viernes, 21 de marzo de 2008

If you’re going to San Francisco

Llegó el otoño a Arizona y por un tiempo me mantuvieron incomunicado. No supe nada más de nadie. Había dejado el Golden Dream y encontrado un departamento pequeño, de esos que uno paga semana a semana, pues tenía que estar listo para levantar anclas en cualquier momento. Estaba nuevamente solo bajo el inmenso cielo y me sentía tranquilo. Tomaba clases intensivas de inglés y me defendía sin problema. A veces recordaba el barrio y los amigos de siempre, que son la otra familia que uno solito eligió y llegó a querer. Con las semanas el poeta dejó de mandarme sus crónicas y ya tampoco me pedía mi opinión. Era como si estuviera escribiendo para el viento o para sí mismo. Después de mucho de no saber nada de nadie, me llegó un mensaje firmado por la Maestra, con las indicaciones que, ustedes y yo, panas lectoriles, compartiremos nuevamente.

De Phoenix tenía que viajar a San Francisco y de allí a Eugene, una pequeña ciudad del estado de Oregon, arriba de California. Pero antes debía ir a Flagstaff, pueblo hippie de Arizona, y rastrear sus conexiones culturales y comerciales con Eugene. En Flagstaff se había iniciado el problema que nos ocupará en estas páginas. Viajar a dicho pueblo era también un alivio que me caía al dedillo, pues tendría la oportunidad de conocer el Cañón del Colorado y tomarme una vacacioncita, cosa que, aunque no sea común en otros detectives, a mí sí me hacía falta.

Después de cuatro horas de viaje desde Phoenix llegué a Flagstaff. El pueblo invitaba a celebrar la buena cocina, la informalidad de sus transeúntes. La música y alguno que otro espectáculo artístico eran su cara de presentación. La atmósfera era propia de esos bellos pueblitos escondidos en la geografía de Estados Unidos y de los que no tenemos ni puta idea porque no aparece en postales ni en la televisión. Era uno de los últimos reductos de hippies y ecologistas quienes, entre alguno que otro pito de mafafa, se sacaban la cresta defendiendo la tala de árboles. El pueblo era limpio, pequeño, de temperatura agradable. Por primera vez veía casas con las puertas abiertas y gente sentada sobre la hierba, jugando o leyendo un libro, o simplemente tirada al sol. Encontré un hotel barato y agradable y, sin pensarlo dos veces, me alisté en el siguiente tour al Cañón del Colorado. Miren cómo han dejado este bosque, no s dijo con tristeza y molestia el guía, mientras sonaban canciones de David Grey y veíamos hectáreas de terreno vacías y malgastadas. Llegados al Cañón, siguiendo una vieja costumbre que nos explicaron, nos tomamos de la mano en grupo, cerramos los ojos y caminamos hacia el borde de la majestuosa geografía. Al abrirlos el impacto fue tan grande que me hizo enmudecer y poner la carne de gallina. Era como si Dios hubiera caminado por la inmensa grieta mientras la tierra se iba abriendo a su paso. La hendidura se perdía en el horizonte y las plataformas de rocas cambiaban de color mostrando las edades en las que se habían formado.

Tomamos un sendero estrecho y bajamos en hilera por varias horas. Al llegar al final del primer trayecto observé maravillado cuán diminuto éramos todos en esta tierra. Un zopilote, diminuto también, allá abajo, volaba su propiedad en círculos mientras el sol lo abrazaba todo. No es importante detallar lo que pensé o sentí, sólo afirmar que allí se fundían belleza, misterio y temor.

De regreso a Flagstaff pasamos por unas reservaciones indígenas. Constaté con secreta alegría que esos indios eran también como mi gente, y que, a fin de cuentas, podía ser tan mexicano, tan navajo, tan huaorani como huancavilca. Imaginé también que el esplendoroso desierto Mojave sería acaso como el temible desierto de Palmira, en las alturas andinas, más allá de mi querido Alausí, justo antes de llegar Riobamba. Y con tristeza confirmé que los árboles sicamores de Arizona estaban extinguiéndose como el manglar y los tamarindos de la costa ecuatorial, porque en todo el mundo la ambición y destrucción humana se había impuesto junto a la ceguera y la intolerancia. Y vi también que el pelo de las mujeres era el mismo en todos los lugares en los que había vivido e iguales sus hijos y sus sonrisas. Era el fin de la tarde y estábamos de regreso a Flagstaff. A la par que el sol se ocultaba, soplaba un viento terrible que metía polvo, arena y silencio por todos los costados, como en una vieja escena de película de vaqueros. Por un corto tiempo pude ver el Cañón del Colorado y eso fue suficiente para saber que era afortunado al haber conocido el lado natural del gran país del norte, el hermano mayor que odiamos y queremos, rechazamos y envidiamos. Pero, ya que este libro no pretende ser guía turística ni vaina por estilo, y hay que narrar lo que aconteció luego, simplemente hagámoslo a la voz del claro y firme mandato de: ¡Avanza!

Al día siguiente, casi con la primera luz de la mañana, hice las pesquisas sobre las organizaciones de ecologistas y madereros en pugna y pude regresar a Phoenix con la satisfacción de haber terminado un trabajo. Con esos datos podía empezar mi nueva misión, la misma que me llevaría a San Francisco, escenario de las mejores aventuras detectivescas. Con las medidas de seguridad que se habían instalado en los aeropuertos y las interminables y el necesario pero imprudente acoso al pasajero era preferible mantener un perfil bajo. Fiel a mi vieja costumbre ecuatoriana, resolví, aunque erróneamente, viajar un bus hacia la gran ciudad.

De Phoenix salí hacia Los Angeles. Dos cambios de buses, calor insoportable y, para abreviar, nuevamente la espalda partida en dos. Había ocasiones en que el bus se detenía y el chofer daba información sobre el paisaje. Yo era un mexicano más, emigrante, operario, mesero, campesino, lo que primero se me ocurriera. Mi nueva nacionalidad era un bono extra, al menos eso creía. Ya me había familiarizado con el mundo mexicano que se evidencia con asombrosa facilidad en Estados Unidos, y había aprendido a preparar sabrosos chilaquiles, quesadillas, muchas variedades de tacos, el mejor mole poblano y, para envidia de todos y tentación de la damita lectora de este pasquín, distintos tipos de ceviches, curtidos en limón, al mejor estilo manaba. (Amigo lector, a las mujeres les gusta que un hombre les cocine de vez en cuando comida sabrosa. Luego de eso tendrás, como diría Walter Mercado mientras se hace con la mano un remolino en el pecho, tendrás digo mucho pero mucho amoooorrrrr. Así que, para empezar, ándate consiguiendo por lo menos el librito de cocina de Yolanda Aroca, la que salía en Canal 4, que con eso ya es bastante).

Dejamos Los Angeles rumbo al norte y no menciono más esta parte porque, sinceramente, no hubo mucho que ver, salvo una ciudad inmensa y plana que se perdía entre la polución y unas escuálidas y deforestadas montañas. Siguió el autobús por las interminables calles de la angelina ciudad y sus barrios segregados por el vil metal, el origen racial o el color de la piel. Vieja historia ésta, sin duda. Mientras dejábamos la ciudad recordé casi uno a uno los episodios de Columbo, el único detective creíble que había visto de adolescente. Además, permítanme recordárselos sin modestia, mis hazañas y pinta guayaca habían sido comparadas en varias ocasiones con el susodicho, cuya diferencia con mi persona radicaba en que yo no tenía esposa y él sí, aunque nunca apareció en ninguno de los programas. ¿Por qué no harán más series así? ¿Por qué Hollywood producía sólo una montón de po rquerías en donde unas flaquitas fifiriches, con tetas falsas y pelo pintado, eran las musas de los personajes más pendejos que se podía uno imaginar? Gran misterio o gran estupidez, en cualquier caso la razón era una vez más el dinero.

Gracias a Columbo recordé el último capítulo de Law and Order, donde Robert Goren, el detective loco que se gasta todo su dinero en cachina y nunca burrunguea, termina moliendo a puñete a un millonario quien, camuflado en una sociedad benéfica, vendía los órganos de los mendigos de calle a precio de huevo. También se me vino a la mente el detective de The Shield, un gordito pelado tirado a bacán a la cañona. Si lo pusieran en la vida real, me decía, digamos a media noche en un barrio de Medellín o Lima, a ver qué le quedaba del personajes de televisión. Pajeros, eso eran los productores de Hollywood, diría el casi olvidado vate Iturburu. Inventándose la violencia de las calles sin conocer las calles, hacían películas de narcos sin aceptar que el gran mercado de consumo estaba en el norte. Y no abundo más con estas erudiciones sobre la televisión gringuil que para muestra un botón. Ya tenía planeado qué hacer al llegar a San Francisco. Primero, descansar del largo viaje. Segundo, esperar nuevas instrucciones. ¡Intrucciones! Já. Cada vez que me escribían me daba la impresión de que sólo les faltaba decir “este mensaje se autodestruirá en cinco segundos”, como en Misión Imposible. Estaba en esas finuras cuando el chofer anunció que habíamos llegado a la Estación Central, en el mero centro del mundo gay, o sea San Francisco.

La ciudad era preciosa y superaba en belleza a Nueva York y tenía también otra historia. Empotrada en las colinas miraba hacia la bahía. Era una mezcla de arquitectura española y diseños modernos. El cielo estaba totalmente despejado y corría una brisa agradable. Los vivos colores de algunas casas daban un aire de alegría en medio de la sobriedad y la calma, ese que se disfruta cuando uno anda de turista. Por la calle caminaban gays cogidos de la mano, abrazados o besándose, que podían escandalizar a cualquier macho inseguro de su posición machuchil y le daban a la ciudad un sello único. Por esas calles debieron caminar también otros Sams Spade y nuevos Philips Marlowe, como ahora lo hace este humilde servidor.

Luego de bajarme del autobús pregunté por un hotel y fui a parar a pleno centro de la ciudad. Llené los papeles de la recepción, me di un baño reparador y dormí a gusto por varias horas. Cuando salí tenía en mente probar una sopa de mariscos debidamente acompañada de una copa de vino blanco. Luego di un paseo por el Barrio Chino y recordé las primeras clases con mi querido Mestro Wu. Las calles estaban abarrotadas de restaurantes, academias de artes marciales y almacenes de artículos domésticos y millones de adornos de casa. Entré a uno de éstos para apreciar una serie de máscaras orientales que me había atraído desde la vitrina. Máscaras ¿Qué haría el mundo sin ellas? Máscaras chinas o indígenas, era siempre el mismo afán de burla del mundo. La inmensa tienda tenía además diminutos adornos y lámparas de distintos tamaños. Una hermosa china se me acercó a preguntarme si deseaba alg o. Que no le dije con amabilidad, que sólo estaba de mirandinha, a lo cual ella graciosamente replicó que la llamara si deseaba algo. La tarde estaba hermosa y yo solo. Era hora de encontrar un cybercafé y revisar mi correo.

El mensaje decía ve al Western Union, retira el dinero, vístete con ropa de negocios y regresa en dos días. Y eso fue lo que hice. A los dos días recibí en el hotel un sobre dejado a mi nombre con instrucciones de la Maestra (no te adelantes lector que poco a poco, todo este misterio se te irá abriendo como libro viejo). Ya la Princesa Tamaulipas me había hablado de ella. Mi sospecha era que, por su manera de identificarse, tarde o temprano tendría que aparecerse frente a mí. Al salir del cybercafé recordé con nostalgia las crónicas del desaparecido vate Iturburu, pues no me había vuelto a escribir.

Las instrucciones que días más tarde recibí eran tomar un avión hasta Eugene, alquilar un vehículo y hacerme pasar como maderero mexicano. Debía también solicitar una reunión con el presidente de la Cámara de empresarios. El objetivo final era infiltrar la Oregon Citizens Alliance (OCA) y descubrir cuáles eran sus planes en la política nacional. Todo eso en tres meses. Era hora de decirle adiós también a San Francisco, la ciudad más hermosa del norte. Digo hermosa casi por decir, pues un hombre bien parado va en busca de la vida y no de la hermosura. Y la vida, sin duda, estaba en otra parte.