombra, procedentes de los más variados estratos sociales, todas apoyándolo y felicitándolo por su labor de limpieza social.

Al menos, así lo presentaba el editor general, el ya mentado Carecamiónchocado. Las ventas del Crónica Roja, como era de esperarse, se triplicaron en menos de dos m eses, aunque el Conde y Miriam Matilde no recibieron ningún bono extra pues, estaba claro, Carecamiónchocado era lameculo de los dueños, no un profesional y, menos aún, alguien preocupado por los trabajadores.

Fiel al espíritu de competencia de la libre y baja empresa, en la televisión también comenzaron a hablar de La Sombra. No tanto porque fuera a aumentarles el rating de sintonía, cuanto porque la gente de Guayaquil había abierto la esperanza de que, por fin, en esta ciudad en la cual lo inesperado era la norma, algo o alguien recobrara el perdido ideal de justicia, de ese que tanto mencionan los libros escolares. En una entrevista al Jefe de la Segunda Zona Militar, éste descartaba totalmente la existencia de La Sombra y decía que eran sólo rumores de desocupados y trabajos de pandillas, sicarios y narcotraficantes que tenían influencia en los medios de información, y que era mejor dejarle todo a la policía. Sin embargo, evitó comentar el hecho de que, entre los ajusticiados, el número de policías o ex-policías iba en aumento, todos muertos de la misma manera y con la misma arma. Las pruebas de bala, enviadas a un laboratorio de los Estados Unidos, habían establecido que era así. De esa manera, La Sombra, que al principio habría sido mero invento del Conde o de la negra Miriam Matilde, se fue convirtiendo en una realidad.

A los pocos meses ya se vendían muñequitos llamados La Sombra. Vestían de capa negra, sombrero negro y pantalones negros. La cara era también negra. Los primeros, los originales, fueron hechos a mano y, según Miriam Matilde, los habían inventado en la isla Trinitaria, al calor de los arrullos, pues allí habían encontrado los primeros cadáveres. Pero luego la empresa privada, fiel a su falta de creatividad y avaricia, quiso hacer también su agosto, sacando ediciones plásticas, con capas rojas y ropa azul, como si La Sombra fuera Superman o Batman. Como el pueblo no perdona cojudeces y la copia resultaba grotesca, La Sombra misma, o cualquiera de esos que se hacía pasar por él, atacó nuevamente: ajustició a cuatro guardianes privados (que resultaron ser militares en servicio pasivo) afuera de las empresas de productos plásticos. La empresa privada, a través de su Cámara, creyendo vengarse de La Sombra, decidió suprimir la edición de sus muñecos, lo cual sólo hizo aumentar los manufacturados en la isla Trinitaria. Así, el negocio progresó de tal manera que luego comenzaron a vender también machetitos y pistolitas de madera, muñequitos vestidos de policías con un hueco en la frente o sin cabeza, casitas de caña para los ajusticiamientos y hasta maquetas de cementerios y discotecas con el nombre de La Sombra, todos con su dibujito respectivo, como si fueran productos Nike o Reebok.

Los niños se disfrazaban de La Sombra en vez de Ratón Miguelito o Conejo de la Suerte. Con semejante negocio, los morenos de la isla Trinitaria afinaron su olfato comercial y crearon una fiesta de Halloween criolla, bien guayaca y bien bacán, en la cual destacarían los disfraces del Tin-Tín, la Tacona, la Viuda del Tamarindo, el Descabezado y otros duendes menores del pueblo. Y por allí se perfilarían las fiestas de diciembre, pues habían notarisado la patente de los añoviejos La Sombra y el monopolio de cohetes y camaretas, indispensables para un real celebración de fin de año.

Paralelo a esto y contagiados del sostenido éxito, los periodistas locales organizaban concursos de quién inventaba la mejor historia de La Sombra. El pueblo pobre, por su parte, en voz baja o a sotto voce, como se dice en italiano, se sentía plenamente reivindicado porque estaba confirmado que todos los ajusticiados eran criminales. No simple ladrones, sino criminales malos, de esos que ya no tienen control de nada. Gusanos, para abreviar. Ni al pueblo ni a la clase media le interesaba saber si eran escuadrones de la muerte, policías o algún loco justiciero.

Los pocos ricos que quedaban en la ciudad, pues la mayoría había huído al extranjero con millones robados, habían contratado más guardaespaldas y, en complicidad con los parientes del presidente, habían creado decenas de agencias de seguridad privada. Así, robos de autos, casas desvalijadas y asaltos a bancos o centros comerciales, pasaron a un segundo plano. Sólo los ajusticiamientos de La Sombra interesaban y, más que todo, sus causas, pues en la mayoría se encontraban violaciones a menores de edad y mujeres indefensas, secuestros y negociados con dinero ajeno, y en todos los casos la flecha apuntaba hacia la policía, las Fuerzas Armadas y altos burócratas o acomplejados jefes del sector privado.

Sin embargo, un día, de la misma manera que apareció en la escena del crimen de Guayaquil y la fantasía ciudadana, La Sombra desapareció sin dejar rastro. Todo esto inmediatamente provocó que se recorgieran firmas y que organizaciones cívicas pidieran su regreso, para vergüenza de la policía. Hasta una estatua comenzaron a levantarle. Pero nada. Como el viejo dios Pachacamac (o Quetzacoal para los mexicanos), La Sombra se había ido y la ciudad se volvió nuevamente el feudo en el cual los pobres morían a manos de los déspotas y la corrupción. Pasaron nuevamente las semanas y lo único que quedó fueron los muñequitos hechos por los negros de la isla Trinitaria, cuyas ventas, lamentablemente, bajaron también de la noche a la mañana.

Ni el Conde ni Miriam Matilde, peor aun Carecamiónchocado, pudieron dar explicaciones convincentes a sus lectores de su ausencia. Trataron de seguir con los concursos y los reportajes fotográficos pero todo fue en vano, pues la policía los desmentía públicamente, diciendo que tal crimen había ocurrido en tal parte y de tal manera, o que sus fotos eran de escenas montadas. Para mí, en cambio, estaba claro que la policía y los maleantes le estaban pisando los talones a La Sombra, cerrándole el cerco, y que, por eso, había decidido desaparecer, entrar al total anonimato y dejar que las aguas bajasen, pues el tiempo borra todo recuerdo. Así, Guayaquil volvió a la rutina y a los escándalos de siempre.

En todos esos meses no había visto ni oído hablar de Iturburu ni de sus sobrinos, peor aún de las mujeres del Cartel de la 9 de Octubre. En el enloquecido mundo de Guayaquil, no me habría extrañado que La Sombra fuera cualquiera de ellos, o todos al mismo tiempo. El destino de la ciudad ya era propiedad de sus habitantes. No habría tenido ninguno de estos pensamientos si no hubiera recibido una llamada misteriosa del poeta que me citaba en su casa, al sur, Callejón F 209, de la ya mentada ciudadela.