viernes, 28 de marzo de 2008

El que se fue no hace falta



Luego de retirar el vehículo y encontrar un apartamento en Eugene di un recorrido de reconocimiento. Varias cosas me sorprendieron. La primera de ellas fue encontrar un par de comunidades hippies en los alrededores de la ciudad. Me llamaron la atención también las fiestas en el mercado artesanal, lugar en el que todos se congregaban cada sábado, en medio de tambores, incienso, y alguna que otra tamuguita, mientras las bellas y voluptuosas jovenzuelas danzaban simulando ser coreógrafas de Las mil y una noches. Eugene tenía algunos bares con exquisita cerveza a buen precio. Por suerte, el dinero en mi bolsillo me permitía darme esos y otros lujitos. Me sorprendió ver lo popular que era andar en bicicleta, la informalidad de sus habitantes y el activismo de las lésbicas damas en las decisiones que tomaba la Municipalidad. Pero toda moneda tiene su cara desconocida, así como todo gran amor también esconde una traición.

Una mañana de sábado, de esas frescas y soleadas, mientras desayunaba en el café Roma, tomé el periódico local y leí lo acontecido en Springfield, un pueblo a sólo cinco minutos de Eugene. Contaban que una muchacha drogadicta había robado y consumido una alta de cantidad de cocaína y que el distribuidor le había dado un ultimatum: o pagaba o la mataba. Ella, asustada por la amenaza, le había confesado todo a su padre. Este ideó un plan y le dio las instrucciones a la chica para que citara al gusano en un restaurante y cancelar la cuenta. Cuando se encontraron, súbitamente, el padre de la muchacha apareció en el local y le descerrajó un par de tiros, en medio de la sorpresa de los comensales, matando al gusano instantáneamente. Luego envió a su hija de regreso a casa y fue directo a la estación de policía a contar lo sucedido y entregarse. Decía el periódico que el juicio se había hecho rápido: e l padre había sido absuelto por el jurado argumentando defensa propia. Luego, él y su familia abandonaron Oregon para radicarse en otro estado. En los pocos días que llevaba estaba claro lo que era Springfield: un pueblo económicamente deprimido, habitado por gente pobre y de poca educación, de esa que tristemente llaman basura blanca o white trash, como se dice en inglés.

A más de la noticia del diario, la cual contrastaba notablemente con la tranquila mañana que transcurría en Eugene, y de mi delicioso desayuno, pude leer unos pequeños anuncios afichados en la pared del Roma. Uno de ellos me llamó la atención, pues ofrecía los servicios de una traductora simultánea inglés-español. Como mi inglés aún no estaba muy por lo alto que se dijera, y siendo nuevo en el pueblo, lo mejor era tener a alguien que me facilitara mi trabajo y me sirviera de cobertura. Me acerqué al mostrador y le pedí a uno de los empleados, mexicano también, que me facilitara el teléfono. Llamé y desde el otro extremo se oyó una voz que me dijo que muy bien y que nos veríamos al día siguiente.

A las pocas semanas, y gracias a la ayuda de la traductora contratada, me entrevisté con el presidente de la Cámara de la Madera. Este, muy interesado en mi deseo por comprar madera de Oregon, me dio suficiente información sobre el área y los comerciantes. Pronto descubrí que algunas zonas del bosque en venta eran objeto de protestas de los ecologistas, quienes argumentaban que se trataba de bosques históricos irrecuperables. Según los madereros, ellos sólo querían vender la madera caída, es decir, las ramas y troncos viejos, en vez de dejar que se pudrieran en la tierra. Según los ecologistas y algunos profesores de la Universidad de Oregon, esos deshechos eran vitales para la reconstitución orgánica del suelo y formaba parte del ciclo natural de vida del bosque. Me dijo el presidente de la Cámara que la pugna muchas veces llegaba a serios y violentos enfrentamientos entre los dos bandos y que la policía a veces se exced ía en la manera de contener a los ecologistas, los cuales, dicho sea de paso, eran los mismos que bailaban semidesnudos en el mercado artesanal del sábado.

Con el tiempo, y gracias a mi traductora y secretaria, la discreta y voluptuosa Marla Thompson, conocí a empresarios que pertenecían a la Oregon Citizens Alliance. Había descubierto también que esta organización tenía entre sus objetivos erradicar a las comunidades hippies y a los ecologistas del área, además de desarrollar una propaganda televisada para desprestigiar a las bien organizadas lesbianas, pues, según ellos, eran un mal ejemplo la niñez, la juventud y, sobre todo, para las muchachas de Springfield, madres del futuro y vehículos del sueño americano. La OCA había elaborado un plan bastante detallado de actividades que incluía visitar escuelas, dar entrevistas a los medios de comunicación, participar en debates, organizar marchas de protestas (o anti-marchas) y poner sus propios candidatos en las elecciones que se avecinaban. Gracias a las labores de Marla Thompson, había logrado que me invitaran a una de sus reuniones, dada mi calidad de hombre de negocios hispano que venía de un país católico y conservador, en donde la familia era el centro de la sociedad, según sus palabras.

Con Marla participamos en las reuniones y ella me aclaró algún aspecto de lo que se discutía. Frecuenté también a varios miembros de la alta jerarquía del OCA, entre ellos un hispano y un afro-americano, quienes, si bien es cierto no tenían la vehemencia de los demás, mostraban su claro desacuerdo con lo que hacían públicamente las lésbicas habitantes de Eugene. ¿Y qué mismo era lo que hacían? Eso, me dijo mi traductora, es fácil averiguar, podemos hacerlo esta noche si quieres. Y así lo hicimos.

Por la noche Marla llegó a mi departamento vestida con un pantalón ajustado y, la plena, se la veía riquísima. Fuimos a una discoteca llamada Perry’s. Cuando entramos nos quedaron mirando, poco convencidos de que éramos una pareja gay y, más bien, preguntándose qué mismo queríamos. Luego de unas miradas de desconfianza nos dejaron entrar. Ya en el sótano, pues allí quedaba la discoteca, mientras sonaban canciones de música tecno y hip-hop, pude entender a lo que se referían. El mundo gay era, básicamente, gente del mismo sexo que se besaba y abrazaba mientras jugaban a hacer el amor en la pista de baile. Claro, esto era suficiente motivo de espanto en la secta de la homofobia. El odio del OCA hacia ellas se justificaba en el hecho de que las lesbianas practicaban el arte de hacer sufrir gracias a instrumentos de tortura, como cadenas, manoplas, máscaras, látigos y otros aditamentos de la cultura del sado- masoquismo, de elevado protagonismo durante los encuentros sexuales. Pero en Perry’s todo era un juego. En la mesa, mientras mi traductora y yo hacíamos un reconocimiento del terreno, noté con claridad el letrero que decía Se Prohibe la Conducta Heterosexual. Traducido: nada de besitos de hombres a mujeres. Fui al baño y, mientras hacía pipi, noté con sorpresa una pared llena de fotos y afiches de hombres desnudos con kilométricas morrongas. El sexo gay se promocionaba en todos los rincones de la discoteca. Después de sapear y darnos una rumbeadita, poco antes del cierre, optamos por retirarnos.

La noche estaba fresca. Te llevo a tu departamento, me dijo Marla. Había notado ya su figura espléndida pero nunca habíamos hablado de nada que no fuera lo estrictamente profesional. La invité a tomar un vino y salimos al patio a echarnos sobre el césped mientras mirábamos las estrellas y nos cobijábamos con una manta. Hablamos de varias cosas y sentí que, por primera vez en mucho tiempo, decía y escuchaba cosas que realmente me importaban. No me preocupaba ser detective, agente infiltrado, espía, soplón, ni conocer la identidad secreta de los otros. En ese momento, con Marla al lado, me interesaba saber quién era yo en el fondo pero también quién era la mujer que conmigo miraba las estrellas. Y así siguió la noche. Al entrar fui a mi cuarto y me acosté en silencio. Marla se sentó a mi lado, extendí mi mano para tocar su mano y ella se inclinó a besarme. Nos acariciamos, tocamos nuestros cuerpos, nos besamos con desbordante deseo y casi con familiaridad, e hicimos el amor muchas veces, por muchas horas, con furor y ternura, y éramos mutuamente insaciables y era el amor y no sólo el sexo lo que nos llevaba en vilo. Besé su cuerpo en cada parte, lamí su cuerpo en cada parte y mordí su cuerpo en cada parte y ella bebió todo de mí. A su casa entré como a mi casa y en su casa me hospedé toda la noche, y también al día siguiente y todos los días restantes que viví en esa ciudad mágica del Pacífico norte.

Marla Thompson era el suspendido amor. El amor sin dudas, la visita del ya olvidado viejo amor. ¿Cuánto importa la vida, el trabajo y las tareas cuando aparece el amor? ¿Era en el fondo sólo un perdido e inevitable romántico? Toda pregunta desaparecía cuando estaba con ella y todo era secundario. Cómo gasto papeles recordándote/ cómo me haces hablar en el silencio/ Cómo no te me quitas de las ganas/ y aunque nadie me ve nunca contigo/ y como pasa el tiempo/ que de pronto son años/ sin pasar tú por mí detenida/ Te doy una canción cuando apareces el misterio del amor/ Y si no lo apareces no me importa/ Yo te doy una canción. En Eugene había un río pequeño y correntoso, como el río que cruza mi querida Cuenca, la ciudad de la serranía ecuatoriana. Este río era el Willamette y también el Machángara. Desde uno de sus puentes se podía apreciar las verdes montañas que formaban un paisaje de calendario. Veía correr el agua fluyendo quién sabe desde qué alturas con rumbo al Pacífico, el mismo océano que, miles de millas al sur, besaba otra ciudad. Yo era ese océano besando su piel y ella mi ciudad. Era un día de sol y estaba tranquilo y lo viví plenamente. Por un segundo pude olvidar la vida que llevaba y en lo que me había metido. En ese mismo segundo olvidé también que me estaba enamorando de Marla como un adolescente. ¿Quién era ella? ¿Cuáles eran sus cicatrices? ¿Hasta cuándo me querría y qué era lo que entendía por amor? No iba a contestarlo en ese momento. Quería sólo la paz de las aguas del río que van ciegas y sin detenerse sobre las piedras, la paz de tu sonrisa mi sueños realiza/ y te beso felíz. Pero tenía que seguir en mis investigaciones.

El presidente de los madereros de Oregon me había invitado expresamente a una reunión reservada para tratar asuntos de negocio. Fui acompañado de Marla, a pesar de la renuencia de los demás asistentes, pues no la consideraban de mucha confianza. Nos habían reunido para mostrarnos un video contra las lesbianas que saldría en una de las cadenas nacionales de televisión. Lo que vimos fue escandaloso, provocador y malintencionado. Mostraban imágenes de homosexuales en el Desfile del Orgullo Gay en San Francisco y Nueva York, también imágenes de sesiones sadomasoquistas glosadas con leyendas como “¿Quieres esto para tus hijas?” o “¿Vas a permitir la destrucción de Estados Unidos?” En una parte del video superponían imágenes de los desfiles con fotografías de los líderes ecologistas para sugerir un paralelismo entre ambos grupos. Terminada la proyección, los asistentes aplaudieron. Uno de ellos hizo un virulento ataque contra el tercer y el cuarto sexos, matizado con mensajes contra la posible invasión de inmigrantes mexicanos, chinos y centroamericanos. También acusó a los judíos porque habían matado a Cristo y a los árabes por ser enviados de Osama Bin Laden, fustigó a los negros porque eran vagos y había que mandarlos de regreso a Africa. Todo lo cual creó entusiasmo y aplauso en algunos, aunque también miradas de censura en otros. Para mí, estaba claro que después de los homosexuales atacarían a negros, judíos e inmigrantes en general.

A la salida de la reunión y después de un largo silencio, Marla me preguntó por qué me habían invitado y hasta dónde estaba metido en política. Le dije casi sin importancia que, a lo mejor, ellos querían hacerme partícipe de su plataforma, pues era obvio que necesitaban apoyo. Añadí que la política no me importaba, pero que en el mundo de los negocios uno debe dominar todos los terrenos y asistir a ese tipo de eventos. Después de la campaña iniciada por el terrorismo internacional, todos sospechábamos de todos. Así, con la noche a cuestas, volvimos a hacer el amor, dormir juntos y olvidarnos del resto del mundo. Yo seré también tu madre, le dije, mientras acariciaba y besaba su rostro, porque una mujer busca en un hombre también el cariño materno. ¿Cuánto tiempo más duraría esto? ¿Cuál era el límite de la vida que llevábamos?



Las cosas no se habrían complicado tanto de no haber tenido que dejar Eugene. Los tres meses ya habían pasado. Ingratitud del destino o suerte del tiempo, recibí una llamada de un representante de los madereros que me dijo que necesitaba hablar conmigo urgente. Fui a verlo y me informó que tenían problemas en verificar mis datos financieros y que, además, no era posible establecer contacto con mi asociación en México. Que no se preocupara, le dije, que me encargaría de eso, aunque era mentira, pues no tenía la menor idea de cómo contactar a nadie, situación que me hizo pensar me habían abandonado a la maldita sea. El único contacto posible con la Maestra era a través del Western Union, pues ellos sabían cuándo y dónde depositaban dinero para mí. El maderero me dijo también que quería que me reuniera con ellos nuevamente, pero que de manera más reservada. Por supuesto, le dije, fingiendo estar mu y interesado en apoyarlos.

Antes de la reunión le dejé una nota a Marla diciéndole que regresaría tarde y que no me esperara despierta. Llegué y había cinco personas, entre ellos estaba el que había dado la arenga anti-lésbica semanas atrás. Nos saludamos y sentamos alrededor de una mesa. Fue en ese momento que me di cuenta que todo estaba ya decidido. Mencionaron algunas conexiones que la OCA tenía con otros grupos en Estados Unidos e insistieron en que era fundamental captar un buen número de votantes en las elecciones. Hablaron de candidatos, dieron nombres de líderes locales y otros que no conocía, y de nuevos afiliados a la OCA. También se discutió la posibilidad de invitar a candidatos republicanos, demócratas e independientes, que simpatizaran con los ideales de la OCA.

Cuando regresé Marla me esperaba con la luz encendida. Yo no quería discutir pero ella sí. Preguntó con violencia en qué mismo estaba metido y qué papel jugaba ella en todo esto, que ella tenía un futuro profesional que no estaba dispuesta a perder por verse envuelta en algún escándalo, y que si de veras la quería y respetaba como había dicho, yo tenía la obligación de ser sincero con ella. Hacia mis adentros, yo me decía que el amor se me estaba yendo de las manos y este trabajo también, pero que algo debía aprender de las batallas anteriores. Con silencio calmo respondí a algunas de sus preguntas mientras ella se agitaba más y se enfurecía gritando que le estaba ocultando cosas, y que quién mismo era y que estaba jugando con ella. Ante semejante ataque palabrístico y emocional, y siguiendo mi instinto machuchil, el mismo que les cuesta a las féminas aceptar porque hombre y mujer funcionamos de manera diferente, opté por el silencio, mientras ella se empeñaba hablar más del asunto.

En los últimos días que estuve en Eugene sentí y resistí el peso del destino y de mis propias decisiones. Fui a las reuniones de la OCA y escuché nuevamente preguntas sobre mis contactos financieros en México. Al mismo tiempo, Marla se había vuelto frágil, llorosa. Me había llegado al corazón y verla así me partía el alma. Hablaba menos que antes y fraguaba en su alma un rencor de esos que cuando afloran salen con lodo y fuego. Por el correo me llegó un sobre. Era de la Maestra pidiendo un informe detallado de todo lo que tuviera que ver con la OCA, incluía también la dirección a la cual lo tenía que mandar. Decía, además, que cancelara todo lo que debiera porque a fin de mes tendría que tomar el tren a Nueva York. Por primera vez mi trabajo se me había vuelto un obstáculo, sobre todo porque había involucrado a una mujer que no sabía nada de mí ni de mis cosas, una mujer enamorada de un hombre que no conocía, un hombre sin pasado, borrado del mapa. El amor de Marla había comenzado a tirar raíces en mí, estaba claro. Y, como nunca deja de ocurrir en estas ocasiones, la cosa se complicó aún más.

Una noche, ella me pidió que me sentara a su lado, que tenía algo que decirme: estaba embarazada y había decidido tener un aborto. Cuando me lo dijo me quedé de piedra pero reaccioné y repliqué que la apoyaría en su decisión. Por segunda vez sentía el deseo de ser padre y por segunda vez pensaba en mi vida, sobre todo en hacia dónde iba. Ella lloró diciéndome que no la pusiera a elegir entre tener un hijo o trabajar en su profesión. Mientras trataba de consolarla sentía que en mi interior una luz se iba apagando poco a poco y aparecía un temor remoto que venía de lejos y era muy triste y muy fuerte.

Después del aborto, los días finales en Eugene ocurrieron con brutalidad, como si salieran del odio de Dios, combinados con momentos de silenciosa tensión. Escribí el informe a la Maestra y lo envié a la dirección solicitada. Dije a los madereros que tenía que regresar a México para ordenar las finanzas de la compañía, pues el gobierno las había intervenido. Así, un día salí en tren hacia Nueva York. Con Marla se quedaba mi amor y mi frustración, su juventud y mi incredulidad, ocultándose detrás de la máscara del trabajo. Te escribiré cuando llegue, fue lo último que le dije, mientras ella me daba un beso y partía callada de la estación. Una fina capa de niebla se confundía con la garúa. Llevaba el corazón sangrante en la mano y en silencio acepté el adiós irremediable junto a un complejo de culpa que me resultaba extraño e inmerecido. ¿Cuántas parejas no habían vivido esa experiencia, cuántas más no la vivirían nuevamente? Dejé Eugene rumbo a Portland. Ahí, mientras esperaba el tren a Nueva York, vi con sorpresa en la televisión nacional que en el sur del estado de Mississipi habían arrestado a un alto miembro del Klu-Klux-Klan y del White Supremacy, acusado de haber matado a cinco negros en los años sesenta. El hombre que llevaban en esposas era el mismo que había dado la arenga en la primera reunión de la OCA a la que asistí, el mismo que había detallado los siguientes pasos. Era hora de partir. El frío invierno del norte estaba por llegar y una vieja herida se abría nuevamente en mi alma.