viernes, 14 de marzo de 2008

Del Golden Dream a las mujeres de Juárez

Phoenix, Arizona. 40 grados a la sombra, secos y despellejantes. (“a la sombra” es un decir, pues aquí no existe sombra). El sol en alto y una brisa caliente traen polvo y arena. Voy por el centro de la ciudad y encuentro un McDonald’s que inmediatamente me recuerda al gringo Maier, espía y jazzista, para variar. El domingo se perfila como estadía en el infierno. Al fondo de la ancha y vacía avenida, en las montañas lejanas, se divisa el humo anunciando un gran incendio forestal que devora la poca vegetación. Las calles, duras y calientes, seguirán deshabitadas por el sol inmisericorde. Ni un alma se pasea en los alrededores. Por allí pasa un auto lleno de gente y música ranchera. I don’t speak Spanish, me dice uno de ellos con fuerte acento mexicano. A este miembro de la raza, cuya mala suerte fue inaugurada por el Almirante Colón, sólo le dije bacán bróder y seguí mi camino. Como no había ninguna cevichería, o local por el estilo, opté por una aburrida hamburguesa y una Pepsi cola con hielo.

Mientras bebía tranquilamente mi cola recordé el caso del comercio de flores y el envío de cocaína a través de Otavalo y Cuba, destino final: Europa. La diferencia entre vivir en Ecuador y trabajar en Estados Unidos era que ya no estaba en terreno conocido, el que llaman en inglés comfort zone o zona de seguridad personal. Ahora estaba con los dos pies fuera de casa. En el mundo, los últimos acontecimientos se resumían a la huída de los banqueros ecuatorianos al exterior, previo atarzane al bolsillo del pobre, la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York a manos del odio y un flaquito mugroso y delincuencial quien, en nombre de Alá, vivía en las cuevas de Afganistán, -era una rata asquerosa que había que aplastar rápidamente- la globalización de la guerra mundial, el eterno odio entre israelíes y palestinos, la bancarrota de Argentina, la violencia en Colombia, la conquista del bi-campeonato de fútbol por parte de mi equipo Emelec (la gloriosa celeste) y, como dije, mi separación de la ella de la película. Además de la canallada de la que había sido víctima a manos del testaferro de la oligarquía guayaquileña, el ya mentado Carecamiónchocado. Mi viaje a Arizona era como ir cómodamente sentado en un tren que rueda sobre las rieles del tiempo mientras el mundo poco a poco se va cayendo en pedazos. Y lo que sentía no era apatía ni desgano sino una tranquila aceptación del destino. Pero basta, dejémonos de chamullo y verborrea y vamos a lo nuestro.

Estaba en lo del calor de Phoenix y mi Pepsi cola fría. Uno debe estar aquí y ver el desierto de Sonora para entender lo difícil que es el cruce ilegal de la frontera. La gente muere deshidratada. Deúna. Bum. Bum. Bum. Se caen, desmayados y secos, como gallina con peste. Bajo este puto sol lo único que queda es maldecir todo hasta volverse loco, o tapiñarse en alguna parte, si acaso el bolsillo porta el guiso, llamado también vil metal, razón de cambios personales, de bandos en pugna o de asesinatos.

Con estas y otras reflexiones regresé al Golden Dream a darme un baño y ponerme guapo, pues un mensaje había sido dejado por una dama, a juzgar por la fina caligrafía. El mensaje decía vengo a las 8pm. Espero sentado en el lobby y se acerca. Tú eres Luis Cepeda, me dice con seguridad. ¿Tuviste un buen viaje? Era alta, de piel oscura, pelo negro, largo y liso, dato Malinche. Tenía los ojos grandes y una trompita azteca que provocaba morderla. Extiende su mano y me dice, me llamo Guadalupe Morales, vas trabajar conmigo. En tus mensajes a Gutiérrez te vas a referir a mí sólo como Princesa Tamaulipas. ¿Tienes tu pasaporte? Se lo mostré, lo tomó y lo cambió por una cédula de identidad de México. Este es el que vas a usar de ahora en adelante. Pero vámonos a otra parte y te explico de qué se trata.

Trompita azteca, me dije, aquí estoy para morderte. Y así, como llevado de su mano, salimos del hotel y nos fuimos a un restaurante en el que, desde la entrada, se escuchaban corridos de los incomparables Tigres del Norte. Estos son mis favoritos, me dijo la Princesa Tamaulipas, mientras nos acomodaban en una mesa. Me miró y preguntó ¿en Ecuador oyen corridos? Sí, le dije, y los bailamos bien pagaditos. Ajá, dijo, sonriendo.

Luego de los detalles del caso y de sacarme toda la información biográfica posible, bebimos un par de tequilas. Desde el rincón en el que estábamos podía apreciar el decorado del restaurante con sombreros mariachis, guitarrones, sarapes y colores fuertes. Espera aquí, dijo mientras se perdía local adentro. Los Tigres del Norte cantaban uno de sus más famosos narco-corridos jugaba con resortera cuando yo estaba chiquillo/ Ahora me siento orgulloso con mi cuerno de chivo. Al poco rato, la Princesa regresó con una amplia sonrisa y dos bellas damas a su lado. Mira, ellas van a trabajar con nosotros, si alguna vez te preguntan dirás que se llaman Carola y Dolores, pues así serán conocidas en Juárez, pero en el código del grupo ellas son la Virreina de Lima y Dolores del Río . Mucho gusto, les dije, mientras extendía la mano hacia ellas. Al acercarse el mesero pidieron dos tequilas y sus respectivas cervezas, sal y limón. Que sean cuatro, dije. Y mientras ellas se ponían cómodas la Princesa entró de lleno al meollo de nuestra cita.

Cepeda, dijo la Princesa, el caso es el siguiente: En Juárez, México, frontera con Texas, en los últimos años han encontrado cuerpos de despedazados de cientos de mujeres, todas ellas secuestradas y violadas. Es una historia vieja en la que están metidos todos los que te puedas imaginar: hombres de negocios, tratantes de blancas, narcotraficantes, satanistas, coyotes, políticos locales, policías y gente del ejército. Ha sido un problema que siempre hemos visto como puramente mexicano y nunca nos hemos metido en el asunto. Tenemos cierta información pero nada concreto. Hace varios meses, una muchacha de la Universidad de Texas, que estaba escribiendo una tesis sobre el tema, decidió meterse de obrera en las maquiladoras, como infiltrada, pues es allí donde las hacen desaparecer. Ella nunca le informó de su plan ni a su director de tesis ni a la policía. Total, desapareció y no hubo manera de encontrarla, pues había cruzado la frontera hacia México de manera ilegal. Así, ni nosotros ni la policía mexicana supimos lo que ocurrió. En la universidad, una vez que notaron su ausencia de las clases, llamaron a la policía y ésta al FBI. Los federales registraron su cuarto y encontraron en su computadora detalles del proyecto de investigación y el cruce a Juárez. Tratamos de dar con ella pero fue inútil. Después de recibir una pista de unos informantes, recuperamos un cuerpo de mujer, lo trajimos a Estados Unidos y, luego del examen de DNA verificamos que se trataba de ella. Gringas pendejas, se meten en cosas de adultos sin importarles las consecuencias, acotó la Virreina de Lima mientras Dolores del Río le daba otro sorbo al elixir pulquil y hacía una mueca al mezclarlo en su boca con sal, limón, cerveza.

La Princesa Tamaulipas continuó el relato: La únicas pistas que tenemos son un tatuaje que logramos establecer, que no tenía antes de ir a México, y el origen de la ropa que vestía, el mismo que corresponde a la que se vende de manera exclusiva en el almacén de un conocido traficante de drogas, aquí, en Phoenix. Si logramos establecer la conexión entre él y los asesinatos habremos matado a varios pájaros de un tiro. Ya fuimos al almacén y nos enteramos de la maquiladora que las fabrica en Juárez.

Estaba claro que se trataba de una operación de infiltración. Me dijo también la Princesa tu trabajo consiste en apoyarnos en nuestro plan. Para eso, es importante que entres a trabajar a la maquiladora, cómo lo harás, ese es tu problema. Para nosotras será fácil encontrar trabajo, pues ya sabemos cómo operan y qué tipo de mujeres contratan. Por tu look y acento debes decir que eres de Veracruz. En Juárez yo me comunicaré contigo, no me busques. ¿Tienes alguna pregunta? No por ahora, le dije. Pues te queda hasta mañana porque nosotras salimos en dos días. Terminamos nuestro tequila y nos despedimos con la clara convicción de que, la próxima vez, nos veríamos en un terreno muy difícil. En el salón, los Tigres del Norte ya habían desatado al público que eufórico les pedía La estrella del Sur, Jefe de jefes, La camioneta roja, La camioneta gris y otros éxitos del narco-repertorio.

Con ese impulso musical y de regreso al hotel, recordé que el Conde de Montecristi me había dicho que en el norte costero de Ecuador, en la provincia de Esmeraldas, contrataban a sicarios colombianos para ajustarles cuentas a los que se oponían a la tala de árboles y a los que se rehusaban a pagar el impuesto de la guerra (o de la narco-guerrilla, pues ya todo era lo mismo), y que había cantinas en las que los sicarios se pasaban encantados escuchando a los Tigres del Norte y a los Tucanes de Tijuana mientras ponían cara de perro con rabia.

Mi viaje de Phoenix a El Paso (Texas) se realizó en bus, que es la mejor manera de evitar preguntas indiscretas, aunque también puede provocar una hijeputísima rompedera de espalda y el asamiento de las nácharas, como efectivamente ocurrió. Cruzar la frontera a México fue más fácil que tomarse un vaso de agua. Encontrar un hotelucho y conocer a la gente para abrirse paso en el medio y hacer amistades, igual. En eso, México y Ecuador se parecen, pues la gente está ahí, a la mano, con sus buenas y malas cosas. Con el paso de los días me fui haciedo conocer por los vecinos, algunos de los cuales me decían un poco de todo: güey, veracruzano, chido chido, pirruris, zapoteca, chichimeca, cabeza tolteca y otros condimentos del habla popular de la Moctezuma tierra. Pero de encontrar trabajo: nanay. Varios días estuve en esas hasta que la suerte apareció de manera extraña.

Voy por la calle polvorienta y veo que un mendigo se acerca a pedir plata a una mesa donde estaban unos manes. Vete a chingar a tu madre, le dicen, mientras se le ríen. Pero el mendigo regresa y, esta vez, uno de ellos le da un golpe insultándolo. El mendigo le reclama humillado, casi llorando, y nuevamente le pide una limosna. La cosa se estaba poniendo fea y la gente empezaba a mirar con atención. Esté donde esté, ética, sentido justiciero o simplemente cojudismo, lo cierto es que hay cosas que a uno le cabrean, inclusive una tontería, y cada quien tiene su límite. Este era el mío. A pesar de estar en tierra ajena me tiré al ruedo. Al principio, claro, de manera caballerosa. Déjalo güey, que éste ya está rechingao, le dije. Uno de los cretinos me mira, se sonríe y me lanza un golpe que medio me fue rozando la cajeta. Saco la pata y bum le mando un puntapié al interior de la rodilla izquierda. Nada de alaracas ni quimbas aparatosas. El maestro Wu me lo dijo claramente un día, sólo dale un puntapié directo a la parte interior de la rodilla y verás cómo se dobla el enemigo. Y así fue. Se desmoronó con la rodilla chueca. El otro de la mesa se quiere levantar y lo siento de un puñete en el pecho. (Como debe saber el puñetero lector, un golpe en el pecho no duele tanto pero sí produce un efecto psicológico muy bueno). El tercero me deja ver su pistola y sin pestañear les sonríe a los otros y les dice qué pendejos tarugos, no ven que el señor lleva la razón. Siéntate güey, me dice y ordena cuatro tequilas para todos. En esto México y Ecuador también se parecen, pues la machuchil complicidad es la misma, cruza fronteras como la inflación.

Les digo que la verdad soy de Ecuador pero que me cubro con que soy de Veracruz, que me vine de ilegal y que ando buscando coyotero para cruzar la frontera, pero que antes necesito una chamba para pagar el cruce, y que sabía que un trabajo de guardián de maquiladora pagaba bien. Veremos eso más tarde, a lo mejor algo se puede hacer, me dijo el de la pistola. Echale ahora al tequilita. Los otros dos se habían integrado a la mesa y sólo al final se animaron a darme un apretón de manos en son de paz, a pesar de la rodilla dislocada.

Juárez me recordaba tanto al Guayaquil de los ochenta. Sus barrios marginales de cartón eran como los de Mapasingue. Los habitaba la misma violencia brutal de la que yo venía, el mismo gusto o pesadumbre, la misma desesperación e impunidad. Juárez era otro paraíso de asesinos. El rostro de la gente también era el mismo e iguales eran sus aspiraciones. Los barrios de donde salía el grueso de las empleadas de las maquiladoras eran zonas inmensas llenas de polvo, insalubridad y muerte de la esperanza. Había salido de mi ciudad con la derrota que llevan a cuesta los emigrantes, y aquí estaba viendo el mismo dolor del que tiene sólo una borrosa ilusión de prosperidad. En una de sus calles un letrero decía “El negocio trae prosperidad a México”.

Con su firme y creciente fama, las siniestras maquiladoras eran el maquillaje de la prosperidad a bajo costo. Las mujeres que allí trabajaban eran asediadas, secuestradas, asesinadas. Claro, a veces a los muchachos se les iba la mano y desde el oscuro territorio al que los llevaba la droga, la locura y el poder, decidían también descuartizarlas y dejarlas tiradas, regadas en pedazos por los caminos. Lo sabía, lo había visto. En Juárez, el decir de la gente y los rumores son siempre verdades que nadie quiere aceptar. Todos sabían cómo operaban y quiénes eran los asesinos, pero relacionarlos legalmente con los crímenes era imposible. Había veces en que encontraban a un funcionario menor que usaban para calmar los reclamos de las organizaciones internacionales, aunque luego las mismas autoridades los dejaban libres.

Ahora veía con claridad a qué se refirió Iturburu cuando me dijo que eso escribir “el crimen perfecto” era un empeño cojudo, capricho de ricos o faltos de experiencia. Escritores pajeros, decía con razón, no ven lo que existe y se inventan idioteces. Juárez-El Paso. ¡Qué diferencia hay por el sólo hecho de cruzar un puente! Muerte, alegría o esperanza. Sólo el pobre comprende al pobre, así como sólo el rico y ambicioso comprende la corrupción del poder y del dinero. Me dije yo soy el alma de un cantante errante/ que vaga por el mundo entero, y también cómo me dan pena las abandonadas cuando pensaba en las mujeres que llegaban apresuradas a la maquiladora, en las María Muñoz o las Norma Andrade, temerosas de perder su puesto de trabajo por un atraso o un embarazo. Esas mujeres de pasito apresurado, luego, al caer la siniestra noche de Juárez, temerían por su vida. En Juárez, una mujer joven en zapatos de taco, que sale comprar por la noche, una mujer que se maquilla, terminará despedazada en el desierto, decía la voz popular.

Un viernes, después de mi trabajo, me fui con otros guardias a tomar unas cervezas y bailar en el Divo de Juárez. No había olvidado mi misión porque en Juárez no hay misión que se olvide, aquí lo único que cambia es el número de muertes. Hasta ese día no había vuelto a ver a la Princesa Tamaulipas ni a las dos agentes. A veces sentía como si, de repente, mi vida se hubiera detenido en el tiempo de la frontera, ese tiempo que ya no pertenece a nadie y es solamente una indefinición en la noche del desierto. Si el desierto hablara cuántas historias nos podría contar. La noche caía con su algarabía de fin de semana, el calor había bajado un poco y estábamos alegrándonos con las primeras chelas. Las mujeres de la cantina eran de toda edad y por ahí reconocí a una que otra muy bien distribuida, gracias a sus falditas cortas. La rockola sonaba a todo volumen y el público se lanzaba al ruedo al cal or de la música-disco, los éxitos de los Cumbia King, los Rieleros del Norte y las serrucheras y eternas baladas de Los Terrícolas. Cepeda, me dice uno, la vieja que está allá te está mirando fuerte. La vi y me acerqué a invitarla a bailar. Pinche cabrón, me dijo alegre, aceptándome la invitación mientras añadía creí que te fallaba la vista. Y un cholo, por más avasallo del que haya sido víctima, nunca se agüeva al baile. Y así nos fuimos pista adentro, moviendo el esqueleto al son de una vieja canción que decía que sirvan las copas/ copitas de mezcal/ que al fin nada ganamos con ponernos a llorar/ que sirvan las copas copitas de mezcal.

Al vaivén del traqueteo, la mujer me dice sonriendo por qué te demoraste tanto pinche guey en conseguir ese puesto de guardián. Era ella, la Princesa Tamaulipas, vestida de una manera que, vale decirlo, hizo que me pusiera garrotillo. Se la veía muy diferente. Ahora me invitas a tomar algo con tus amigos y luego nos vamos al hotel. ¿Me entiendes? Como usted diga mi jefa, susurré a su oído mientras se avecinaba una cumbia.

Nos sentamos, la presenté a los zopilotes quienes, inmediatamente, me preguntaron si la Princesa no tenía unas amigas que nos acompañaran. Que sí dijo ella, y haciendo un gesto de vengan para acá muchachas llamó a la Virreina y Dolores del Río, que estaban en otra mesa. Así, de igual a igual, nos quedamos un rato más. Ante la mirada de complicidad de ellas y el contento de los zopilotes, la Princesa me dijo vámonos ahora. En el hotel tuve que volver a la realidad, pues ella se sacó de su escote una diminuta navaja y debajo de su minifalda una pequeña pistola. Me pidió el informe de labores y los detalles de mis pesquisas, así como los posibles lugares en los cuales tiraban los cuerpos de las secuestradas. Luego ideamos el plan para que entraran a trabajar en la misma maquiladora que yo, lo cual exigió de mí el despliegue de mis mejores destrezas verbales ya que, dada la situación económica, conseguir trabajo era considerado una bendición de Dios. Bendición de Dios o castigo del diablo, debería decir.

Tan pronto como entraron a la maquiladora cortaron comunicación conmigo y con los otros guardianes. Uno de ellos, en ataque de celos, una tarde de viernes y con la pica metida entre ceja y ceja, se quejó de que ellas eran mujeres fáciles, putas que se iban con cualquiera. Ese “cualquiera” al que se refería era un conocido asesino que paseaba en su camioneta por la maquiladora. El guardia los había visto conversando en más de una ocasión. Según mis cálculos, algo habría pasado entre él y las agentes. De mí no se burla ninguna vieja chingona, me dijo como lobo herido. Con mi fino olfato de perrito guasmeño fácilmente me pude imaginar por dónde iba la cosa con este cuate.

Un día, vi cómo las tres subían a la camioneta del asesino y desaparecían en la carretera. Esto me alarmó un poco pero estaba seguro de que no pasaría nada, en parte porque ellas sabían defenderse y en parte porque sólo secuestran a mujeres solitarias e indefensas. Sin embargo, ocurrió lo inesperado. Ninguna de ellas regresó a trabajar al día siguiente. Tampoco el guardia celoso apareció. Pasaron dos días y yo seguía en el limbo. Los periódicos, como casi todos los días, anunciaban nuevos descubrimientos de fosas comunes en la Montaña del Cristo Negro, cuerpos acuchillados de adolescentes y niñas, ropa vieja puesta encima de las violadas que, extrañamente, había pertenecido a otras mujeres, desaparecidas meses antes. No había nada que me demostrara que las agentes hubieran corrido mala suerte, pero tampoco nada me decía que estuvieran vivan.

A la semana se apareció la policía local para interrogar a la gente de la maquiladora, incluidos los guardias. Preguntaban por el desaparecido y por mis colegas. Que si sabía dónde estaba y que si conocía a las mujeres y al dueño de la camioneta en la que ellas se habían embarcado. Que no dije a todo, que sólo de vista y que habíamos salido sólo una vez y que, cuando empezaron a trabajar, cortaron toda relación conmigo. No sé si me creyeron pero me dejaron ir a las pocas horas. Luego me enteré de que habían encontrado el cuerpo del guardia. Lo habían degollado y ahora buscaban su cabeza.

Juárez aún. Necesitaba saber algo. Por suerte encontré una escueta y anónima línea en mi e-mail que decía cruza la frontera inmediatamente. Las cosas se habían puesto cerepescado y me preocupaba también mi pellejo. No era hora de hacer preguntas. Con mi trabajo de guardián de la maquiladora había ahorrado poco, pero gracias a unos contactos podría regatear el precio del cruce de la frontera. ¿Qué pasó con las mujeres del desierto y la cabeza del guardia celoso? ¿Volvería a ver a la Princesa Tamaulipas y sus aristocráticas colegas? Yunta lector y damita lectora, para saber el resto de este episodio, lo único que hace falta es calmarse y seguir leyendo, pues el siguiente capítulo está más bacán que éste.