viernes, 7 de marzo de 2008

Yo adivino el parpadeo



¿Cuándo fui a mi viejo barrio por última vez? Se me había olvidado pero no demoraría en recordarlo. Nuevamente caminé por las zonas aledañas a mi casa actual: Barrio Garay, Mercado del Oste, garages con carros siendo recuperados del inclemente temporal y los baches de las calles. Rompiendo la rutina de mis acostumbrados café negro y humita, opté por dos vasitos de ostiones y un ceviche mixto lo cual, obviamente, hizo que la morronga se pusiera nuevamente como asta de bandera en fiesta patria. Garrotillo, para abreviar. Era muy temprano para darme estos lujos libidinosos, así que me afané prontamente por tomar un bus al sur. Los transeúntes pasaban, la humedad y el calor agobiaban la mañana, las calles eran caldo de cultivo de lodo y cualquiera de esas enfermedades prediluviales que reaparecen cada año. Los insultos de chofer a transeúnte (y viceversa) salían desde las ventanas de los carros junto con la música estr uendosa. Guayaquil era una gran rockola en la que, como siempre, aparecía la alegría del trópico, el gusto del sábado por la mañana cuando el músculo duerme y la ambición descansa. Abordé al andar el bus, pasé el incómodo torniquete seguido de un payaso, un guitarrista ciego y un niño descalzo.

Ubicado en uno de los últimos asientos tuve un breve momento de sosiego del ensordecedor merengue que se escuchaba por los parlantes. Digo breve porque a los segundo se oyó un damas y caballeros, su colaboración por favor, quiero demostrarles que no soy un ladrón sino un trabajador honrado. Era el payaso, quien, sin decir más, empezó a contar chistes: El presidente va con su mujer por la calle y le dice mira mijita la gente se queja del precio de las cosas, pero mira tú: una camisa a 50 centavos, una camiseta a 15 centavos, un par de medias a 5 centavos. ¡Baratísimo! Y ella le contesta ¡No seas bruto mijito, fíja te bien, estamos frente a una lavandería! Y solito se comenzó a reir de sus chistes agrios. Y continuó: ¿En qué se parecen el presidente y los congresistas? En que todos creen que el otro es el pendejo. Ja-ja-já, se seguía riendo solito el payaso. ¿En qué se parecen un paracaidista y un marino serranos? En que el paraca se tira al aire sin saber volar y el marino se tira al agua sin saber nadar. Ja-ja-já. ¿Cómo le dice un serrano a una candelilla? Mosquito con linterna. ¿En qué se parece un político a un ministro? En que los dos hablan güevadas. Jaaaa-ja-já. ¿Cuál es el colmo de un pelado? Salvarse por un pelo. Aaa-ja-ja-já. Acto seguido, pedía una colaboración por favor, una colaboración, mientras recogía dinero.

El payaso agarraba unos centavos, el ciego de la guitarra afinaba las cuerdas y el niño descalzo con ya ronca y destemplada voz gritaba nos tenemos que decir adiós porque tal vez jamás, en la vida te vuelva a encontraaaaar y mientras el bus seguía llenándose y la gente se animaba con la ronca voz del pajarito cantor, incluído yo, debo decirlo sin vergüenza. Luego alguien le pidió de manera decidida al pelado cántate una de los Embajadores Criollos, a lo cual éste, presto y sabiamente acompañado del ciego en el requinto, tiró en ritmo de vals las palabras creí que me querías/ por eso te entregué/ toda mi vida y fe/ sin comprender que tú/ nunca me amaste/ ¿Por qué? ¿Por qué te portas así/ sabiendo que mi querer/ tan sólo fue para ti? El público, conquistado por el repertorio, se afanaba en peticiones y sin escatimar desenfundaba más centavitos para el niño. En esas anduvimos hasta lle gar a la altura de Chimborazo y El Oro, esquina en la cual, el payaso, el niño y el guitarrista ciego descendieron de la nave. No bien esto ocurrió, el chofer puso la radio nuevamente a todo volumen para hacernos escuchar otro merengue un poquito para atrás por favor/ un poquito para atrás por favor, decía el Caballo Johnny Ventura por los parlantes mientras la nave voladora y musical devoraba calles y el chofer se desgañitaba puteando a diestra y siniestra a transeúntes y vehículos.

Qué carajo querrá Iturburu, me pregunté. Como se recordará, hacía algún tiempo ya me había independizado y había puesto mi propia oficina de investigaciones. Al principio las cosas no fueron nada mal, pero gracias a la crisis globalizada tuve que cerrar el negocio, pues, contradictoriamente, al tiempo que aumentaban los ataques del hampa al pueblo guayasense, se hacía cada vez más notoria la falta de circulante del vento, lo cual no permitía que mis labores fueran debidamente remuneradas. Por ejemplo, el cacho en las parejas teteaba de lado y lado pero ya a nadie le importaba lo que el otro hacía. Los autos eran robados por delincuentes comunes, taxistas o policías, a cada rato y bajo diferentes modalidades, y para recuperarlos sólo había que pagar un “impuesto” como decían. Los secuestros ya no eran exclusividad de grupos organizados sino de cualquier borrachito de esquina. El sicariato internacional y amazónico había implantado una firme y dinámica red de trabajo que cobraba según la categoría social de la víctima. Como todo era alcahuetería de autoridades y criminales, después de los secuestros, los delincuentes solitos se entregaban para salir libres a las pocas semanas. Así, robos y muertes quedaban en el más perfecto anonimato. Con precisión alemana, el Crónica Roja publicaba cada viernes la foto de la “persona desconocida muerta”. Eso era todo. Me encontraba en esas meditaciones busiles cuando pasó lo que faltaba: un grito destemplado dice nadie se mueva esto es un asalto.

Miro de qué va la cosa y allí están, repartidos a lo largo del bus, cinco muchachos malencarados con cuchillos y recortadas en mano, desvalijando lo que podían. Había uno que, hincando con la punta la barriga de los pasajeros, definía con clara voz de mando a ver tú el reloj, tú la cadena, tú sácate los zapatos, lo cual era acompañado de un sonoro golpe con el mango del cuchillo sobre la desprotegida cabeza de la víctima. En el desvalije general no me vi afectado, pues, supongo, a juzgar por mi pinta cholil y mi falta de prendas joyísticas, los muchachos habrían concluído sin dificultad que pertenecía al grupo de los chiros. Y entre chiros siempre nos entendemos.

Terminado el asalto hicieron parar el bus a la altura del Barrio Cuba, se bajaron tranquilamente y se metieron rumbo al Camal. La gente no estaba asombrada aunque sí cabreada, después de todo, entre el payaso, el guitarrista ciego, el niño cantor y los asaltantes, a más de uno se le había ido el dinero de la semana. Obviamente, aclarado el panorama, el chofer no dudó en poner la radio nuevamente a todo volumen en la cual, para variar, sonaba otro merengue, esta vez de La Makina, que decía ay no me digas que nooooo/ que no me quieres/ ay no me digas que nooooo/ que no me quieres/ porque si tú no me quieres/ yo por ti me muero/ porque si tú no me quieres/ yo por ti me muero. Si Guayaquil era un gran circo, este bus era un circo chiquito, chiquito, loco y ambulante, hasta los choros habían estado cantando las canciones del niño y de la radio.

bado de gloria habría dicho el poeta Iturburu en su adolescencia. Me bajé en la Ciudadela 9 de Octubre y a duras penas pude reconocer sus calles o lo que quedaba de ellas. Los parterres estaban arruinados y allí, sentados en la vereda con una botella de Trópico Seco en mano, los viejos Cabeza de Tigre, el negro Ojito y Marco Tulio se encaminaban, una vez más, a caer en los brazos de Baco y Morfeo. De un solo golpe sentí como si las bombas del tiempo hubieran caído sobre mi barrio y mi pasado. Eh, cholo, tómate un trago, me dijeron sin mediaciones, a lo cual acepté por no ser descortés. ¿Cuántos años hace que no vienes por acá? preguntaron. Varios, contesté. Por los callejones aparecían otros a quienes tampoco había visto en mucho tiempo. Y mientras se acercaban los escuchaba hablar en un lenguaje que era mío pero que también sonaba lejano, como una historia que nos esforzamos por no olvidar.
De alguna manera había vuelto a fines de los 70, al interminable partido de índor que jugábamos en las calles, al día de agosto en que se incendió la Shell y una plancha de acero destruyó la casa de Freddy Haluff, al diluvio del 82, al último paseo en bicicleta. Sólo en ese momento me di cuenta que no estaba preparado para revisar el tiempo ido y que, a lo mejor, no fue buena idea venir a casa de Iturburu. No obstante, me despedí de ellos y seguí rumbo a la casa del poeta, el mismo que, según mis cálculos, me estaría esperando medio cabreado por la demora. Poeta y loco, tenía también sus manías, la puntualidad era una de ellas. Su odio al protagonismo, otra.

Sin embargo, cuando llegué estaba cómodamente acostado en una hamaca, en la terraza de su casa. Había hecho levantar una loza, puesto un techo y decorarla con plantas muy grandes que habían florecido y daban la apariencia de una junglita. Tenía también maceteros, mesas y sillas, como para recibir a los invitados. Meciéndose con tranquilidad, el poeta escuchaba canciones de Alci Acosta. Llegas tarde cholo, fue lo primero que me dijo. Cómo es la cosa, le respondí, mientras subía por la escalera caracol desde la parte externa de la casa. Te ha quedado bacana la casa. Me brindó una cerveza, cambió el cd y me dijo lee esto y, fuás, sacó unas páginas y recortes de periódicos en una carpeta. Lo he recopilado en los últimos años. Allí hay fotos y nombres de gente desaparecida, también una lista de asaltos y escándalos de corrupción. Todos son casos que nunca fueron investigados y cuyos documentos reposan en los juzgados. También hay una lista con nombres de bandas de asaltantes formadas por policías y militares en servicio activo, y de la gente a la que se le llevaron el dinero cuando cerraron los bancos. Paso seguido, el poeta Iturburu mostró otra ruma de carpetas con más recortes. Son sólo de periódicos locales, me dijo. Allí hay violaciones, prostitución, pandillerismo, accidentes de tránsito y peleas callejeras. Son denuncias de casos no resueltos.

¿Y para qué me das todo esto? Pregunté, temiendo que, de pronto y sin saber cómo, Iturburu tuviera algo que ver con La Sombra. Me dijo te doy todo eso sólo para probarte que, si bien es cierto que en mis cuentos los casos no se resuelven, en la vida real tampoco nadie los resuelve. A no ser que aparezca alguien como La Sombra y ponga orden a este caos. Cómo se van a resolver si en estos países de mierda todo el mundo es corrupto y a nadie le importa la vida de nadie, afirmó molesto. ¿Para esto me hiciste venir hasta tu casa? pregunté. No solamente, contestó. Pepe Norro, gritó, tráele al cholo la caja de libros. Y presto, el mentado Pepe Norro apareció con una caja de considerable tamaño de la cual Iturburu sacó libros de Eduardo Mendoza, Vásquez Montalbán y Rubem Fonseca. También había ejemplares de Ross McDonald, Edgar Allan Poe, Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Son todos para ti, me dijo casi con alegría. A ti te harán más provecho que a mí, ya los he leído y esta historia de muertos y pesquisas ya me hinchó las pelotas. Ahora basta con ver la televisión para saber cómo se organiza la trama y descubre al criminal. Fíjate, me dijo mirándome a los ojos, en Estados Unidos hay canales en los que te dan lecciones de pesquisaje. Te van a gustar los libros, terminó convencido de su palabra. Pana, le dije eufórico, muchas gracias y le di un fuerte abrazo. Aunque ya había leído algunos de ellos, un regalo así no se cuestiona, pues a caballo regalado no se le miran los dientes.

Iturburu continuó. Te pedí que vinieras porque quiero saber si puedes ayudarme a revisar algunos escritos que he estado trabajando. Extrañado por la solicitud, inquirí más detalles. Bueno, la verdad es que he pensado muchas cosas en estos últimos meses y ya era hora de escribir de otros asuntos, madurar, tú sabes, otros temas. Siento que eso de la muerte, la marginalidad, las abstracciones y las falsas ideas de tantos años ya no son lo mío. Necesito a un lector crítico que me diga las cosas de frente y que no esté pensado en robarme las ideas. Además, he resuelto de la manera más práctica mi manutención. Ajá, repliqué, y cómo lo harás. Para este primer año me basta y sobra con la beca que gané. Luego, con clases y algún cachuelito me bastará para dedicarme a escribir. Además, tengo un vento ahorrado de mi estadía en el norte, no es mucho pero ayuda. También le estoy dando vuelta a un par de cosas más. Ven, me dijo, levantándose de la hamaca y llevándome hacia el interior de la casa.

Bajamos al primer piso y me mostró un cuarto lleno de jabas de cervezas y un congelador a full. Estoy entre poner un depósito de cerveza, abrir un bar o ampliar con mis sobrinos la Cofradía del Bolero, con lo que deja estoy hecho. Vas a terminar alcoholizado fue lo único que atiné a comentar. No, contestó, quien se encargará de vender será Angelito Godoy o mi esclavo Pepe Norro. Peeepe, Pepe Norro, gritó el poeta. Acto seguido apareció por segunda vez el muchacho con su nada envidiable cara de mandril. Tráete dos pero bien heladas, le dijo Iturburu, y el chasqui bielero obedeció presto. El poeta se quedó por unos segundos como en el aire y me dijo sabes que los Piporros, los pelados de aquí a la vuelta, un día le dijeron a Pepe Norro que querían jugar a quién se la mete a quién. Pepe dijo bueno pero yo primero, y los Piporros le dijeron no, primero te pones tú y después nos ponemos nosotros. Ya, repli có Pepe Norro. Total, lo ensartaron y después salieron corriendo. Este Pepe, dijo el poeta, con pena por no poder reivindicar al chasqui, llora pero no mama.

Para volver al tema inicial le pregunté y de los escritos qué. Son las Crónicas del Barrio, me contestó, las tengo avanzadas. Pero no te rías, a veces eres medio corto de cráneo para las cosas que no entiendes. Te las voy a dar para que, como pana, me cantes la plena. Si le enseño a la gente lo que estoy escribiendo van a creer que estoy loco o me he vuelto marica. Bueno, lo primero ya lo creen, lo segundo no sé, le dije en joda. Andate a la verga, respondió en réplica de azote.

Desde la terraza se veían los techos de las otras casas del callejón, detrás de los almendros y las palmeras se adivinaba la ría; del otro lado, el colegio Eloy Alfaro y, más atrás, el Hospital del Seguro. Recordé súbitamente un eclipse que vi en mi infancia, justamente desde el techo de mi casa, a través del cristal de una botella. El sol, en lo alto, fue cubierto por la luna durante varios minutos. Estoy sosteniendo el cristal frente a mis ojos mientras mi padre y mis hermanos hacen lo mismo. Eeeaahh, cholo, regresa de donde te hayas ido. ¿Te volaste verdad? preguntó Iturburu, clarito se te veía que estabas en otra parte. Eso es porque el sur siempre es mágico, continuó. Mágico y miserable, añadí. ¿Por qué no damos una vuelta por el barrio? Simón, le dije.

Bajamos y llegamos a la puerta del colegio Eloy Alfaro, siempre cerrada con cadenas, como una gran prisión. Allí quedaban los recuerdos de huelgas y piedrizas estudiantiles en época de la dictadura militar, los intercolegiales del vollyball y atletismo, las peleas con los compañeros de clase, la pava para irse a ver a las muchachas del Guayaquil. Ahora, la Ciudadela 9 de Octubre estaba destruída, sus rincones sucios y reventados. Sin embargo, a la derecha del colegio, la pequeña calle era la misma y su silencio deshabitado también. En la vereda un graffiti decía “Simplemente te amo”. Detrás del colegio estaba la escuela, la misma escuela católica de beneficencia que ahora parecía tan pero tan pequeña. Caminamos luego por cuadras y casas que nos dieron y robaron tantos sueños, tantas cosas que podría detallar en miles de páginas.

Ibamos callados, mirando el tiempo pasar, el invierno llegar todo, menos a ti/ si otro amor me viniera a llamar/ no lo quiero ni oir. Recordamos nuestro primer paseo en bicicleta y también el último, un 31 de diciembre, como si fuera sólo ayer. Ese día, bajo el mismo eterno sol del trópico, se acababa el año y con él nuestra sombra que se alargaba por la calles mientras el tiempo golpeaba nuestras espaldas. Tropezamos con algunos amigos que habíamos creído perdidos para siempre, pero que estaban allí, regresando de un exilio que nunca quisieron y que la gente a veces confunde con el destino. No son ellos los exiliados, dijo Iturburu, somos nosotros, nosotros los que nos fuimos, nosotros los que regresamos. No es bueno escupir sobre las tumbas y tampoco sobre el recuerdo, no es bueno morder la mano que te alimenta. Así es, afirmé. Dimos unas vueltas más por la legendaria zona del Rodillo, pensando en el negro Mina, Cachete , el Conejo y las González, las más bellas de la cuadra.

La tarde avanzaba fresca. El poeta intercalaba nuevamente canciones de Los Iracundos y Salvatore Adamo. La vida es muy corta para que me la siga tomando tan en serio, me dijo. Ya he quemado las naves de la discusión. Todo es inútil, sólo el amor rejuvenece, la emoción del amor. A veces, continuó Iturburu, a veces siento que estoy llegando al final de mi viaje y es mejor que diga de una buena vez otras cosas, cosas verdaderas, por así decirlo. No entendí muy bien lo que estaba detrás de las dos últimas frases, sólo comenté a veces así pasa. Más adelante volverás a las mismas andanzas, ya volverás, me decía a mis adentros, pero callé. Cuando alguien habla de esa manera es mejor quedarse callado. Era inútil insistirle a Iturburu que nunca hay que descartar las repeticiones. Además, el vate no era pendejo. Sabía de lo que estaba hablando y eso bastaba, así que ni siquiera se me ocurrió pedir aclaraciones. Ponte una música más alegre, dije.

Con las cervezas y la música ya estábamos más relajados. Estábamos digo y digo bien porque, de un momento a otro y sin invitación previa, apareció Angelito Godoy haciendo escándalo en el callejón, gritándonos cacheroooos, cacherooooos, mientras subía la escalera caracol. Ya en la terraza se aceró en franco bamboleo tuseril y nos dio la mano para se la besáramos.

Aquí está la bella que se encargará del éxito del bar, dijo Iturburu señalando a Angelito. Lo vi y lo saludé con afecto. Allí estaba nuevamente el primero de nuestros amores barriales. Angelito fumaba botando humo como condenado a muerte, aunque en fino estilo de dama de alta alcurnia, con las ojeras de mapache y un par de tarrinas de encebollado, una pila de casetes y unas hojas arrugadas que, confesó, fueron la excusa para encerrarse en su casa la noche anterior con una botella de ron y poder escribir lo que viene a continuación, no sin antes decir que toda la gente del barrio sabía que estábamos chupando y que ya caerían. Cacheros, nos dijo, aquí están los posibles nombres del bar. Poeta, mirando a Iturburu, es lo que me pediste ¿verdad? Esta lista es la plena, la venena, la enverigú y nos lanza unas hojas con nombres de la futura barra que el poeta y él pensaban abrir.

Angelito, antes de dejarnos leer los nombres, dijo seriamente necesitamos una clientela con dinero, inteligente para el gasto, recuperar la salsa de los 70 y la música de Los Corvets, Bodega, Los Dragones, Los Errantes y Los Apóstoles, mi amor Elio Roca, Braulio, Django y Rabito. Tenemos también que poner música de Nelson y Sus Estrellas, la Billo’s Caracas Boys y la Blacio Jr., porque esa es la música de la gente que tiene billete. Claro, hay que darle chance a Tranzas y otros gogoteritos de moda, como Los Rodríguez, Juanes, Basilos y Café Tacuba. Obviamente entusiasmado por su proyecto, Angelito continuó: la barra debe estar en el centro de la zona rosa, pero siempre mirando hacia el sur. Debemos fomentar la convivencia musical de salsa, tangos, pasillos y boleros, y cuidarnos de no volverla pista de baile ni nido de putas, pero tampoco negarle a las parejas un tranqueteo bailable, porque, como es sabido, previo a la batalla cuerpo a cuerpo, es necesario un serruchito musical. ¿Me están escuchando cacheros verga aguada? ¿Me están poniendo atención? reclamó Angelito en tono magisteril. Digo derecho de admisión estrictísimo: sólo gente educada, conocida, que deje sus vicios afuera. Y así, Angelito, que ya había encendido otro cigarrillo, dijo aquí están los nombres.